—Ante aquella respuesta tan poco tranquilizadora, Mystica, que hasta el momento había permanecido en silencio, se vio obligada a intervenir:
—¿Y qué pueden hacer nuestras amigas, padre? Están muy asustadas.
—Para empezar debéis decirles que no se preocupen y que confíen en la Virgen María y en su hijo, Nuestro Señor Jesucristo, que recen todas las noches antes de acostarse y que jamás vuelvan a «jugar» con la ouija.
—¿Y si aun así no se les pasa el miedo?
—Entonces, les decís que vengan a verme. Yo las estaré esperando para darles la bendición.
—Padre, ¿podría darnos la bendición a nosotras también? Al estar en contacto con ellas, se nos ha pegado el miedo.
Mystica abandonó la iglesia cabizbaja. Las palabras del sacerdote no le habían servido de mucho. Deadly, en cambio, se sentía un poco más aliviada después de haber recibido su bendición, quizá en parte porque las respuestas del tablero no se habían cebado con ella.
Ya en el metro, hablaron sobre lo ocurrido.
—¡Vamos, anímate! Ya has oído lo que ha dicho el cura. Si confiamos en Dios, todo se pasará.
Pero Mystica era mucho más escéptica.
—También ha dicho que la ouija es un instrumento del Diablo. No debimos jugar con ella.
Deadly cambió de tema. Quería que su amiga se sintiera más relajada.
—¿Nos veremos mañana? Vente a comer y hablaremos con más calma. Mis padres no van a estar. Se marchan esta noche con mi hermana a la sierra.
—Vale. Nos vemos sobre las dos y media —le confirmó Mystica antes de bajarse del tren para hacer transbordo en Avenida de América.
Al día siguiente, Deadly amaneció a las once y media. Aquella noche había podido descansar algo mejor. Era sábado y sus padres no estaban en casa. Para ella era la situación ideal: un fin de semana sola y con la casa a su entera disposición. Desayunó con tranquilidad mientras veía viejos videoclips de The Cure y vagueó por la casa sin dar ni golpe. La única condición que le había puesto su madre para que pudiera quedarse sola en Madrid era que limpiara el polvo del salón. Por supuesto, no lo hizo. Ya lo haría el domingo, suponiendo que no se levantara demasiado tarde, ya que el sábado por la noche tenía previsto salir. Seguramente, convencería a Mystica para que se quedara a dormir allí. Así no tendría que regresar sola en el taxi.
Pero hacia las tres de la tarde Deadly comenzó a impacientarse. Mystica aún no había llegado y la pasta empezaba a endurecerse. Había cocido espaguetis y había preparado una salsa con tomate, queso y atún. Era el único plato que sabía cocinar.
La llamó al móvil para saber por qué se retrasaba.
—¿Dónde estás?
—Enfrente de tu casa. Voy a cruzar. Ahora te veo. Tengo que contarte algo que me ha pasado esta noche. ¡No te lo vas a creer!
—Y colgó.
Pocos segundos después se escuchó un frenazo seguido de un gran estruendo. En aquel instante Deadly supo que había ocurrido algo terrible. Corrió hacia el balcón y se asomó. Lo que vio la dejó atónita y sin palabras: Mystica estaba tirada en el suelo. Un coche la había atropellado. Tenía el cráneo machacado, pero no cabía duda de que era ella.
Bajó las escaleras de dos en dos. No tuvo paciencia para esperar la llegada del ascensor. Quizá su amiga no había muerto y sólo estaba inconsciente. Pero cuando llegó abajo descubrió con horror que los oscuros presagios se confirmaban. Había muerto en el acto.
Deadly empezó a sentir que todo giraba a su alrededor, que los objetos y las personas se movían en su cabeza al tiempo que escuchaba un pitido en sus oídos, un sonido que cada vez se hacía más fuerte e intenso. Tuvo que sentarse. Le flaqueaban las piernas y su visión se había nublado.
—¿Qué ha pasado? —oyó que preguntaba alguien a su alrededor.
—¡Yo lo he visto todo! —afirmó un peatón—. La chica se ha tirado al coche.
«No se ha tirado, no se ha tirado», pensó Deadly en estado de
shock.
Habíamos quedado para comer juntas. Ella nunca habría hecho algo así —balbuceó antes de perder el conocimiento.
A la naturaleza despiadada y brutal de Mariana vino a sumarse un factor inquietante: su entrada en la pubertad. Si éste es ya de por sí un período conflictivo y de rebeldía para muchos adolescentes, lo es aún más para una niña-vampiro.
La pubertad vampírica no se caracteriza por la aparición de la menarquía, sino por un aumento progresivo de la agresividad y del sentido de la territorialidad. Analisa, claro está, debido a que había sido convertida después de haber atravesado esta etapa, no había padecido jamás este «síndrome» vampírico, así que no sabía cómo explicarle a su hija los cambios que se estaban obrando en ella, transformaciones a las que asistía igual de atónita que la propia niña.
A medida que el tiempo transcurría Analisa se daba cuenta de que su retoño se había convertido en un ser deletéreo que no estaba dispuesto a detenerse ante nada ni nadie. Al menos cuando era más pequeña tan sólo buscaba satisfacer sus instintos primarios, su sed de sangre, pero ahora, con doce años, a su ya no tan diminuto cuerpo había que añadir una mente sofisticada y retorcida.
Analisa contemplaba este espectáculo entre sorprendida y horrorizada. No entendía de quién podía haber heredado Mariana tanta crueldad gratuita. Al parecer, su hija no sólo se alimentaba por necesidad, sino que disfrutaba haciendo sufrir a los humanos, a los que en cierto modo consideraba inferiores. Jugaba con ellos igual que lo hacía con su peonza. Y es que Mariana no huía de las situaciones que a su madre le horrorizaban. Muy al contrario, las buscaba y se recreaba en ellas.
Mariana no era parte de la
bestia...
Era la
bestia
misma.
Todo aquello quedó patente el día que Analisa descubrió la presencia de una intrusa en el viejo caserón al que acababan de trasladarse. Se trataba de un inmueble antiguo no muy lejano a un selecto colegio para señoritas. Apenas llevaban allí una semana cuando la niña descubrió un pasadizo que se comunicaba con el vetusto y descomunal edificio. De haberlo sabido antes, Analisa habría desechado la posibilidad de vivir ahí, pero con lo que había costado llevar a cabo todos los trámites necesarios para convertir aquel caserón en su nuevo hogar, no era cuestión de mandarlo todo al garete sólo porque existía una red de túneles que conducían al viejo internado.
—Dame tu palabra de que jamás traspasarás esta trampilla.
—¿Nunca jamás? —preguntó la niña con expresión de inocencia.
—Nunca jamás.
—Está bien. Si ése es tu deseo, me mantendré alejada.
Pero los vampiros son mentirosos, manipuladores e intrigantes y Mariana no era una excepción en este ni en otros sentidos.
Celia se sentía muy sola en aquel lugar debido a que sus compañeras le hacían el vacío. Provenía de una familia humilde. Su madre se ganaba la vida limpiando en aquel colegio y, aunque podría decirse que estar ahí era todo un privilegio al que pocas niñas de su clase social tenían acceso, no podía sentirse a gusto.
Su madre decía que el director se había mostrado muy generoso al permitir que asistiera a las clases como si fuera una alumna más y que, por tanto, no debía defraudarle portándose mal u obteniendo malas calificaciones. Su madre jamás había tenido la posibilidad de estudiar en ese ni en otros colegios, así que cuando el señor Merino le brindó a su hija esa oportunidad, la limpiadora no cupo en sí de gozo, tornándose desde aquel mismo instante en una esclava a su servicio. La única condición que el director había impuesto era que la niña ayudara a su madre con las tareas de limpieza los fines de semana.
—Mujer, no es necesario que se incline cada vez que paso por delante de usted.
—No es ninguna molestia, señor. Ya sabe que estoy aquí para cuanto desee mandar.
—Vaya, vaya usted a faenar y déjese de ceremonias.
—Dios le bendiga, señor Merino.
En cuanto se corrió la voz de que Celia era la hija de la limpiadora, el resto de las niñas, procedentes de las más acaudaladas familias de España, comenzaron a meterse con ella, haciéndole la vida imposible.
Había una niña que la atacaba con especial crueldad. Parecía que su único empeño era dejarla en evidencia delante de todos.
—¿Quién sabría explicar por qué el cielo es azul?
Silencio sepulcral en la clase.
—¿Marta, lo sabes tú?
—Yo no, pero quizá lo sepa la hija de la fregona. Pregúntele a ella.
El resultado de todo esto era que Celia no se atrevía a hablar, ni siquiera para preguntar las dudas que le surgían durante las explicaciones que ofrecían los profesores. Podría decirse que casi ansiaba la llegada del fin de semana para poder hacer las tareas para las que, al parecer, estaba predestinada una niña de su clase social.
Aquel sábado Celia se hallaba limpiando los cristales de la planta baja mientras su madre hacía lo propio en los pisos altos. Pasado un buen rato, advirtió que necesitaba más trapos, pues los que tenía estaban negros, así que bajó al sótano en busca del armario de la limpieza. Aquella planta le imponía cierto respeto. Sin saber muy bien por qué, sentía un estremecimiento cada vez que se veía obligada a descender allí. Tal vez se debía a que en el sótano no se desarrollaba actividad escolar alguna. De hecho, las alumnas tenían prohibido el acceso.
Celia bajó las viejas escaleras de madera con rapidez. Quería terminar cuanto antes aquel trámite, pero al pasar por delante del almacén, creyó escuchar algo, un susurro tal vez. Se detuvo un instante, lo justo para darse cuenta de que debía de tratarse de una equivocación. Aquel lugar le producía escalofríos. Era siniestro, lúgubre y muy oscuro. Sin embargo, a pesar del lógico rechazo que le provocaba, sentía una extraña atracción que le obligaba a aminorar el paso cada vez que pasaba por delante del enorme almacén.
Al regresar con los trapos, volvió a escucharlo.
—Pstt, pstt...
Ahora estaba casi segura de que había oído algo.
—¿Hay alguien ahí? —se atrevió a preguntar asomándose un poco.
—Sí.
La voz parecía de niña. ¿Podría ser alguna de sus compañeras?
—¿Quién eres?
—Entra y lo verás.
—Lo tenemos prohibido.
—No pasa nada por entrar. Prometo no decírselo a nadie.
Celia sopesó la situación. Dentro todo estaba en completa oscuridad. En ese instante, la niña sintió que su corazón se aceleraba.
—¿No tendrás miedo? No hay motivo para ello.
La voz sonaba dulce y encantadora.
—Al final, decidió internarse en la lóbrega sala.
—¿Dónde estás? No veo nada.
—Al fondo.
La niña caminó con cuidado, esquivando los enseres almacenados, hasta que tropezó con un cuerpo de su misma estatura. Sus ojos ya empezaban a acostumbrarse a la penumbra, lo que le permitió contemplar las gráciles facciones de aquella niña desconocida.
—¿Quién eres tú?
—Mariana.
—¿Y estudias aquí? —preguntó Celia sorprendida—. No recuerdo haberte visto nunca.
—Soy nueva. Seguramente estamos en clases distintas.
Aquel razonamiento le pareció bastante lógico.
—¿Y qué haces aquí sola? ¿No te da miedo este lugar?
—En absoluto. Aquí nadie se mete conmigo. No tengo muchas amigas, ¿sabes?
—Yo tampoco.
La pequeña permaneció muda unos instantes. Después añadió:
—Te lo diré antes de que te enteres por otra persona: soy la hija de la fregona.
—¿Y qué?
—¿No te parece mal que alguien como yo estudie aquí?
—Claro que no. Y quien se meta contigo por eso merece un castigo. Si quieres, yo puedo ser tu amiga.
—¿De veras? —era la primera vez que alguna de sus compañeras la trataba con amabilidad, de igual a igual—. Me siento muy agradecida, pero ahora tengo que marcharme. Debo seguir limpiando.
—De acuerdo, pero no le digas a nadie que me has visto. Sólo conseguirías que me castigaran por haber estado aquí.
—No te preocupes, no diré nada a nadie.
Al día siguiente, la noticia se extendió por el internado como un reguero de pólvora: Marta Recarte Laorden había desaparecido sin dejar rastro. Lo último que se sabía sobre ella era que había cenado con el resto de sus compañeras y que después de recitar sus oraciones se había acostado con normalidad. Su cama estaba revuelta, por lo que resultaba evidente que se había levantado por alguna causa. Sus zapatillas de dormir no estaban junto a su cama, así que había tenido que calzárselas, lo cual sugería que, en principio, la niña podía haberse alejado de su cama de manera voluntaria, quizá para ir al baño.
Después de poner patas arriba el colegio y ante la aplastante evidencia de que la pequeña no se había escondido en ninguna de sus estancias, una a una, todas las alumnas fueron conducidas al despacho del director para ser interrogadas. Sin embargo, nadie había visto nada. También se preguntó, con idéntico resultado, al personal interno y externo. Al final del día, la hipótesis que cobraba más fuerza era la de una fuga voluntaria. Sin embargo, había un detalle que no encajaba: la niña no se había llevado consigo absolutamente nada, lo cual resultaba bastante extraño, a no ser que hubiera sufrido algún tipo de enajenación mental que la hubiera conducido a desarrollar una conducta ilógica.
Cuando Violeta llegó a casa de Ana, ésta aún no había regresado. Una vez más había tenido suerte. Pero ¿se trataba sólo de suerte o de que Ana ya no era tan controladora como antes?
A los ojos de la joven, la vampira llevaba varios meses desarrollando un comportamiento huraño e incomprensible. Desconocía los motivos de aquel cambio en su carácter, pero apenas se dejaba ver y casi no prestaba atención a sus salidas, ni siquiera para reprenderla. Por otra parte, le resultaba extraño el hecho de que llevara meses sin suministrarle ninguna dosis de su sangre inmortal, sobre todo teniendo en cuenta que ésta servía para mantener a la joven esclavizada. Había descubierto que éste era el poder que la mantenía «atada» a ella: su sangre. Cuando dejaba de proporcionársela, la joven pasaba unos días infernales, terribles, en los que lo único que ansiaba era la muerte. Sin embargo, tarde o temprano Ana volvía a darle a beber una o dos gotas de su sangre. Entonces todo aquel sufrimiento se transformaba en un momento sublime, mágico, único e irrepetible y sus desprecios y humillaciones se veían compensados sólo por haber logrado una gota más, una simple gota de su preciado fluido
vitae.