GOG (7 page)

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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

BOOK: GOG
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Me ha declarado que su profesión es la soteriología esto es: la ciencia de las liberaciones.

—Todos los pueblos antiguos han creído en la metempsícosis y hoy una gran parte de la India continúa creyendo en ella. Y los primitivos, más cercanos que nosotros a la verdad revelada, no hacen distinción entre hombres y animales: un hombre, según ellos, puede transformarse en un animal y un animal en hombre. Si África conoce los hombres-tigres, Europa conoce los hombres-lobos. Por otra parte los psicólogos, los zoólogos, los ganaderos y los domadores han reconocido en la mayoría de los animales rastros de inteligencia humana. El famoso experimento de los caballos de Elberfeld y las investigaciones de Koehler sobre los monos, han puesto para siempre en claro que la psicología animal no es muy diferente de la humana: confirmación decisiva de la teoría que ve en los brutos reencarnaciones de almas humanas.

»Si la metempsícosis es cierta, debemos admitir que en la mayor parte de los animales se halla prisionero el espíritu de un hombre. Y se impone a nuestra conciencia moral la pregunta: ¿cómo libertar a tantos espíritus encarcelados? ¿De qué manera se puede devolver a estos hombres reaparecidos en forma de bestia, su antigua forma?

»Ante esta obra de redención palidecen los demás ideales humanos. Aquí están nuestros semejantes que sufren la esclavitud del hambre y del trabajo, pero son al menos hombres. Pueden hablar, amar, y sobre todo poseen las manos, estos milagrosos instrumentos que ninguna máquina conseguirá igualar. ¡Piense qué torturas sufriría si su alma, después de la muerte, se viese encerrada en la envoltura peluda de un oso o dentro de las escamas de una serpiente! ¡Pensar y desear como una criatura humana y tener que vivir como un bruto, sin ni siquiera el consuelo del lenguaje, de la risa, de la piedad de los demás!

»Hace veinte años que me vengo dedicando a la investigación del secreto para la retrocesión del animal en hombre. Los antiguos no nos han dejado solamente el recuerdo de la metamorfosis de un hombre en bestia, sino también de bestias en hombres. Desgraciadamente, no insistieron sobre los métodos usados para obtener esta transformación. Únicamente Homero y Apuleyo proporcionan algunos datos, pero nada más que datos. Circe, en la
Odisea
, unge a los compañeros de Ulises con un bálsamo, a fin de que se conviertan de cerdos en griegos; y el asno de Apuleyo se convierte en hombre después de haber comido un ramo de rosas. Pero, sin embargo, la tradición no nos ha transmitido la receta del filtro de Circe, y por muchas mixturas que he ensayado con los cerdos, éstos han continuado siendo cerdos. Muchas veces he obligado a los asnos a comer rosas, pero sin resultado: o en aquellos asnos no había escondido ningún hombre o aquella especie de rosas hoy se ha extinguido.

»Un hombre de ciencia inglés, el señor Wells, aconseja la educación directa, como la practicaba el doctor Moreau. He ensayado también este procedimiento, pero con los mismos resultados: parece que al cabo de algún tiempo, los brutos recuperaban su conciencia de hombres, pero después de una breve remisión recaen en la pura animalidad. El camino no es ése: hace falta un reactivo externo, de efecto inmediato.

»Pero la causa principal por la que no he llegado todavía a conseguir nada es mi pobreza. He obtenido ya, en teoría, dos fórmulas que considero infalibles, pero para llevarlas a la práctica son precisos largos meses de trabajo y, sobre todo, sustancias minerales y vegetales difíciles de encontrar, y por esta causa, carísimas.

»Usted es un hombre de corazón y no puede mostrarse insensible a la diaria desesperación de tantos millones de hermanos nuestros recluidos bajo la cáscara animal en todas partes de la tierra. Usted es rico y puede ayudarme. Un día se escribirá en la historia que, gracias a Gog, se fundó la Soteriología y que innumerables criaturas le debieron la liberación y el recuperar su dignidad.

Como comprendí que tenía que habérmelas con un charlatán, me guardé las observaciones que podía oponer fácilmente a aquella insulsa fantasía. Pero no pude librarme del libertador con menos de tres libras esterlinas.

El caníbal arrepentido

Dakar, 28 enero

E
l viejo Nsumbu, que he tomado conmigo para que me haga compañía, es demasiado melancólico. No creía que un negro pudiese dejarse dominar por los remordimientos hasta ese punto. A fuerza de arrepentimiento se hace insoportable.

Nsumbu tiene setenta y cinco años y creció cuando en su tribu florecía, todavía sin escrúpulos ni restricciones, la difamada práctica de la antropofagia. Durante cuarenta años seguidos Nsumbu comió de todo, pero lo más frecuentemente que podía, carne humana, blanca o negra, como fuese.

Mas las aldeas de su tribu fueron comprendidas en una de las nuevas colonias europeas a fines del pasado siglo y el canibalismo ha sido ferozmente reprimido: fueron muertos todos los sospechosos de haber matado. Han resultado igualmente cadáveres, pero no ha sido posible comérselos.

Nsumbu vegetó modestamente durante esta época de reacción. Los extranjeros le habían arrancado brutalmente el mejor alimento de su mesa. Nsumbu se puso triste, pero, por miedo, no quiso recurrir al contrabando para procurarse, a espaldas de la ley, el alimento preferido. Debe a esta cautela el estar todavía vivo y ser casi célebre, como uno de los veteranos de la antropofagia en esta parte de África. Los forasteros que se hallan de paso le hacen hablar y le obsequian con un poco de dinero.

Pensé tomarlo conmigo para tener, en los momentos de aburrimiento, una conversación menos insípida que de ordinario. La gente que habla siempre de cuadros, de bailes, de beneficencia y de problemas industriales me es detestable. Un hombre que ha devorado, en cuarenta años de canibalismo legal, por lo menos trescientos de sus semejantes, debería tener indudablemente una conversación infinitamente más
apetitosa
que un
clergyman
, un
boss
o un asceta. Pero he sufrido una desilusión.

A mí, que detesto a los hombres en general, el sencillo aspecto de un antropófago me hace el efecto de un tónico. Mirando a Nsumbu pensaba, con sarcástica satisfacción, que aquel vientre arrugado de viejo había sido el sepulcro de una multitud de hombres iguales en número al de los héroes de las Termópilas. Si cada uno de nosotros, en el curso de su vida, consumiese un número igual de sus semejantes, las teorías de Malthus serían económicas y prácticamente confutables. Trescientos hombres representan siempre más de doscientos quintales de carne sabrosa y sana.

Nsumbu no tenía nada que decir contra la calidad del hombre considerado como alimento.

—No todos los hombres —me decía— son igualmente digeribles, pero el sabor es casi siempre agradable y delicado. Podemos jactamos, entre otras superioridades de la especie humana, de que nuestra carne es mejor que la de cualquier otro animal. Y es, además, en suma, más nutritiva. Después de haber comido una buena ración de enemigo asado podía resistir el ayuno, aun trabajando, durante un par de días. Hay quien prefiere las mujeres; otros, los niños. Por mi cuenta he apreciada siempre a los hombres hechos y me han sentado muy bien. Comiendo un animal, como usted sabe, se adquieren también sus cualidades. Para ser valiente se comen corazones de león; para ser astuto, sesos de lobo. Cebándome con hombres maduros me enriquecí en fuerza y sabiduría y he podido vivir hasta esta edad.

»Pero la carne humana, al fin, acaba por aburrir. Su bondad nos disgusta de toda otra carne, pero luego, a su vez, se nos hace poco sabrosa. ¡Siempre aquel sabor dulzón, aquellas manos que tal vez nos han acariciado, aquel corazón que habíamos sentido latir!

»Y después hay el peligro del alma. A fuerza de comer tantos hombres, alguna acaba por permanecer dentro de nosotros. Y entonces se venga. A mí me parece que me han quedado cuatro o cinco que me atormentan, ahora una, ahora otra, y algunas veces todas juntas. La más potente es, creo yo, el alma de un blanco misericordioso que durante muchos años me ha torturado con la tentación de la piedad. Y, ahora que soy viejo, probablemente esta alma ha adquirido la supremacía. No puedo recordar sin náuseas los fastuosos banquetes de victoria de mi juventud, cuando la tribu había hecho una buena caza y había en la aldea presas vivientes para hartarme durante una semana. Me vienen algunas' veces a la memoria, con mordiscos de reprobación, algunos rostros desesperados de víctimas que esperaban la muerte, atadas en la tienda del sacrificio, ante nuestras bocas aulladoras y hambrientas. Los misioneros tienen razón: comerse a nuestros semejantes, provistos de alma como nosotros, es un pecado. La carne humana es el más apetitoso de los manjares y precisamente por esto es más meritorio el ayunar de ella. A vosotros, los blancos, que os abstenéis, el Amo del Cielo os ha dado en recompensa el dominio de toda la tierra.

Temo que Nsumbu haya caldo en la imbecilidad a causa de sus años. Con gran estupefacción de mi cocinero no come ahora más que legumbres y fruta. La civilización le ha corrompido, le ha hecho volver humanitario y vegetariano. Creo que me veré obligado a licenciarle en el primer puerto en que hagamos escala.

Novísimas ciudades

Capetown, 8 noviembre

Q
uién ha podido decir a Mr. Sulkas Perkunas que yo pensaba seriamente en crear una nueva ciudad? No puedo recordar que haya confiado eso a nadie ¿Y cómo se las habrá arreglado este fantástico lituano para descubrirme en esta África del Sur donde esperaba, al fin, permanecer incógnito?

Mr. Sulkas Perkunas no ha querido satisfacer mi curiosidad. Es un hombre de unos treinta años, pero hosco y ceñudo como un director de cárcel que tenga setenta. En su rostro quemado y tostado como el de un plantador, se abren dos ojos de azul claro. casi blancos, atentos y severos como los de Los muchachos pobres. Largo, seco, mal vestido, coronado con un fieltro gris amplísimo, se acercó a mí atrevidamente, en el momento en que entraba en el hotel, y me pidió hora para una entrevista, que, según dijo, no admitía dilación. Le hice entrar conmigo en una sala de espera. Me di cuenta entonces de que tenía los cabellos rubios y que llevaba bajo el brazo un gran rollo de papeles.

—No perderé el tiempo en excusas superfluas —comenzó diciendo—. Soy Sulkas Perkunas y hago proyectos de ciudades. Comencé mis estudios en Alemania como arquitecto, pero pronto me cansé de un arte que se limita míseramente a edificios aislados, sujetos a la servidumbre estética de los ya existentes. Me di cuenta de que las viejas ciudades, creadas lentamente por culturas y épocas heterogéneas, eran ridículamente
politonas
y, por mucho que se haga, irremediables. Ha llegado, según mi opinión, la era de la creación total y de la ciudad diferenciada. Un arquitecto ya no puede concebir un templo o un palacio aisladamente para insertarlo en un complejo anticuado, sino una masa compacta de construcciones, inspirada en un concepto unitario y revolucionario. ¿Imagina usted un poeta moderno que quiera introducir un verso suyo en medio de un canto de la
Ilíada
, o una escena de su invención a la mitad de un acto de Shakespeare? Y, sin embargo, lo que se pide a los arquitectos modernos, y que éstos bellacamente realizan, es un absurdo de ese género.

»Yo no tengo la pretensión de presentarle proyectos para una
villa
, un teatro, una banca, o un
kursaal
. Esto es tela para arquitectos adocenados, sin conciencia ni estilo. Le ofrezco, en cambio, proyectos de ciudades enteras, distintas de todas las que existen. Sólo usted, según supongo, es el que puede comprender la novedad de mi arte y decidirse a elegir una, para construirla de verdad.

»Todos estos amontonamientos de casas esparcidas por el mundo y que se llaman ciudades, son, a excepción de ciertas pátinas, de una uniformidad en el desorden que produce rabia. Ninguna de ellas fue ideada en síntesis por un genio, como una obra de arte, y realizada con fidelidad espiritual para encarnar en la piedra una idea. Son, en su mayor parte, conglomerados monstruosos debidos al acaso y al capricho de las generaciones, y todas ellas obedecen a las necesidades usuales de la odiosa vida en común. En todas partes caserones con puertas y ventanas, alineados de cualquier manera —montones de argamasa habitados, que pueden gustar a los aguafuertistas, a los decadentes o a los especuladores, pero que dan repugnancia a los que tienen un sentido más delicado de la dignidad del hombre.

—Perdone —interrumpí—; ya me he enterado bastante de la teoría. Usted ha hablado, según me parece, de proyectos…

—Eso es —contestó impávido Sulkas Perkunas—, pero es necesario, sin embargo, que le informe en pocas palabras de algunas de las concepciones que pueden tentarle más. Puedo ofrecerle, por ejemplo, una ciudad sin casas, compuesta solamente de campanarios y torres, una selva de tallos orgullosos de piedra y cemento. O bien, si le gustase más una ciudad constituida por un solo edificio: un palacio gigantesco de una milla de lado, con galerías infinitas, corredores y salas interminables, escaleras y rellanos innumerables y de vastas proporciones, patios y subterráneos bien distribuidos, de modo que se puedan alojar bajo su techo único y desmedido decenas de millares de habitantes.

»Pero tal vez le convendría a usted más la ciudad toda hecha de casas altísimas sin puertas ni ventanas. Las entradas a las habitaciones son trampas que se abren al nivel del suelo y las habitaciones reciben la luz desde la altura o por medio de troneras abiertas en las paredes opuestas a la fachada. Las calles, en esta ciudad, serían largos corredores entre murallas desnudas completamente blancas o, si lo prefiere, pintadas al fresco hasta la altura del techo por pintores visionarios.

»¿O preferiría, quizá, la Ciudad de la Igualdad Perfecta? Ésta está formada por millares de casas
absolutamente iguales
: de la misma altura, del mismo estilo, del mismo color, con el mismo número de ventanas y puertas. El conjunto puede parecer un poco monótono, pero el efecto es impresionante, sin contar el valor simbólico que salta a la vista, atendiendo al ideal de los tiempos.

»Pero en el caso de que la Ciudad de la Igualdad Perfecta no le llamase la atención podría proporcionarle otra mucho más original: La Ciudad Invisible. Quien la mirase de lejos no sospecharía que existiese: vería largas estrías de cemento que se entrecruzan y nada más. Al acercarse se daría cuenta de que a los lados de estas estrías se abren pozos cuadrados, semejantes, en pequeño, a las entradas a los metropolitanos, y allí dentro escaleras que descienden, que conducen a los alojamientos. Porque esta ciudad se halla enteramente fabricada en el subsuelo, y todas las habitaciones son subterráneas. No falta allí, sin embargo, el aire, que es introducido por tubos y refrigerado o caldeado, según la estación, ni tampoco la luz, que está asegurada por instalaciones eléctricas autónomas.

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