Germinal (43 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

BOOK: Germinal
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—Vamos, Catalina, ¡por Dios! No hagamos tonterías… Enderézate un poco mientras te refresco las sienes.

Le asustaba verla tan débil. Sin embargo, pudo mojar la camisa en el chorro de agua, y le lavó la cara con ella. Catalina estaba como muerta, con aquel cuerpecillo de niña poco desarrollada, en el cual empezaban a apuntar las formas de la pubertad. Luego un estremecimiento agitó su pecho de chiquilla y su vientre y sus muslos y murmuró:

—Tengo frío.

—¡Ah! Prefiero eso —exclamó Chaval, tranquilo ya.

La vistió, metióle fácilmente la camisa, y se desesperó al ver las dificultades con que tropezaba para ponerle los pantalones, porque ella no podía ayudarle.

La muchacha seguía aturdida, sin comprender dónde se hallaba ni por qué estaba desnuda. Cuando se acordó de todo, le dio vergüenza. ¿Cómo habría podido quedarse completamente desnuda? Y la pobre empezó a hacer preguntas a su querido. ¿La habían visto así, sin tener siquiera un pañuelo en la cintura para taparse? Él bromeaba, inventando historias, diciéndole que acababa de llevarla allí, atravesando por delante de todos los compañeros; pero luego, poniéndose serio, le dijo la verdad: que nadie había podido verla, porque corría como un desesperado.

—¡Caramba!, me muero de frío —añadió, vistiéndose él también.

Catalina jamás le había visto tan cariñoso. Ordinariamente, por cada palabra cariñosa que le dirigía, le decía mil improperios. ¡Hubiera sido tan bueno llevarse bien! En la languidez de su cansancio, sentía que le invadía una ternura extraña. Sonriéndole, murmuró en voz baja:

—Dame un beso.

Él se lo dio; luego se echó a su lado, esperando a que Catalina pudiese andar.

—Ya ves cómo hacías mal regañándome, porque la verdad es que no podía trabajar, ni moverme siquiera. En la cantera tenéis menos calor; pero ¡si vieras cómo se ahoga uno en la galería!

—No cabe duda que estaríamos mejor a la sombra de los árboles… Pero es verdad que sufres mucho en esa pícara galería; ¡pobrecilla!

Y tanto se conmovió Catalina oyéndolo hablar así, que se las quiso echar de valiente.

—¡Oh! Todo será hasta que me acostumbre; no tengas cuidado; además, hoy es que el aire estaba muy viciado… Ya verás, en cuanto se me pase un poco, si trabajo como una fiera. Cuando no hay más remedio, hay que trabajar, ¿no es verdad? Preferiría reventar, a dejar el trabajo.

Hubo un momento de silencio. Él la tenía cogida por la cintura, estrechándola contra su pecho, para hacerla entrar en calor. Ella, aunque se sentía ya con fuerzas para volver al trabajo, se abandonaba con delicia a las caricias de su amante.

—Sólo que —añadió, hablando en voz muy baja— desearía yo que fueras un poco más cariñoso… ¡Oh! ¡Está una tan contenta, se siente tan feliz cuando no se rabia ni se disputa, queriéndose mucho uno a otro!…

Y empezó a llorar.

—¿Y no te quiero yo mucho? —exclamó él—. Buena prueba de ello es que te he llevado a vivir conmigo.

Ella no contestó más que con un movimiento de cabeza.— Hay hombres que se llevan mujeres para vivir con ellos, sin importarles un ardite que sean o no felices. Sus lágrimas corrían abundantes, al pensar lo muy dichosa que sería si hubiese tropezado con otro hombre que la tuviera siempre cogida como Chaval entonces, estrechándola cariñosamente contra el pecho. ¿Otro hombre? Y la imagen vaga de aquel otro se le aparecía en medio de su emoción. Pero no había remedio; ya no podía esperar más que vivir siempre con aquél, y lo único que deseaba era que no la maltratara tanto.

—Procura estar siempre como ahora…

Los sollozos la interrumpieron; Chaval le dio otro beso, y la abrazó con cariño.

—¡Qué tonta eres!… Mira, te juro que seré cariñoso. Cree que no soy peor que otro cualquiera. Tal vez…

Ella, que le miraba, acabó por sonreír. Quizás tenía él razón, y lo mismo le habría sucedido con el otro, porque era difícil encontrar mujeres felices. Después, a pesar de no fiarse de su juramento, se entregaba con deleite a la esperanza de que lo cumpliría. ¡Ah! ¡Si pudiera durar aquello!… Abrazados estaban cariñosamente cuando el ruido de unos pasos les hizo incorporarse. Tres compañeros que les habían visto pasar, acudían para enterarse de lo que había sucedido.

Se marcharon de allí todos juntos. Eran cerca de las diez, y se pusieron a almorzar en un rincón fresco, antes de volver al trabajo y comenzar a sudar de nuevo.

Pero no habían acabado de comerse las dos tostadas de su almuerzo y de echar un trago de café que llevaban en las cantimploras, cuando les puso sobre aviso un rumor vago que salía de las canteras lejanas. A cada momento se cruzaban con grupos de mineros: hombres, mujeres y chiquillos que corrían en tropel en medio de la oscuridad; y nadie sabía qué era aquello; pero indudablemente se trataba de una gran desgracia. Poco a poco la mina entera se ponía en movimiento, y por todas partes veían sombras que se agitaban y linternas vacilantes que corrían como fuegos fatuos. ¿Qué pasaba? ¿Por qué no lo decían?

De pronto pasó un capataz gritando:

—¡Qué cortan los cables! ¡Qué cortan los cables!

Entonces se apoderó el pánico de todas aquellas gentes. Aquello fue un galopar de furias por las oscuras y estrechas galerías. ¿Por qué cortaban los cables? ¿Quién los cortaba estando abajo todos los obreros? La cosa parecía monstruosa.

Pero pronto se oyó la voz de otro capataz que pasaba corriendo, y gritando:

—¡Los de Montsou cortan los cables! ¡Qué salga todo el mundo!

Cuando hubieron comprendido, Chaval detuvo a Catalina. La idea de encontrarse arriba con los de Montsou, si llegaba a salir, le llenaba de terror. ¡Al fin había ido a cumplir su promesa aquella partida de exaltados que él creía en manos de los gendarmes! Por un momento pensó en desandar lo andado, y salir por el pozo de Gastón María, pero por allí no se hacían maniobras, y hubiera sido necesario tener cuerdas para subir.

Chaval juraba, vacilando, ocultando el miedo que sentía, y repitiendo que era un disparate correr de aquel modo despavorido. ¿Habían de dejarlos enterrados allí?

En aquel momento se oyó la voz del capataz que repetía: ¡Qué todo el mundo salga! ¡A las escalas! ¡A las escalas!

Y Chaval, a pesar de su cólera, fue arrastrado por los demás compañeros, los cuales seguían corriendo en tropel.

Se sintió nuevamente acometido del pánico y empujaba a Catalina regañándola porque no corría bastante. ¿Quería que se quedaran allí solos y se murieran de hambre? Porque los bandidos de Montsou eran capaces de cortar las escalas sin esperar a que saliera la gente. Aquella monstruosa suposición acabó de sacar a todos de quicio, y desde aquel momento, en las estrechas galerías no se sintió sino el ruido producido por la carrera vertiginosa de aquellos desdichados, cada uno de los cuales pensaba en llegar el primero para coger las escalas antes que los demás. Aquéllos gritaban que éstas se hallaban ya rotas, y que nadie podía salir. Y cuando empezaron a desembocar por grupos tumultuosos en la sala donde se hallaba la boca del pozo, fue aquello una verdadera batalla campal; todos se abalanzaron precipitándose como furias a las estrechas galerías de las escalas, en tanto que un mozo de cuadra, viejo, que acababa de llevar prudentemente los caballos al establo, los miraba con desdeñosa expresión, seguro de que le sacarían de allí.

—¡Sube delante de mí! —gritó Chaval a Catalina—. Al menos te sujetaré si te caes.

Asustada, sin poder respirar después de aquella furiosa carrera de tres kilómetros que otra vez la había llenado de sudor, Catalina se abandonaba a los empujones de la muchedumbre. Entonces Chaval la cogió de un brazo con tal fuerza, que parecía que se lo iba a romper, y ella exhaló un quejido, mientras las lágrimas se agolpaban a sus ojos: ya se había olvidado Chaval de su juramento: jamás sería cariñoso —con ella; decididamente no podía ser feliz.

—¡Pasa de una vez! —gritó él, colérico.

Pero ella le tenía miedo. Si subía delante, la iría martirizando todo el camino. Y así fue pasando el tiempo, mientras la turba de compañeros suyos los rechazaba, echándolos a un lado. De las filtraciones corrían gruesas gotas de agua, que tenían convertido en un lodazal el piso de la sala donde estaba el pozo de subida. Precisamente allí, en Juan-Bart, dos años antes, había ocurrido un accidente terrible, por haberse roto los cables del ascensor, a consecuencia del cual habían muerto varias personas. Y pensaban en aquello, temiendo que sucediera ahora lo mismo, y que perecieran allí todos.

—¡Maldita seas; quédate y revienta! —gritó Chaval—; ¡así me veré libre de ti! Y subió a la escala; ella le siguió.

Desde el fondo hasta arriba había ciento dos escalas de unos siete metros cada una, empalmadas en una especie de cañón de chimenea de setecientos metros, entre la pared del pozo de subida y la del departamento de extracción; un cañón de chimenea oscuro, y que parecía no acabarse nunca. Un hombre fornido y robusto necesitaba, cuando menos, veinticinco minutos para subir toda aquella descomunal chimenea. Es verdad que las escalas no se usaban sino en caso de accidente, o cuando se rompían los ascensores.

Catalina, al principio, subió perfectamente. Sus pies desnudos estaban acostumbrados a las escabrosidades del suelo de las galerías, para que le pareciesen incómodos aquellos peldaños de madera, guarnecidos de cobre a fin de que no se estropearan con el uso. Sus manos, endurecidas con el trabajo de arrastre, se agarraban sin dificultad a los peldaños superiores, aún cuando resultaban demasiado gruesos para ella. Y no sólo no le era difícil sino que aquella subida inesperada le ocupaba la imaginación, no dejándole pensar en sus desventuras. La cadena de los que subían era tan larga, que cuando los primeros llegaran arriba, los últimos no habrían aún cogido las escalas. Pero por desgracia no estaban en aquel caso todavía. Los primeros debían hallarse, cuando más, a una tercera parte del camino. Nadie hablaba, no se oía más que el ruido de los pies, mientras las linternas, semejantes a lucecillas de fuegos fatuos, se extendían de arriba abajo en una línea que cada vez iba siendo más grande.

Detrás de ella, Catalina oía a un chiquillo que iba contando los escalones. Se le ocurrió a ella hacer lo mismo. Habían subido ya quince escalas, y llegaban en aquel momento a uno de los pisos de la mina. Pero en el mismo instante también tropezó con las piernas de Chaval, quien le soltó un juramento, diciéndole que pusiera cuidado. De pronto, toda la columna de obreros que subía se vio detenida. ¿Qué era aquello? ¿Qué pasaba? Y todos, de silenciosos que estaban, se volvieron vocingleros, para preguntar y lanzar gritos de espanto. La angustia aumentaba sobre todo entre los de abajo, a quien lo desconocido del peligro llenaba de pavor. Uno gritó que era necesario volver atrás, porque habían cortado las escalas. La preocupación general era el miedo de encontrarse sin poder salir. Luego, de boca en boca, empezó a bajar la explicación de que un minero se había caído. Pero con seguridad nadie sabía lo que pasaba, y todos chillaban en horrible confusión—. ¿Tendrían que estar allí todo el día? Por fin, sin averiguar la causa de la detención, continuó la subida con el mismo movimiento lento y penoso, acompañado del ruido sordo que producían los pies, y del danzar de las lucecillas de las linternas. Seguro que más arriba encontrarían las escalas cortadas.

Al llegar a la que hacía treinta y dos, pasando precisamente por otro piso de la mina, Catalina sintió gran rigidez en los brazos y en las piernas. Primero había notado un extraño cosquilleo en la piel; luego dejó de sentir los escalones bajo sus pies y sus manos. Un dolor, vago al principio, muy intenso después, le entumecía los músculos. Y en el aturdimiento que se iba apoderando de todo su ser, recordaba una historia que había oído contar a su abuelo Buenamuerte, hablando de los tiempos en que él era aprendiz, época en la cual las muchachas, desnudas, cargándose el carbón a las espaldas, subían por la escala de tal modo, que si cualquiera de ellas resbalaba o dejaba caer un pedazo de carbón, tres o cuatro se iban a estrellar contra el fondo del pozo. Aquel recuerdo la asustaba, le producía el efecto de una horrible pesadilla, y los calambres que experimentaba eran tan grandes que empezaba a perder la esperanza de volver a ver la luz del día.

Tres veces, nuevas detenciones le permitieron respirar un poco; pero el espanto que comenzaba en los que subían delante y se comunicaba a todos, acabó de aturdirla. Encima y debajo de ella las respiraciones se hacían fatigosas; el vértigo de aquella ascensión interminable causaba náuseas a todos. Catalina se ahogaba, ebria de tinieblas y dolorida de los desgarrones que se hacía en la piel al chocar contra las paredes del pozo. Tiritaba también, a causa de la humedad, con el cuerpo sudoroso, a pesar de las gotas de agua que de continuo la mojaban. Iban acercándose sin duda al nivel, porque la humedad se había convertido en una lluvia tan copiosa, que amenazaba apagar las linternas.

Dos veces interrogó Chaval a Catalina sin obtener respuesta. ¿Qué demonios le sucedía? ¿Estaba muda? Bien podía decirle si se sentía aún con fuerzas. Hacía media hora que estaban subiendo, pero tan lentamente, con tales detenciones, que no habían llegado más que a la escala cincuenta y nueve. Aún faltaban cuarenta y tres. Catalina, casi tartamudeando, acabó por contestar a su amante que todavía podía resistir. Si hubiese contestado que estaba cansada, la habría insultado, seguro. El filo de hierro de los peldaños la mortificaba tanto como si le aserraran con ellos la planta de los pies. Cada vez que subía un nuevo escalón, creía que se le iban a ir las manos, tan entumecidas ya, que no podía cerrar los dedos; y se veía caer de espaldas, con los hombros destrozados y rotos todos los huesos. Lo que más le hacía sufrir era la pendiente en que se hallaban situados los peldaños, que la obligaba a subir a fuerza de puños, lastimándose el vientre contra las cuerdas y las maderas. Lo anhelante de las respiraciones apagaba ya el ruido de los pies; aquel respirar era una especie de quejumbre que se elevaba del fondo del pozo, y que no concluía hasta llegar a la boca del mismo. De pronto se oyó un grito general: un aprendiz acababa de perder pie, y se había abierto el cráneo contra el filo de hierro de un peldaño.

Catalina seguía subiendo. Pasaron del nivel. La lluvia había cesado; pero la opresión aumentaba, destrozando los pechos en medio de aquel enrarecido aire de cueva, emponzoñado además por el olor de hierro viejo y de madera húmeda. Maquinalmente, Catalina se obstinaba en contar en voz baja las escalas que subían: ochenta y una, ochenta y dos, ochenta y tres; todavía faltaban diecinueve… Aquellas cifras repetidas la sostenían, pues realmente ya no tenía conciencia de sus pensamientos; alzaba los miembros sólo por la fuerza adquirida, y se hallaba en un estado de doloroso sonambulismo. En torno suyo, cuando levantaba los ojos, las linternas giraban en espiral. Ya le chorreaba sangre de las manos y de los pies; el menor accidente la precipitaría hasta el fondo. Lo peor era que los que subían detrás empujaban, ansiosos por llegar, y se luchaba en la semioscuridad de aquella maldita chimenea a impulsos de la cólera creciente y del anhelante afán de ver la luz del sol. Algunos compañeros, los que iban delante, habían salido ya; luego no era cierto que hubiese escalas cortadas; Pero la idea de que pudiesen cortarlas, impidiendo salir a los que iban detrás, cuando ya los otros respiraban el aire libre, acababa de volverlos locos. Y como en aquel momento se produjera una nueva detención, todos empezaron a jurar y blasfemar, y siguieron subiendo a empujones, queriendo cada cual pasar por encima del que llevaba delante, anhelando ser cada uno el primero que llegase.

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