—No.
—Uno que no come hoy polio. ¿Me prestas tu aparejo, Venancio?
—Coge el viejo. No toques el nuevo que lo quiero estrenar yo.
—Bien. ¿Viene alguno a popa?
Joaquín Sas se levantó.
—Voy contigo.
La charla continuó en el espardel. Macario Martín bajó a la cubierta seguido de Sas.
—¿Con qué cebamos? —preguntó Sas.
—Tienen hambre, con cualquier cosa. Si tuviéramos hígado de bacalao…
Joaquín Sas y Macario Martín tendieron sus líneas a los pájaros. Domingo Ventura, con la boquilla sin cigarrillo entre los labios, les acompañaba. Una ligareña picó sobre el cebo de Sas y levantó el vuelo.
—Son muy listas —comentó Sas.
Dos arrendotes siguieron a la ligareña y se disputaron el cebo. Levantaron el vuelo.
—No apresurarse, ya caerán —dijo Macario—. El hambre no da consejo sano.
El pájaro sucio, el pájaro cágalo, el inmundo pájaro que se alimenta del excremento de las aves de la mar, perseguía ligareñas a medio vuelo, cambiando caprichoso, escogiendo como un gastrónomo.
—Ese pájaro es peor que los cuervos, más asqueroso —afirmó Macario Martín.
Los tres de popa seguían el vuelo del pájaro cágalo. Una ligareña, asustada, dejó caer su ofrenda. El pájaro inmundo picó sobre el excremento que recogió antes de que llegara a las aguas.
—El tío guarro… dijo Macario.
Un arrendote había picado en el anzuelo de la línea de Sas, que comenzó a halar. El pájaro batía las alas desesperadamente, caminando por la superficie de la mar.
—Así, así, que dé zancadas, que no vuele —animó con su consejo Ventura—. Hala de prisa, hala… Ya está.
Sas recogió el arrendote por estribor. Lo apretó de las grandes alas e hizo un movimiento para golpearlo contra el casco del barco.
—No, déjalo vivo gritó Macario—. Trénzale las alas.
Se desenganchó el anzuelillo del garganchón del pájaro.
—Se lo había tragado bien —comentó.
Le trenzó las alas y lo arrojó sobre cubierta. Domingo Ventura lo empujó con el pie.
—Vaya pico.
El pico de presa del arrendote, amarillo y curvo, tabaleaba en el hierro del guardacalor. El arrendote tenía una baba de sangre en el pico y sus hermosos ojos —avizorantes ojos de atalayero, alucinados ojos de víctima rebelde— se movían hostiles buscando sus celestes poblaciones. Todavía la suciedad de la cubierta no manchaba su nubada pechuga.
En las revueltas aguas de la estela las dos líneas de pesca convergían como las líneas de ribera de un camino del llano; se perdían en la destrucción de la perspectiva por los reflejos del sol. Los marineros pescaban los pájaros al tiento cuidadoso, como si pescaran en aguas profundas, cegados por la luz, engañados por las picadas someras. A veces una ligareña levantaba el vuelo con el cebo en el pico, sosteniéndolo, y lo dejaba caer mientras Macario maldecía, Sas recuperaba el aparejo y Domingo Ventura engordaba de risa.
Fueron cayendo pájaros: mascates de vuelo tenso y poderoso, arrendotes, salteadores de los copos de las artes ligareñas de la algarabía… Un petrel fue devuelto a sus oficios de arranchar las olas, limpiar la estela, alisar los malos tiempos. Marido Martín pescaba por babor, cuidadoso de la boza de cadena que se movía en las correcciones del rumbo de arrastre. Macario Martín tenía a sus espaldas el monte de pesca, palpitante e iracundo. Pidió a Domingo Ventura que contara los pájaros.
—Debe de haber unos veinte —dijo Ventura calculando a ojo, sin molestarse en la cuenta—; se puede hacer un menú arregladito.
Macario Martín recobró su aparejo.
—Ya está bien —dijo—. Los voy a organizar —guiñó un ojo— con arroz.
Ahora hay que despellejados, sangrarlos y que se oreen.
Joaquín Sas puso una gota de su sabiduría de hambres costeñas a la proposición de Macario.
—Una vez pelados lo mejor es macerarlos bien. Aunque se oreen les sale el bravío de la mar… Macerarlos en agua dulce y luego cocerlos y luego a la sartén y luego al buche.
Macario Martín cogió un arrendote para golpearlo contra la cubierta.
Joaquín Sas iba a imitarlo.
—No.
Hizo un gesto de extrañeza Sas.
—No —repitió Macario—. Vamos a asustar a Afá.
Déjate de chiquilladas,
Matao
—habló Sas, levantando el pájaro sobre su cabeza y golpeándolo contra la cubierta—. A… lo tuyo.
El pájaro, tras el golpe, se calambraba en la agonía, estirando las patas y abriendo los dedos palmeados con las membranas tensas y brillantes. La rota cabecilla caída, el pico feroz en su desmandibulado ahogo de muerte, las alas todavía trenzadas, hacían del pájaro un grotesco fracaso de la hermosura.
—No —insistió Macario—, si Afá está en el rancho hay que darle un buen susto con los pájaros. Si duerme, mejor; se los ponemos en la litera.
Joaquín Sas había colgado el pájaro muerto de un enganche del guardacalor. Aún tenía el animal un estremecimiento, un postrer reflejo que se agotaba en las membranas de los dedos; membranas que fueron arrugándose a medida que los dedos se crispaban en una última presa de algo ya escapado a las honduras del cielo o el mar, de algo disuelto, evaporado, de algo inexistente. La tristeza del pájaro muerto fue sustituida por la ridícula sensación que daba su cuerpo despellejado. Sas había hecho una incisión en torno del cuello, había fracturado las grandes, veleras alas y había cortado por las fracturas. Luego, tirando hábilmente hasta los muslos del pájaro, le fue quitando el pellejo, que pendía como unos calzones sanguinolentos, de azulina humedad, sobre las dos ramitas de las patas.
Cortó Sas por los muslos, cortó por el cuello. La grandeza del pájaro en vida ya no era más que un chico apelotonamiento de músculos, algo parecido a un corazón, de las dimensiones de un corazón con las arterias y las venas amputadas.
—Un bocado —dijo Macario y se quedó contemplando entre sus manos el cuerpo que Sas le daba, dispuesto ya a sacrificar otro pájaro—, un bocado —repitió— que es la primera carne de verdad que voy a comer desde la salida de marea.
Domingo Ventura despertó al trabajo. Se remangó la camisa suelta por los puños, guardó su boquilla de ocioso y se desató carnicero golpeando pájaros, celebrando muertes, despellejando furioso e inhábil, hasta romper a veces en el esfuerzo el cuello del ave. Hubo al fin en proa un montoncillo de alas, de cabezas, de pellejos. Macario Martín cogió el pellejo de un arrendote y lo volvió. Colgaban las patas como unos siniestros pendientes. Era suave el plumón; suave, cálido, con la dejadez de las cosas muertas. Lo acarició un momento manchándolo con sus manos ensangrentadas y lo echó a la mar. La estela se pobló de los restos del sacrificio de los pájaros. Las aves de la mar abandonaron las aguas del barco; volaron altas y temerosas.
—Ya no volverán —dijo Sas— hasta que pierdan de ojo los desperdicios.
Hoy no pescaríamos ni uno más si lo intentásemos.
Macario Martín se fue a la cocina por dos cubos de agua dulce. Sas alineó los pájaros en la cubierta. Cuando volvió Macario, explicó a Sas:
—Uno a uno, apretando bien, pero no mucho, porque luego la carne parece estopa.
—Bien.
Macario y Sas comenzaron la maceración de los pájaros. Domingo Ventura con la boquilla entre los labios, recuperada para tascar la holganza, los brazos separados para no mancharse las ropas, contemplaba.
—¿Con arroz, Macario? —preguntó Sas.
—Con arroz —afirmó Macario— es como mejor están, y si tuviéramos tomate con tomate. Tan buenos como si fueran pollos.
Joaquín Sas, en cuclillas, pendiente de su trabajo, sin levantar la cabeza, contó:
—Hará cinco años, cuando se andaba tan mal de alimentos, se vendían la pareja de gaviotas a tres pesetas, los mascates a dos cada uno. Yo he cogido muchos para venderlos. La gente se aficionó. Todavía hay algunos que lo piden.
Domingo Ventura escupió a la mar. Dijo: —Yo, por gusto, ni verlos. Ahora, cuando no hay más…
Terminaron de macerar los pájaros.
—¿Los ponemos a orear? —preguntó Macario.
—No, los echas a la marmita grande y que cuezan; así se les va todo el bravío.
Los pájaros sacrificados, que vivos no cabían en el cielo, cupieron muertos en la marmita.
La observación se debía a Macario Martín, que había dicho: «Al que la mar le está estrecha de vivo, de muerto le viene más que ancha». Macario Martín se traía sus latiguillos mechados en filosofía, que aplicaba a observaciones cotidianas, a sucesos diarios que formaban la costumbre. Costumbre eran también en los oídos de los compañeros las frases de Macario Martín.
Calentaba el sol en el espardel y los rederos habían terminado el trabajo yéndose a refugiar en los ranchos. La mañana avanzando hacia el mediodía había perdido su alegría de las primeras horas. Macario y su ayudante Sas sudaban en la cocina. Domingo Ventura desde la cubierta, asomado al portillo, contemplaba con desgana las vueltas de espumadera que Macario daba a los pájaros en la marmita.
En estribor, colgando sobre la barca de salvamento, la red puesta a secar hacía hamacas. Domingo Ventura fue buscando lo seco y se tumbó. Se tumbó cara a la mar, con los ojos semicerrados, con un vapor de sueño de las vísperas del almuerzo, invadiéndole la cabeza. Le asustó la voz del patrón de costa que le hablaba desde el bacalao con un trozo de pan en una mano y un cacillo de vino tinto.
—¿Descansando fatigas? —preguntó Paulino Castro.
Domingo Ventura contestó algo ininteligible, entre de molestia y de felicidad. Se sentía incapaz de ser coherente en sus palabras.
—Des… —no completaba las palabras— sue… co…
Las últimas sílabas eran ruidos inarticulados.
—Ya es hora de comer —dijo el patrón de costa.
Para Domingo Ventura había pasado muy rápidamente el tiempo.
—¿Ya? —preguntó.
Macario Martín había subido con la marmita al espardel. Domingo Ventura estaba de pie con una inseguridad de soñoliento, con un balanceo de mareado.
—Venga, Domingo, que hay pollos…
El patrón de costa se sentó en la caja donde otrora estuvo prisionera una paloma. El arroz tenía un ligero tono oscuro. Los pájaros eran casi negros.
—Que suba esa gente… dijo Paulino Castro—, que no vamos a estar esperando hasta que… Que se den prisa…
Simón Orozco comía lentamente, en pie, mirando hacia el barco compañero. El patrón de pesca del
Uro
comería, en pie, mirando a su estribor. De vez en cuando movería la rueda un poco, la sujetaría con los cabos y volvería a su centinela. El cansancio, el aburrimiento, la vaciedad de siempre.
Parecía la mar más líquida. Más ligera. Su color azul oscuro había aclarado.
En la lejanía se veían las siluetas, negras y pequeñas úes, de una pareja arrastrando hacia el sur. Era una pareja grande, con unos tirabuzones de humo alargándose y deshaciéndose en la marcha; una pareja de las pocas de Gran Sol que navegaban a carbón.
Paulino Castro interrumpió su comida para tomar la situación. Cuando entró en el cuarto de derrota por el sextante el patrón de pesca le habló.
—A ver si terminan pronto ésos, que vamos a virar.
Desde el bacalao Paulino Castro tomó la altura del sol. Avisó a los marineros que se iba a virar. Domingo Ventura comía cuidadosamente arroz, separando los pájaros. Macario y Sas, como pescadores, hacían valer sus derechos, sus hambres de mediodía devorando pájaros en doble ración. «Afá —dice Macario— está hoy contramaestreando». Afá estaba serio entreteniendo dignamente el apetito con unos huesecillos de ave. No había prestado su aparejo y no podía demostrar entusiasmo en la comida. Sin hablar, quería significar que no estaba bien la marmita, que comía por comer, que los pájaros estaban duros.
José Afá contramaestreaba.
Por las escotillas ascendió la voz de Gato Rojo, la voz de virada. Afá dejó inmediatamente de comer. Sas y Macario fueron los últimos en abandonar sus puestos en tomo de la marmita. Quedaron el patrón de costa, el motorista y los engrasadores Arenas y Espina.
Sas y Macario bajaron a cubierta masticando. Afá estuvo seco en sus órdenes. Luego la dignidad se le fue reblandeciendo. Macario comentó:
—Tira la red, buen copo.
Los barcos cobraban malleta y avanzaban sobre la red. Los arrendotes, las ligareñas, los mascates volvían a sus vuelos alborotados en el ángulo que iban cerrando los barcos.
Verdeaban las aguas en una gran mancha sobre el copo a punto de saltar.
Saltó el copo y se encendió un espejo de pescados en el mediodía de la mar.
Macario gritó entusiasmado. Afá se volvió hacia el puente, desde el que contemplaba Simón Orozco.
—Patrón, todo blanco.
Simón Orozco sonreía, moviendo la cabeza afirmativamente.
Los hermanos Quiroga se golpearon mutuamente las espaldas. Sas silbó.
Venancio Artola y Juan. Ugalde hablaron disparadamente en vascuence. El patrón de costa andaba en el bacalao de babor, conversando con Orozco. El motorista y los engrasadores exageraban la redada.
—La más grande —dijo Arenas— de todas las mareas de este año.
La punta de la red fue pasada al
Uro
. El
Aril
se apartó. Todos los tripulantes del
Aril
contemplaban la maniobra de izar la red. En el
Uro
se trabajaba de firme.
—Si no salabardean en seguida, rompen el arte.
La cabeza de Gato Rojo asomaba por la escotilla.
—Arenas, es tu hora —dijo Gato Rojo—. Baja y déjate de cuentos.
—Ya voy, hombre, ya voy, espera tres minutos… Otras veces se te ha esperado a ti…
Gato Rojo estaba invadido del nervioso entusiasmo de la gran redada.
—Baja pronto —insistió.
Arenas no oía. Luego, con lentitud, se apartó de las barandas.
—Ya voy, Gato Rojo… —dijo.
Simón Orozco golpeó con el puño cerrado en el hierro del bacalao.
—Dios, Dios, Dios…
Golpeó con los dos puños.
—Dios, Dios, Dios… Daos prisa que rompéis la red, que la rompéis…
Ordenaba el barco distante. Se volvió a Paulino Castro:
—Que metan el salabardo pronto, que se cargan el arte. Lo tienen muy pegado al casco y se les va a abrir con el roce.
Paulino Castro estaba atento a la maniobra.
—¿Les damos un toque por la radio?
—No, ahora no se les puede distraer. Que metan pronto el salabardo…