—Déjate de tonterías, Macario.
Se abrió la puerta de O'Neill, golpeó contra la pared, vibraron los cristales.
Después se escuchó la voz de Sas. Joaquín Sas cantaba una canción gallega. Entró cantando. Macario ladró. Sas dejó de cantar y comenzó a barbarizar…
Simón Orozco estaba durmiendo cuando Paulino Castro regresó al cuarto de derrota. Paulino Castro se descalzó suavemente y se echó vestido en la litera.
Se tapó con el cubridor y cerró los ojos. Giró a la izquierda, se sintió molesto.
Abrió los ojos. Sacudió el cabezal otra vez de espaldas. Tenía ardor de estómago.
Había bebido demasiada ginebra. Sentía calor, saltó de la cama y salió descalzo al puente. Cerró la puerta del cuarto de derrota y abrió los ventanillos de babor. La brisa del mar no refrescaba, era pegajosa y dulce, al respirarla por la boca dejaba en los labios una sensación de mantequilla azucarada.
En el muelle gritaban. Paulino Castro preguntó desde el bacalao qué pasaba. Nadie le respondió. Luego vio cómo Afá y Artola llevaban a Macario cogido por los brazos. Se acercaron al barco. Macario Martín barbarizaba.
Paulino Castro preguntó a gritos:
—Afá, ¿qué ha ocurrido?
Los tres se pararon. Macario Martín levantó el rostro ensangrentado. En la oscuridad del muelle seguían gritando.
—Afá, ¿qué ha ocurrido? —repitió Paulino. Éstos —dijo Afá—, bronca.
Paulino Castro se pasó una mano por el estómago.
—Bajadlo a cubierta. Mañana se verá. ¿Quién es el otro?
—Sas, que se ha quedado con Ugalde. No ha pasado nada importante, patrón. Unos puñetazos. Nada importante.
Paulino Castro se sintió poseído de su autoridad.
—Bien, mañana se verá; bajadlos.
Ya no tenía nada que hacer en el bacalao. Quedarse sería contemporizar tarde o temprano; enterarse de los pequeños detalles por los que se había desatado la pelea sería disculpar a los contendientes. No podía perder autoridad.
Abrió la puerta del puente y entró. Pasó al cuarto de derrota y se tumbó en su litera. El ardor de estómago continuaba. Permaneció pendiente del estómago durante unos minutos. Luego eructó. Se dio la vuelta y cerró los ojos, esperando el sueño.
Simón Orozco saltó de la litera al amanecer. Se vistió calmosamente, miró un momento a Paulino Castro, que continuaba durmiendo; se volvió sobre su litera y alisó la ropa; consultó el reloj y salió al puente.
Cuando Simón Orozco bajó a la rampa, ya estaban trabajando los engrasadores del
Uro
en la avería. En la rampa se encontró con O'Halloran.
—Tan pronto —dijo Simón Orozco.
—Había que ver la avería; podía necesitarse algo.
—Bien, don José.
Simón Orozco miró a los ojos de O'Halloran. Los ojos de O'Halloran eran ojos de sueño mal dormido, ojos irritados de mucho sueño y mucho alcohol.
—¿Se bebió anoche? —preguntó Orozco.
—Con los muchachos —respondió O'Halloran—. Algunos bebieron demasiado. Pregunte.
Simón Orozco hizo un movimiento de mandíbula al patrón de pesca del
Uro
, que estaba junto a ellos.
—Nada, Sas y el
Matao
, que les sopló una surada y se arrearon…
Simón Orozco quedó un instante pensativo.
—¿Y esto qué tal?
—Para las diez, listos; si el eje no tiene avería.
—Bien.
Los engrasadores trabajaban con el agua por las rodillas. Uno levantó la cabeza.
—Patrón —alzó la voz—, patrón, la malleta se ha metido en el juego y hay que limpiarlo.
—Bueno.
—Tendremos que sacarlo desde dentro. Va a ser largo.
Simón Orozco seguía el trabajo de los engrasadores. Preguntó:
—¿No podéis probar antes de soltarlo?
—No, señor Simón, está muy metido.
El motorista del
Uro
subió por la rampa, resbalándose; cuando estuvo a la altura de Simón Orozco comenzó a darle explicaciones. Simón Orozco contradecía algunas de las afirmaciones del motorista. Al fin preguntó el tiempo:
—¿Hasta cuándo?
—Hasta el mediodía, por lo menos. Dos horas nos lleva el desmontarlo.
Hay que limpiarlo y repasarlo. Después montarlo. Después probar. Todo esto siempre que no se haya roto algo importante.
Intervino O'Halloran. Sonrió.
—Tenemos tiempo de tomar muchas cosas. Orozco. Vengan para mi casa.
Orozco y el patrón de pesca del
Uro
caminaron por el muelle, acompañando a O'Halloran.
—Ya están avisados los armadores —dijo O'Halloran—. He telegrafiado a Cork. Desde allí lo darán por radio.
En las calles de Bantry había como una neblina, como un vaho gris, que se iba iluminando y desapareciendo en el creciente del día.
A media mañana Simón Orozco volvió al muelle. Le anunciaron que había que esperar la nueva bajada de la marea para montar el juego del eje. Cosa de poco tiempo y listos para partir. Simón Orozco se sentó en un noray y estuvo un rato pensando. Después se levantó y echó a andar.
El cementerio de Bantry era para Simón Orozco un muelle pesquero con gente conocida. El cementerio de Bantry tenía una tapia baja con una ringla de árboles grandes y copudos, sin pájaros. Por encima del cementerio de Bantry revoleaban las gaviotas. Simón Orozco no entró en el cementerio. Había ido paseando, solo, hasta él. Sabía dónde estaban, en grupo, los marineros conocidos: Zugasti y su tripulación; Arbaizar y sus hermanos; los gallegos del barco Miño… Media vida de navegar Gran Sol.
Había nombres no conocidos, de pescadores antiguos, de los primeros que navegaron en la carrera de los bancos de pesca. Simón Orozco miró por encima de la tapia hacia el rincón de Zugasti. Hasta el rincón de Zugasti llegaría el viento del sur y revolvería en la hierba, silbaría en la cruz. Zugasti y su tripulación hacían capa para siempre bajo la tierra de Bantry, a una braza de profundidad, con alto vuelo de gaviotas y árboles sin pájaros.
El cielo cubierto de nubes tenía borrones de azul. Por ellos descendía sobre la mar una luz ácida que alimonaba las aguas. En las rocas de la costa rompían las olas recortando en blanco los accidentes. La bahía de Bantry se abría hacia alta mar. Simón Orozco se sentó en un ribazo. La hierba estaba húmeda y la tierra no tenía olor o al menos él no lo advertía. Respiró hondo para oler la mar. La mar nunca olía lo mismo. Miró al cielo y volvió a respirar hondo.
Olía agriamente. Picaba como carne pasada de bonito. Pensó que Zugasti y él, en el lejano Pasajes, cuando muchachos, antes de embarcar para siempre…, «cuando íbamos a ver la llegada de los boniteros, cuando tú dabas voces anunciando la entrada por la bocana de los barcos, cuando dabas sus nombres antes que nadie… Ahí viene cargado el Zarauz, ahí entra la sardinera de Romualdo Araquistain, ahí está de vacío y con las varas rotas y la chimenea doblada el barco del señor Agustín…».
Simón Orozco se levantó, contó las cruces del rincón de Zugasti, contó más cruces a todo lo largo de la tapia. Gentes de la mar, gentes de todos los rincones, desde el Bidasoa al Miño, de frontera a frontera. Los ingleses de los bous tenían un rincón aparte, el club de los ingleses. Los franceses de los pitís eran pocos.
Llevaban los muertos a su tierra o los tiraban a la mar envueltos en un trozo de vela amarilla o colorada, atados a un grampín.
Las costas de Irlanda estaban lejos de la carrera de los pitís.
En la taberna de Mulligan había bebido Zugasti, y Zugasti sabía las cuatro tabernas para pescadores de Bantry: Mulligan, O'Neill, el Escocés y el Refreshment de James, donde se entraba pocas veces, donde no se estaba a gusto. El pensamiento de Simón Orozco gravitó sobre la noticia de la pelea de Macario Martín y Joaquín Sas. Recordaba haber peleado cuando navegaba en los barcos yanquis. Peleas feroces en los tinglados de los muelles, peleas en popa arbitradas por los contramaestres, hasta que uno caía rendido de golpes y de cansancio. Recordaba los duelos de los fogoneros en las carboneras vacías, con el polvillo ahogador en la garganta, el sudor, los salivazos a la cara, tanto para cegar al contrario como para poder respirar sin impedimento. Recordaba cómo se le escapaba de las manos el cuerpo sudado del contrario, cómo frotaba las manos contra el suelo o contra las paredes del pañol para secarlas. La bebida.
Bebida antes de pelear, bebida tras pelear. Los puertos americanos, las llegadas a bordo, la dureza de los contramaestres: «El cubo grande de agua helada para la cabeza más dura y más trastornada». Los barcos yanquis…
«Macario Martín, viejo loco, esto se ha acabado, te dejo en el muelle en cuanto volvamos. Macario Martín, no hay quien te entienda. ¡Pelear con Sas, veinte años más joven que tú! Macario Martín, despídete de Gran Sol. Gran Sol se ha acabado para ti. Ya puedes ir buscándote un puesto en la bajura, ya puedes irte buscando un enchufe en los mercantes, de cocinero, de lo que te den. Y tú, Sas, también se acabó, búscate otra pareja, date por despedido, vete a la Comandancia o donde quieras, protesta y di lo que quieras, pero no vuelvas a hacer un viaje en el barco en que esté yo.»
«Zugasti, hay que ser duro con esta gente. El mar son las alubias de la familia. Antón, en la mar no se puede andar con blanduras. Antes un patrón te plantaba por una borrachera, antes era más dura la mar. Tú y yo sabemos algo de estas cosas.»
Simón Orozco entretuvo las manos sobre la pared del cementerio, se dio la vuelta y miró a la mar. «La mar no era más dura antes, la mar no variaba, tan dura antes como ahora. Tras la boca de la bahía estaban aguardando los malos tiempos. Viento del norte, viento del sur, ¡qué más daba! Todos los tiempos de la mar eran malos. Todos los días de la mar eran malos.»
Simón Orozco, con las manos en los bolsillos, principió a andar hacia el pueblo. Veía en el muelle, al otro lado de las casas, sus barcos. Veía hombres en el muelle. Sabía, aunque no los distinguía, quiénes eran. «Están esperando a que yo llegue —pensó—. Están esperando a que aclare lo de Macario y Sas». Sentía sed. Pasaría por O'Neill a beber una cerveza y preguntaría distraídamente por sus marineros. Luego a Mulligan. Daba por seguroque Macario no había estado en el Dancing. Joaquín Sas sí podía haber estado. Las mujeres de Bantry solían bailar con los marineros, aun las casadas, y los brutos de los marineros… Bueno, era natural, pero se equivocaban con las manos… Bueno, cada uno tenía sus gustos, además los jóvenes… Joaquín Sas decía que las mujeres de Bantry desde la línea de flotación iban acorazadas.
El cementerio quedaba ya a las espaldas de Simón Orozco. Volvió la cabeza. Le parecía un parque chiquito, algo como una plaza de pueblo vascongada, algo lleno de serenidad, donde se debía estar bien. El rincón de Zugasti, la línea de los franceses, el club de los ingleses, la gente de Bantry…
«Agur, Zugasti, hasta la próxima vez. Todavía, Antón, entraremos este año, antes de que acabe la campaña, entraremos alguna vez. Agur…» Simón Orozco miró su reloj. Eran las doce y cinco. Recapituló la exigencia que tenía con Macario Martín: a las doce en punto la comida. No estaba cumpliendo.
Antes de ir al barco, Simón Orozco entró en O'Neill y en Mulligan. En O'Neill bebió cerveza y no tuvo necesidad de preguntar porque O'Neill, nada más verle, intentó una explicación del suceso de la noche en un chapurreo de español. Mulligan no habló hasta que el patrón de pesca preguntó. Contestó con evasivas. Él quería estar a bien con todos y en su tienda nada había sucedido.
Cuando llegó al muelle se le acercó Paulino Castro.
—He hablado con Sas y con Macario.
—Bien.
—¿Qué hacemos?
—Ya se verá.
Simón Orozco saltó al
Aril
y subió al puente. Pocos minutos después llamaban en la puerta de estribor. Entró Macario Martín con la comida.
Macario Martín se sintió intimidado ante el patrón de pesca. Simón Orozco le preguntó:
—¿Gastaste tu libra, Macario?
—Sí, patrón.
—¿Y esta tarde?
Macario Martín se encogió de hombros.
—¿Sas gastó su libra? —preguntó Orozco. Creo que sí, patrón.
Simón Orozco metió la cuchara en la cazuela.
Macario Martín salió al bacalao del puente y respiró hondo. Después bajó a su rancho.
Al atardecer, los barcos de Simón Orozco eran dos manchas negras en la boca de la bahía de Bantry. Don José O'Halloran, antes de volver a su casa, recaló en Mulligan y en O'Neill.
El
Uro
y el
Aril
hacían rumbo al norte, no había viento y el cielo estaba cubierto. Los perfiles de la costa irlandesa destacaban rotundos, negros y poderosos. El
Uro
y el
Aril
hacían rumbo al norte.
P
ARALELO 53, longitud oeste: Día y noche. La mar, serena; la mar de lo gris a lo negro, del este al oeste. Meridiano 12, latitud norte: Amanecer. La mar, serena; la mar de la vigilia al sueño; de las estrellas del sur a las nieblas del norte.
La masa de niebla reposa azulenca sobre la mar, crece lívida, cierra el cielo ya blanca. Las vanguardias del banco de niebla se deslizan, ruedan, se deshacen, flotan, se ayuntan, moran. Los barcos de Simón Orozco penetran en la niebla.
Suenan intermitentemente sus sirenas, casi tactos en la ceguera. La niebla mata los resplandores de los focos, que lucen mortecinos, cercanos y lejanos, fijos y errantes. El palo de proa del
Aril
es una línea borrosa desde el puente. La proa del
Aril
está á otro lado del horizonte, abriendo aguas que no se ven, cuyo rumor se escucha, cuya fuerza se siente en el hierro trémulo. El olor y el sabor de la mar se han extinguido en la niebla, que tiene olor y sabor propios; olor ácido y sabor dulce.
Suenan las sirenas intermitentemente. En los intervalos el ruido de las aguas abiertas a proa, el murmullo de las aguas que pasan por la obra muerta, el debatirse a popa de las aguas trenzadas por la hélice, el son del motor, crean una calma amiga que destruye los ululatos de las sirenas.
Se ha doblado la guardia al timón. Los hombres de la guardia —Joaquín Sas y Venancio Artola— se turnan en la rueda, se turnan en los bacalaos con el patrón Paulino Castro. Niebla a babor, niebla a estribor. Se distingue débilmente la sirena del
Uro
con la sordina de la niebla. Los ruidos lejanos la niebla los apaga, los cercanos —golpes en las amuras, roces en el guardacalor, trabajo en los motores— los acrecienta y precisa. Castro, Sas y Artola observan la masa blanca de la que en cualquier momento puede surgir la sombra del barco que ocasione el naufragio.