—¡Maldita sea…! ¿Qué demonios haces ahí? —exclamó Chaval, viendo a Catalina, que esperaba su turno para bajar—. ¡Anda pronto, y no te hagas la remolona!
A las nueve, cuando la señora de Hennebeau llegó a casa de Deneulin en carruaje con Cecilia, encontró a Juana y Lucía ya dispuestas y muy elegantes, a pesar de que sus vestidos habían sido reformados veinte veces. Pero Déneulin se sorprendió al ver que Négrel, a caballo, acompañaba el coche. ¿Cómo era aquello? ¿Iban hombres también? Entonces, la señora Hennebeau explicó, con su afectuoso aire maternal, que la habían asustado, diciéndole que los caminos estaban llenos de gente de mal aspecto, y que había querido que llevasen un defensor. Négrel sonriendo, procuraba tranquilizarlas; no había nada grave; amenazas y bravatas como siempre, pero nadie se atrevería siquiera a tirar una piedra al coche.
Deneulin, todavía gozoso con su triunfo, relató la reprimida sublevación de Juan-Bart, añadiendo que ya estaba completamente tranquilo. Y mientras las señoritas Deneulin tomaban el coche en la carretera de Vandame, todos estaban muy tranquilos pensando en lo que iban a divertirse aquel día, sin adivinar que allá a lo lejos, en el campo, se reunía el pueblo de mineros galopando en ademán hostil hacia Juan-Bart, lo cual hubieran podido oír pegando el oído al suelo, como hacen las escuchas.
—Conque quedamos —dijo la señora de Hennebeau— en que iréis a recoger a las niñas esta tarde a casa, y que comeréis con nosotros… La señora de Grégoire me ha prometido también ir a buscar a Cecilia.
—Contad conmigo —exclamó Deneulin.
El carruaje partió en dirección a Vandame. Juana y Lucía se asomaron a la ventanilla para despedirse con una sonrisa de su padre, que había quedado en medio de la carretera, diciéndoles adiós con la mano. Négrel, al trote de su caballo, se colocó a la portezuela del coche.
Atravesaron el bosque, y fueron a tomar el camino de Vandame a Marchiennes. Cuando pasaban cerca de Tartaret, Juana preguntó a la señora de Hennebeau si conocía la Loma Verde; y ésta confesó que, a pesar de vivir en el pueblo hacía cinco años, no había estado nunca por allí. Entonces decidieron dar un rodeo. El Tartaret, que se extendía bordeando el bosque, era un llano inculto, de una esterilidad volcánica, bajo la cual hacía ya siglos ardía una mina de carbón de piedra abandonada. Aquello se perdía en una leyenda que narraban los mineros de la comarca. Decían que el fuego del cielo había caído sobre aquella nueva Sodoma subterránea, donde los hombres y las mujeres que trabajaban en la mina se entregaban a toda clase de excesos abominables y que ninguno de ellos había podido escapar a tan terrible castigo. Las rocas calcinadas, de un rojo sombrío, se cubrían de manchas verdosas, que parecían de lepra. Algunos valientes que se atrevían de noche a asomarse a las grietas que se veían en la tierra, juraban distinguir una llama, que sin duda eran las almas pecadoras consumiéndose en el fuego de aquel infierno subterráneo,
Lucecillas errantes iban de una parte a otra por el suelo; se veían todas las noches vapores caldeados que salían de la cocina del diablo. Y, semejante a un milagro de eterna primavera, en medio de aquel llano maldito, se levantaba la Loma Verde, cubierta siempre de fresca hierba, y sembrada de trigo y de remolacha, dando hasta tres cosechas al año. Aquello era una estufa natural, caldeada por el incendio de las capas inferiores. Jamás se había visto allí nieve, porque al caer se derretía. Aquel enorme llano verde, junto a los árboles del bosque despojados de toda clase de hojas, no tenía ni siquiera señales de las heladas de diciembre, que tanto daño hacían en el resto de la comarca.
Pronto rodó el carruaje por la carretera. Négrel se reía de la leyenda y explicaba que a menudo se declaraban incendios en el fondo de las minas a causa de la fermentación del polvo carbonífero y que cuando no se pueden dominar al principio, no hay manera de apagarlos jamás; citaba el caso de una mina de Bélgica que habían inundado, variando el cauce del río para echar sus aguas por la boca del pozo de bajada. Pronto guardó silencio, al observar que numerosos grupos de mineros se cruzaban a cada instante con el carruaje.
Los obreros pasaban silenciosos, mirando de reojo aquel tren que les obligaba a echarse a un lado del camino. Por momentos iban aumentando, a tal punto, que el cochero tuvo que poner los caballos al paso para cruzar el puente del río Scarpe. ¿Qué sucedería para que toda aquella gente recorriera la carretera? Las señoras estaban muy asustadas; Négrel empezaba a creer en algún tumulto preparado de antemano, y para todos fue un verdadero consuelo ver que, al fin, llegaban a Marchiennes sin contratiempo.
En Juan-Bart, Catalina estaba trabajando hacía ya más de una hora en el arranque de las vagonetas; y tan fatigada se hallaba, que tuvo que descansar un momento para enjugarse la cara.
Chaval, que estaba en el fondo de la cantera arrancando carbón con sus compañeros, se sorprendió al notar que cesaba el ruido de las carretillas. Las linternas ardían muy mal, y el polvillo del carbón no permitía ver bien.
—¿Qué hay? —gritó.
Cuando ella le contestó que se sentía mal y que iba a reventar si seguía trabajando, él le contestó brutalmente:
—¡Bestia! Haz lo que nosotros; quítate la camisa.
Se hallaban a setecientos ocho metros de profundidad, al norte, en la primera galería del filón Deseado, a unos tres kilómetros del pozo de subida. Cuando se hablaba de aquella región de la mina, los mineros de la comarca se echaban a temblar, y bajaban la voz, como si hablaran del infierno; y a menudo se contentaban con mover la cabeza como si prefirieran no ocuparse de aquellas profundidades abrasadoras. A medida que las galerías, extendiéndose hacia el norte, se aproximaban al Tartaret, penetraban en el incendio que más arriba calcinaba las rocas. En las canteras, en el punto adonde habían llegado los trabajos, había una temperatura media de cuarenta y cinco grados. Los obreros se hallaban allí en plena ciudad maldita, en medio de las llamas, a quienes los que pasaban por el llano veían asomándose a las grietas, por las cuales salía un fuerte olor a azufre.
Catalina, que ya se había quitado la blusa, titubeó un momento y luego se despojó también del pantalón; y con los brazos y las piernas desnudas, con la camisa subida hasta la cintura y sujeta con una cuerda, empezó de nuevo su trabajo de arrastre.
—¡La verdad es que así se está mejor! —dijo en voz alta.
Sin saber por qué, tenía miedo. Desde hacía cinco días, que trabajaba en aquel sitio, pensaba sin cesar en las terroríficas narraciones que había oído siendo niña, y en aquellas muchachas que estaban ardiendo debajo del Tartaret, en castigo de pecados que nadie se atrevía a repetir. Indudablemente ya era demasiado crecida para creer en tales tonterías; pero, así y todo, ¿qué habría hecho si de pronto se le hubiese aparecido una mujer ardiendo? La sola idea la hacía sudar más.
A cierta distancia, una compañera suya cogía la carretilla que ella llevaba, y la arrastraba hasta el plano inclinado, donde era recibida con las demás que bajaban de las galerías superiores, para formar los trenes.
—¡Demonio! Qué cómoda te pones —dijo a Catalina su compañera, que era una viuda de treinta años—. Yo no puedo hacerlo, Pues los chiquillos del tren me fastidian con sus bromas.
—¡Bah! Yo me río de eso. Así se está más cómoda.
Y volvió atrás, empujando una vagoneta vacía.
Lo peor era que, en aquella profunda galería, se unía otra causa a la proximidad del Tartaret para hacer el calor más insoportable. Estaban al lado de una galería de Gastón María, abandonada a causa de una explosión de grisú que, diez años antes, había incendiado la veta, la cual seguía ardiendo, y estaba aislada por medio de una pared de arcilla, para evitar que se extendiese el desastre. Privado de aire, el fuego debía haberse apagado; pero sin duda corrientes desconocidas lo reavivaban, pues desde hacía diez años la pared de arcilla estaba caldeada como si fuera la pared de un horno; y de tal manera, que al pasar por ella no era posible sufrir el calor, ni mucho menos arrimarse al muro. Precisamente a lo largo de ésta, en una extensión de más de cien metros, se hacía arrastre, a una temperatura de sesenta grados.
Después de otros dos viajes, Catalina sintió que se ahogaba nuevamente. Por fortuna, la galería era ancha y espaciosa. En el filón Deseado, uno de los más ricos de la mina, la capa de carbón tenía un metro noventa centímetros, y los obreros podían trabajar de pie. Pero habrían preferido menos comodidad y un poco más de fresco.
—¡Eh! ¿Te duermes? —gritó violentamente Chaval cuando dejó de oír a Catalina—. ¿Quién diablos me mandó a mí cargar con un penco de tu especie? ¡Llena la carretilla, y trabaja, mala pécora!
La muchacha estaba al pie de la cantera, apoyada en el mango de la pala, y se sentía acometida de cierto malestar mirándolos a todos, sin obedecer ni contestar palabra. Les veía mal, a la indecisa luz de las linternas, desnudos completamente como bestias, y tan negros, tan sudorosos, que su desnudez no la avergonzaba. Era una amalgama, una visión infernal de la que nadie se hubiera podido dar cuenta. Pero ellos, sin duda, la distinguían mejor, porque dejaron de trabajar, y empezaron a gastarle bromas por haberse quedado en camisa.
—¡Cuidado, que te vas a resfriar!
—¡Buenas piernas tienes! ¡Oye, Chaval, vale por dos! —¡Oh, hay que ver lo demás; anda, quítate ese trapo!
Entonces Chaval, sin enfadarse por aquellas groserías, la emprendió con ella.
—¡Sí; lo que es para eso, sirve!… ¡Oyendo porquerías, sería capaz de quedarse ahí hasta mañana!
Catalina, con mucho trabajo, cargó la vagoneta otra vez, y empezó a empujarla. La galería era demasiado ancha para que pudiera llegar, abriéndose de piernas, de un lado a otro de la vía; sus pies descalzos se destrozaban contra los rieles buscando un punto de apoyo, mientras caminaba lentamente, con los brazos extendidos, para hacer fuerza; pero, cuando llegaba a la pared de arriba que les separaba de la veta incendiada, volvía a empezar el calor insoportable; el sudor corría a mares por todo su cuerpo, en gotas enormes, como lluvia de tormenta. Apenas había andado la tercera parte del camino, su camisa estrecha y negra, como si la hubieran mojado en tinta, se le pegaba a la piel, se le subía hasta la cintura por el movimiento que hacía con las caderas, y le molestaba tanto que de nuevo tuvo que detenerse.
¿Qué le pasaba aquel día? Jamás se había sentido tan mal. Debía ser efecto de lo enrarecido del aire, porque hasta aquella galería lejana apenas llegaba la ventilación. Se respiraban allí toda clase de vapores que salían del carbón, con un ruidillo como el que produce el agua hirviendo, y en tal abundancia a veces, que las linternas apenas alumbraban; esto sin contar el grisú, en el cual nadie pensaba, a fuerza de respirarlo continuamente. Ella conocía bien aquel aire malo, aquel aire muerto, como dicen los mineros, gas de asfixia en las capas inferiores, gas capaz de dejar muertos a trescientos hombres de un golpe al estallar. Lo había respirado tanto y tanto desde su infancia, que se sorprendía al ver lo mal que lo soportaba ahora, pues le zumbaban horriblemente los oídos, y sentía la garganta apretada. Sin duda el calor tenía la culpa de que se sintiese tan mal.
Tal era su malestar, que experimentó la necesidad de quitarse la camisa. Aquella tela pegada al cuerpo se había convertido en un verdadero suplicio. Resistió un poco más y quiso seguir trabajando, pero se vio obligada a ponerse otra vez en pie. Y entonces se lo quitó todo, hasta la camisa, y con tal furia y tan febrilmente, que se hubiera quitado la piel de buena gana también. A gatas empezó de nuevo a empujar la carretilla, completamente desnuda, semejante a una fiera que trabajara a impulsos del látigo cruel del domador.
Pero ni siquiera por haberse puesto desnuda se encontró mejor ni más aliviada. ¿Qué más podría quitarse? El zumbido de los oídos la trastornaba, y sentía las sienes comprimidas por una fuerza extraña. Cayó de rodillas. La linterna, que iba clavada en un montón de mineral, pareció apagarse. Solamente la idea de subir la mecha sobrenadaba en aquella confusión de pensamientos que agitaba su cerebro. Dos veces quiso reconocer el farol, y dos veces lo vio palidecer, como si él tampoco pudiese respirar. De pronto se apagó. Entonces todo quedó envuelto en tinieblas; y Catalina empezó a sentir unos martillazos tremendos en la cabeza; su corazón, desfallecido, parecía a punto de dejar de latir, influido también por el cansancio terrible que entumecía todos sus miembros. Catalina se había echado hacia atrás, y se sentía agonizar en aquel aire asfixiante.
—Me parece que sigue holgazaneando —gruñó la voz de Chaval.
Se puso a escuchar desde lo alto de la cantera, y, no oyendo el ruido de arrastre, gritó:
—¡Eh! ¡Catalina! ¡Mala víbora!
La voz se perdía a lo lejos en la oscura galería y nadie le contestaba. —¿Quieres que vaya yo a hacerte trabajar?
No se oyó ni el más ligero rumor; el mismo silencio de muerte. Chaval, furioso, bajó y corrió a buscar su linterna tan violentamente que por poco tropieza con el cuerpo de Catalina, que interceptaba la galería. Él, con la boca abierta, la miraba. ¿Qué tendría? ¿No sería pura gandulería y deseo de descansar? Pero al bajar la linterna para verle la cara, aquélla estuvo a punto de apagarse. La levantó, la volvió a bajar, y acabó por comprender lo que pasaba: aquello debía ser un principio de asfixia. Desapareció su violencia, y el sentimiento de fraternidad del minero surgió en él a la vista del peligro. Llamó para que le dieran su camisa; y, cogiendo a la muchacha, que había perdido el sentido, la levantó en alto cuanto pudo. Cuando hubieron echado al uno y al otro la ropa por la espalda, Chaval empezó a correr con toda su fuerza, sosteniendo con un brazo a su querida y llevando en el otro las dos linternas. Sin cesar de correr ni un momento, tomaba por aquellas largas galerías a la derecha, luego a la izquierda, buscando, desalentado, un poco de vida en el aire helado que entraba por el ventilador. Al fin oyó el ruido del agua, que corría por una filtración en la roca. Se encontraba en un cruce de galerías de arrastre que se hallaba abandonado, y que en otro tiempo servía para Gastón-María. El aire puro que entraba por el ventilador soplaba como un viento de tempestad; y el fresco era tan grande, que Chaval empezó a tiritar cuando se sentó en un montón de madera con su querida en brazos, y sin que hubiese recobrado el conocimiento.