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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (41 page)

BOOK: Guerra y paz
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—¡Estamos rodeados! ¡Nos han cortado la retirada! ¡Estamos perdidos! —se oían las sofocadas voces de los que huían.

Los franceses no atacaron de frente sino que rebasaron nuestro flanco izquierdo por la derecha y golpearon (como escriben en las crónicas) al regimiento de Podolsk, que se encontraba frente al bosque y del cual una gran parte estaba internado en él buscando leña. «Golpearon» significaba que los franceses acercándose al bosque dispararon al lindero en el que se divisaba a tres soldados rusos que recogían leña. Los dos batallones de Podolsk se mezclaron y corrieron hacia el bosque. Los que recogían leña se mezclaron con los que huían, lo que aumentó el desorden. Después de atravesar corriendo el bosque, que no era muy profundo, y de llegar al campo que se encontraba al otro lado continuaron corriendo en total desorden. El bosque, que se encontraba situado en el medio de la distribución de nuestro flanco izquierdo, fue tomado por los franceses, con lo que el batallón de Pavlograd fue partido en dos por ellos y para unirse al destacamento debía irse completamente a la izquierda y expulsar a la fila enemiga que le cerraba el paso. Pero las dos compañías que estaban en nuestra avanzadilla, parte de los soldados que se encontraban en el bosque y el propio comandante del regimiento, tenían las vías cortadas por los franceses. Tenían que o bien subir a la colina de enfrente y a la vista, bajo el fuego francés, rodear el bosque, o bien atravesarlo. El comandante del regimiento, en el preciso instante en el que oyó detrás los disparos y los gritos, comprendió que algo terrible le estaba sucediendo a su regimiento y el pensamiento de que él, un oficial ejemplar, con veintidós años de servicio y que nunca había sido culpable de nada, pudiera ser considerado culpable ante el mando de incompetencia o de falta de iniciativa, le afectó de tal modo que en ese momento, olvidándose del indómito coronel de caballería y de su rango de general y lo más importante, olvidándose completamente del peligro y del instinto de conservación, agarrándose del arco de la silla y espoleando el caballo, galopó hacia el regimiento bajo la lluvia de balas que afortunadamente no le alcanzó. Solo deseaba una cosa, saber qué sucedía y reparar, costara lo que costase el error si era suyo y que no le culparan a él, un oficial ejemplar, emérito, del que nunca habían tenido queja.

Consiguió pasar felizmente entre los franceses, llegó galopando al campo que había tras el bosque por el que corrían los nuestros, que sin escuchar las órdenes huían cuesta abajo. Llegó ese instante de vacilación moral que decide la suerte de la batalla: ¿escuchará esta desordenada multitud de soldados la voz de su comandante o después de mirarle correrán lejos?

A pesar de los desesperados gritos de la antes tan amenazadora para los soldados voz del comandante del regimiento, a pesar del colérico, amoratado y demudado rostro del comandante y del batir de su sable, los soldados seguían corriendo, gritando, disparando al aire y sin atender a las órdenes.

La vacilación moral que decide la suerte de una batalla se inclinaba evidentemente a favor del miedo.

—¡Capitán Máslov! ¡Teniente Pletnev! ¡Muchachos, adelante!

—¡Moriremos por el zar! —gritaba el comandante del regimiento—. ¡Hurra!

Un pequeño grupo de soldados se arrojó hacia delante tras su general, pero de nuevo se detuvo y comenzó a disparar. El general se puso a toser a causa de sus gritos y el humo de la pólvora, y se detuvo en medio de los soldados. Todo parecía perdido; pero en ese instante los franceses que avanzaban sobre los nuestros de pronto se lanzaron a la fuga, se ocultaron de los linderos del bosque y en este aparecieron tiradores rusos. Era la compañía de Timojin, que era la única que se mantenía en orden en el bosque y escondida en una trinchera atacó inesperadamente a los franceses. Timojin cayó sobre los franceses con unos gritos tan desesperados y con tan demente y ebria determinación corrió hacia el enemigo con un sable, que los franceses, sin tener tiempo de volver en sí, arrojaron las armas y huyeron. Dólojov que corría casi a la par que Timojin mató de un disparo a quemarropa a un francés y cogió del cuello a un oficial que se entregaba. Los soldados rusos que huían regresaron, se reunieron los batallones y los franceses, que habían dividido en dos las tropas del flanco izquierdo fueron momentáneamente rechazados.

El comandante del regimiento se encontraba con el mayor Ekonómov en el puente, dejando pasar junto a ellos las compañías que se retiraban, cuando se le acercó un soldado y con descaro, para llamar su atención, le cogió de las riendas y casi se apoyó en él. El soldado llevaba un capote de paño azul, no llevaba ni mochila ni chacó, tenía la cabeza vendada y cruzándole el pecho llevaba una cartuchera francesa. En las manos sostenía el sable de un oficial francés. El soldado era guapo, sus ojos azules miraban con descaro al rostro del comandante y su boca sonreía. A pesar de que el comandante del regimiento estaba ocupado en darle las órdenes al mayor Ekonómov no pudo evitar prestar atención a este soldado.

—Su Excelencia, aquí tiene dos trofeos —dijo Dólojov señalando a la espada francesa y a la cartuchera—. Hice prisionero a un oficial. Detuve a la compañía. —Dólojov respiraba pesadamente a causa del cansancio; hablaba entrecortadamente—. Los nuestros mataron después al oficial a bayonetazos. Toda la compañía es testigo. Le ruego que lo recuerde, Excelencia.

—Bien, bien —dijo el comandante del regimiento y se volvió hacia el mayor Ekonómov. Pero Dólojov no se alejó, se desató el pañuelo, se lo quitó y la sangre comenzó a manar por su amplia y hermosa frente sobre los cabellos que estaban pegados por la sangre.

—Una herida de bayoneta y aun así me quedé en el frente.

El general se alejó sin escuchar a Dólojov. Nuevas columnas de franceses se acercaban al molino.

—No se olvide, Excelencia —gritó Dólojov y atándose el pañuelo a la cabeza fue tras los soldados que se retiraban.

XXII

S
E
habían olvidado de la batería de Tushin y solamente al final de la batalla y dado que continuaba escuchando cañonazos en el centro el príncipe Bagratión envió allí al oficial superior de guardia y después al príncipe Andréi para ordenar a la batería que se retirara lo antes posible. Los soldados de cobertura que se encontraban junto a los cañones de Tushin habían sido retirados por orden de alguien en medio de la acción, pero la batería continuaba disparando y no había sido tomada por los franceses solamente porque el enemigo no podía distinguir entre el humo si tenían o no tenían cobertura y no podía suponer que cuatro cañones sin protección tuvieran la audacia de disparar. Bien al contrario, por la energética actividad de esta batería pensaban que ahí en el centro estaban reunidas las principales fuerzas de los rusos, y en dos ocasiones trataron de atacar ese punto y ambas veces fueron rechazados por los disparos de metralla.

Poco después de que se marchara el príncipe Bagratión, Tushin pudo incendiar Schengraben.

—¡Mira cómo se han asustado! ¡Arde! ¡Mira ese humo! ¡Bien hecho! ¡Humo, humo! —decían los artilleros animándose.

Todos los cañones disparaban en dirección al incendio sin que nadie se lo hubiera ordenado. Como si se azuzaran con cada disparo los soldados gritaban: «¡Bien hecho! ¡Así, así! ¡Fíjate! ¡Bien!». El incendio, propagado por el viento, se extendía rápidamente. Las columnas francesas que estaban en la aldea retrocedieron, pero como si de un castigo por esta derrota se tratara, el enemigo dispuso, a la derecha de la aldea en el mismo montecillo del molino donde el día anterior por la mañana se encontraba la tienda de Tushin, diez cañones y comenzó a disparar con ellos a Tushin.

A causa de la infantil alegría que les causara el incendio y el frenesí de los acertados disparos sobre los franceses, nuestros artilleros no repararon en esta batería hasta que dos balas y después otras cuatro más cayeran entre los cañones y una derribara dos caballos y otra le arrancara la pierna a uno de los porteadores de las cajas. Una vez consolidada, la animación no se debilitó y solamente cambió de carácter. Los caballos fueron sustituidos por otros de la cureña de reserva, los heridos fueron retirados y los siete cañones se dirigieron contra la batería de diez cañones. Un oficial amigo de Tushin había muerto al inicio de la batalla y en el transcurso de una hora de cuarenta soldados habían caído diecisiete y uno de los cañones no podía ya disparar; pero aun así los artilleros estaban alegres y animados. Dos veces repararon en que por debajo de ellos, cerca, se divisaban los franceses y entonces les dispararon con metralla.

Un hombre de baja estatura con movimientos débiles y torpes que le pedía constantemente al asistente
una pipa por esto
como él decía y desparramaba lumbre de esta, corría hacia delante y miraba a los franceses haciendo visera con su pequeña mano.

—¡Destruidlos, muchachos! —decía y él mismo agarraba los cañones y aflojaba los tornillos. Entre el humo, rodeado de los incesantes disparos que le obligaban a que sus débiles nervios se estremecieran, Tushin, sin soltar su pipa, cojeando de un cañón a otro y a las cajas de la munición, bien apuntando, calculando los proyectiles o disponiendo que sustituyeran y retiraran a los caballos muertos y heridos, gritaba con su voz débil tonante e indecisa. Su rostro se animaba más y más. Solo cuando mataban o herían a alguien fruncía el ceño y gemía como de dolor y apartándose del herido gritaba enfadado a los soldados que como siempre se demoraban en levantar al herido o al muerto. Los soldados, en su mayor parte jóvenes apuestos (como siempre ocurre en las compañías de artilleros, dos cabezas más altos que su oficial y el doble de anchos que él), todos, como niños que se encontraran en una situación comprometida, miraban a su comandante y la expresión que había en su rostro influía invariablemente en los rostros de ellos.

A causa del terrible rumor, ruido, necesidad de atención y de actividad, Tushin no experimentaba ni la más mínima sensación de miedo, y el pensamiento de que podían matarle o herirle gravemente no se le pasaba por la cabeza. Al contrario, se fue alegrando más y más y convenciéndose cada vez más de que no podían matarle. Le parecía que ya hacía mucho tiempo, tal vez ayer, había tenido lugar ese momento en el que divisara al enemigo e hiciera el primer disparo y que ese pedacito de campo en el que se encontraba ya hacía mucho que lo conocía, era un lugar familiar. A pesar de que él recordaba, tenía en cuenta y hacía todo lo que puede hacer el mejor de los oficiales en su situación, se encontraba en un estado similar al delirio febril o a la borrachera. Tras los sonidos de sus cañones que le rodeaban por todas partes, tras el silbido y los golpes de los proyectiles enemigos, tras la visión de los artilleros sudorosos, sonrojados, que se apresuraban alrededor de las piezas, tras la vista de la sangre de soldados y caballos, tras la visión de los humos del enemigo en ese lado del que después de cada disparo volaba una bala que golpeaba en la tierra, en un soldado, en una pieza o en un caballo, tras la visión de estos objetos, él se formaba en la cabeza su mundo fantástico en el que consistía su deleite en ese instante. Los cañones enemigos no eran cañones sino pipas de las cuales en espaciadas bocanadas liberaba humo un fumador invisible.

—Mira, disparó otra vez —decía para sí Tushin en un susurro, cuando surgía de la montaña una bocanada de humo que el viento arrastraba hacia la izquierda—, ahora a esperar la pelota para enviarles otra.

—¿Qué ordena, Su Excelencia? —le preguntó un artillero que se encontraba cerca de él y que le había escuchado musitar algo.

—Nada, una granada... —respondió él.

«Dale duro, querida Matvevna», se decía a sí mismo. En su imaginación Matvevna era el gran cañón de uno de los extremos, de vieja fundición. Los franceses, alrededor de sus armas, le parecían hormigas. Un apuesto beodo, el primero del cañón número dos, era en su imaginación el
tío
; Tushin le miraba con más frecuencia que a los demás y se alegraba de cada uno de sus movimientos. El sonido a veces amortiguado y que de nuevo se intensificaba, de las descargas de fusiles bajo la montaña, le parecía la respiración de alguien. Escuchaba el apagarse y reanudarse de esos sonidos.

«Mira, de nuevo ha comenzado a respirar, ha comenzado a respirar», decía para sí.

Él mismo creía ser de enorme estatura, un hombre vigoroso que arroja con ambas manos balas sobre los franceses.

—¡Vamos, Matvevna, mamaíta, no te rindas! —decía él alejándose del cañón cuando en su cabeza resonó una voz ajena, desconocida.

—¡Capitán Tushin! ¡Capitán!

Tushin miró asustado. Era el oficial superior que le había echado de Grunt. Este le gritó con voz sofocada:

—¡¿Es que se ha vuelto loco, señor mío?! Le han ordenado retirarse dos veces y usted...

«Pero ¿qué tienen contra mí?», pensó Tushin mirando con temor al mando.

—Yo... no... —comenzó a decir llevándose los dedos a la visera—. Yo...

Pero el coronel no pudo terminar de decir todo lo que quería. Un proyectil que pasó cerca le obligó a inclinarse sobre el caballo. Calló y tan pronto quiso decir otra cosa cuando otro proyectil le detuvo. Dio la vuelta al caballo y volvió atrás al galope.

—¡Retiraos! ¡Retiraos todos! —gritó él desde lejos.

—¡No quiere que..! —dijo Tushin. Un minuto después llegó un ayudante de campo con la misma orden. Era el príncipe Andréi. Lo primero que vio al llegar a la zona que ocupaban los cañones de Tushin fue un caballo desenganchado con la pata destrozada que relinchaba alrededor de los caballos de los tiros. De su pata manaba sangre como de una fuente. Entre los avatrenes había unos cuantos terribles objetos: los cuerpos de los muertos. El caballo del príncipe Andréi pasó junto a uno de ellos y él involuntariamente vio que no tenía cabeza, pero que la mano con los dedos medio doblados parecía viva. Mientras se acercaba volaron sobre él un proyectil tras otro. Sintió que un estremecimiento nervioso recorría su espalda. Estaba moral y físicamente agotado. Pero el solo pensamiento de que tenía miedo le sirvió de nuevo para animarse. «Yo no puedo tener miedo.» Dio la orden y no se alejó de la batería. Decidió que desmontaran los cañones de la posición delante de él y se los llevaran. El príncipe Andréi bajó del caballo, y junto con Tushin, caminando entre los cadáveres y bajo el terrible fuego de los franceses, se encargó de la recogida de los cañones.

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