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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (34 page)

BOOK: Gothika
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Pero todo aquello había cambiado en los últimos meses. Por alguna causa que Violeta desconocía, Ana había cortado de manera radical ese vínculo de sangre. Había dejado de «alimentar» su pasión vampírica y, aunque la joven había sufrido lo suyo, ahora se sentía un poco más «libre» para ser ella misma, un poco menos esclava.

La presencia de Violeta en casa de Ana parecía importarle bien poco. Dormía durante buena parte del día, mucho más de lo acostumbrado, o quizá no lo hacía, ¿pero quién podía saberlo si permanecía encerrada en su habitación secreta casi todo el día? Daba la sensación de que vivía en otro mundo, ajena a lo que ocurría en el exterior.

Al caer la noche abandonaba su habitación como una exhalación dándole la espalda, sin despedirse. Violeta tenía la impresión de que la no-muerta le ocultaba algo.

Violeta se puso el pijama y se acurrucó en su cama. El gran alivio que había sentido al comprobar que Ana no estaba había dejado paso a una sensación agridulce debida a la extraña experiencia vivida en el cementerio. Lo que habían presenciado no tenía explicación racional alguna y eso le inquietaba. Aunque no era la primera vez que sentía la presencia invisible de lo insólito, la imagen de la copa levitando y estallando en el aire se le había grabado a fuego.

Claro que Violeta había sido testigo de lo sobrenatural. La misma existencia de Ana era una prueba fehaciente de que había otros mundos y otras formas de vida diferentes, pero, a pesar de que sabía que Ana era un ser no-muerto, la imagen que proyectaba no resultaba en absoluto chocante. Para empezar, no vivía en un castillo alejado del mundanal ruido, ni poseía afilados incisivos —y, si los tenía, no se los había visto jamás— y era capaz de salir a plena luz del día sin sufrir, al menos en apariencia, perturbaciones físicas. Pero lo más chocante era que jamás había mostrado interés por succionar su sangre mortal. ¿Desde cuándo los vampiros se habían vuelto tan selectos y remilgados a la hora de alimentarse? ¿Y desde cuándo bebían también sangre congelada? Al parecer, Ana sólo la quería como esclava y poco más. Desde luego, no era el prototipo de vampiro al que la literatura y el cine nos tienen acostumbrados.

A la joven no le costaba entender por qué la no-muerta aún no había sido eliminada de la faz de la Tierra. Era poco probable, por no decir casi imposible, que los humanos detectaran su presencia a menos que ella deseara que lo hicieran. No se hacía notar entre la multitud, no estaba interesada en darse a conocer ni quería fundar un grupo de acólitos —lo que podría despertar el interés de la policía— y, en cierto modo, se movía en ambientes marginales en los que se jugaba con la estética vampírica. Todo ello le ofrecía la posibilidad de camuflarse igual que lo hace un camaleón.

Ana era, en definitiva, una depredadora solitaria. ¿Habría más como ella?

Violeta tenía la cabeza embotada y sus pensamientos regresaron de nuevo a la sesión de ouija y también a Darío. ¿Habría sido víctima de una broma pesada? ¿Se habrían puesto todos de acuerdo para asustarla? Si era así, habría que felicitarlos por una actuación tan convincente y lograda. Aunque deseaba pensar que lo ocurrido tenía una explicación racional, en el fondo no quería plantearse que Darío sólo la hubiera invitado a unirse a sus amigos para reírse de ella. No quería sopesar la posibilidad de que fuera igual que los demás, que sólo quisiera mofarse a su costa. No deseaba hacerlo porque se había dado cuenta de que empezaba a sentir algo muy especial por él.

Darío había oído historias similares en torno a los peligros de la ouija, pero jamás se había visto obligado a hacer algo tan drástico. Sin pensarlo dos veces tomó el tablero de Mystica con decisión y lo rompió en pedazos. Había sido fabricado con cartón fuerte y estaba adornado con símbolos esotéricos y astrológicos. Después, lo introdujo en un cubo metálico y lo roció con alcohol de quemar. Acto seguido encendió una cerilla y la dejó caer en su interior. Pronto una llama azulada se extendió con rapidez por el cubo y al cabo de un rato el tablero «mortífero» había quedado reducido a cenizas.

Era la primera vez que observaba la ouija como algo más que un simple juego mental. Había asistido a numerosas sesiones y jamás había tenido problemas con ella. De hecho, había leído varios artículos sobre el tema y hasta que recibió noticias de Deadly había vivido con el convencimiento de que la energía de los participantes era la única responsable de «dar vida» a la copa.

La pesadilla dio comienzo el domingo, cuando Darío atendió una llamada de Deadly en su teléfono móvil. Parecía histérica, totalmente descontrolada. Su voz temblaba, lo que evidenciaba su precario estado anímico.

—¡Está muerta! ¡Ha muerto!

—Darío no entendía nada.

—¿Se puede saber qué te pasa? Tranquilízate y habla un poco más despacio. ¿Quién ha muerto?

—¡Mystica! La ouija no mentía.

—No digas tonterías. ¿Todavía seguís con la bromita? ¡Pues tiene la gracia en el culo! —masculló antes de colgar el teléfono con rabia.

No podía entender por qué la gente gastaba bromas tan pesadas. Sospechaba que sus amigos se habían dedicado a mover la copa la noche que hicieron la ouija sólo para fastidiar a Violeta. Es más, estaba seguro de que Mystica —a quien siempre le gustaba ser la protagonista de esas reuniones «esotéricas»— había sido la autora intelectual de toda aquella pantomima. Como broma era más que suficiente.

No obstante, pasados unos minutos, Deadly volvió a telefonearle. Darío pensó que quería disculparse.

—¿De verdad crees que bromearía con la muerte de Mystica?

—Más de una vez lo habéis hecho con la de Alejandra Kramer. ¿Qué coño os pasa a las dos? Dile a Mystica que se ponga ahora mismo.

Darío estaba convencido de que las amigas estaban juntas, pasando la tarde y divirtiéndose a su costa.

—¿No me has oído? ¡Está muerta! La mató un coche ayer —explicó entre sollozos.

De repente, el joven tuvo la certeza de que su amiga no mentía.

—Deadly, lo siento. Perdóname. ¿Dónde estás?

«¿Por qué tuvimos que hacer la puta ouija?», se preguntaba Deadly, incapaz de controlar las lágrimas que brotaban de sus ojos. No había podido parar de llorar desde que vio el cuerpo de su amiga tendido sobre la calzada igual que una muñeca de trapo rota.

Darío y Deadly estaban sentados en la cafetería que había debajo de la casa de ella, la misma desde la que uno de los camareros, testigo ocular de lo ocurrido el día de autos, había telefoneado al Samur.

Pero, por desgracia, su llamada de nada sirvió.

Mystica se había roto el cuello. El impacto contra la furgoneta de reparto había sido tan brutal que su cuerpo había volado —literalmente — varios metros hasta que su cabeza se estampó contra uno de los bolardos colocados por el Ayuntamiento para impedir que los coches aparquen en la acera.

El joven le tendió su pañuelo antes de responder.

—Es terrible. No sé qué decir. Aún tengo su tablero. Me lo llevé a casa para no dejar nada que pudiera delatarnos. Me desharé de él.

—Darío, estoy muy asustada. Me da igual lo que digan los testigos, sé que ella no se arrojó a la furgoneta.

—Si estaba tan obsesionada como dices.

—Lo estaba, pero no tiene sentido que hiciera algo así. Justo antes de morir iba a decirme algo. Si hubiera querido suicidarse no se habría tomado la molestia de venir hasta mi casa. Se habría tirado bajo el primer coche que pasara al salir de la suya.

—Lo que decía su amiga tenía lógica, pero Darío no terminaba de aceptar que la desgracia estuviera conectada con la ouija.

—Visto así...

—¿Es que no recuerdas lo que la copa dijo sobre tu hermana?

—Sí. Lo sé, pero me niego a creerlo. De todos modos, quemaré el tablero. No sé qué más puedo hacer.

—El cura dijo que rezáramos, aunque después de lo ocurrido no sé si servirá de algo.

47

Por proximidad con el internado para señoritas María Auxiliadora del Buen Suceso, uno de los primeros lugares a los que acudieron los investigadores que seguían el caso de la desaparición de la niña Marta Recarte fue la casa de Analisa, que en aquel tiempo se hacía llamar Esmeralda de Luna. No fue fácil dar con ella, ya que se presentaron de día, justo cuando las no-muertas aprovechaban para descansar. De hecho, se vieron obligados a insistir una y otra vez hasta que su reclamo fue atendido.

Ya en ese momento Analisa tendría que haber sospechado algo extraño, algo que relacionaba aquella enigmática desaparición con su propia hija, pero las explicaciones que ésta le ofreció le resultaron tan convincentes y bien argumentadas que no pudo por menos que reconocer que su coartada era sólida, sin fisuras que pudieran hacer presagiar nada anormal. Su voz no tembló un ápice al decir que ella no estaba involucrada y al final añadió un componente demoledor: el chantaje emocional aderezado con el sentimiento de culpa.

A los investigadores les resultó muy poco habitual que no fuera la doncella quien les recibiera, así como que una mujer de la condición socioeconómica de doña Esmeralda viviera sola con su hija. De igual modo, no entendían cómo, teniendo recursos económicos suficientes, no deseaba que su pequeña aprendiera las nociones básicas para comportarse en sociedad a las que toda dama estaba obligada. Tampoco les pasó desapercibido el hecho de que fuera la propia doña Esmeralda la que administrara sus cuantiosos bienes y posesiones sin precisar el concurso de un varón que entendiera de aquellos ministerios.

—Sin embargo, a pesar de todas estas extravagancias, no las asociaron con la desaparición de la pequeña Marta. Al fin y al cabo tan sólo se trataba de una mujer y de una niña, lo que supuestamente las incapacitaba para desarrollar complejos entramados por poseer —según su instruida opinión— mentes «simples» e «ingenuas». En aquel tiempo la mujer era considerada un cero a la izquierda y, viva o no-muerta, Analisa no constituía una excepción. Asimismo, tampoco existía un móvil que conectara la desaparición de la niña con aquellas damas, así que tan pronto abandonaron la casona descartaron esa pista falsa que sólo les había conducido a perder buena parte de un tiempo del que carecían, no sin antes exhortarlas a que cerraran bien todas las puertas y las ventanas de la casa.

En cuanto se despidieron, Analisa se giró hacia Mariana.

—Te lo preguntaré una sola vez —le dijo con gesto adusto—: ¿tienes algo que ver con la desaparición de esa niña?

—¡Por supuesto que no! —protestó enérgicamente—. Te prometí que no me acercaría a la trampilla que conduce al pasadizo y he cumplido mi palabra a rajatabla. ¿Cómo puedes pensar algo así?

—Es que parece bastante sospechoso que haya desaparecido del colegio justo cuando acabamos de mudarnos a esta casa.

—Tú misma lo has dicho: ha desaparecido. Por tanto, nadie puede saber dónde se encuentra ni cuál es su estado. Tal vez sólo se haya extraviado. Mamá, debes creerme cuando te digo que no tengo nada que ver con eso.

Mariana permanecía sentada frente al piano que había en la sala de estar. Aparentaba tranquilidad y despreocupación. Analisa, en cambio, caminaba por la habitación, nerviosa, como una fiera a la que le falta espacio en su jaula. Su hija, que tenía un oído excelente, se dedicaba a imitar sus movimientos con las teclas del piano.

—¿Quieres dejar de hacer eso? Me pones nerviosa.

La niña hizo caso omiso y continuó aporreando el piano.

—No tienes por qué estarlo. Nosotras no somos responsables de esa desaparición. ¿Crees que podría hacerle algo a una niña de mi edad? Sería incapaz de acercarme a un niño con intenciones aviesas. En cambio, tú...

Analisa nunca le había referido el amargo episodio que había protagonizado al comienzo de su carrera como vampira y que había desembocado en la muerte de la hija de Patro. ¿Cómo podía estar al tanto?

Aquella niña era insondable. Era imposible saber si hablaba en serio o si interpretaba un papel. Muchas veces tenía la impresión de que sabía cosas que nadie le había referido y que dosificaba dicha información de la manera más conveniente a sus intereses. Analisa intentó introducirse en su mente como lo hacía en la de muchas de sus víctimas. Necesitaba saber si mentía, pero Mariana había logrado crear una barrera invisible entre ambas. Estaba claro que sus capacidades telepáticas eran superiores a las de Analisa, por lo que era capaz de proyectar pensamientos intranscendentes que nada tenían que ver con la conversación que mantenían, pensamientos como «parece que va a llover» o «me encantan los días lluviosos». Mariana ya no era su pequeña. Disponía de la autonomía suficiente para impedir que su propia madre adivinara sus verdaderas intenciones.

Ante la imposibilidad de conectar con su verdadero yo, Analisa prosiguió con su argumentación.

—No quiero problemas de nuevo. Ya nos hemos visto forzadas a huir de otros lugares. No podemos bajar la guardia. Hay que mantener el engaño a toda costa.

Por un momento, Mariana dejó de prestar atención al piano para posar sus ojos en el rostro de su madre. Su mirada era fría y había algo en ella que a la propia Analisa le producía escalofríos.

—¿Crees que me gusta esto? ¿Lo crees de verdad? Mi vida está aquí —hizo un gesto señalando las paredes del salón—, sin poder llevar una existencia normal, como el resto de los niños. Siempre huyendo, siempre mintiendo. Y ahora tengo que escuchar tus falsas acusaciones. No puedes imaginarte lo aburrido que resulta estar aquí sola, contigo como única compañía, de día y de noche.

La niña sabía dónde tenía que dar el golpe. Había cosas por las que Analisa se sentía culpable y ésa era una de ellas. Se lamentaba por haberle privado de una vida normal y Mariana lo sabía a la perfección.

—¡Eso no es justo! —exclamó herida—. Yo nunca deseé esta situación para ninguna de las dos.

Mariana no se inmutó y prosiguió con sus reproches.

—Tú, al menos, has tenido la oportunidad de vivir de otra manera, de un modo que yo jamás podré siquiera imaginar. A veces sueño que soy normal y que no necesito sangre para sobrevivir, pero cuando despierto vuelvo a encontrarme dentro de la pesadilla más horrible.

Entonces, la niña comenzó a sollozar bajito, se acurrucó en una butaca cercana al piano y se colocó en posición fetal. Se tapaba la cara con las manos quizá para evitar ser testigo de esa realidad que tanto odiaba. Su respiración sonaba entrecortada, sumida en el dolor. Analisa no pudo resistirlo más. No podía verla sufrir de esa manera, así que se acercó a ella, la abrazó con ternura y le susurró al oído:

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