Cuando los tripulantes salieron a cubierta la marejada había aumentado, el
Aril
casi trompeaba, el cielo y la mar formaban una axila negra y profunda en cuya concavidad parecía que fueran a ser aplastados los barcos.
Apenas se sostenían los marineros sobre la cubierta. Tras la virada, en la convergencia de los barcos, Simón Orozco, agarrado a las cabillas de la rueda del timón, tenía un gesto preocupado. La dificultad de la marcha estrepaba la malleta, hispiendo el aforro de fibra vegetal, hisopando los rostros de los pescadores.
La punta de la red fue pasada al
Uro
. Se alejó el
Aril
principiando a dar vueltas en círculo en torno del barco compañero. Simón Orozco estaba atento a la sacada; recomendó por radio el cuidado en la maniobra. El copo de la red flotaba a estribor del
Uro
, empujado por el oleaje y el viento, hacia el costado del barco. Un golpe de mar unió red y barco. El patrón de pesca del
Uro
timoneó a babor, con el motor en marcha.
La red corrió a popa y fue enganchada por la hélice. El copo se hundió de golpe, luego la mar de popa se cubrió de peces. El cable de sostén de las puntas de la red se había partido.
Simón Orozco se agarró frenéticamente a las cabillas de la rueda del timón y comenzó a gritar. A los gritos, Paulino Castro salió del cuarto de derrota.
Despertado bruscamente, asustado, preguntó a Orozco, acercándose al ventanal del puente:
—¿Qué ha pasado? —dijo con temor. Simón Orozco golpeaba con los pies el entablillado.
—Torpes, torpes. Avería, avería… Vamos listos. Torpes, vamos listos. Con esta mar, remolque. Mira, mira —señalaba al
Uro
—. Han enganchado bien la red.
No la sueltan. No la sueltan. Una red perdida y lo que venga.
Repentinamente Simón Orozco se calmó.
—Coge el timón, Paulino. Voy a llamarles. Ya comunicaban del
Uro
.
—Acercaos. Mal asunto. Se ha enganchado en el eje el cable de sostén. Está toda la red abierta. Habrá que remolcarnos.
El
Aril
se acercó al barco compañero. Los tripulantes de los dos barcos estaban en las cubiertas. Hablaban a gritos. Nadie se entendía. Simón Orozco, desde el bacalao del puente, pidió silencio a su tripulación.
—Vamos a dar remolque. Aseguradlo en los abitones y en el palo. Vosotros —dijo a su tripulación— tomad el cable con la boza. Listos.
La maniobra tuvo dificultades. Los barcos comenzaron a navegar lentamente hacia el norte. Paulino preguntó a Simón Orozco:
—¿Adónde?
—Bantry, si llegamos —respondió el patrón de pesca, preocupado.
Estaba anocheciendo. Una lluvia fina, mansa, chispeada, colaboraba con las primeras tinieblas entenebreciendo la mar.
Macario Martín aplastó una mosca con el pie contra el techo del guardacalor.
—Ésta era la última —dijo—. Ahora estamos de verdad en la mar.
Matao
el último bicho de la tierra.
José Afá sonrió.
—No cuentas contigo, Macario, ni con las pulgas.
—Somos bichos de a bordo —contestó Macario Martín—. Ahora estamos solos.
La boza de cadena sonaba en la tapa de regala, en la popa. Su sonido ácido penetraba en el rancho. Afá estaba de pie, con los brazos tendidos a las literas de los costados.
—Esto no me gusta, Macario, esto no me gusta.
—Al aumentar la mar, el cable no resistirá.
—Hace tres años se perdió una pareja de Vigo en La Chapelle. Atoaban hacia Francia, con mala mar. Se rompió el cable. El barco que daba remolque se fue de proa, se clavó en la mar. El otro resistió al garete, aunque la mar se le había llevado cuatro hombres. Cuando los recogieron, creo que no había ni guardacalor.
—¿Qué esperanzas! —dijo Macario. Domingo Ventura asomó por el rancho.
—No puedo estar solo —se disculpó— en estos trances; me pone nervioso estar solo.
Macario Martín señaló hacia abajo con el dedo de su mano derecha.
—Échate en la litera de Manolo, pero no se la mees.
Domingo Ventura obedeció. El contramaestre siguió hablando de naufragios.
—Esta noche debiéramos habernos quedado al garete. Atoar con esta mar… El patrón lo hace para perder los menos días que pueda. La pesca, la pesca, y nada más que la pesca. Si ocurre algo, ¿qué? La gratificación a las viudas debe de ser de risa. El seguroes peor, mucho peor. Cuando se fue a pique…
—¡Qué esperanzas, José! —dijo Macario.
En el puente, Simón Orozco dijo a Paulino Castro:
—Comunica, si puedes, con alguna pareja cercana y avisa que vamos dando remolque, que estén al tanto por lo que pueda ocurrir.
—Bien.
—Nos va a costar llegar a Bantry.
El
Uro
y el Ara navegaban por el norte del banco. Había aumentado la lluvia y la noche era una masa negra y apretada. Las luces de los dos barcos hacían un firmamento enano, un firmamento al revés, un firmamento inarmónico.
En el rancho de proa nadie hablaba, nadie dormía. Todos yacían en sus literas, esperando.
Gato Rojo había bajado a las máquinas a acompañar a Manuel Espina.
Solamente cambiaban entre ellos palabras del servicio.
—Mira el aceite.
Una pausa de comprobación.
—Va bien.
Silencio.
—¿Las Loberas?
—Bien.
Silencio.
Gato Rojo se apoyaba en la mesa del tallercillo y respiraba profundamente mirando a las pasaderas. Se acercó Manuel Espina.
—Vete al rancho, Carmelo dijo—, aquí no haces nada.
—Prefiero estar aquí.
Silencio.
Juan Arenas, en el rancho de popa, pidió al contramaestre y a Macario que se callasen. Afá le explicó:
—Juan, lo peor que se puede hacer es callar. Hay que hablar o cantar, que es como estar trabajando, como estar ayudando al barco, ¿lo entiendes?
Macario Martín golpeó con los pies en el techo del guardacalor.
—Es dar confianza a esto —dijo—, como se hace con los caballos.
Animarlo. El barco tiene que oírnos. Tú lo sabes.
Juan Arenas guardaba en su taquilla una revista de deportes. Se incorporó para cogerla. Macario Martín siguió sus movimientos.
—Leer, no —dijo—. Canta.
Balbució algo ofensivo para Macario. Macario Martín recomendó:
—Calma, almirante, todos estamos nerviosos.
Los tirones del remolque que frenaban al
Aril
sobre las olas, le hacían tener movimientos de inseguridad. El
Aril
era como un caballo embridado, luchador, que quisiera levantar la cabeza. Los tirones tenían el comentario del contramaestre:
—Vamos con un cable, que se partirá, pero es mejor que ir con dos, porque nos arrastraría al
Uro
en caso de que…
Macario Martín se volvió hacia su amigo Afá.
El patrón de pesca se mostró confidencial.
—¡Quia! Los patrones viejos no los quieren los armadores. La mar necesita juventud, mucha juventud. La mitad de los años que yo tengo.
Venancio Artola intervino:
—Francisco el de Ea es mucho mayor que usted y sigue en la mar.
—Francisco —contestó Simón Orozco— es Francisco, no hay otro como él.
Yo he navegado de contramaestre con Francisco. Francisco, Francisco… ése es aparte.
Entró en turno Ugalde:
—En la bajura hay patrones que le llevan a usted veinte años, señor Simón.
—Bueno, en la bajura se puede tirar más —dijo con un dejo de tristeza Orozco—. Yo siempre he andado en barcos de éstos o en bous; ya no voy a cambiar.
Los dos Quiroga —el medio albino, el rapado— ni preguntaron, ni hicieron comentarios. Simón Orozco cambió el tono de voz:
—Bueno, estamos a unas setenta y tantas millas de Bantry. Hemos avanzado poco. Si esto no empeora, sobre media tarde entramos por la bahía.
—Eso del
Uro
—dijo Sas—, ¿se arreglará fácil?
—Esperemos que no tenga una pala rota la hélice o cualquier otra avería el eje.
Simón Orozco salió a la cocina, pasó el portillo y desde la pasadera de máquinas gritó a Gato Rojo:
—Rey de esperanzas, ¿por qué no callas la boca?
En el puente, Paulino Castro estaba al timón. El patrón de pesca se había sentado en un banquillo junto a la radio; fumaba.
—Ochenta millas largas —dijo Paulino Castro.
—Mañana a media tarde si todo va bien.
—Si aumenta la mar habrá que soltar el cable. Estaríamos todos más seguros.
Simón Orozco no hizo comentario. Fumaba largando el humo sobre su brazo izquierdo, remangado, moreno, sucio, con vellosidades canas. Simón Orozco pensaba en la entrada en la bahía de Bantry con mala mar. Paulino Castro pensaba en las dificultades del remolque hasta la bahía de Bantry.
A medianoche el contramaestre fue llamado al puente. Paulino Castro le cedió el timón y se sentó a descansar en el banquillo junto a la radio.
Simón Orozco había bajado por la trampilla del cuarto de derrota al rancho de proa.
Al aparecer el patrón de pesca en el rancho los marineros se inquietaron.
Sas, incorporado en su litera, preguntó apresuradamente:
—¿Marcha algo mal, patrón?
Simón Orozco saltó de la mesa del rancho, sonrió.
—Marchan mal estas piernas —dijo—, que ya no aguantan. Está uno para el dique. Sas sonrió casi con agradecimiento.
—Está todavía para muchos años en la mar, señor Simón.
—¿Cómo va eso?
Gato Rojo movió afirmativamente la cabeza.
En el rancho de popa se velaba en silencio. Al entrar Simón Orozco, Juan Arenas se incorporó vivamente.
—¿Qué, patrón?
—Calma, calma. Vengo a ver cómo van por aquí las cosas.
—Con miedo dijo Macario—, pero aguantando. ¿Por arriba?
Simón Orozco sonrió.
—Con miedo, pero aguantando. No hay que preocuparse mucho, ¿eh, Macario?, en otras peores nos hemos visto.
—El
Uro
tira mucho, señor Simón —afirmó Macario—. Acabará rompiendo l cable.
—Tú acabarás rompiendo el cinto si sigues bebiendo.
La voz de Domingo Ventura era una voz cansada en la angustia.
—¿Llegaremos, patrón?
—¿Adónde quieres llegar tú? Llegaremos a Bantry a media tarde. Ahora que si quieres ir a otro sitio, cambiamos el rumbo y donde digas.
Manuel Espina opinó:
—Este asunto está muy serio.
—La mar siempre está seria —dijo Orozco—, yo he visto irse un barco con doce hombres, sin mala mar, a ver a los angelitos con escamas, dentro de una bahía. ¿Qué te parece?
Ofreció tabaco Macario Martín.
—¿Quiere, patrón?
—Guárdalo para ti, que luego vas a andar pidiendo, con el sincio a vueltas.
—Si nos vamos para abajo, no lo voy a necesitar.
—El diablo también fuma, Macario. Macario Martín hizo un gesto de extrañeza.
—¿Usted cree en el infierno, señor Simón?
—¿Y tú?
Macario Martín pataleó el techo del guardacalor.
—¡Quién sabe!
El patrón de pesca sonrió.
—Esta noche ha habido que apretarse el cinturón —dijo—. Espero que mañana puedas darnos bien de comer.
Simón Orozco salió a la pasadera, fue hacia la cocina. Macario Martín hizo el comentario:
—Cuando baja el patrón a dar ánimos las cosas no deben de navegar muy bien.
Pataleó fuertemente el techo del guardacalor.
—El infierno, el infierno… Todos
Matao
s —hizo un ruido nasal de menosprecio—. Buena esperanza.
Al amanecer estuvo a punto de romperse el cable. Altas olas, fuerte viento, cerrado en lluvias. Simón Orozco pensó en dejar el remolque. Habían avanzado poco durante la noche. Estuvo a punto de hacer capa con el
Aril
dejando al
Uro
al garete. Al fin pareció calmar el viento.
Domingo Ventura había perdido el apetito. Macario Martín frió unos trozos de pan y se los tomó con vino. En el rancho de proa nadie pensó en comer. Juan Arenas cuando salió de su guardia se tumbó en la litera y se durmió. Macario Martín había hecho un comentario maligno.
—¿Tú sabes, Ventura, que el mucho miedo da sueño?
Domingo Ventura no había contestado. Se apretó los brazos cruzados sobre el vientre y encogió las piernas. Domingo Ventura había cambiado de litera cuatro veces a lo largo de la noche.
A mediodía estaban los barcos a treinta millas de la entrada de la bahía de Bantry. Ya no llovía, la mar había calmado, el viento soplaba a ráfagas y débilmente. Simón Orozco conversaba con Paulino Castro.
—Va bien, entraremos al anochecer.
—Va bien, aunque al amanecer ha habido un…
—Lo pasado pasado, Paulino.
Macario Martín dio de comer a la tripulación una paella gigante. Al colocar la marmita en la mesa de la cocina, dijo solemnemente:
—Apetito de muertos.
Domingo Ventura, en cuanto el jesusero abrió la comida, metió el primero, sin respeto a los turnos, su cuchara en la marmita.
Durante la tarde hubo alegría en los ranchos. Juan Arenas cantó. Afá dijo cosas crueles a Macario Martín. Los dos Quiroga fueron juntos al beque y se esperaron. Sas estuvo de visita en popa. Gato Rojo se puso a hacer una huevera con destino desconocido. Manuel Espina intentó leer una novela. Artola y Ugalde volvieron a hablar de dinero y Domingo Ventura regresó a su camarote.
Cuando Macario Martín, ya anochecido, se decidió a preguntar a su amigo José Afá si creía en el infierno, «¿Tú crees en eso de los diablos fogoneros que te achicharran en las calderas?», la voz de Gato Rojo, desde las máquinas, anunció Bantry a la vista.
Manuel Espina y Afá salieron corriendo del rancho, Gato Rojo subió a las pasaderas y se asomó por una de las escotillas del espardel. Macario Martín intentó decir algo a Juan Arenas, pero éste había salido a las pasaderas. Macario Martín saltó de la litera y se fue hacia la cocina.
En la oscuridad, al fondo de la noche, guiñaban las escasas luces de Bantry.
Macario Martín asomó por el portillo de la cocina. Bajaba del espardel Manuel Espina.
—Es Bantry —gritó alegremente—. Bantry,
Matao
.
—Ya lo sé —dijo Macario—, ¿o te crees que estoy ciego?
Luego dio un suspiro, escupió a la tapa de regala, pero el escupitajo cayó en la mar. Dijo:
—Bantry.
E
STABA subiendo la marea. Las luces del puerto se reflejaban en los charcos, en el azabache de la mar, en las cubiertas mojadas de las naves. Las luces del puerto se reflejaban, también, en los ojos de Macario Martín, acodado en la baranda del espardel del
Aril
.