GOG (25 page)

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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

BOOK: GOG
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»Pero esto sería lo de menos. Lo peor es que la fama os pone a merced de los ladrones honrados. Todos quieren algo, todos pretenden algo, todos se llevan efectivamente alguna cosa. De cien cartas que recibo, noventa por lo menos han sido escritas para pedir. De veinte personas que vienen a verme, diecinueve terminan por llevarse aquello que deseaban.

»Ese admirador lejano quiere que le regale mis libros; ese otro quiere la página autógrafa para sus colecciones; aquél exige la fotografía y datos sobre mi vida, el de más allá quiere hablarme para que le aconseje, le juzgue, le ayude, le ilumine, le redima. Desde que me dieron el Premio Nobel no he podido salvarme de las peticiones de dinero. Todos los pretextos son aprovechados: enfermedades, gastos escolares, viajes indispensables, padres paralíticos, madres dementes, hermanas tísicas, matrimonios urgentes, suscripciones para monumentos centenarios, tumbas, colegios, nobles arruinados, hospitales zoológicos, exploraciones árticas, catástrofes. Si hubiese escuchado a todos, me habría sido necesario tener a mi disposición todo el patrimonio de Nobel y volvería otra vez a pasar hambre.

»Luego hay otros que de mi celebridad deducen la omnipotencia. “Si todos le conocen —piensan—, esto quiere decir que él los conoce a todos y por consiguiente puede obtener todo lo que quiere”. Error crasísimo, como comprenderá. Un escritor puede ser celebérrimo y, no obstante, tener relaciones únicamente con algunos amigos que no poseen ninguna influencia. Pero esa raza de postulantes no sabe estas cosas y no las cree. Y cada semana hay alguien que pretende de mí lo imposible: que le procure una buena colocación a toda prisa, que le haga publicar un libro por un gran editor, que le recomiende a un gran periódico para obtener una colaboración bien pagada, que me dirija a los ministros o a la Academia para que le concedan un subsidio, una bolsa de viaje, una pensión. A la verdad, yo no conozco ni frecuento, a causa de mi sistema de vida solitaria, los personajes de los que dependen estos favores, pero aunque los conociese, creo que no concederían lo que pidiese únicamente porque me llamo Knut Hamsun. Tendría que escribir carta tras carta, consumirme en los asientos de las salas de espera —esto es, regalar mi tiempo, que es lo más precioso de todo para un artista— y salir garante con mi nombre. de gentes que me son casi siempre desconocidas. ¡Y si alguna vez por debilidad atiendo a alguien y obtengo lo que pide, entonces es peor! No están nunca contentos. Vuelven a pedir, y cada vez cosas mayores. Y después de haber conseguido mil, te abandonan, indignados e insultantes, el día en que no has podido dar diez.

»Luego hay aquellos que envían volúmenes y manuscritos y exigen que los lea y que escriba luego un fundamentado juicio; hay los pestíferos reporteros que os roban una hora de vuestro trabajo o de vuestro descanso para ganar un poco de dinero a costa vuestra. Del hombre célebre, en una palabra,
todos quieren algo
. Ha dado a esa gentualla de ciegos un poco de luz, a esos corazones helados un poco de fuego, a esos cerebros desamueblados algunos pensamientos. Ha dado una parte de sí mismo, de su sangre, de su alma, de su vida, para enriquecer el alma de los otros y hacer menos triste el trabajo de la vida. Ha dado y, precisamente porque ha dado, debe dar siempre, sin fin, y no solamente su espíritu, sino su dinero, su tiempo, su fatiga, y algún pedacito de la propia gloria. El escritor famoso está circundado de parásitos, de postulantes, de sepultureros y de ladrones. La fama no es un premio, sino una maldición, un castigo. Si hubiese sabido esto, hubiera ido, en 1890 a asesinar a Brandes, que reveló a Europa mi primer libro:
Hambre
. Es preferible ser hambriento a ser célebre.

»Y usted también, aunque no me haya pedido nada, se me lleva algo: media hora de mi tiempo y un poco de mi fuerza. Usted también es un ladrón honrado, un ladrón bien educado, ¡pero ladrón!

Al oír estas palabras justísimas no me ofendí, pero creí decente ponerme en pie para marcharme.

Knut Hamsun me gusta mucho. Quiero comprar todos sus libros y así le resarciré, delicadamente, del tiempo que ha perdido por mí.

La enfermedad como medicina

Reykiavik, 13 julio

A
mante de los volcanes, porque soy un poco amante de los hombres, vine aquí para ver el Hecla. Hace dos días me sentí, de pronto, enfermo. Dolores sordos en todas partes, especialmente en la nuca, pero sin fiebre. He mandado buscar a un médico que hablase bien el inglés.

La misma noche vi ante mí una imitación humana del Koboldo: vientre redondo, cara redonda, ojos redondos y, en el derecho, un caramelo redondo; nariz corta, piernas cortas, brazos cortos, manos gordinflonas y móviles.

—Soy —me dijo en excelente inglés— el doctor Harold Olafsen. Dígame por qué me ha mandado llamar.

Le describí los síntomas de mi enfermedad. El doctor Olafsen me escrutó con su pupila derecha, ornada con el monóculo, y su boca carnosa y sarcástica se contrajo.

—¿Y desea usted tal vez que haga desaparecer su enfermedad?

Le contesté que ésta era precisamente mi intención al recurrir a su ciencia. El redondo Koboldo se oscureció y pareció dudar entre una carcajada o un bufido. Pero acudió el control interno y pronto el doctor Olafsen se aplacó.

—No cometeré nunca —dijo semejante indignidad. No quiero remordimientos, ni, por otra parte, puedo violar mi sistema personal para darle gusto. Usted es extranjero y no puede saber. No sé por qué razón han elegido mi nombre. Ningún enfermo en Islandia me llama a la cabecera de su lecho y todos, en realidad, mueren antes de tiempo a causa de la funesta intervención de la medicina vulgar Si quiere vivir no debe emprender ninguna ofensiva contra su enfermedad, indudablemente providencial y benéfica. Todo lo más puedo procurarle para ayudar a los efectos, una segunda enfermedad…

Mi primer impulso fue invitar al doctor Olafsen a que se marchase, dado que no podía o no quería librarme de mis dolores. Pero la atracción que he sentido siempre hacia los lunáticos se sobrepuso y terminé por escuchar sus discursos con la esperanza de obligarle a revelar el fondo de sus absurdos.

—Estoy dispuesto a seguir su sistema —contesté—; por tanto, tenga a bien darme algunos datos sobre los principios en que se funda.

La cara de color caramelo del doctor Olafsen se dilató en una sonrisa asimétrica, pero triunfante. Creo que nadie se había prestado nunca a escucharle.

—Mi sistema —comentó— tiene su origen en una profunda observación de la escuela hipocrática que los médicos, naturalmente, no han sabido ni revelar ni profundizar. Según Hipócrates, la salud es un
metron
, un equilibrio entre los opuestos, y el exceso de salud, es peligroso por cuanto denota la inminencia de la enfermedad. Usted no habrá leído, tal vez, los escritos de Hipócrates, pero seguramente habrá traducido en la escuela el
Agamenón
de Esquilo. En los versos 1001-3, el sublime poeta hace repetir al coro la gran verdad: “Una salud demasiado espléndida es inquietante, pues su vecina, la enfermedad, está pronta siempre a abatirla”.

»Lo que constituye un atisbo de la gran intuición salvadora. El verdadero principio se enuncia así: La enfermedad es necesaria, en lo que respecta a la salud, a la perfección y a la duración del cuerpo humano. Aquel que está sano, tiene, como demuestra la experiencia, un mal escondido. Si el morbo se manifiesta es preciso respetarlo, no turbar su curso. Únicamente en los casos en que se excede y amenaza comprometer el equilibrio, es aconsejable inocular el germen de otra enfermedad que pueda contrarrestar o combatir la primera. Hahnemann, el fundador de la homeopatía, había entrevisto una parte de la verdad, es decir, que únicamente el morbo puede combatir el morbo. Pero se hallaba dominado, como los alópatas, por el viejo prejuicio de que la enfermedad debe ser extirpada, combatida, curada. Error difundido, pero peligroso y muchas veces homicida.

»Es preciso persuadirse de que
las enfermedades no son otra cosa que medicina
. Son una válvula de seguridad, un vehículo de desfogamiento, una reacción contra los excesos de la salud, un precioso preventivo de la naturaleza. Deben ser acariciadas, cultivadas y, si es preciso, provocadas. No se extrañe. Si un hombre persiste demasiado tiempo en una salud inquietante —pródromo constante del desastre—, es necesario someterle a una cura enérgica, es decir, transmitirle alguna enfermedad, aquella que mejor corresponda el equilibrio de su organismo. No ciertamente una enfermedad demasiado aguda; pero un acceso de fiebre es la salvación de los linfáticos y una buena crisis de anemia es necesaria a los pletóricos. Corresponde al médico adivinar qué enfermedad es indispensable a los aparentemente sanos. Que esta teoría es justa lo demuestra un hecho registrado por todos los historiadores: que los seres enfermizos viven bastante más tiempo que los robustos. ¡Desgraciado del hombre que no está nunca enfermo! De ordinario, la naturaleza provee, pero si no obra es preciso el médico para reparar la falta. Por tanto, sólo en dos casos debe intervenir la medicina racional: para dar una enfermedad a los sanos obstinados o para darla a los que están enfermos, bien para atenuar o para reforzar otra enfermedad contraída naturalmente. En una palabra, el verdadero médico debe ser un
nosoforo
, es decir, un portador de enfermedades. Únicamente con este método se puede tutelar la vida de los hombres. El viejo concepto del médico que se esfuerza en hacer desaparecer los síntomas de la enfermedad ha pasado a la historia, pertenece a la fase barbárica de la patología. El único motivo por el que los médicos ordinarios persisten todavía es la cobardía humana. Los hombres temen el dolor, no quieren sufrir, y entonces recurren a esos farsantes que se vanaglorian de hacer cesar los sufrimientos y que tal vez consiguen adormecerlos verdaderamente por medio de drogas benéficas y maléficas. No saben esos desgraciados que el dolor, incluso el físico, es necesario al hombre lo mismo que el placer, como la enfermedad es necesaria lo mismo que la salud. Pero puede haber un exceso de morbo —peligroso lo mismo que un exceso de salud—, nosotros podemos y debemos intervenir únicamente para oponer una enfermedad nueva a la que se halla instalada en el paciente. Algunos, hoy, comienzan ya a aplicar, aunque sólo sea accidentalmente, mi método, y hay algunos psiquiatras que combaten la parálisis progresiva inoculando las fiebres tercianas, siempre con la absurda pretensión de curar.

»Conmigo únicamente comienza la época de la medicina realista y sintética. Pero hasta ahora no he conseguido convencer más que a muy pocos, y éstos no pueden, desgraciadamente, ejercerla porque no son médicos. Pero mi gran principio —la enfermedad como medicina— pertenece al porvenir.

—Sus teorías —le contesté— me parecen excelentes y me siento tentado de seguir su régimen. ¿Qué debo hacer en mi caso?

El doctor Olafsen no se detuvo a reflexionar.

—Dejar libre curso a sus dolores, incluso excitarlos con una pequeña dosis de cafeína. Dentro de dos días, si no cesan, sería de opinión de provocar la hipertemia, es decir, conseguir una buena fiebre entre 39 y 40°.

Prometí que le obedecería, y el doctor, contentísimo, se marchó. Apenas hubo salido tomé dos pastillas de aspirina: esta mañana estoy mejor y hoy mismo me embarcaré en el vapor que va a Copenhague.

Un emperador y cinco reyes

Den Haag, 2 diciembre.

S
u Majestad Guillermo, Emperador y Rey, se ha dignado recibirme en su castillo de Doorn. Parece, al verle con aquella barba gris, un buen hombre que se ha retirado del mundo para vivir en paz, después de algunas desilusiones.

—Le he preparado una sorpresa —me ha dicho, apenas le hube presentado los indispensables homenajes—, una gran sorpresa. Ha llegado en un día poco común. En mi salón hay ahora una reunión de reyes. Encontrará allí una pentarquía de soberanos. Me hace el efecto de que es usted un hombre de suerte. En América ciertos encuentros deben de ser mucho más raros.

Y Su Majestad sonrió cordialmente, sin sombra de malicia.

—Debo advertirle, sin embargo, que de los cinco no todos son verdaderos monarcas de corona. Uno fue arrojado por una revolución porque era demasiado débil; el segundo fue derribado del trono porque era demasiado absolutista, el tercero abdico porque el poder le aburría; pero el cuarto es un célebre actor trágico que ha recitado siempre la parte de rey en los más grandes teatros del mundo, y el último es un simpático loco cuya única locura es creerse rey de no sé qué reino. Los cinco merecen, sin embargo, ser conocidos. Venga.

El Emperador y Rey, precedido de dos criados, en gran librea y seguido de su ayudante y de mí, entro en una bella sala donde cinco personas, al verle aparecer, se pusieron en pie y se inclinaron profundamente.

—Continúen su conversación —dijo benignamente Su Majestad Guillermo—. Venimos única y exclusivamente para escuchar.

—Vuestra Majestad —contestó el más venerable de los cinco— es demasiado bueno y no nos resta más que aprovechar la graciosa orden salida de su boca. Yo estaba precisamente diciendo que un rey que ejerce su oficio de monarca únicamente en ciertas solemnes circunstancias y con las palabras más bellas y elocuentes que los humanos oídos puedan oír, es mucho más afortunado y feliz que aquellos que se ven obligados cada día y en todo momento a ejercer sus augustas prerrogativas.

— ¡Nada de eso! —interrumpió el más joven de los cinco—. Dejadme hablar, que conozco por experiencia la altura de nuestra dignidad casi divina. El hecho es que una conjura de extranjeros me tiene todavía apartado de mi pueblo, pero no me impide que sienta en toda su plenitud la voluptuosidad y la responsabilidad del poder. Un rey debe ser siempre rey, y rey en todo el magnífico sentido de la palabra, incluso cuando fuma su cigarro o pide un pañuelo. Luis XIV ha dado para siempre al mundo el modelo del héroe como rey.

—Justísimo —interrumpió otro—. Y de hecho, en los años de mi reinado, me conformé a ese principio. Quise incluso elevar la monarquía a su antiguo esplendor de potencia indiscutible e integral. Tuve ante los ojos no solamente a Luis XIV, sino también a Constantino y a Carlomagno, Pedro el Grande y Federico II. El rey debe estar circundado de todos los prestigios de la magnificencia y no debe ceder un átomo de aquellos privilegios que Dios le concede para bien de los pueblos. El pueblo es un muchacho loco y ciego y debe ser guiado con mano firme por un padre amoroso a la vez que severo. No se recogen más que ingratitudes. La plebe insolente, sojuzgada por agitadores todavía más insolentes, se sublevó con un pretexto ridículo y, no obstante el heroísmo de mis gentiles hombres y de mis soldados, he tenido que desterrarme.

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