Genio y figura (13 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Genio y figura
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Inmenso fue el asombro del Vizconde cuando reconoció en aquella dama a su excelente amiga Rafaela la generosa, bellísima como en el
Retiro de Camoens
, elegantísima y no menos bella que en Río de Janeiro, pero perfeccionada, refinada y elevada a un grado supremo de cultura, gracias a los muchos años que en la sabia escuela de París había cursado. Si vale y cabe la comparación, Rafaela se asemejaba, en lo vivo y en lo natural, a la obra maestra de un arte exquisito que con el tiempo gana y se mejora: a pasmosa e inspirada pintura, a la que presta suavidad apacible y aterciopelado realce la pátina del tiempo.

No bien la Sra. de Pinto presentó o mejor diremos
representó
al Vizconde a la Sra. de Figueredo, ésta le recibió con efusión vivísima y con la alegría franca y cordial de quien vuelve a ver, después de cerca de veinte años de ausencia, a un bueno y cariñoso amigo.

No tuvo, sin embargo, Rafaela, a quien pronto dejaron sola con el Vizconde los que antes la rodeaban, ni una sola palabra de queja por el olvido y por la indiferencia que al parecer él había tenido para con ella.

Rafaela pasó con rapidez deslizándose sobre toda la serie de años que ella y el Vizconde habían estado sin verse.

Habló con él como habló Fray Luis de León con sus discípulos después de salir de la cárcel. Rafaela dijo también:
decíamos ayer
; esto es, habló con el Vizconde como si reanudase con él la conversación de la víspera. Si algo se aludió al tiempo pasado, fue para afirmar él, con admiración y con insistencia, que ese tiempo no había pasado por ella sino para mejorarla, o que al menos, durante todo ese tiempo, ella había estado como las encantadas princesas de los cuentos de hadas, sin que el tiempo, al pasar, las toque con sus alas, ni las ofenda, ni las huelle. El tiempo las deja en el mismo ser que tienen, ya que al empezar el encantamiento y al ponerse en ellas no les preste algo de sobrenatural y divino. Con la obligada y casi indispensable modestia, que en ocasiones tales se usa, Rafaela trató de probar que había envejecido; pero al cabo, tal vez porque no lo creía, o tal vez para evitar enojosas discusiones, convino en que estaba tan bien o mejor que nunca. Después, ella y el Vizconde charlaron muy largo rato y ambos volvieron a sentirse tan amigos como veinte años antes en Río de Janeiro, y como cerca de treinta años antes en Lisboa.

XXVII

Muy lisonjeado estaba el Vizconde al notar el contento y la satisfacción que al volver a verle y al hablar con él sentía la señora de Figueredo; pero el Vizconde no era presumido ni fatuo, sino razonable y juicioso. Como todos los que lo son, receló que, si abusaba de la ventaja de reanudar aquellas relaciones amistosas después de tanto tiempo, prolongando mucho el coloquio, no era difícil que en el alma de Rafaela se desbaratase o se disipase el hechizo de la novedad y que el gusto se convirtiese en enfado. Quien tiene en rico vaso un licor exquisito, no le apura de un sorbo, sino que le contempla, le paladea y poco a poco le va bebiendo. En suma, el Vizconde no quiso apurar hasta las heces el deleite de hablar aquella noche con Rafaela, exponiéndose a cansarla y a hartarla con la mera conversación, aburriendo, marchitando y hasta secando, en el alma de ella, el deseo que tal vez pudiera nacer de que la conversación dejase de ser término y llegase a ser medio y camino para mayores y más dulces intimidades. Rafaela, en verdad, hacía involuntariamente que las deseara el Vizconde, porque estaba más guapa y más interesante que nunca.

Hechas en lo interior de su espíritu todas estas consideraciones y forjando mil propósitos vagos, el Vizconde, después de preguntar a Rafaela las señas de su casa, insinuó la pretensión de no ir sólo a dejarle tarjeta, sino de hallar a Rafaela y de ser recibido.

Rafaela le contestó que ella vivía más desordenadamente que nunca; que para recibir a sus amigos no había fijado ni día ni hora; pero que a él, por excepción, le recibiría cuando a ella le fuese posible y él fuese a verla.

Todo esto, por virtud de un arte o de un instinto que suelen tener las mujeres, quedó indeciso y como flotando en el aire, sin que el Vizconde, que no quería tampoco tocar por lo insistente en pesado, lograse conseguir una cita, sin calificarla de cita: una cita implícita, disimulada y vergonzante, que era lo que él ansiaba.

Algo le contuvo también cierta ligera sonrisa burlona, que imaginó dos o tres veces ver pasar como un relámpago sobre el rostro de Rafaela, la cual harto bien sabía él que nunca había gustado de disimulos y rodeos, sino de prometer, conceder o negar, por estilo franco, sin el menor rebozo en la promesa. El Vizconde, además, no osaba pedir nada y nada pedía. ¿Con qué título, con qué motivo, había de pedir algo? ¿Era afecto renaciente, era liviano capricho, qué era lo que en aquel momento agitaba su corazón? Él mismo lo ignoraba. Sólo notaba, en el fondo de su alma, repentinos anhelos de deleite y una resucitada admiración, más vehemente que nunca, hacia aquella extraña mujer que sobre la lozana y alegre condición natural de la moza de Lisboa y sobre la graciosa pomposidad de la señora hacendada de entretrópicos, había logrado poner todos los perfiles, realces y filigranas de la parisiense más curtida y docta en el arte de los amores. El Vizconde, al menos, imaginaba todo esto, aunque nosotros no podamos asegurar que era real y exacto lo que imaginaba. Lo cierto es, que, en aquella noche, habló de todo con Rafaela: de teatros, de música, de libros recién publicados, de política y hasta de filosofía, pero no se atrevió o no halló ocasión oportuna para decirle, de sopetón y muy por lo serio, que de nuevo la amaba. Se limitó, pues, a echarle piropos, si bien con sobriedad, por miedo de hacerla reír, o lo que es peor, de fastidiarla. Así llegó la hora en que Rafaela tenía costumbre de retirarse. El Barón de Castell-Bourdac, su reconocido
cavaliere servente
, vino en su busca, le dio el brazo, y se fue con ella, sin duda en el mismo coche, acompañándola hasta su casa, antes de retirarse a la suya.

XXVIII

Al día siguiente el Vizconde fue a visitar a Rafaela, que vivía en el primer piso de una magnífica casa, no lejos del Arco de la Estrella, en calle y barrio nuevos y elegantes. Rafaela no estaba en casa o no recibía. El Vizconde volvió casi de diario, pero siempre en balde.

Así transcurrió, no sin grande impaciencia del Vizconde, una semana entera, y llegó otro viernes, día en que la señora de Pinto tenía su tertulia.

El Vizconde acudió tan temprano, que sólo encontró a la señora y señoritas de la casa y a tres o cuatro amigos íntimos que habían estado a comer con ellas. Tuvo, pues, ocasión de ir pasando revista, según entraban, a todas las personas que fueron a la tertulia aquella noche.

Rafaela no aparecía y el Vizconde casi había perdido la esperanza de que apareciese, cuando al fin la anunció en voz alta un criado, diciendo desde la antesala:

—La señora de Figueredo y el Barón de Castell-Bourdac.

Se diría que el Barón era el indispensable complemento de Rafaela.

El Vizconde la saludó al entrar y cruzó con ella algunas palabras; pero acertó a contenerse durante más de una hora, para que ella se cansase de charlar con sus admiradores y amigos y de recibir adoraciones, y espió la ocasión propicia en que ella estaba menos rodeada, a fin de osear fácilmente a los interlocutores enojosos y poder hablar con ella sin que nadie interviniese en la conversación ni le molestase.

Harto difícil era esto, pero al cabo lo consiguió. Creyó notar además, con íntima alegría, que para conseguirlo, si el amor propio no le alucinaba, Rafaela había puesto mucho de su parte, haciendo que desmayase la conversación, no dando cuerda a los que hablaban con ella y disimulando poco su fastidio.

En suma, el Vizconde pudo hablar con Rafaela en medio de aquel bullicio, como si estuviesen ambos a solas.

Aunque pequemos de entrometidos, acerquémonos al sofá del
boudoir
en que ambos están sentados y oigamos algo de lo que dicen. Sin duda habían hablado ya de muchas cosas, cuando Rafaela prosiguió diciendo:

—Ahora soy independiente y libre como el aire. Alguna compensación ha de tener lo melancólico de mi aislamiento. Ni el deber, ni la gratitud, ni el amor me enlazan hoy, por manera singular, fuerte y exclusiva, con ningún ser humano. Esta paz y este sosiego de que gozo fomentan mi egoísmo, y cada día se acrecienta más mi temor de perder ese sosiego y esa paz que me son tan gratos y tan caros en medio de la agitación y del tumulto de esta ciudad populosa. ¿Por qué pretende usted privarme de mi tranquilidad y despertar mi corazón que se reposa y está como dormido? Desecharé la modestia y convendré con usted en que el tiempo no ha hecho estragos en mi ser corporal.

—Está usted más hermosa, más interesante, más lozana que nunca, —interrumpió el Vizconde.

—Sea así, —replicó ella—. Muy lisonjeada me siento de que usted lo crea y muy inclinada a creer y muy satisfecha de creer que usted no se engaña; pero si el cuerpo permanece como si hubiera vivido encantado o como si no hubiera vivido, el alma mía ha envejecido de una manera horrible. Se me figura que mi alma vive, piensa, padece y ama desde hace miles de años. Mi alma está fatigadísima. Déjela usted que se repose. No me la inquiete. Seamos buenos amigos, mejores amigos que nunca; pero nada más.

—Hoy menos que nunca puedo yo resignarme a no ser más que buen amigo de usted. Esa necesidad de reposo que usted me dice que siente me parece fingida. Cuando el cuerpo, que es mortal, está brioso y floreciente ¿cómo quiere usted que crea yo que el alma está fatigada? A veces sospecho que tiene usted otros amores. Comprendo entonces que usted no me ame; pero si no tiene usted otros amores, ámeme a mí y sean estos los últimos amores de usted y míos. Busca usted el reposo, pero el reposo no se halla en la negación del amor. El reposo y la dicha no están en que el alma ame sin objeto, o en que combata para vencer un amor naciente, o en que muerto en ella el amor de todo lo visible y asequible, se forje para satisfacción de su amor siempre vivo un objeto ideal, que jamás se realiza en la tierra. Mi alma también se siente como la de usted triste y fatigada; mas por eso mismo, y conociendo que la soledad no disiparía su tristeza ni aliviaría su fatiga, quiere el dulce apoyo de una compañera, no para lanzarse con ella en busca de violentas emociones, sino para hallar en ella la paz que le falta y el bien y el regalo que sólo pueden calmar la sed que siente de inefables venturas.

—Muy sutil y poético está usted esta noche —dijo Rafaela sonriendo—. Y lo peor es que está usted muy razonador y dialéctico; y vamos, empiezo a tener miedo de que usted me convenza. Para huir del peligro me decido a poner término a este coloquio. Déme usted el brazo.

Rafaela se levantó del sofá, tomó el brazo del Vizconde, recorrió las salas y fue saludando y hablando a multitud de personas.

El Vizconde, a pesar de tantos saludos y conversaciones diversas, no dejaba de insistir en su pretensión. De vez en cuando, en los intermedios, esto es, siempre que Rafaela dejaba de hablar a una persona para ir a hablar con otra, el Vizconde, con palabras rápidas, dichas casi al oído de ella, le rogaba que le amase. Ella parecía no oír o no entender y no le daba respuesta.

Llegó por último la hora de partir, sin que Rafaela cediese, sin que al menos diese esperanza.

Vio Rafaela al Barón de Castell-Bourdac y le encargó que fuese a buscar su abrigo. Se despidió luego de la Sra. de Pinto, y, siempre del brazo del Vizconde, se dirigió a la antesala.

Aquella noche había en la tertulia mucha gente, y el Barón tardó bastante en volver con el abrigo, a pesar de lo habilidoso que era para tales menesteres. Las súplicas del Vizconde fueron entonces más fervorosas y reiteradas. Rafaela se quedó un momento pensativa y como vacilante. Al fin dijo al Vizconde en voz muy baja:

—Sea; usted lo quiere y el diablo lo quiere también.

—¿Y cuándo? —dijo con ansia el Vizconde.

—Dentro de doce días, el 20 de este mes —contestó ella—, hasta entonces ni nos hablaremos ni nos veremos.

—¿Y por qué tan largo plazo? —exclamó él.

—Porque quiero —dijo ella— imitar con usted lo que hizo Ninon de Lenclos con el abate Gedoyn.

—¿Y qué hizo Ninon con el abate?

—Aguardó para hacerle dichoso y le hizo dichoso el día de su cumpleaños. Trazas tiene de fábula, pero afirman las historias que Ninon cumplió ochenta aquel día. Mucho disto yo de ser tan anciana, pero el 20 de este mes cumpliré los cincuenta. Quiero que al terminar el primer medio siglo de mi vida, la cual no sé si tema o espere yo que dure todo un siglo, empiecen mis más serios, constantes y últimos amores. No me engañe usted, Vizconde; ¿quiere usted como yo que estos últimos amores nuestros sean serios y constantes?

—No me basta con desear que sean para toda la vida; quiero que sean inmortales.

—Pues a fin de entrar solemnemente, y como en nueva era, en la inmortalidad de esos amores, vaya usted a mi casa el 20, a las cinco de la tarde. Estaré sola.

En esto volvía ya el Barón de Castell-Bourdac, muy diligente y apresurado, con el abrigo de Rafaela. Trató de disculpar su tardanza, puso el abrigo a la dama, le dio el brazo, bajó con ella la escalera y sin duda la acompañó en coche a su casa.

El Vizconde apenas se dignó reparar en esta intimidad de Rafaela y del Barón, a quien había calificado de tan simpático como inofensivo.

Refrenando con dificultad su impaciencia, el Vizconde sintió pasar los días con lentitud hasta que llegó el 20 al cabo.

Aún no habían dado las diez de la mañana, cuando le trajeron un grueso pliego cerrado y sellado. Rompió el sobre y halló dentro un precioso librito, encuadernado con buen gusto y esmero en cuero de Rusia, al cual estaban asidos tres
No me olvides
y un trébol de cuatro hojas, en oro esmaltado. Un broche de oro, esmaltado también, cerraba el librito. Separadamente había un papel, donde el Vizconde leyó estas palabras:

—Antes de que vengas a verme y antes de que tu alma llegue a unirse en estrecho lazo con la mía, quiero que la conozcas bien y que penetres en los abismos que en ella hay.

Hasta el día en que te fuiste de Río, nadie mejor que tú conoce mi vida. Después han sobrevenido en ella sucesos que profundamente la modifican. Ni para confiarlos, ni para decir las penas y los sentimientos que estos sucesos han causado en mi alma, he encontrado un amigo a propósito hasta que hará cerca de veinte días te encontré en casa de la señora de Pinto. Mi alegría fue grande al verte de nuevo. No pensé aún en que por amor iba a volver a ser tuya, pero pensé en nuestra antigua amistad y me propuse renovarla, estrecharla y hacerla ya más constante y sin interrupciones. Pensé también confiarme en ti y desahogar mi corazón diciéndote todos mis disgustos y mis dolores todos. Con este intento, sin orden, según las ideas y los recuerdos acudían a mi mente, me puse a escribirlos con precipitación en el libro que te remito adjunto. Escritos están ya, léelos y queda así apercibido para que no te sorprenda lo más extraordinario ni lo más raro.

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