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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (38 page)

BOOK: Guerra y paz
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—Si aquí nos ordenan echaros, os echaremos —decía Dólojov.

—Cuidaos de que no os apresemos con todos vuestros cosacos —dijo el granadero francés.

Los espectadores y oyentes franceses se echaron a reír.

—Os obligaremos a bailar como bailasteis con Suvórov.

—¿Qué pía ese ahí? —preguntó un francés.

—Una historia antigua —dijo otro dando por hecho que se trataba de guerras anteriores.

—El emperador le enseñará lo que es bueno a vuestro Suvará y a los demás.

—Bonaparte... —iba a comenzar Dólojov, pero el francés le interrumpió.

—¡Nada de Bonaparte, es el emperador! —gritó enfadado.

—¡Que el diablo le lleve!...

Y Dólojov en ruso, groseramente, como un soldado, le injurió y habiendo recogido su fusil se alejó.

—Vamos, Iván Lukich —le dijo al comandante.

—Mira cómo habla en franchute —dijeron los soldados de las líneas de tiradores—. ¡Ahora tú, Sídorov!

Sídorov hizo un guiño y dirigiéndose a los franceses comenzó a escupirles rápidamente palabras incomprensibles: Carí, malá, musiu, poscavilí, muter, cascá, musite —decía él tratando de dar una entonación expresiva a su charla.

—Jo, jo, jo, ja, ja, ja, ju, ju —se extendió entre los soldados el estrépito de una carcajada tan alegre y tan sana que involuntariamente se traspasó a las filas de los franceses y parecía que después de esto había que descargar lo antes posible los fusiles, hacer saltar las minas e irse lo más rápido posible cada uno a su casa. Pero los fusiles continuaron cargados, las aspilleras en las casas y en las fortificaciones siguieron mirando amenazadoramente hacia delante e igual que antes, los cañones se quedaron bajados de sus avatrenes y amenazándose unos a otros.

XVII

«B
UENO
—se dijo a sí mismo el príncipe Andréi—, el ejército ortodoxo no es tan malo. No parece en absoluto malo... en absoluto, en absoluto.»

Habiendo recorrido toda la línea del ejército, desde el flanco derecho al izquierdo, subió a las baterías desde las que según palabras del oficial superior que le había acompañado se podía ver todo el campo. Allí bajó del caballo y se detuvo en el último de los cuatro cañones. Por delante de los cañones paseaba sin cesar un artillero que se puso firme ante la vista de un oficial, pero que al hacerle una señal recuperó su indiferente y aburrido paseo. Por detrás de los cañones estaban los carros y aún más atrás los postes para atar los caballos y las hogueras de los artilleros. A la izquierda, cerca del último cañón, había una cabaña que se había construido hacía poco desde la que se oían las animadas voces de unos oficiales.

Realmente desde la batería se cubría la vista de casi toda la disposición de las tropas rusas y de una gran parte de las del enemigo. Directamente enfrente, en el perfil del montecillo opuesto, se veía la aldea de Schengraben, a la derecha y a la izquierda se podían diferenciar en tres asentamientos, entre el humo de las hogueras, las masas de las tropas francesas de las que era evidente que una gran parte se encontraba en la misma aldea y tras la montaña. A la derecha de la aldea, en el humo, parecía haber algo similar a una batería pero a simple vista no se podía distinguir bien. Nuestro flanco derecho estaba dispuesto en una elevación bastante empinada sobre las posiciones francesas. Nuestra infantería estaba situada allí y al final se podían ver los dragones. En el centro, donde se encontraba la batería de Tushin desde la que el príncipe Andréi observaba la posición, estaba la pendiente y la cuesta más suave y directa hacia el arroyo que separaba nuestras tropas de Schengraben. A la izquierda nuestros ejércitos estaban contiguos a un bosque donde humeaban las hogueras de la infantería que cortaba leña. La línea de los franceses era más larga que la nuestra y estaba claro que los franceses podían rodearnos por ambos lados y atacar; en el centro, tras nuestra posición, había un barranco hondo y escarpado por el cual sería difícil la retirada de la artillería y la caballería. El príncipe Andréi se acodó sobre un cañón y sacando su libreta se apuntó el plan de distribución de las tropas. Hizo anotaciones a lápiz en dos sitios con la intención de, en caso necesario, comunicarle al propio Bagratión, o al oficial del séquito que se encontrara con él, sus dudas acerca de la corrección de la distribución de las tropas. Pensó, lo primero, en concentrar toda la artillería en el centro y, lo segundo, en llevar a la caballería hacia atrás, al otro lado del barranco. El príncipe Andréi, que estaba siempre con el comandante en jefe siguiendo los movimientos de las masas y las disposiciones generales y ocupándose continuamente de la descripción histórica de la batalla, en la acción que se avecinaba consideraba inconscientemente el futuro acontecer de las acciones de guerra solo en líneas generales. Solo concebía dos grandes eventualidades del tipo siguiente:

«Si el enemigo se lanza al ataque sobre el flanco derecho —se decía a sí mismo—, los granaderos de Kíev y los cazadores de Podolsk van a tener que mantener su posición hasta que los reservas del centro lleguen hasta ellos. En este caso los dragones pueden golpear en el flanco y arrollar al enemigo. En el caso de ataque en el centro pondremos a esa altura la batería central y bajo su protección ceñiremos el flanco izquierdo y retrocederemos escalonadamente hasta el barranco...» Todo el rato que estuvo en la batería al lado de los cañones no cesó de escuchar las voces de los oficiales, que hablaban en la tienda, pero, como ocurre con frecuencia, no entendía una palabra de lo que hablaban. Recordando a los mariscales Laudon, Suvórov, Friedrich, Bonaparte y sus batallas y tomando en consideración la disposición de las tropas que tenía ante sí, como si fueran solamente cañones carentes de alma, él, analizando en su imaginación diferentes composiciones y supuestos, afianzaba su pensamiento con palabras francesas. De pronto el sonido de una voz proveniente de la cabaña le sorprendió tanto por su tono cordial y directo que comenzó a prestar atención. Era evidente que los oficiales se habían enfrascado en una charla cordial y filosofaban.

—No, querido —decía una voz agradable y que al príncipe Andréi le pareció conocida—, yo digo que si pudiera saberse lo que vendrá después de la muerte nadie de entre nosotros la temería. Es así, querido.

Otra voz más juvenil le interrumpió.

—Temas o no temas, de todos modos no puedes escapar de ella...

—¡Y aun así se teme! Vosotros sois muy listos —dijo una tercera voz varonil interrumpiendo a ambos—. Vosotros sois artilleros y muy listos porque podéis llevar todo con vosotros, el vodka y los entremeses.

El propietario de la voz viril, que evidentemente era un oficial de infantería, se echó a reír. Los artilleros siguieron discutiendo.

—Y aun así se teme —continuó el primero.

—Se teme a lo desconocido, a eso. Por mucho que te digan que el alma va al cielo... pues nosotros sabemos que no hay cielo, que solo existe la atmósfera.

De nuevo la voz viril interrumpió al artillero.

—Bueno, invítanos a probar tus hierbas, Tushin —dijo él.

«Ah, este es ese mismo capitán que estaba sin botas en la tienda del cantinero», pensó el príncipe Andréi reconociendo la agradable voz que filosofaba.

—¡Eh, tú! —gritó el oficial de infantería—. ¡Aliosha! Hermano, trae los entremeses de las cajas de municiones.

—Venga, venga —afirmó la voz del artillero—, y una pipa para mí por eso.

O bien al que había pedido el vodka y los entremeses le dio vergüenza, o al otro le dio miedo que pensaran que tacañeaba, pero ambos callaron.

—Mira, llevas hasta libritos contigo —dijo la burlona voz masculina.

—Hay algo escrito sobre las circasianas.

Comenzó a leer casi sin poder contener la risa que a él mismo avergonzaba, pero que no podía evitar.

«Las circasianas son famosas por su belleza y son dignas de su fama por su sorprendente blancura...»

En ese instante se escuchó un silbido en el aire; más y más cerca, más deprisa y más alto, más alto y más deprisa; y una bala, como si no hubiera terminado de decir todo lo que era necesario, con una fuerza inhumana, haciendo saltar chispas, calló en la tierra cerca de la cabaña. Fue como si la tierra gritara a causa del terrible golpe. En ese instante saltó antes que nadie de la cabaña el pequeño Tushin con la pipa en un lado de la boca, su rostro bondadoso e inteligente estaba ligeramente pálido. Tras él salió el dueño de la voz viril, un oficial de infantería que salió corriendo hacia su compañía, abrochándose por el camino.

XVIII

E
L
príncipe Andréi se quedó en la batería sin desmontar, mirando a las tropas francesas. Sus ojos erraban sin saber dónde posarse por el amplio espacio. Solo veía que la anteriormente inmóvil masa de franceses comenzaba a agitarse y que a la izquierda había realmente una batería. El humo aún no se había disipado sobre ella. Dos franceses a caballo, probablemente ayudantes de campo, galopaban por la montaña. Bajo la montaña, tal vez para reforzar las filas, se movía una pequeña columna de enemigos que se podía ver muy claramente. Aún no se había disipado el humo del primer disparo cuando se vio un nuevo humo y un disparo. La batalla había comenzado. El príncipe Andréi dio la vuelta al caballo y volvió a galope a Grunt a buscar al príncipe Bagratión. Tras de sí escuchó que el bombardeo se volvía más intenso y más sonoro. Era evidente que los nuestros comenzaban a responder. Abajo, en el sitio en el que se habían acercado antes los parlamentarios, se escucharon descargas de fusiles.

Lemarrois acababa de llegar con la severa carta para Murat de Bonaparte y el avergonzado Murat, deseando reparar su error, en ese mismo momento hizo avanzar a sus tropas por el centro y las hizo rodear por ambos flancos, deseando ya para la tarde, para llegada del emperador, haber aplastado al insignificante destacamento que tenía frente a sí.

«¡Ha comenzado! ¡Aquí está!», pensó el príncipe Andréi sintiendo que la sangre comenzaba a afluirle al corazón. Al pasar entre las compañías que comían rancho y bebían vodka un cuarto de hora antes, vio por doquier el mismo rápido movimiento de soldados que escogían sus armas y formaban y en todos los rostros reconoció ese sentimiento de agitación que había en su corazón. «Ha comenzado. ¡Aquí está! ¡Terrible y alegre!», decían los rostros de cada soldado y oficial con el que se encontraba. Sin haber conseguido aún llegar a las fortificaciones en construcción, divisó en la sombría luz de la tarde del día otoñal unos jinetes que galopaban a su encuentro. El primero, vestido con levita de general, burka
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y un gorro de astracán, montaba un caballo blanco. Era el príncipe Bagratión con su séquito. El príncipe Andréi se detuvo para esperarle. El príncipe Bagratión detuvo su caballo y al reconocer al príncipe Andréi le saludó con la cabeza. Continuó mirando hacia delante mientras el príncipe Andréi le relataba lo que había visto.

La expresión de «¡Ha comenzado! ¡Aquí está!» también se reflejaba en el rostro firme y bronceado del príncipe Bagratión con los ojos entrecerrados y turbios como si no hubiera dormido. El príncipe Andréi, con intranquila curiosidad, miraba a ese rostro inmóvil y quería saber si pensaba y sentía y qué era lo que pensaba y sentía ese hombre en aquel momento. «¿Hay algo tras ese rostro inmóvil?», se preguntaba a sí mismo el príncipe Andréi, mirándole. El príncipe Bagratión afirmó con la cabeza en señal de acuerdo con las palabras del príncipe Andréi y dijo «bien» con una expresión tal como si todo lo que había sucedido y lo que le comunicaban fuera precisamente lo que él ya preveía. El príncipe Andréi, sofocado por la rápida cabalgata, hablaba con premura. El príncipe Bagratión pronunciaba las palabras con su acento oriental con especial lentitud como sugiriendo que no había que apresurarse. Sin embargo espoleó su caballo al galope en dirección a la batería de Tushin. El príncipe Andréi, junto con el séquito, le siguieron. Tras el príncipe Bagratión iba un oficial del séquito, el ayudante personal del príncipe Zherkov, un ordenanza, el oficial superior de servicio sobre un hermoso caballo inglés, un funcionario civil, un auditor que para saciar su curiosidad había solicitado acudir a la batalla y otros cargos menores, cosacos y húsares. El auditor, un hombre grueso, de rostro orondo con una ingenua sonrisa de alegría, miraba a su alrededor bamboleándose sobre su caballo con un extraño aspecto a causa de la ropa que vestía, sentado entre húsares, cosacos y ayudantes de campo.

—Mire, príncipe, quiere ver la batalla —le dijo Zherkov a Bolkonski señalando al auditor—, pero ya le ha empezado a doler el pecho.

—Basta ya —dijo el auditor con una resplandeciente, ingenua y a la vez astuta sonrisa, como si le resultara halagüeño ser el objeto de las bromas de Zherkov y como si intentara a propósito parecer más tonto de lo que era.

—Muy divertido, mi señor príncipe —dijo el oficial superior de servicio. (Recordaba que en francés el título de príncipe se decía de una manera particular, pero no pudo dar con ello.)

En ese momento ya todos se habían acercado a la batería de Tushin y frente a ellos impactó un proyectil.

—¿Qué es lo que ha caído? —preguntó el auditor sonriendo cándidamente.

—Galletas francesas —dijo Zherkov.

—¿Quiere decir que matan con eso? —preguntó el auditor—. ¡Qué horror!

Y parecía casi deshacerse de satisfacción. Apenas había terminado de hablar cuando resonó inesperadamente un silbido que de pronto se interrumpió con el estrépito de haber golpeado en algo líquido, y p-p-p-pum, un cosaco que iba a la derecha y detrás del auditor se desplomó con su caballo en el suelo. Zherkov y el oficial superior de servicio se inclinaron sobre la silla y dieron la vuelta a los caballos para seguir adelante. El auditor se detuvo frente al cosaco mirándolo con atenta curiosidad. El cosaco estaba muerto, el caballo aún se debatía.

—¿Qué? Habría que levantarle —dijo con una sonrisa. El príncipe Bagratión miró entornando los ojos y al ver la causa de la turbación se dio la vuelta indiferente como si dijera: no vale la pena entretenerse con estupideces. Detuvo su caballo con maneras de buen jinete, se inclinó ligeramente y arregló su espada, que se le había enganchado en la burka. La espada era antigua, diferente de las que se llevaban entonces. El príncipe Andréi recordó un relato en el que se contaba que Suvórov en Italia le regaló su espada a Bagratión y en ese instante le resultó especialmente agradable ese recuerdo. Se acercaron a la misma batería en la que había estado Bolkonski, mirando el campo de batalla.

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