Authors: J. H. Marks
El New Amsterdam Royal fue en otros tiempos un hotel atractivo. Se inauguró en pleno
boom
de los años veinte y tenía una clientela afroamericana, cosmopolita y de alto nivel económico.
Los músicos y actores de moda se hospedaban siempre allí. Hattie McDaniel, Juanita Moore y Dooley Wilson eran clientes habituales. El Cotton Club les reservaba siempre una habitación en ese hotel a los artistas que actuaban en su local. Se decía que, a últimas horas de la noche, si daba uno en pasar frente a la habitación adecuada, en el momento oportuno, podía oír los ecos de Fatha Hiñes, Trummy Young, Pee Wee Jackson y Ray Nance mientras se relajaban después de su actuación procedentes de Chicago.
En la actualidad, si rascaba uno la mugre del suelo del vestíbulo, aparecía un sonrosado mármol italiano. Y, si miraba con atención las amarillentas y rasgadas cortinas, que colgaban desangeladamente en las ventanas de la primera planta, descubría un tejido de seda china pintado a mano.
El pasado esplendor del New Amsterdam estaba ahora enterrado bajo décadas de abandono. El dinero se había desplazado a otros lugares y no era difícil conseguir habitación.
A principios de los años sesenta un nuevo propietario dividió las suites al objeto de disponer de más habitaciones, aunque más sencillas. Se podían alquilar por un mes, por una semana, por una noche e incluso por una hora. Ya en los años noventa, los únicos clientes acaudalados que se hospedaban en el New Amsterdam lo hacían por nostalgia de su juventud y del deslumbrante pasado del hotel.
Girl 6 no tenía ni idea de la historia de su apartamento. Su habitación era una covacha que sólo de noche disimulaba un poco su lamentable estado. Durante el día, la luz irrumpía por las polvorientas y astilladas persianas de unas ventanas que, probablemente, no se habían limpiado desde que Girl 6 nació. Con todo, el New Amsterdam tenía la ventaja de ser relativamente seguro y barato.
Los padres de Girl 6 no dijeron una palabra cuando fueron a ver dónde vivía su hija. No obstante, Girl 6 comprendió que no les había gustado y, tras aquella primera visita, decidió que siempre que tuvieran que verse lo harían fuera.
Como es natural, a Girl 6 no le satisfacía en absoluto vivir allí. Sin embargo, recién salida de la universidad, le pareció que vivir «la penuria del artista» tenía su encanto. Tendría que conformarse con aquella destartalada habitación, hasta que pudiera comprar el apartamento con vista a Central Park con el que soñaba.
Girl 6 estaba convencida de que pronto llegaría el día en que, desde su terraza, podría asomarse al exuberante lado oeste de Central Park. Sólo necesitaba una oportunidad. Estaba tan segura que, mentalmente, ya lo había decorado.
De momento, cualquier cambio significaría una mejora. Porque, entre otras cosas, su apartamento no tenía cocina propiamente dicha. Sólo tenía un frigorífico en un rincón en el que, probablemente, hubo un armario. Cuando comía en casa —casi siempre en los últimos tiempos— tenía que cocinar con un hornillo eléctrico. Tardaba una eternidad en hervir el agua y la verdad era que no le salía a cuenta. Para asar patatas utilizaba la tostadora. A un lado de la habitación tenía una cama turca con un colchón blando y sucio. Una multicolor manta, tejida al estilo afgano por su abuela, le proporcionaba por las noches el calor que regateaba el espasmódico sistema de calefacción del hotel.
Tenía un televisor en blanco y negro, pero no estaba abonada a la televisión por cable ni tenía vídeo.
Aunque Girl 6 conservaba sus libros de la época de la facultad, la mayoría estaban en casa de sus padres. Amontonados junto a la turca tenía ejemplares de
Backstage, Premiere
y
People.
La verdad era que apenas había llevado cosas suyas al apartamento, ya que no pensaba quedarse allí mucho tiempo. Cuando tuviese un apartamento como es debido, lo decoraría a su gusto. De momento, aquello sólo era un lugar para dormir, vestirse y cambiarse de ropa. No lo consideraba una vivienda sino un especie de refugio provisional.
Con todo, no carecía en aquella covacha de recursos para evadirse. Aunque aquello tuviera muy poco de dormitorio y menos de cocina, había una parte de la habitación que le servía de centro de gravedad emocional: un tocador grande y anticuado, con espejo biselado, que ocupaba casi toda una pared. Frente a aquel mueble Girl 6 se entregaba a sus «conjuros». Allí podía transformarse en quien quisiera.
Encima del tocador tenía varias pelucas pulcramente acopladas a cabezas de maniquí: una melena rubia y lisa, una ondulada y castaña; otra de pelo corto, negro como el azabache; y otra rizada, de color castaño claro. También tenía Girl 6 en el armario otros elementos de caracterización: lápices de labios —rojo, marrón, púrpura y sonrosado— y una amplia gama de sombra de ojos —azul, verde, marrón y dorado—; además de pestañas y uñas postizas y de pechos de distintos tamaños.
Sin embargo, toda aquella parafernalia no era más que una serie de objetos con los que caracterizarse para una ocasión concreta. Lo verdaderamente importante para Girl 6 eran las fotografías que le servían de inspiración.
Aunque no era una chica religiosa, su fe en las imágenes que tenía pegadas con cinta adhesiva en la pared rayaba la devoción. En una sociedad que se lamentaba de que ya no hubiese modelos de
rol
en los que inspirarse, Girl 6 era una excepción.
Las paredes de su desvencijado apartamento estaban recubiertas de fotografías de celebradas y hermosas mujeres que le servían de inspiración para crear su propia imagen.
Allí estaban Marian Anderson, en la escalinata del monumento a Lincoln de Washington; Marilyn Monroe con la falda levantada por el viento; Bette Davis, en plan de mujer fatal en
Jezabei,
Billie Holiday, que triste, airada y lánguidamente cantaba
Strange FruiV,
Joan Crawford, como la sensual y obstinada prostituta Sadie Thompson en
Rain-,
Sofía Loren en el suntuoso y vibrante tecnicolor de
El Cid
; Josephine Baker, en París, burbujeante y sensual; el trío Charlie's Angels, con sus melenas y sus ritmos «cañeros»; Lena Horne, que arrebataba al público con la pureza y potencia de su voz; Brigitte Bardot, desnuda, en un mediterráneo
Reposo del guerrero,
como una Venus de Botticelli; Harriet Tubman, la arrojada visionaria; Dorothy Dandridge, elegante y traviesa; Leontyne Price, armoniosa y escultural; y, finalmente, la más importante: Judy Garland, caracterizada como la Dorothy de
El mago de Oz,
ingenua, perdida y desesperada por alcanzar su meta.
Girl 6 acababa de volver de la compra cuando sonó el teléfono del rellano de la escalera, que era el que compartía con un vecino. Corrió a cogerlo sin parar de gritar: «¡Lo cojo yo! ¡Lo cojo yo!»
Pero la llamada no era para ella. Era para Jimmy.
Decepcionada, Girl 6 llamó con los nudillos a la puerta de su vecino.
—¿Jimmy? Es para ti.
Jimmy estaba echado en la cama, atento a las noticias de «Teledeporte» que, por las noches, presentaba Len Berman. El ex entrenador de los «Celtic» estaba en su primera temporada con los Knicks, después de que Pat Riley abandonó el cargo seducido por el dinero que le ofrecieron los Miami Heat. Lo que más le importaba era la marcha de su equipo. Que lo llamase un cobrador para reclamar una factura impagada le importaba menos. ¿Para qué se iba a molestar en contestar al teléfono? El cobrador sabía perfectamente que no iba a pagarle, pero no tenía más remedio que llamarlo. Era su obligación. Su misión en la vida era la de ser una pejiguera para los morosos.
A Jimmy lo sacaban de quicio las farisaicas actitudes de los cobradores. Todos eran unos redomados hipócritas. Había leído en una revista que si uno le decía a un cobrador que hiciese el puñetero favor de no molestarlo llamando a casa, tenía que acceder. Y que si te volvía a llamar, quebrantaba la ley.
Tal como Jimmy lo veía, el incumplimiento de esta obligación de los cobradores era un delito más grave que el hecho de que él se atrasara en algún pago. Al fin y al cabo, que no pagase puntualmente no significaba que no fuese a pagar. Algún día, cuando tuviese dinero, estaría encantado de saldar todas sus deudas. Lo que ocurría era que estaba falto de liquidez en aquel momento. Un cobrador que llamaba, después de haberle dicho que no debía llamar, incurría deliberadamente en un delito de violación de la intimidad. Pero, cuando Jimmy informó, cumplidamente, sobre el particular al último cobrador que lo llamó, éste se burló de él y lo mandó a hacer puñetas.
¿Qué sentido tenía ponerse al teléfono ahora? El presunto cobrador estaba tan fuera de la ley como el propio Jimmy. O más. ¿Quién se creía que era él para incordiarlo? ¡Que se vaya al diablo!
Jimmy siguió tranquilamente echado sobre la cama.
—Dile que les he enviado el cheque por correo —le gritó a Girl 6, que no tenía la menor intención de hacerlo.
—Díselo tú mismo —replicó ella.
Jimmy se levantó de la cama y fue hacia la puerta. Siempre le resultaba agradable ver a Girl 6, que le parecia la joven más atractiva que había visto en el New Amsterdam. Quizá fuese la más atractiva del barrio. Y hasta puede que de toda la ciudad. ¿Por qué no iba a poder ligársela? Tenía uno derecho a soñar, ¿no? Además, Jimmy no era de los que dejaban escapar oportunidades.
Jimmy le sonrió con una caída de ojos de lo más elocuente y se puso al teléfono.
—Aquí no vive ningún Jimmy. ¿Se entera?
A Jimmy le dio tiempo a oír que, antes de colgarle, el cobrador lo ponía de vuelta y media. Al mirar en derredor, vio que Girl 6 ya no estaba. ¡Joder! Había contestado como lo había hecho para impresionarla y...
¡Vaya! No estaba mal la cosa, se dijo al ver que Girl 6 no había vuelto a su apartamento, sino que acababa de entrar en el suyo.
Girl 6 miró en derredor de la habitación de Jimmy a quien, por lo visto, apasionaba tanto el deporte como a ella las grandes actrices de todos los tiempos. Tenía las paredes de la habitación —tan pequeña como la suya— cubiertas con portadas de todos los periódicos deportivos de la ciudad.
Hacía muchos años, Girl 6 había visto una película titulada
La profecía
en la que Gregory Peck y David Warner buscaban obsesivamente a un personaje que conocía un turbio secreto, acerca del hijo recién nacido de Gregory Peck. Cuando localizaban el apartamento del personaje en cuestión y veían las paredes empapeladas con páginas arrancadas de la Biblia, no salían de su asombro. La escena la impresionó.
Girl 6 paseó la mirada por las recubiertas paredes del apartamento de Jimmy. Lo imaginó como un obsesionado sumo sacerdote que oficiaba en el templo del deporte. Quizá Jimmy tratase de sublimar su falta de éxito personal identificándose con los éxitos ajenos.
Al igual que Girl 6, tenía sus sueños. Era, como ella, un luchador.
A Girl 6 le apetecía hablar.
—¿Qué tal te va?
A Jimmy le encantaba que se lo preguntasen. Aunque estuviese sin un centavo, siempre le rondaba por la cabeza algo que lo haría salir de apuros.
—Las cosas están un poco paradas. Pero, fíjate en esto. ¿Ves? —dijo Jimmy mostrándole una de sus postales de béisbol con el autógrafo de los jugadores—. Dentro de veinte años valdrán cien veces más de lo que valen ahora. Compré dos mil. Mejor que las acciones.
Girl 6 echó un vistazo a la atestada y desordenada habitación de Jimmy y se echó a reír. No pudo evitar sentirse atraída por el irreductible optimismo de su vecino.
—De modo que todo lo que tienes que hacer es conservarlas durante veinte años, ¿no es así?
Jimmy pensó que aquella chica le gustaba por algo más que por su atractivo físico. Lo comprendía. Entendía cómo funcionaban las cosas.
—Exacto. Y entonces seré multimillonario.
Girl 6 dejó escapar una risita y sintió el impulso de tocarle la mejilla, pero se contuvo.
—¿Y mientras tanto...? —le preguntó.
Ahora fue Jimmy quien se echó a reír. Por más fabulosos proyectos que se forjase, no perdía de vista cuál era la realidad de su situación.
—Intento salir de la miseria.
—Igual que yo —dijo Girl 6 riendo con ganas.
Jimmy intuyó por dónde tenía que continuar la conversación.
—¿Ninguna llamada positiva todavía? —le preguntó.
La conversación del rellano se prolongó durante toda la tarde en la habitación de Girl 6. Como de costumbre, terminaron frente al tocador.
Ella necesitaba exhibir su talento con alguien como válvula de escape, y Jimmy dejarse llevar, sentirse transportado por su magia.
El joven reparó en una fotografía de Girl 6 con su ex marido, una foto de su boda. El ex marido era un apuesto joven y Jimmy no quería competidores. En seguida quiso saber si el terreno estaba libre.
—¿No piensas volver con él?
—No.
Girl 6 no se molestó en darle largas explicaciones. Tenía la cabeza en otras cosas.
—Cierra los ojos, Jimmy.
Jimmy estaba dispuesto a dejarse transportar y obedeció. Girl 6 le pidió entonces una peluca.
Tras muchas tardes pasadas de manera similar, Jimmy sabía de memoria todo lo que había encima del tocador. Le pasó una peluca y ella se la puso.
Girl 6 se sintió transformada al instante, pero todavía en su habitación. Necesitaba hablar de algo que la preocupaba. Algo de lo que, por lo menos de momento, deseaba huir.
—No he tenido problemas con nadie hasta ahora. Hay uno que ha quedado en llamarme, ¿entendido? Es una pasta. Quiero salir de este agujero antes de cuatro meses.
Quizá su próximo apartamento no tuviese vista a Central Park pero esperaba que fuese mejor que el que ahora tenía.
—Tendré que atarte corto —dijo él.
—Se puede ganar mucho dinero si se es buena —dijo ella ignorando su comentario—. Y yo seré buena. Dame las pestañas.
—Toma —dijo Jimmy, que le pasó las pestañas postizas sin dejar de mirarla. Aunque ella no le hiciese caso, no pensaba callarse—. Yo que tú me volvería a ligar a mi ex y lo obligaría a que robase.
—Eso no tiene ninguna gracia —replicó ella—. Ya me robó el corazón.
A Jimmy no le sonaron nada bien aquellas palabras. Aún quedaba un rescoldo. Sería mejor hacerla reír. Bromear con ella acerca de su ex marido.
—Pues... recupéralo. ¿Me captas? Y si tu ex marido es un ladronazo, manténte alejada de él. No te apartes de mí, que yo no robo corazones.