La niña asintió.
—Tampoco eres igual que las personas mayores. Ni tú ni yo lo somos.
—Aja...
Mariana parecía despreocupada, como si aquella charla no le interesara.
—Atiéndeme bien, Mariana —Analisa intentaba que la niña comprendiera su situación—. Nadie debe saber que nos alimentamos a base de sangre. ¡Nadie! ¿Lo entiendes?
La niña era mucho más inteligente de lo que aparentaba.
—Sé perfectamente lo que intentas decirme. Lo sé desde hace tiempo, así que no te esfuerces más. —Mariana jugaba con su cabello lacio y oscuro, lo enroscaba una y otra vez hasta conseguir ondularlo. Por un momento detuvo su actividad, se acercó a su madre y le asió la mano.
—Mamá, no te preocupes. Sólo me hace falta una oportunidad para demostrarte que sé cómo deben hacerse las cosas.
Analisa estaba sorprendida, aunque sólo en parte. Con el tiempo se había dado cuenta de que su hija poseía una capacidad de comprensión extraordinaria, así que no consideró oportuno realizar más comentarios. Era mejor dejar que la niña hiciera las cosas a su manera.
—Bien. En ese caso, salgamos. Así podrás enseñarme cómo lo harás de ahora en adelante.
Aquella noche, debido al mal tiempo reinante, no había un alma por las calles. Los más afortunados estaban dentro de sus hogares, a resguardo de la lluvia fina que embarraba los caminos. Al darse cuenta de que no había mucho donde escoger, la niña explicó su plan.
—Entraremos allí. —Su diminuto dedo señalaba hacia una casa situada a unos cien metros.
—¿Y por qué ahí, precisamente?
—Porque en ese lugar vive una mujer sola.
—¿Cómo puedes saberlo?
—No sé por qué. Sólo sé que puedo olería desde aquí y sé también que no está acompañada.
La niña no se equivocaba. Aquella casa pertenecía a la viuda de un pescador. Vivía sola desde hacía un par de años, cuando un golpe de mar se llevó para siempre a su marido y a su hijo. Subsistía a duras penas gracias a la caridad de los pescadores que cada día le traían algunas sobras. Pasaba su existencia envuelta en lágrimas y viejos recuerdos de tiempos en los que la vida aún no le había mostrado su cara más amarga. La viuda Carballeira —así la llamaban en el pueblo — había terminado por refugiarse en el aguardiente.
Aquella noche era más fría que de costumbre. A la humedad que había provocado la lluvia había que sumar el hecho de que en la casa de Josefina la única fuente de calor provenía de la cocina de leña. Y aquella noche no la había prendido más que para calentarse las sobras de la sopa de pescado del día anterior. La había tomado con desgana, acompañándola con un trozo de pan de maíz. Lo único que de verdad la hacía entrar en calor era el aguardiente, el
aqua vitae.
Así había sido definido por los mercaderes holandeses que habían tenido la oportunidad de conocerlo en sus viajes a tierras gallegas. Años más tarde, a finales del siglo xix, caería en desgracia y sería prohibido por culpa de una absurda leyenda que rezaba que el llamado «licor de los pobres» poseía un componente letal. Pero, entre tanto, la gente hacía uso de él para «curar» sus males.
De seguir así, Josefina acabaría convirtiéndose en un despojo humano. La tristeza y el dolor habían minado su existencia y, en aquel instante, le importaba bien poco morirse de frío o de hambre. Cualquiera de esas cosas habría resultado un gran consuelo. Por eso mismo, cuando escuchó que alguien tocaba con sus nudillos a la puerta, no hizo esfuerzo alguno por levantarse de la vieja silla de madera, la misma en la que todas las noches hundía sus orondas posaderas en espera de que pasara una noche más, lo que a todas luces suponía un día menos en su particular cuenta para reunirse con su venerado y querido esposo y su no menos amado hijo.
Pero pasado un rato alguien seguía llamando a la puerta con persistencia, alguien que insistía con dedicación, que no estaba dispuesto a irse sin rendir batalla.
—
¿Quen é?
—preguntó Josefina entre molesta y sorprendida.
—O
teu Amadeo —
respondió la voz—.
Abre a porta. Fora a choiva abonda.
Al escuchar esa súplica, Josefina dejó de golpe la garrafa de aguardiente en el suelo. Sin duda pensó que esa bebida endiablada le hacía oír cosas sin sentido. ¿Cómo iba a ser su hijo muerto el que llamara a la puerta? Sin embargo, aquella voz... ¡parecía su voz!
—
Ti non podes ser Amadeo
—replicó Josefina abrumada por la situación—. O
meu fillo morreu na mar.
Pero la voz no estaba dispuesta a tirar la toalla.
—¿
É que non pensas abrir a porta ao teu fillo?
Josefina se levantó con dificultad, caminó hacia la puerta y puso su mano sobre el picaporte, pero se abstuvo de girarlo.
En el fondo de su corazón algo le decía que no debía abrir. No era la primera vez que escuchaba historias parecidas referentes a los ahogados en la
Costa da Morte.
Era bien sabido que algunos demonios se aprovechaban de la situación de desamparo en la que vivían las familias de los difuntos para introducirse en sus vidas y arrebatarles el alma.
Josefina acercó su rostro a la vieja puerta de madera y permaneció a la escucha. Su respiración sonaba agitada y entrecortada y su corazón palpitaba con fuerza.
«¿Y si de verdad fuera mi hijo?», se preguntó.
—
Finita, por favor. Son o teu fillo
.
Aquellas palabras y su voz terminaron por convencerla. ¡Era él! Tal vez no murió como le habían contado y sólo había estado perdido. A fin de cuentas, su cuerpo nunca había sido hallado. Y, sobre todo, ¿no era eso lo que siempre había deseado desde que su hijo desapareció, reencontrarse con él?
Josefina giró el picaporte dispuesta a abrazarlo, pero cuando lo hizo al otro lado de la puerta sólo halló una niña de corta edad. Tal vez el aguardiente le había jugado una mala pasada. Antes de que pudiera volver a cerrarla, la niña se abalanzó sobre ella de un salto. Su diminuto cuerpo era ágil como el de un lince y no tardó en encaramarse sobre su vientre. Josefina intentó quitársela de encima, pero perdió el equilibrio. La mujer cayó al suelo y se golpeó contra la silla de madera.
Para su desgracia, a pesar del fuerte golpe, no había quedado inconsciente, sólo había sufrido un corte en la frente. La niña lo lamió con furia. Entonces, Josefina observó que otra persona, una mujer de cabello largo y oscuro, se introducía en su casa cerrando la puerta tras de sí. Mientras la pequeña la atacaba, ésta corría las cortinas para que nadie pudiera ver lo que estaba pasando en el interior de la vivienda.
Había poco más que hacer o decir. Ante tanto horror, Josefina se sentía incapaz de gritar, sólo se le ocurrió mirar a los ojos a la extraña niña apelando a su compasión. Tal vez podría convencerla para que la dejara marchar.
Entonces supo que iba a morir.
¡Sus ojos no eran humanos! ¡Eran como los de uno de esos demonios a los que hacían referencia las leyendas locales! Y comprendió que aquel ser era incapaz de sentir piedad por el simple hecho de que no pertenecía a su misma especie.
—Si te resistes, sufrirás más —la oyó decir con su vocecita de niña mientras acercaba la boca peligrosamente hacia su cuello.
La sangre lo había manchado todo. Al fondo, en la penumbra, Analisa contemplaba la escena en silencio, horrorizada. Aquella niña no podía ser carne de su carne.
Pero lo era.
Después de la accidentada sesión de ouija, todos excepto Darío y Violeta salieron corriendo hacia sus casas. Mystica estaba tan asustada que ni siquiera demostró interés en recuperar su tablero, así que Darío lo cogió del suelo y se lo guardó. El joven no era partidario de dejar nada sobre la tumba de Alejandra que pudiera delatar su presencia en el cementerio. Bastantes problemas había tenido ya con la ley.
Violeta se sentía muy inquieta.
—¿Qué te ocurre? Pareces nerviosa.
—¿Cómo quieres que esté después de lo que acabamos de presenciar?
—No le des mayor importancia. No la tiene. Fuera quien fuese nos estaba vacilando. ¿De verdad no sabes quién hablaba a través de la copa?
—Ya os he dicho a todos que no. No sé por qué no me creéis.
—Sí te creo, pero tal vez si haces memoria recuerdes alguna cosa importante.
Pero Violeta tenía otras preocupaciones mucho más acuciantes. Temía encontrarse con Ana cara a cara. La sola idea de verla con el rostro encendido por la ira era un motivo más que suficiente para marcharse cuanto antes.
—Lo pensaré, pero ahora tengo que irme. Se me ha hecho muy tarde.
Habían pasado dos días desde la siniestra sesión de ouija en el cementerio y Mystica aún era incapaz de dormir con la luz apagada.
—Hija, ¿te ocurre algo? —le preguntó su madre alarmada.
—No, mamá. No me pasa nada.
—Te noto rara. Apenas has probado bocado.
—Estoy bien. Es la tensión de los exámenes.
—Buenas noches, hija.
Su madre apagó la luz y cerró la puerta. Nada más irse, Mystica alargó el brazo hasta el interruptor y volvió a encenderla.
Tenía el miedo metido en el cuerpo, pero no podía contar nada de lo ocurrido a su madre. ¿Cómo explicarle que se había internado en un cementerio por la noche para hacer una ouija sobre la tumba de una chica asesinada? No lo comprendería en absoluto. Su madre era muy tradicional. Tampoco entendía su forma de vestir ni sus compañías, ni mucho menos que hubiera sustituido su verdadero nombre, Pilar, por otro inventado. Aún recordaba la primera vez que Deadly la había llamado por teléfono.
—¿Está Mystica?
—Lo siento, se ha equivocado —la oyó responder.
—Mamá, ¿por quién preguntan?
—Por una tal Mystica.
—Dame el teléfono. Soy yo.
—¿Cómo que eres tú? —dijo sorprendida. Después colgó el aparato sin miramientos.
—Mamá, ¿por qué has hecho eso?
—Porque tu nombre es Pilar. Que pregunte por Pilar y entonces podrás hablar con ella.
—Pero todo el mundo me llama así.
—Pues les dices que te llamen Pilar, que para eso es tu nombre.
—Pilar no me gusta.
—No sé qué tiene de malo. Era el nombre de mi abuela y de mi madre y también es el mío. Que no me entere yo de que vas por ahí diciendo otra cosa a la gente.
Pero, por fortuna para Mystica, todo aquello cambió cuando se compró el móvil. Su madre ya no podía controlar sus conversaciones. Bastante tenía la joven con verse obligada a cambiarse de ropa en las casas de sus amigos. Y es que su progenitora pretendía que vistiera como las ursulinas, y todo porque tenía una tía que años atrás se había hecho monja de clausura.
No. No podía explicarle nada de lo ocurrido. No sólo no lo entendería, sino que era posible que incluso la reprendiera.
Mystica abrió el cajón de su mesilla de noche y extrajo el teléfono móvil. No era muy tarde para llamar a Deadly, su mejor amiga. No había podido hacerlo antes. Se había sentido demasiado aterrada para revivir lo ocurrido. Ahora que estaba un poco más tranquila buscó su número en la agenda de contactos.
—¿Diga?
—¿Deadly? Soy yo. ¡Estoy cagada!
La joven reconoció de inmediato la voz de su amiga Mystica. Sonaba agitada, nerviosa.
—Yo también.
—¿Recuerdas lo que dijo la ouija?
—¿Lo de que ibas a morir? —preguntó en tono titubeante.
—Sí.
Se hizo una pausa. Ambas permanecieron calladas. Sólo era posible escuchar sus respiraciones entrecortadas.
—No lo pienses más —se aventuró a decir Deadly —. Igual sólo pretendían meternos miedo. Puede que la chica ésa que vino, la amiga de Darío, estuviera compinchada con él para gastarnos una broma.
—No lo creo. Tú viste su cara. Parecía tanto o más asustada que nosotras.
—Tal vez sólo fingía estarlo para darle más rollo al tema. Además, ¿quién de los presentes sabía que se llamaba Violeta?
—Nadie.
—¡Exacto! Pudo ser ella quien movió la copa ayudada por Darío.
—Eso no tiene mucho sentido. ¿Por qué iba a querer Darío asustarnos así? Además, te recuerdo que la copa dijo que su hermana también moriría.
—Quizá lo hizo para que nos tragáramos la bola y no sospecháramos de él ni de la tía ésa. Ella era bastante rarita, ¿no crees?
—No sé. ¿Y qué me dices de lo que pasó al final? La copa levitó y estalló en el aire. Estoy segura de que aquello no fue un truco.
—Llevo dándole vueltas a eso dos días —confesó Deadly—. No sé qué explicación darle, pero seguro que la tiene.
—¿Y si no la tuviera? ¿Y si la única explicación no procediera de este mundo?
—¡Tía, no pienses eso! Al final vas a acabar obsesionada.
—¡Ya lo estoy! ¡Llevo dos noches sin dormir! No puedo evitar pensar que seré la siguiente en morir.
—¡Joder! Pues no le des más vueltas —hizo una pausa para tragar saliva y después prosiguió—. ¿Vas a presentarte al examen de mañana?
—No sé. No he podido estudiar nada. No puedo concentrarme.
—Si quieres, después podemos ir a una iglesia para hablar con un cura. Tal vez sirva de algo.
—No sé. No confío mucho en ellos.
—Mi primo me ha dicho que una vez les pasó algo parecido, no tan fuerte, claro, y que fueron a una iglesia y el sacerdote les dijo que rezaran tres avemarias y cuatro padrenuestros, y que se les quitó el acojone.
—Bueno, haré lo que sea con tal de olvidar esta pesadilla.
Después del examen, que por cierto resultó un completo desastre para Mystica, las dos amigas se dirigieron a una iglesia cercana a la facultad. A pesar de que justo enfrente de la casa de Mystica había una, ésta se negó a acudir a ella.
—Mi madre va allí casi todos los días y el cura me conoce. Si me ve con estas pintas, seguro que se lo larga todo a mi vieja.
Cuando llegaron frente a la puerta de la iglesia, Mystica agarró por el brazo a Deadly para impedir que entrara.
—¡Espera! ¿Hablarás tú? A mí me da corte.
—Sí, no te preocupes.
—Ya en el interior, buscaron al sacerdote para exponerle lo ocurrido. Éste se sorprendió al ver su aspecto. Sin embargo, evitó hacer comentarios.
—¿Y decís que esas amigas vuestras hicieron la ouija en un camposanto? —preguntó el hombre sorprendido.
—Sí. Así fue —explicó Deadly.
—Pues no debieron hacer algo semejante. Habéis de saber que la ouija es un instrumento peligroso del que a menudo se sirve Satanás para ganar adeptos.