El patrón de pesca abrió los ojos.
—Te oigo, Paulino.
—¿Cómo te encuentras?
—Esto se acaba. Atadme y hacer capa si es necesario. Cuida el barco, Paulino.
Paulino Castro alzó la cabeza e hizo una señal a Afá. Le pasaron las correas desde las manos de Gato Rojo. Simón miró al patrón de costa.
—Por el pecho no, Paulino. Atadme de las piernas, atadme de la cintura.
Poned algo contra el guardacalor, por si me voy contra él.
El patrón de pesca cerró los ojos. Ventura y Afá levantaron a Simón Orozco. Los labios de Simón Orozco se afilaron en una línea lívida, mientras el rostro se le oscurecía.
—De prisa —apremió Paulino Castro.
Una voz estertorosa abrió los apretados labios del patrón de pesca, agotó las fuerzas de dolor que la produjeron y cayó, como si de un pájaro muerto se tratase, sobre los mismos labios, sonido o ala desmayados. Afá retiró lentamente sus manos del cuerpo de Simón Orozco. Paulino Castro y Domingo Ventura lo ataban a la breve barandilla de la litera y a las barras de sostén. Luego fueron rellenando el breve hueco entre el cuerpo y el guardacalor de ropa limpia y cabezales.
El barco saltaba entre las olas. El patrón de costa ordenó al contramaestre:
—Sube al puente, estaos al rumbo y si la cosa se pone muy mal, avisáis.
Afá, desde la mesa del rancho, subió al cuarto de derrota. En el puente, al timón Celso Quiroga, proclamaba barbarizando los miedos de la mar.
—Hay que hacer capa —dijo Afá—. Déjame ahora la rueda.
Celso Quiroga se asió al armario de la sonda eléctrica.
—El patrón peor, ¿no?
—No se salva. Es mucho peso el de una red para un hombre. Le cogió de una manera que debe estar por dentro…
—Hay que hacer capa, José, no llegaremos a puerto hasta que la mar nos deje. ¿Vivirá hasta mañana?
—¡Quién sabe!
Macario Martín pasó el pañuelo impregnado en vinagre, que Simón Orozco había dejado caer en su pecho, por el rostro y cuello de su patrón.
—Ánimo _ dijo, como en un susurro, Macario—. Ánimo, patrón.
Simón Orozco hizo un esfuerzo.
—No hay ánimo,
Matao
.
En el rancho de proa estaban con el patrón de pesca, Paulino Castro, Domingo Ventura y Macario Martín. En la cocina, aguantaban la mar Joaquín Sas, Juan Quiroga y Venancio Artola. En el rancho de popa, Juan Arenas y Juan Ugalde. En las máquinas, Gato Rojo y Manuel Espina.
En la cocina, Sas, Juan Quiroga y Artola hablaban en voz muy baja, en la voz de las antesalas de la muerte, difuminada la conversación por los ruidos del barco, absorbida por los ruidos de la mar. Monologaban indistintamente y solamente quedaba de la conversación la atención a los labios del monologante de turno.
—… Vamos cortando hacia Valentia o Bantry; si no, navegaríamos al través del viento. Una mar así no lo permite…
—Un buen hospital es lo que se necesita. Un médico, hay que avisar por radio…
—… habrá que hacer capa, que nos retrasará; no llegaremos a tiempo, no llegaremos a tiempo…
El contramaestre llamó desde el puente al patrón de costa. La voz llegó debilitada al rancho de proa y Celso Quiroga repitió desde la trampilla la llamada. Simón Orozco quiso incorporarse, desistió y preguntó a Macario Martín:
—¿Qué pasa, Macario? Aún suena el motor. Haced capa. Aguantad. Si no, nunca llegaremos a costa.
Simón Orozco parecía no sentir los balanceos de la nave. Solamente se quejaba cuando algún golpe de mar hacía escorar el barco y su cuerpo caía a babor o a estribor, tensando las correas. Macario Martín intentaba animar a su patrón. La voz de Simón Orozco se tornaba dulce:
—Calla, calla,
Matao
.
—Ánimo, patrón, que nos salvamos de la capa.
—No, Macario, la mar tiene su ley. Mañana capa todo el día, siento el viento empujar las aguas… mañana…
Simón Orozco apretaba los labios y se estremecía.
—Hay que mirarle, patrón, el golpe ha sido muy fuerte, pero…
—Siento… no sé lo que siento… tengo las entrañas revueltas…
Macario Martín cubrió los labios de Simón Orozco con el pañuelo.
—Calle, patrón.
—La red…
—Ha sido culpa mía.
—La red, la mar. La mar es la culpable… Algún día tenía que ocurrir… Más joven no hubiera ocurrido… Me hubiera dado tiempo…
En la cocina se aguantaba mal la mar. Sas, Juan Quiroga y Artola se asomaron a la puerta del rancho de proa y se fueron hacia el rancho de los engrasadores. Bajó Celso Quiroga del puente y anunció en voz baja a Domingo Ventura, silencioso, y a Macario Martín:
—Hay que hacer capa, ya hemos perdido el compañero, ya no se le ve. El patrón está intentando comunicar con costa, pero no hay respuesta. Hay que hacer capa…
Simón Orozco asía la barandilla de la litera, con la mano izquierda. La mano ancha, grande, morena, vellosa, de descoloridas uñas, se crispaba sobre el hierro, se relajaba sobre el hierro, se fortalecía momentáneamente sobre el hierro, momentáneamente, también, descansaba sobre el hierro.
En el puente estaba a la rueda el contramaestre. Paulino Castro había dejado de llamar por la radio.
—Hay que decidirse —dijo Paulino—, no podemos navegar con este mar.
Corremos el peligro de irnos todos para abajo. Hay que decidirse.
Las olas cubrían la cubierta, rompían en los carretes y ascendían rectas hasta el puente.
—Patrón, la capa acaba con el señor Simón.
—No hay otro remedio.
—Sí, pero…
—Voy a decírselo. Tente si puedes al rumbo. Le diré a Macario que suba contigo mientras yo hablo con Simón.
Bajó al rancho de proa el patrón de costa.
En la cubierta la mar arrancaba la pesca de la red revuelta y atada. Los grandes peces muertos fosforecían siderales en las negruras de las aguas y desaparecían entre espumas. La luz de rumbo era la única estrella fija en el encuentro del cielo y la mar.
Macario Martín dijo a Afá:
—El señor Simón ha dicho que se haga capa. Afá apretó fuertemente las cabillas de la rueda. Habló:
—La última de su vida.
Macario Martín y Afá se contemplaron a la luz de rumbo del palo de proa.
Las olas golpeaban en el guardacalor constante y rabiosamente.
—Avisan —dijo Macario Martín.
—Bantry está muy lejos —respondió Afá—; no llegaría el barco.
Seguramente el compañero ya está a la capa.
Macario Martín volvió a mirar la luz de rumbo. Dijo:
—El señor Simón…
E
N la amanecida verdinegra la sombra del
Aril
vagaba a la mar. La sostenida furia de las olas, la permanente violencia del viento, la constante densidad de la lluvia, cegaban los rumbos de la nave. Estaba el barco a la capa y setenta millas de alta mar lo separaban de los refugios costeros.
En el puente observaban Paulino Castro y el contramaestre. Habían comunicado con el barco compañero que capeaba lejano. El
Uro
y su tripulación aguantaban bien las embestidas de las olas, la puja del viento, la estampida de las aguas pluviales desde sus celestes corralizas. En el
Uro
, los ecos de dolor de Simón Orozco hacían maldecir la distancia de la costa. «¡Qué setenta millas negras!», dijo el patrón de pesca. «¡Qué setenta millas putas!», dijo el hombre del timón.
Simón Orozco no hablaba desde la madrugada, desde la peor mar de la capa. Había entreabierto los labios al vinagre del pañuelo de Macario Martín, había cerrado los labios a las palabras. Antes del gran silencio habló desde el umbral borroso de la agonía. Macario Martín repitió una y otra vez todas las palabras del patrón. Palabras que cruzaron la mar hasta el
Uro
, que llegaron a muchos barcos de la flota del Gran Sol a la escucha, porque Paulino Castro las había comunicado, avisando la llegada de la muerte.
—Dijo: «Dios, Dios…», y su mano izquierda golpeó la barra de la litera, después cerró el puño de la derecha. Luego dijo: «María, los hijos…» y abrió los ojos y se quedó mirando para la trampilla del puente. Y cuando gritó, gritó fuerte, como al mandar la maniobra siguiendo la faena y dijo: «El mar…» y «ha callado hasta ahora».
Domingo Ventura estaba junto al patrón de pesca con el pañuelo de Macario Martín apretado entre las manos. Juan Ugalde y Venancio Artola miraban a Simón Orozco. En el rancho de popa se conversaba susurradamente.
—Antes de mediodía morirá —dijo Sas.
Ninguno se había echado en las literas. Sas y los dos hermanos Quiroga estaban de pie. Macario Martín, Juan Arenas y Gato Rojo, sentados.
—La capa va a ser larga —dijo Gato Rojo—. Si muere…
Macario Martín apretaba el puño del delito. La rosa de los vientos palidecía y se deformaba.
—Si calmara la mar y se pudiese dar máquina —dijo Macario Martín.
—La capa va a ser larga —repitió Gato Rojo—, aunque quién sabe, aunque quién sabe… —bajó la cabeza, pensativo—. Pero está muy malo.
—No tiene remedio —dijo Sas—, morirá hoy. El señor Simón se está acabando. Hace un rato lo he visto, ha empeorado mucho desde la madrugada, apenas respira y me ha dicho Artola que está orinando sangre, que en la litera…
Macario Martín miró hacia el ojo de buey, cuyo cristal empañado dejaba pasar una luz agria, una indecisa luz de amanecer. Macario habló lentamente:
—A estas horas ya estarán en la mar los sardineros si los tiempos son buenos por el sur… Joaquín Sas alargó el cuello.
—¿Por qué piensas en los sardineros, Macario?
Macario Martín sonrió.
—¡Qué sé yo!
Los hermanos Quiroga se sentían atraídos por el ojo de buey. Los dos miraban hacia el agujero luminoso.
—Este año la sardina se está dando bien; se están sacando buenos jornales —dijo Sas.
—Sí —afirmó Celso Quiroga—, se puede vivir.
Juan Quiroga movió la cabeza afirmativamente sin separar los ojos del ventanillo.
—Si la pareja la venden por fin —la voz de Macario Martín tenía un trémolo de angustia—, si la venden por fin, éste, seguramente, hubiera sido el último viaje del señor Simón. Ya es un patrón viejo para Gran Sol, lo ha dicho él muchas veces. Los armadores quieren gente joven. Si la venden, el señor Simón puede que hubiera pedido plaza en los bous de la costera, y nosotros, bueno, nosotros, cada uno donde pudiera…
Juan Arenas se rascaba los brazos desnudos y tiznados de las grasas del motor.
—Ésas son cosas que dice Ventura. La pareja, ahora que está rindiendo, sería tonto venderla. No venderán la pareja.
Gato Rojo se sonó las narices con un sucio pañuelo, que guardó entre el pantalón y la camiseta.
—La bajura tiene ahora su comodidad, pero en el invierno tiene sus hambres. Yo no cambiaría el norte por la costa. Puedes ver todos los días a los chavales y a la mujer, eso sí. Los puedes ver, pero si no tienes qué echarles, porque no hay dinero, es peor que no verlos, mucho peor.
Macario Martín volvió la mirada desde el ojo de buey hasta la puerta del rancho. Movió la cabeza de abajo arriba, indicando con la mandíbula hacia delante:
—No sé… el señor Simón se está muriendo… yo preferiría morirme y que me enterraran… Bueno, la cosa es igual… si te mueres te has muerto y lo mismo te da Irlanda, que la mar, que tu tierra, pero yo preferiría que de morirme en la mar fuera allá —indicó de nuevo con la barbilla—. Por lo menos alguna vez…
—¡Qué más da! —dijo Sas.
—Ya, ya… Ya sé que es lo mismo —respondió Macario—, son cosas que se me ocurren ahora.
Las botas de aguas de Juan Quiroga eran las únicas botas de aguas, rojas, en el barco. Su color resaltaba en la penumbra de los bajos del rancho. Juan Quiroga movía los pies nerviosamente.
—Da tanto —dijo.
Celso Quiroga miró a su hermano.
—¿Te acuerdas de las maradas en la bajura? A cinco millas de la costa, a cinco millas de la taberna donde los amigos están bebiendo, a cinco millas de la familia, a cinco millas de la cama, a cinco millas del cementerio…
Juan Quiroga dejó de mover los pies.
—Tanto da —repitió.
—De ahogarse, de reventar, de que la motora se vaya a las rocas… ¿Para qué sirve pescar viendo el campanario de la iglesia? Lo mismo da que te saquen los ojos los cangrejos de aquí que los de allí, lo mismo da que los gusanos…
Joaquín Sas liaba un cigarrillo apoyando la espalda y la cabeza en la litera alta de su lado, para no perder el equilibrio.
—Prefiero morir en la cama —dijo después de humedecer el papel de fumar.
—Tu cama es un catre cualquiera de éstos. —Macario Martín sonrió amargamente—. Te mueres en la litera de un barco y, ya ves, somos nosotros los que te tenemos que poner el traje nuevo si te lo has traído, y si no te lo has traído y todas tus camisas están sucias, uno te regala una camisa y en Bantry después de llevarte a la lonja, nos volvemos todos para el barco hablando de ti y nos tomamos para animarnos un par de copas en cualquiera de las tiendas de bebidas. Muy bonito, es muy bonito. Primero uno, después otro, así va la tripulación completa. Da risa pensarlo. Y cada vez que suceda estaremos en un rancho hablando de que nos gustaría morir en un sitio o en otro, que si los cangrejos, que si los gusanos, que si los campanarios, que si la sardina, que si la familia… Buena redada de idiotas estamos hechos.
Macario Martín iba a continuar hablando, pero volvió la cabeza hacia el ojo de buey tras hacer un gesto y chascar la lengua. Juan Quiroga movía de nuevo los pies. Juan Arenas se rascaba los brazos. Gato Rojo se sonó las narices. Joaquín Sas expulsó el humo violentamente y lo contempló en su expansión por la camareta. Celso Quiroga se sobaba el lóbulo de la oreja derecha. Guardaron silencio.
Macario Martín comenzó a hablar muy despacio:
—¿Cuántos habéis conocido que hayan ido a la mar? Fuera de la guerra, en todos los años que llevo navegando nunca he visto a un hombre que lo echaran a la mar. Dicen que se ha hecho muchas veces. Yo no lo he visto. Hemos recogido ahogados y los hemos llevado a la costa. Hemos sacado en las redes muertos de hacía mucho tiempo y los hemos arrastrado para tierra. Yo no he visto echar a nadie a la mar y he visto morir gente en los barcos.
Celso Quiroga dejó de sobarse el lóbulo de la oreja.
—Yo he visto echar a un pescador a la mar. Con una capa larga. Tres días en la litera tieso como un cable. Hubo que echarlo a la mar, aunque nadie quería… Es que olía todo el barco… El patrón mandó que le ataran una plomada a la cintura y lo envolvimos en un trozo de red porque no había otra cosa a mano.