Darío estaba convencido de que un no-muerto había estado allí la noche de autos. Pero ¿por qué nadie había encontrado marcas en el cuerpo de su hermana, en su cuello, para ser más exactos? Quizá por el mismo motivo por el que él tampoco había sido capaz de hallarlas cuando examinó a su hermana después de la cena. ¿Significaba eso que el ser que tenía aterrorizada a Silvia era demasiado inteligente como para dejar visible su siniestra firma?
Aquella posibilidad le inquietaba aún más.
Por otra parte, Darío daba gracias a Dios por que no hubiera marcas misteriosas en su cuerpo. De otro modo, quizá ahora, en lugar de encontrarse frente a la casa de la señora Silva, estaría entre rejas, acusado de un crimen.
—¿Quién es?
—¿Señora Silva? Disculpe que la moleste, pero necesito hablar con usted —la voz de Darío sonaba apremiante, angustiada.
—No sé quién es usted. Por favor, márchese. No estoy interesada en comprar nada.
—Me llamo Darío Salvatierra. Le ruego que me reciba. Sólo serán un par de minutos. ¡No pretendo venderle nada!
—¿Qué es lo que quieres, entonces? —inquirió tuteándole, pues al contemplarle a través de la mirilla se había dado cuenta de que aquel hombre era más joven de lo que su voz reflejaba. Por otra parte, era cierto que no tenía pinta de vendedor, sino de «oscuro», como su niña.
—Hablar sobre Alejandra, sobre su hija.
—Sin dudarlo un instante, la mujer replicó:
—No quiero hablar de eso. Mi hija está muerta. ¿Por qué no podéis dejarla descansar en paz?
—Ya lo sé. Por favor —rogó el joven—, es importante porque...
—¿Es que no me has oído? —le interrumpió—. Ya he sufrido bastante. No tienes ni idea de nada —masculló dolida.
Parecía evidente que no estaba dispuesta a escuchar más, y Darío oyó cómo se alejaban sus pasos.
—¡La comprendo mejor de lo que imagina! —gritó en un intento desesperado por recuperar su atención—. ¡No hace ni un mes que perdí a mi hermana! Tan sólo quiero preguntarle una cosa y después me iré.
La mujer no respondió, pero Darío pudo escuchar cómo los pasos se detenían en seco para después regresar al punto de origen. A continuación oyó el sonido inconfundible de la cadena que franqueaba la vivienda deslizándose sobre el marco de la puerta.
—¿Eras amigo de Alejandra?
No exactamente. La conocía, pero por desgracia no demasiado bien.
—Entonces no lo entiendo. ¿Qué es lo que quieres?
—He leído la noticia en los periódicos, pero no acabo de creérmela. ¿Es cierto?
La mujer le hizo pasar a la sala de estar. Darío la seguía por el pasillo, atónito, mientras observaba la decoración de la vivienda, las fotos, el suelo de parquet, los cuadros a juego con el tono de las paredes... ¡Era la casa en la que había vivido su adorada Alejandra! ¡Por fin se encontraba en el mismo lugar en el que ella había respirado, comido, dormido y soñado! Intentó contener las emociones que le asaltaban.
La madre de Alejandra sólo respondió a su pregunta una vez que se hubo acomodado en uno de los sofás, en el que estaba más cerca del enorme ventanal que daba a la calle. Desde allí podían escucharse los gritos y las chanzas de los niños que jugaban en el parque. Afuera había vida, pero dentro sólo se respiraba dolor.
—No sé mucho más de lo que se ha publicado. Nadie me informa de nada, y eso que era mi hija —explicó con rabia contenida —. Pero, sí, por lo visto han cogido a ese malnacido.
—¿Pero tienen alguna prueba? ¿Quién era? ¿Qué relación tenía con Alejandra?
—Oye, ¿tú no serás periodista? No estoy dispuesta a que se haga un circo de la muerte de mi hija. Ya se han publicado suficientes barbaridades. No sabes la de cosas horribles que he tenido que escuchar y leer sobre ella.
—No lo soy. Le doy mi palabra de que no tengo nada que ver con la prensa.
—¡Menos mal! No tienes pinta de periodista, pero nunca se sabe. Esos carroñeros han convertido la muerte de mi hija en algo sucio al dar a entender que ella se lo buscó, como si la gente fuera por la calle gritando «¡matadme!».
La madre de la Kramer hizo una pausa. Estaba demasiado crispada y dolida para continuar. Entonces, como si de pronto hubiera reparado en la presencia de Darío, comentó:
—¿Me decías? Lo siento, he perdido el hilo.
—Le preguntaba que si la policía tiene alguna prueba.
—Digo yo que sí. Él se entregó. Si no, ¿de qué iban a haberle detenido? Después, al parecer, durante el registro de su casa, encontraron una daga manchada con la sangre de mi pobre pequeña.
Al pronunciar «mi pobre pequeña», la señora Silva fue incapaz de controlarse por más tiempo y rompió a llorar.
Darío le ofreció su pañuelo al tiempo que intentaba consolarla.
—Tranquilícese. Al menos el criminal ya está en prisión. ¿Qué relación tenía con su hija? ¿Quién es?
—Un antiguo novio. Eso me han dicho, pero una ya no sabe qué pensar. ¡Es indignante! Resulta que toda la información se la filtran antes al padre de Alejandra, a mi ex marido. Como tiene influencias... Mi Alejandra era tan joven y tan tierna... Esto es lo peor que me ha pasado en la vida. No hay nada más doloroso que la pérdida de un hijo, y más aún de este modo tan espantoso. ¡Por Dios santo!, ¿qué he hecho para merecer esto?
Después se hizo un silencio opresivo.
Darío no sabía qué hacer o decir para consolar a esa mujer con la que la vida se había ensañado de manera tan brutal.
—Si puedo hacer algo por usted...
—No hay consuelo para esto. No lo hay, aunque al menos ahora sé que ese asesino no volverá a hacer algo parecido a otra niña.
—Eso sí.
—¿Pero y la mía? ¿Quién me la devuelve?
El joven tenía ganas de decirle lo mucho que había amado a su hija y también lo terrible que había sido para él la noticia de su muerte, pero no sabía si era oportuno hacerlo. La mujer ya estaba lo bastante destrozada como para añadir algo así a su carga. No sabía cómo se lo tomaría, así que se dedicó a escucharla, a estar con ella para que expulsara toda la rabia acumulada. Así fue como se enteró de que el presunto criminal ni siquiera pertenecía a la comunidad gótica, lo que le produjo un gran alivio. Aunque él no se considerara «gótico», estaba harto de leer artículos sensacionalistas sobre ellos. En muchos de éstos se les achacaba toda suerte de perversiones, como si por ir vestidos de negro pertenecieran a otro planeta o como si esto los convirtiera en adoradores de Belcebú. Un gótico casi nunca reconocerá que lo es, porque lo que muchos de ellos buscan es ser diferentes. Por eso mismo detestan verse englobados en una «tribu».
—Él no es como vosotros. No es gótico.
«Yo tampoco», pensó Darío.
—Al parecer se disfrazó de negro para poder entrar en ese maldito local. El muy cabrón había planeado matarla días antes, así que espero que le caigan muchos años para que sufra como yo lo hago.
—No la conocía demasiado, pero a mí me parecía una chica fantástica. Lo siento mucho, de veras.
—Mi hija era un ángel. No se merecía morir así. Nadie lo merece, ni siquiera ese bastardo. Mi ex marido, en cambio, no piensa igual. Su abogado dice que si esto hubiera ocurrido en Estados Unidos le caería pena de muerte, pero eso a mí no me consuela. A veces en mis sueños la siento tan cerca que quisiera poder tocarla, pero luego me despierto en mitad de la noche y sé que ya no sucederá jamás.
Darío asentía con la cabeza. Sabía lo amarga y cruda que podía resultar esa sensación de vacío. La había padecido cientos de veces en las tres últimas semanas y también la sufrió cuando se enteró de la muerte de
su
Alejandra.
—Tú la querías, ¿verdad?
«¿Tan evidente es? ¿Tanto se me nota?», se sorprendió el joven.
Ya no tenía sentido ocultarlo más.
—Sí. La amé en silencio durante mucho tiempo, pero nuestros destinos no llegaron a cruzarse.
—Lo supe en cuanto atravesaste la puerta. Ven, muchacho, quiero hacerte un regalo.
Entonces, la madre de Alejandra se levantó del sofá y Darío la siguió como atraído por un imán. Se acercó a una de las estanterías de la sala de estar y tomó un álbum de fotos de piel.
—Después de su muerte hice muchas copias —dijo tendiéndole una fotografía de la difunta—. Ahora podrás llevarla siempre en tu corazón.
La foto era espectacular. Alejandra posaba vestida de negro e iluminada tan sólo por la luz de una vela. El blanco y negro confería un aire enigmático a la imagen.
—No sé cómo agradecerle esto.
—No tienes que hacerlo. Te la doy porque quiero. Y acéptame un consejo: guarda bien todos y cada uno de los recuerdos que de tu hermana te queden o un día te darás cuenta de que ya no tienes prácticamente nada.
Darío abandonó la casa con su tesoro entre las manos. Aquél era el mejor regalo que le habían hecho jamás. Ahora Alejandra siempre estaría junto a él. Salió con tanta rapidez que no reparó en que alguien lo vigilaba, escondido, detrás de una furgoneta que había estacionada en la esquina. Pero ese individuo no estaba interesado en seguirle, sino más bien todo lo contrario; esperó con paciencia a que el gótico se marchara para llamar al timbre. A fin de cuentas, ya no tenía prisa alguna. Alejo ya no tenía que cumplir un horario porque había sido despedido de Regalo+ la semana anterior.
«¿Será ésta la casa de Ana? Tengo que encontrarla como sea», se dijo mientras pulsaba el timbre.
A pesar de que Darío regresó pronto a casa de sus padres, éstos ya se habían acostado. «¿Para qué alargar el día?», se decían. Lo mejor era tomarse un somnífero y meterse cuanto antes en la cama. Darío, en cambio, no pudo dormir en toda la noche. Esta vez no fue a causa del insomnio, sino debido a un descubrimiento aterrador.
Siguiendo los consejos de la madre de Alejandra, se había armado de valor y había abierto el cajón del salón en el que estaba guardado el teléfono móvil de su hermana. Desde su muerte no había sido capaz de encenderlo, y no porque no supiera cuál era su pin —ella siempre usaba su fecha de nacimiento para esos menesteres—, sino por temor a encontrarse con los mensajes de conocidos y amigos que —ajenos a su muerte— podrían haberla llamado. Sabía que escucharlos no le haría bien, pero quería revisar los vídeos y las fotografías obtenidos con el aparato para pasarlos al ordenador a fin de conservarlos. Sin embargo, lo que encontró le dejó atónito: entre las imágenes almacenadas había una más que inquietante: en ella aparecía aquella tía rara de The Gargoyle que había provocado la separación entre su hermana y Alejo, y la foto había sido hecha en la propia habitación de Silvia.
«¡No es posible! —se decía una y otra vez mientras buscaba las "Propiedades" de la imagen para saber cuándo había sido tomada —. ¿Qué hace ella en su casa si no se conocían?»
Pero lo que de verdad le asustó fue comprobar que la fecha y la hora coincidían con las de su muerte. Cuando por fin descargó la imagen en el ordenador y pudo ampliarla con más detalle (la resolución de la cámara era de 2 megapíxeles, como no podía esperarse otra cosa de un teléfono móvil que había pertenecido a su hermana), se dio cuenta de que la fotografía era translúcida: el cuerpo de la mujer se transparentaba, lo que permitía ver a través de él los objetos que había en la habitación.
Darío sintió un escalofrío que le recorrió la columna vertebral de arriba a abajo, notó que el corazón se le aceleraba, que sus manos empezaban a sudar y que le faltaba el aire. Otra vez le estaba pasando. La maldita ansiedad no le concedía una tregua. No le quedó más remedio que tumbarse en la cama para intentar tranquilizarse. ¿Dónde había metido los ansiolíticos?
Tumbado como estaba, con el corazón a cien, era incapaz de retirar su mirada de la imagen. La percibía como un desafío, como un reto que le invitaba a descubrir la verdad, a conocer lo que había ocurrido aquella noche. Las palpitaciones iban en aumento, los sudores se habían transformado en «goterones» que empapaban su pijama y su cabeza parecía un tiovivo en día festivo. Y, cuando creía que estaba a punto de darle algo, una tormenta de imágenes sacudió su mente haciéndole recordar todo.
¡TODO!
Ahora sabía la verdad.
Obligado o no, había participado en la muerte de su hermana.
No era de extrañar que lo hubiera borrado de su mente. ¿Quién querría recordar algo así?
La última imagen que desfiló por su cabeza alocada fue el cuaderno de dibujo de Violeta. «Esta mujer... ¿quién es?», le había preguntado aquel día en el tanatorio. Ella la conocía, pero no quiso revelárselo. «Alguien que conocí hace tiempo. No tiene mayor importancia», respondió evitando su mirada.
Pero sí la tenía. ¡Y mucha!
Violeta ocultaba algo. Otro día le había dicho: «No puedo darte explicaciones, no me las pidas. Ella... me mataría.»
Ella, ella, ELLA.
—¿Quién es? ¿Qué hace aquí? ¡Por Dios santo!, ¿es que te has vuelto loca?
La sonrisa de Mariana reflejaba autosuficiencia.
—Se llama Beatriz y es mi convidada. Sólo quiero jugar con ella un poco antes.
—¿Antes de qué?
—De matarla, por supuesto.
Analisa la miraba atónita. Acababa de darse cuenta de que ya no podía confiar en la palabra de su hija. Mientras tanto, la «invitada» de Mariana seguía sin decir ni mu, y eso que la pequeña no-muerta había esparcido por el suelo varios mechones de su larga melena. Estaba subyugada, tenía la mirada ausente, como si la conversación que se desarrollaba en la habitación le fuera ajena.
—Parece no enterarse de nada —observó su madre pasando la mano por delante de la cara de Beatriz.
—La tengo, digamos, «fascinada».
—¿Es alumna del internado?
—Es evidente que sí —contestó Mariana soltando sobre la mesa la cuchilla con la que había estado trabajando.
—¿Pero qué has hecho? Lo has estropeado todo una vez más. No puedo confiar en ti, nos has puesto en peligro.
Mariana se levantó de la silla para encararse a su madre.
—Es la única diversión que tengo en este aburrido lugar y no pienso renunciar a ella. Déjame que disfrute un poco más. Luego la mataré y la enterraré en el bosque. Nadie sabrá jamás lo que ha pasado.
—¡Las cosas ya no funcionan así! Estamos en pleno siglo XIX y los crímenes ya no quedan tan impunes como antes. Te lo he explicado mil veces: la buscarán y al final darán con ella. Deshazte de esta niña cuanto antes. Mientras tanto, iré al pueblo para preparar nuestro traslado. Por desgracia, ya no podemos permanecer más tiempo aquí.