Macario Martín tiró el pico furiosamente contra el hielo. Multiplicó sus barbaridades. Afá, en las pausas de Macario, reía sonora, falsamente.
—Venga, sigue destripando el hielo. Venga, muchacho, coge el pico y sigue dándole.
Macario Martín dejó de renegar. Ya había encontrado con quién desahogarse. Sonrió.
—Tú, José, eres de la mejor raza de zorra que conozco. Te mata un tío y tan contenta, esperando que venga otro. Tú pones la cama, das la propina al sereno, no le cobras al tío y encima le das dinero para que se compre una corbata. Bien, haz lo que quieras, llevas un buen camino.
—Pamplinas. Hay que hacerlo.
—No digo que no.
—Pues se ha acabado, ni cama ni… Hay que hacerlo.
—No digo que no. Si hay que hacerlo, se hace; pero no es como para estar cantando salmos. No es como para que todavía te traigas bromas.
—Se ha arreglado la marea.
—Sí, sí… lo que tú quieras, pero…
—No tienes razón, Macario. Trabajas porque viene dinero, no porque se le ocurra al señor Simón.
—Ya no me faltaba más. Estaría la cosa bien si yo me pusiera a trabajar porque al señor Simón o a san Remigio se le ocurre de pronto decir que tengo que tirar de pico y no cenar.
—¿Quién ha dicho que no vas a cenar?
—Él.
—Mentira, Macario. Lo he oído desde aquí abajo. Ha dicho que trabajases, que no estábamos ahora para que tus bazofias distrajesen unos brazos.
Macario Martín, ya sosegado, golpeaba con el pico, rítmicamente. Dejó el pico y paleó hacia los pies del contramaestre.
El cielo estaba cubierto de nubes. Una gran concha morada sobre la mar, con su interior de nácar hacia el cielo. Al oeste se filtraban rayos de sol, barbas de sol, que caían oblicuos sobre las aguas. Venancio Artola lanzó una merluza a la cubeta, donde lavaba el pescado Juan Ugalde.
—Mala cosa —dijo Artola—; lloverá esta noche. Vamos a tener trabajo duro, muy duro.
—Si estuviéramos en tierra, deseando estaría de que lloviese, deseando.
Este calorazo no se puede aguantar. Si estuviéramos en tierra me gustaría ver llover desde el portal de la casa, quieto, quieto. Viendo llover, viendo mojarse a alguno al pasar por la calle. Riendo, muy contento. Si seguía lloviendo subiría a casa o me iría a la taberna para tomarme un vaso.
En el cubridor de la nevera lavaba pescado Joaquín Sas. El agua sanguinolenta bordeaba y se derramaba con la marcha del barco.
—Acércame la manguera, Venancio. Artola obedeció.
En el puente, Paulino Castro —cabellera revuelta, ojos cargados de modorra, malestar general— cambiaba impresiones con el patrón de pesca.
—Debieras sacar antes, ¿no te parece?
—No llueve hasta la madrugada. Si temporalea nos parte la marea con lo bien que cargaba ahora.
—No será temporal, pero vamos a tener mucha agua. Si se suelta antes de la madrugada y la sacada es grande no sé cómo van a trabajar éstos en cubierta.
—No, hasta la madrugada no se suelta. Al enfriarse el aire habrá chubascos, todavía quedan muchas horas. Además, ahora no se puede sacar porque metemos un copo como el del mediodía a bordo sin acabar éste y…
—Que saque el
Uro
.
—Hay un orden. Se quejarían y con razón. Hoy nos toca a nosotros.
—No tiene importancia.
—Sí tiene importancia. Y el orden tenemos que respetarlo. Tenemos que sacar hoy, para emparejar las sacadas. No van a trabajar más unos que otros.
Tiene que ser así.
Paulino Castro escupió un salivazo al bacalao del puente.
—Estoy peor que antes de echarme. Más cansado y más fastidiado.
—Vuélvete a la litera.
—Ya lo estaba pensando.
Al atardecer terminaron de limpiar el pescado: Afá comunicó al patrón de pesca las cajas que habían entrado en la nevera. Macario Martín estaba preparando la marmita. Artola y Celso Quiroga se quedaron afretando la cubierta mientras los demás descansaban en los ranchos. Juan Arenas entró en el rancho de proa.
—El bacalao está preparado —dijo—, solamente falta salarlo.
—¿Ahora? —se quejó Joaquín Sas.
—Cuando queráis.
—Hay que dejarlo para luego. Tenemos que cenar. En seguida darán la virada.
—Como queráis, pero como el copo de ahora sea como el del mediodía vamos a estar trabajando hasta el amanecer y luego, encima, tendremos que salar todo el bacalao.
—Eso se hace en un momento —dijo Sas, estirándose en su litera—, eso no es trabajo.
Juan Arenas propuso turnos. Podían salir a cubierta tres a salar el bacalao y esos tres libraban de salar en el segundo copo. Sas dijo:
—Por mí está hecho.
El contramaestre Afá entró en el rancho.
—Salid a cenar, que el señor Simón quiere virar en seguida.
Comieron merluza con patatas. Joaquín Sas se quejó de la marmita.
—Se te podía haber ocurrido alguna otra cosa,
Matao
.
—No ha habido tiempo —contestó Macario Martín de mal humor—.
Díselo al señor Simón, que no me ha dejado venir a la cocina.
La última cucharada del contramaestre Afá coincidió con la voz de virada de Gato Rojo ya de guardia en las máquinas.
—Ni calculado —dijo Afá.
—Vista —afirmó Macario.
Domingo Ventura no apareció durante la cena. Cuando los primeros marineros estaban en cubierta entró en la cocina.
Preparó calmosamente una sartén y comenzó a freír gallos. Preguntó a Juan Arenas:
—¿Han subido la cena a los patrones?
—Solamente al señor Simón.
—Bueno.
Domingo Ventura preparaba su jugada. Habían virado los barcos y estaban cobrando malleta. Juan Arenas y Manuel Espina salieron a cubierta y subieron al espardel. Arenas comentó:
—¿Te apuestas algo a que Ventura le está haciendo la cena al patrón de costa?
—Claro que le está haciendo la cena. Eso es seguro.
—Pues me parece que se equivoca, porque el patrón no ha querido cenar y está tumbado con la barriga revuelta.
—Me alegro, no por el costa sino por esta porquería de cobista.
—Es algo que prefiero no decir. Es todavía peor que el
Matao
.
—Según. Son un buen par de pájaros.
—Peor Ventura.
—Según.
En la mar oscura, entre dos luces, albaba la red, prieta de pescados.
Manuel Espina y Juan Arenas oyeron las voces de costumbre en la sacada.
Manuel Espina y Juan Arenas desataron el salabardo de la baranda del espardel.
—Otra copada —dijo Espina.
—Trabajo hasta el amanecer, lo que decíamos.
Se encendieron las luces de los barcos. Simón Orozco, desde el bacalao de estribor, dirigía la maniobra de salabardear el copo. Paulino Castro opinó:
—Ha entrado menos.
—Menos, pero es un buen copo.
El pescado quedó extendido sobre la cubierta. Cada hombre ocupó su puesto. Simón Orozco dejó el timón a Paulino Castro.
—¿Al norte?
—Al norte.
Domingo Ventura subió al puente.
—Patrón, ¿quiere usted cenar?
—Luego.
Simón. Orozco entró del bacalao.
—No se te ve, Ventura —dijo medio de bromas—. ¿Dónde te metes?
Ventura sonrió. Simón Orozco continuó:
—Luego ya te llevarás un buen lote, ¿eh?
Ventura seguía sonriendo.
—Tú eres muy cuco, Ventura. Si yo tuviese que ver en eso, si fuese marinero, no ibas a coger lo que se dice ni una espina. Quien no trabaja no tiene derecho a beneficiarse del bacalao.
La sonrisa de Ventura era ya una mueca.
—Éste sabe demasiado —dijo Orozco a Castro—, sabe mucho, pero conmigo no le valdría. Si yo fuese marinero…
—Pero no lo es usted —dijo Ventura y volvió a sonreír.
—De eso te salvas.
Domingo Ventura bajó a la cocina. Cuando desapareció por el portillo, Arenas y Espina comentaron:
—Le ha fallado. Me alegro.
—El señor Simón no le tiene simpatía. Cualquier día le dirá algo.
—En eso no se puede meter el señor Simón. Son cosas nuestras. Simpatía no le tiene, desde luego.
Era totalmente de noche. Noche prieta, noche calurosa. Al oeste relampagueaba el cielo.
Una brisilla tenue traía a ráfagas un golpe de frescor.
Manuel Espina preguntó a Juan Arenas: ¿Bajamos ya?
—Espérate.
Los hermanos Quiroga paleaban pescado a la mar en proa. Desde el espardel las aguas iluminadas en torno al
Aril
se veían cuajadas de peces, de espejos, que se hundían en las profundidades. Todavía navegaban a media marcha la pareja.
—Mira ahí —señaló la mar Arenas. Una caila gigante casi flotando se acercaba perezosamente al barco.
—A cenar —dijo Espina.
—¿Le damos la cena? —preguntó Arenas.
Simón Orozco estaba en el bacalao, contemplando el comienzo del trabajo en cubierta. Arenas le avisó:
—Patrón, una caila muy grande.
Simón Orozco se volvió de repente.
—¿Dónde? ¿Dónde?
—Ahí, pegada al casco. Desde la amura casi se la puede tocar.
—Echadle un gamo, de prisa —gritó Orozco—. Venga.
Espina y Arenas bajaron a la cubierta. A Simón Orozco dejó de interesarle por unos momentos el trabajo de cubierta y solamente le preocupó el escualo que comía junto al barco los desperdicios de la redada.
—Ahora la tenéis —dijo Orozco.
Arenas y Espina, casi a un mismo tiempo, echaron los gamos al animal.
Pasaron dos segundos y parecía no haber sido herido por los grandes garfios. De pronto nació un remolino, se levantó un fantasma de espuma. Los astiles de los gamos pegaron sobre cubierta, se movieron forzadamente los dos engrasadores.
—Fuerte, fuerte —gritó Orozco.
Espina apalancó sobre la tapa de regala y el gamo saltó partido. La caila se soltó del garfio de Arenas. Orozco golpeó con las dos manos en la baranda del espardel.
—Se largó —dijo, desilusionado—, pero se llevó su ración.
—Ha partido el gamo dijo Espina. Simón Orozco observó la mar, esperando que apareciese de nuevo el escualo. Movió la cabeza.
—No, no vuelve; lleva mucha leña. Orozco echó a andar hacia la punta del bacalao. Arenas y Espina se miraron.
—Esta chaladura dijo Espina— que tiene el señor Simón a las cailas…
—Cada uno tiene sus manías —atajó Espina—. Yo a las ratas, cuando navegaba en el bou viejo, en el que desguazaron… Bueno, me inflaba de cazar ratas. Con una cesta y pan pasado, se cogían las que uno quería. Cuando tenía unas cuantas las echaba a la caldera o a la mar. Venía uno que se ponía al lado de la caldera cuando echábamos las ratas para oírlas estallar, no lo logró nunca. En la mar, si el barco está quieto es más divertido, les echas un gamo y comienzan a subir por él, cuando las tienes a modo les pegas un tanganazo con otro gamo y al agua. No hay que dejarlas subir demasiado porque igual te saltan y te muerden en la cara. Son bichos asquerosos.
Arenas, cuando Espina terminó de hablar, preguntó:
—¿Vamos a meterle mano al bacalao? Joaquín Sas, aprovechando que el patrón de pesca estaba en el puente, gritó como de bromas:
—Los engrasadores, los señoritos, que ya es hora.
Intervino Simón Orozco:
—Ahora vienen.
Joaquín Sas alzó la cabeza.
—Es que, señor Simón, los del motor son nuestras pulgas, trabajamos y encima nos chupan la sangre.
—¿Qué dices tú? —preguntó, enfadado, Arenas.
—Que no dais ni golpe.
—Tú das, muchacho. ¿Quién se ha preparado todo el bacalao de la primera virada?
—Menos, menos.
Afá trabajaba pegado al palo de proa. Gritó:
—Señor Simón, mañana no sacaremos nosotros, ¿verdad?
—El primer lance no. Sacaremos el segundo —hizo una pausa y miró al cielo—. El segundo, si hay segundo.
Simón Orozco entró en el puente y pasó al cuarto de derrota.
V
IENTO fuerte de popa; viento largo del norte. Arrastraban hacia el sur los barcos de Simón Orozco. Tras la tormenta de la mañana nubes de temporal cubrían el cielo. La lluvia parsimoniosa, espadada, oscureciente, tapaba los horizontes extremos de la mar. Después de la virada del mediodía los hombres de la tripulación del
Aril
habían vuelto a sus ranchos. En el
Uro
se trabajaba en la cubierta preparando el pescado del último copo.
En el puente del
Aril
Simón Orozco —la mirada a los petreles rasando las olas, la mirada a la negrura del barco compañero partiendo las espumas, espumado de pájaros— tenía la melancolía de la contemplación de lo acostumbrado. La melancolía que invade en la soledad del puente al hombre del timón. Melancolía de los objetos cuyo brillo se conoce, cuyo tacto se sabe: rosa de los vientos, casco de bitácora, rueda de sobadas cabillas… Melancolía del paisaje fijo desde siempre en la memoria: vacía mar verdegris a proa, mar pizarrosa a estribor, mar de los vuelos de los petreles hasta la mancha oscura del barco de pareja, que tiene sobre sí motas blancas trazando figuras de calidoscopio; vuelos de fardelas, arrendotes, ligareñas, enjambrados en la silueta confusa.
Arfaban los barcos. Las aguas batían por proa a popa, dejaban en la cubierta un musgo de espuma y golpeaban las puertas de trancanil saliendo a bocanadas. En el
Aril
un hombre corría hacia proa con dificultad, asiéndose de la barra del guardacalor. Junto al palo de popa esperó el golpe de una ola. Sintió que el agua le llegaba por las rodillas, que había penetrado en sus botas. Abrió el pañol del guardacalor y volvió a correr por la cubierta.
El contramaestre Afá, cuando entró en el rancho, se descalzó y vertió el agua de sus botas como en un juego de niños, adelgazando los chorritos para que el entretenimiento durase algunos segundos más. Macario Martín, bocabajo, contemplaba los dos reguerillos por el suelo, corriendo hasta un montón de basura donde formaron un charco pequeño que luego fue absorbido.
—Elige y pásame una —dijo Macario Martín.
—No, me he mojado, Macario; el que quiera peces…
—Venga, José…
—Ni hablar, no dejo novelas, he tenido que ir por ellas. Allí hay otras dos o tres; vete tú. Eres un comodón.
Macario Martín se dio la vuelta en su litera y pasó los brazos bajo la cabeza.
—Estás hecho un idiota.
José Afá se secaba los pies con la manta de algodón recogida junto al cabezal. En el rancho hacía frío y la estratificación de la pereza, por literas, era igual a la del humo del tabaco. Gato Rojo no gozaba del ocio porque su obsesión de trabajo le acuciaba. Gato Rojo tenía que arreglar una vieja cazuela de los dominios de Macario Martín. Había sido el mismo Macario el que detuvo los impulsos laborales de Gato Rojo: «No hay prisa, descansa un buen rato y si luego te da tiempo lo haces; no te preocupes, porque ahora no la necesito».