[Antes de que pueda responder…]
Seguro que sí. Probablemente suponía que los jefazos estábamos dando brincos de impaciencia, con el ansia de sangre y las agallas que nos caracterizan, toda esa mierda de «vamos a cogerlos por el cuello mientras les pateamos el culo».
[Sacude la cabeza.] No sé quién se inventó el estereotipo de oficial al estilo entrenador de fútbol de instituto, duro y con pocas luces. Puede que fuese Hollywood o la prensa civil, o quizá lo hicimos nosotros mismos al permitir que esos payasos insípidos y egocéntricos (los MacArthur, Halsey y Curtís E. LeMay) definieran nuestra imagen para el resto del país. La cuestión es que ésa es la imagen de los que llevamos uniforme, y nada más lejos de la realidad. Me moría de miedo cuando pensaba en que las fuerzas armadas iban a pasar a la ofensiva, sobre todo porque no era mi culo lo que estaba en juego: yo sólo enviaría a otros a morir, y ellos tenían que enfrentarse a esto.
[Se vuelve hacia otra pantalla, en la pared opuesta, le hace un gesto con la cabeza a un operador, y la imagen se disuelve para mostrar un mapa de los Estados Unidos continentales en tiempo de guerra.]
Doscientos millones de zombis.
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¿Acaso alguien es capaz de visualizar ese número, por no hablar ya de combatirlo? Al menos esta vez sabíamos contra qué luchábamos, aunque, después de toda la experiencia, todos los datos reunidos sobre su origen, su fisiología, sus puntos fuertes y débiles, sus motivos y su mentalidad, seguíamos teniendo unas perspectivas poco halagüeñas.
El libro de la guerra, el que llevamos escribiendo desde que un mono le pegó una bofetada a otro, no servía para nada en aquella situación; teníamos que escribir uno nuevo desde cero.
Todos los ejércitos, ya sean mecanizados o tipo guerrilla de montaña, tienen que atenerse a tres restricciones básicas: calor, alimento y guía. Calor: necesitas cuerpos calientes, si no, no tienes ejército; alimento: una vez tienes ese ejército, hay que abastecerlo; y guía: por muy descentralizada que esté la fuerza de ataque, debe haber alguien entre sus miembros que tenga la autoridad necesaria para decir: «Seguidme». Calor, alimento y guía; y los muertos vivientes no tenían ninguna de esas tres limitaciones.
¿Ha leído
Sin novedad en el frente
? Remarque dibuja un retrato muy vivido de cómo Alemania se quedó «vacía»; es decir, que, hacia el final de la guerra, simplemente se estaban quedando sin soldados. Aunque emborrones los números, y envíes a ancianos y niños, al final llegarás a tu techo…, a no ser que cada vez que mates a un enemigo, ese enemigo vuelva a la vida de tu lado. Así funcionaban los zetas, ¡aumentaban sus filas al acabar con las nuestras! Y sólo funcionaba en esa dirección: si infectas a un humano, se convierte en zombi; si matas a un zombi, se convierte en un cadáver. Nosotros sólo podíamos debilitarnos, mientras que ellos podían fortalecerse.
Todos los ejércitos humanos necesitan suministros, pero aquel ejército no; ni comida, ni munición, ni combustible, ¡ni siquiera agua para beber y aire para respirar! No había líneas logísticas que cortar, ni almacenes que destruir. No podíamos rodearlos y dejarlos morir de hambre, ni dejarlos pudrirse en el árbol. Si encerrabas a cien zombis en una habitación y volvías tres años después, seguían siendo igual de mortíferos.
Resulta irónico que la única forma de matar a un zeta sea destruirle el cerebro, porque, como grupo, no tienen nada parecido a un cerebro colectivo. No había liderazgo, ni cadena de mando, ni comunicaciones, ni cooperación de ningún tipo. No tenían un presidente al que asesinar, ni un cuartel general blindado que poder destruir con precisión quirúrgica. Cada zombi era una unidad autónoma y automatizada, y esa última ventaja era lo que de verdad resumía todo el conflicto.
Habrá escuchado la expresión «guerra total»; es bastante común en la historia humana: cada generación, más o menos, surge algún saco de mierda que suelta que su gente ha declarado la «guerra total» a un enemigo, lo que significa que todos los hombres, mujeres y niños de su país dedican cada segundo de sus vidas a conseguir la victoria. Eso es una chorrada por dos razones elementales. La primera: que ningún país o grupo está siempre dedicado a la guerra al cien por cien, porque no es físicamente posible; puedes tener un alto porcentaje de gente trabajando duro durante determinado tiempo, pero ¿toda la gente, todo el tiempo? ¿Y los que fingen enfermedades o los objetores de conciencia? ¿Qué me dice de los enfermos, los heridos, los ancianos y los bebés? ¿Qué pasa cuando estás durmiendo, comiendo, dándote una ducha o cagando? ¿Acaso es una cagada en pro de la victoria? Es la primera razón por la que una guerra total resulta imposible para los humanos. La segunda es que todas las naciones tienen sus límites. Puede que haya individuos en ellas que estén dispuestos a sacrificar sus vidas y puede que se trate de una gran parte de la población; sin embargo, esa población en su conjunto alcanzará en algún momento su límite emocional y físico. Los japoneses lo alcanzaron después de un par de bombas atómicas estadounidenses. Los vietnamitas podrían haberlo alcanzado de haberles soltado un par de bombas más, pero, gracias a Dios, nuestro espíritu se quebró antes de llegar a ese punto.
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Ésa es la naturaleza de la guerra humana: dos lados que se empujan hasta que uno sobrepasa su límite de resistencia; por mucho que nos guste hablar de guerra total, ese límite siempre está ahí…, a no ser que seas un muerto viviente.
Por primera vez en la historia, nos enfrentábamos a un enemigo que de verdad libraba una guerra total: no tenía límite de resistencia; no negociaba nunca; no se rendía nunca; lucharía hasta el fin porque, a diferencia de nosotros, todos ellos estaban dedicados cada segundo del día a consumir la vida de la Tierra. Ése era el enemigo que nos esperaba más allá de las Rocosas; ésa era la guerra en la que teníamos que luchar.
[Acabamos de cenar en casa de los Wainio. Allison, la mujer de Todd, está arriba, ayudando a su hija Addison con los deberes. Todd y yo estamos abajo, en la cocina, lavando los platos.]
Era como volver atrás en el tiempo, me refiero al nuevo ejército. No tenía nada que ver con el ejército con el que había luchado y casi muerto en Yonkers. Ya no estábamos mecanizados, no había tanques, ni artillería, ni orugas
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, ni siquiera Bradleys. Esos cacharros seguían en la reserva, los modificaban para cuando tuviésemos que tomar las ciudades. No, los únicos vehículos rodados que teníamos, los Humvees y unos cuantos ASV M-trip-Seven
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, se usaban para llevar munición y esas cosas. Íbamos siempre a pata, marchando en columnas, como se ve en los cuadros de la Guerra Civil americana. Había muchas referencias a los «azules» contra los «grises», sobre todo por el tono de piel de los zetas y el color de nuestros nuevos uniformes de combate. Ya no se molestaban con los patrones de camuflaje; de todos modos, ¿para qué? Además, supongo que el tinte azul era el más barato por aquel entonces. El traje en sí tenía cierto parecido con los monos de los equipos de la SWAT; era ligero, cómodo y entretejido con Kevlar, creo que era Kevlar, hilos antimordiscos.
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Podías ponerte guantes y una capucha que te cubría toda la cara. Más adelante, en los enfrentamientos directos urbanos, esa posibilidad salvó muchas vidas.
Todo tenía un aspecto retro o algo así. Nuestros lobos parecían algo sacado de, no sé,
El señor de los anillos
. Las órdenes eran utilizarlos sólo en caso de necesidad, pero te aseguro que fue necesario un montón de veces. La verdad es que te hacía sentir bien, ya sabes, blandir un buen cacho de acero; lo convertía todo en algo personal, te daba una sensación de poder. Notabas cómo se rompía el cráneo, y eso era un chute de adrenalina, como si recuperases tu vida, ¿entiendes? Aunque tampoco me importaba pegarles un tiro.
Nuestra arma principal era el SIR
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, el fusil de infantería estándar. La culata de madera hacía que pareciese una pistola de la Segunda Guerra Mundial; supongo que los materiales compuestos eran difíciles de producir en serie. No sé bien de dónde salieron los SIR, aunque he oído que era una copia modificada de la AK; también que era una versión básica del XM 8, que el ejército ya preparaba como arma de asalto de última generación. Incluso oí que se inventó, probó y fabricó por primera vez durante el sitio de la Ciudad de los Héroes, y que los planos se transmitieron a Honolulú. Si te soy sincero, no tengo ni idea, ni tampoco me importa gran cosa. Puede que tuviese mucho retroceso y que sólo disparase en modo semiautomático, pero era superpreciso ¡y nunca, nunca se encasquillaba! Podías arrastrarlo por el barro, dejarlo en la arena, soltarlo en agua de mar y dejarlo allí varios días. Daba igual lo que le hicieses a esa preciosidad, nunca te decepcionaba. La única monería que llevaba era un equipo de conversión con repuestos, culatas y cañones adicionales de distintas longitudes. Podías elegir un fusil de francotirador a larga distancia, uno de alcance medio o una carabina de corto alcance, todo en la misma hora y con sólo meter la mano en la mochila. También tenía un pincho, una cosa de unos veinte centímetros de largo que se podía desplegar en un segundo si tu lobo no estaba a mano. Teníamos una bromita, «cuidado, que le vas a sacar el ojo a alguien», cosa que hacíamos mucho, claro. El SIR era un arma estupenda para el combate cuerpo a cuerpo, incluso sin el pincho, y, si se suma todo lo bueno que tenía, está claro por qué siempre nos referíamos a él, respetuosamente, como Sir.
Nuestra munición básica era PIE NATO 5.56. PIE son las siglas de
pirotechnically initiated explosive
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. Un diseño excepcional. Estallaban al entrar en el cráneo del zeta y los fragmentos le freían los sesos. No se corría el peligro de entrar en contacto con materia gris infectada y no hacía falta perder el tiempo encendiendo hogueras. Cuando tocaba limpieza de campo no tenías que decapitarlos antes de enterrarlos, sólo excavar la zanja y meter dentro el cadáver.
Sí, era un ejército nuevo, tanto las armas como la gente. El reclutamiento había cambiado, y ser soldado raso era una cosa muy distinta. Seguían con los requisitos de siempre: resistencia física, competencia mental, motivación y disciplina para superar retos difíciles en condiciones extremas; pero todo eso no valía una mierda si no podías soportar la conmoción zeta a largo plazo. Vi a muchos amigos caer por la presión: algunos se derrumbaban, otros se disparaban con sus armas y otros disparaban a sus compañeros. No tenía que ver con la valentía ni nada por el estilo. Una vez leí una guía de supervivencia de la aviación británica que hablaba sobre la personalidad del «guerrero»: se suponía que tu familia tenía que ser estable tanto económica como emocionalmente y que ni siquiera debían atraerte las chicas cuando eras muy joven. [Gruñe.] Guías de supervivencia… [Agita la mano fingiendo que se masturba.]
En cuanto a las caras nuevas…, podrían haber sido de cualquier parte: tu vecino, tu tía, ese pobre profe sustituto o ese patán gordo y vago de Tráfico. Desde un antiguo vendedor de seguros a un tío que seguro que era Michael Stipe, aunque nunca conseguí que lo reconociera. Supongo que tenía sentido; cualquiera que hubiese llegado vivo hasta aquel punto, estaba capacitado, porque, en cierto sentido, todos eran veteranos. Mi colega, la hermana Montoya, de cincuenta y dos años, había sido monja; supongo que todavía lo era. A pesar de medir metro sesenta y estar escuchimizada, había protegido a toda su clase de los domingos durante nueve días, armada tan sólo con un candelabro de hierro de dos metros. No sé cómo conseguía cargar con su mochila, pero lo hizo, y sin quejarse, desde nuestra zona de reunión de Needles hasta nuestro lugar de contacto, a las afueras de Hope, en Nuevo México.
Hope, sí, esperanza. En serio, así se llamaba la ciudad.
Dicen que los jefazos la escogieron por el terreno llano y despejado, con desierto delante y montañas detrás. Al parecer, era perfecto para un combate abierto, y el nombre no tenía nada que ver. Sí, ya.
Estaba claro que los jefes querían que aquella operación de prueba saliese como la seda. Era el primer combate importante en tierra que habíamos librado desde Yonkers; uno de esos momentos en los que se juntan muchas cosas distintas, ya sabes.
¿
Un momento crítico
?
Sí, eso creo. La gente nueva, las cosas nuevas, el entrenamiento nuevo, el plan nuevo… Se suponía que todo tenía que combinarse para aquel enorme lanzamiento inicial.
Nos habíamos encontrado con un par de docenas de emes por el camino. Los perros los localizaban y sus cuidadores los derribaban usando armas con silenciador, porque no queríamos atraer a demasiados antes de estar listos. Queríamos que la pelea siguiese nuestras reglas.
Empezamos a planificar nuestro «huerto»: estacas de protección con cinta fluorescente en filas, cada diez metros. Nos servían para marcar el alcance, para saber exactamente dónde apuntar. Algunos también realizábamos tareas sencillas, como limpiar el terreno o disponer las cajas de munición.
Los demás tenían que limitarse a esperar sin hacer nada, salvo picar algo, recargar las mochilas de hidratación o incluso echar un sueñecito, si es que conseguíamos dormirnos. Habíamos aprendido mucho desde Yonkers, y los jefes nos querían descansados; el problema era que eso nos daba mucho tiempo para pensar.
¿Has visto la
peli
que hizo Elliot sobre nosotros? La escena de la fogata, con los soldados venga soltar frases ingeniosas, las historias y los sueños para el futuro, incluso ese tío con la armónica… Chaval, no tenía nada que ver. En primer lugar, era mediodía, así que no había ni fogatas ni armónicas bajo las estrellas, y todos estaban muy callados. Sabías que todos pensaban lo mismo: «¿Qué coño hacemos aquí?». Estábamos en zombilandia, y, por nosotros, podían quedársela. Nos habían dado muchas charlas sobre «el futuro del espíritu humano», habíamos visto el discurso del presidente Dios sabe cuántas veces, pero el
presi
no estaba allí, delante de los zetas. Las cosas nos iban bien al otro lado de las Rocosas, ¿qué coño hacíamos allí fuera?
Sobre las trece horas, las radios empezaron a graznar; eran los cuidadores de los perros que habían establecido contacto. Nos preparamos, cargamos y ocupamos nuestros puestos en la línea de tiro.