Iba a la casa del príncipe y en cada ocasión se decía: «Es necesario que finalmente la comprenda y me dé cuenta de quién es ella. ¿Me engañaba antes o me engaño ahora? No, no es estúpida, es una mujer muy hermosa —se decía a sí mismo—. No se equivoca nunca en nada, nunca dice nada necio. Habla poco, pero lo que dice siempre es claro y directo. Así que no es tonta. Nunca se turba. Así que no es una mujer estúpida».
Le sucedía a menudo que empezaba a conversar con ella, a pensar en voz alta, y ella siempre le respondía o bien con un breve y oportuno razonamiento, que le mostraba que lo que decía no le interesaba, o bien con una silenciosa sonrisa y una mirada que mostraban aún más perceptiblemente su superioridad. Ella tenía razón al considerar absurdos todos esos razonamientos en comparación con esa sonrisa. Siempre le recibía con alegría y confianza, solo a él le prodigaba esa sonrisa en la que había un mayor significado que en las demás sonrisas que siempre embellecían su rostro. Todo estaba bien. Pierre sabía que todos estaban esperando solamente que él dijera por fin una palabra, cruzara la frontera, y él sabía que tarde o temprano la cruzaría, pero algún incomprensible terror le impedía el solo pensamiento de dar ese irremisible paso.
Pierre se dijo a sí mismo mil veces durante aquel mes y medio en el que se sentía arrastrado más y más al precipicio que le aterraba: «Pero ¿qué me sucede? Es necesario tener energía. ¿O es que ya no la tengo?». Intentaba hacer acopio de fuerzas morales, pero sentía con horror que en este caso no tenía la energía que sabía que había en él y que realmente tenía. Pierre pertenecía a ese grupo de personas que solo son fuertes cuando se sienten completamente limpias. Y desde aquel día en el que de su apasionada naturaleza se apoderó ese deseo que experimentó al tomar la tabaquera en casa de Anna Pávlovna, un inconsciente sentimiento de culpa que le causaba esa aspiración paralizó su energía. No tenía ayuda de nadie y se acercaba más y más a dar ese paso al que se precipitaba.
El día del santo de Hélène cenaron en casa del príncipe Vasili unos cuantos invitados, de los más cercanos, como decía la madre de la princesa, parientes y amigos. A todos estos parientes y amigos se les dio a entender que en ese día se decidía el destino de la homenajeada. Los invitados se sentaron para la cena. La princesa Kuraguina, madre de Hélène, gruesa, mujer imponente, bella en otro tiempo, se sentaba en el sitio de la anfitriona. A sus dos lados los invitados de honor, un anciano general, su esposa, Anna Pávlovna Scherer. En el otro extremo de la mesa se sentaban los invitados más jóvenes y menos importantes y exactamente allí estaban sentados como personas de la casa Pierre y a su lado Hélène. El príncipe Vasili no cenaba, paseaba alrededor de la mesa con un excelente humor sentándose bien con uno, bien con otro de los invitados, y a cada uno le dirigía despreocupadamente palabras amables a excepción de a Pierre y Hélène, a los que parecía no advertir.
El príncipe Vasili animaba a todos, las velas ardían luminosas, resplandecía la plata y el cristal de los servicios, las galas de las damas y las doradas y plateadas charreteras, alrededor de la mesa el servicio iba y venía con sus rojos caftanes; se escuchaba el sonido de los cuchillos, de las copas y de los platos y el sonido de unas cuantas animadas conversaciones que tenían lugar en la mesa. Se podía oír cómo en un extremo de la mesa un anciano chambelán le aseguraba a una anciana baronesa que sentía por ella un ardiente amor y también la risa de ella, desde otro extremo se escuchaba el relato del infortunio de María Víktorovna, desde otro una invitación para mañana. En el medio de la mesa el príncipe Vasili reunía a varios oyentes y solo se escuchaba su voz. Le contaba a las damas con una burlona sonrisa en los labios la última —del miércoles— sesión del Consejo de Estado a la que se había enviado y en la que Serguei Kuzmich Viazmítinov, el nuevo general gobernador militar de San Petersburgo, había leído el entonces famoso rescripto del emperador Alejandro Pávlovich desde el frente, en el que el emperador, dirigiéndose a Serguei Kuzmich, decía que de todas partes recibía manifestaciones de la lealtad de la nación y que daba las gracias a los habitantes de San Petersburgo por comunicarle su lealtad y que se enorgullecía de gobernar esa nación y que procuraría ser digno de ella.
—Sí, sí, ¿y no leyó más allá de Serguei Kuzmich? —preguntaba, riéndose, una dama.
—Ni una sílaba más —respondió el príncipe Vasili—. El pobre Viazmítinov no pudo de ningún modo leer más allá. Volvió a empezar a leerlo varias veces, pero tan pronto como decía Serguei... se echaba a llorar y ya cuando pronunciaba Ku... zmi... ch le ahogaban los sollozos y no podía continuar y de nuevo sacaba el pañuelo y volvía a decir «Kuzmich» y de nuevo las lágrimas... de modo que propusimos que lo leyera otro.
—Kuzmich... y lágrimas... —repitió otro.
—No sea malo —dijo desde el otro extremo de la mesa, Anna Pávlovna amenazándole con el dedo—, es un gran hombre nuestro buen Viazmítinov...
Todos empezaron a participar en la conversación que se había iniciado en el lado de la mesa en el que se encontraban los invitados de honor, todos parecían estar alegres y bajo la influencia de la más variada animación; solo Pierre y Hélène estaban sentados juntos en silencio prácticamente en el extremo de la mesa; en los rostros de ambos brillaba una resplandeciente sonrisa de vergüenza ante su propia felicidad y por mucho que hablaran, se rieran o bromearan los demás, aunque devoraran con apetito el vino del Rin, el sauté y el helado y aunque evitaran mirar a esta pareja, por mucho que parecieran indiferentes y fingieran no prestarles atención, por alguna razón se percibía que de vez en cuando les dirigían miradas y que la anécdota sobre Serguei Kuzmich y la amenaza y la comida era todo fingido y que toda la atención de los invitados estaba puesta en Pierre y Hélène. El príncipe Vasili representaba los sollozos de Serguei Kuzmich y a la vez dirigía una mirada a su hija y mientras se reía la expresión de su cara decía: «Sí, todo va bien, hoy se decidirá todo». Anna Pávlovna le amenazaba por lo de nuestro buen Viazmítinov y en sus ojos que miraron fugazmente en este momento a Pierre él leía la felicitación por el futuro yerno y por la felicidad de su hija. La madre de la princesa miraba enfadada a su hija ofreciendo vino con un triste suspiro a su vecina como si este suspiro quisiera decir: «Sí, ahora a nosotras no nos queda más que beber vino dulce, querida mía; ahora es tiempo de que estos jóvenes sean así de insolente y provocadoramente felices». El anciano general repetía las palabras de su mujer con desprecio y tristeza, mostrando así la necedad que había en ellas. «No sería así si fuera tan hermosa y amable como esta belleza —pensó él—, y no solo un embuste.» «Y vaya tontería todo lo que estoy contando sobre el despacho de Viena, como si realmente me importara —pensaba el diplomático mirando la felicidad en el rostro de los enamorados—, ¡la felicidad es esto!»
En medio de todos esos insignificantes, menores y artificiales intereses, que ligaban a aquellos invitados, caía el simple sentimiento de atracción mutua entre dos jóvenes hermosos y sanos. Y este verdadero sentimiento humano los apabullaba a todos y planeaba sobre la artificial charla. Las bromas no eran alegres, las noticias a nadie importaban, la animación era visiblemente falsa. No solamente ellos sino los criados, los camareros, parecían sentir lo mismo y se olvidaban del orden al servir los platos, la esbelta, firme y marmórea figura de Hélène y su resplandeciente rostro que de pronto había adoptado para todos un nuevo valor y el rojo y grueso rostro de Pierre desfalleciendo a causa de la pasión contenida. Parecía que hasta las llamas de las velas solo estaban atentas a estos dos rostros felices.
Pierre sintió que era el centro de todo y su situación le alegraba y le cohibía a un tiempo. No veía, ni entendía, ni oía nada. Se encontraba en el estado de un hombre embebido en alguna cuestión importante. Solo de vez en cuando aparecían inesperadamente en su entendimiento pensamientos e impresiones de la realidad.
«¡Así que todo ya ha acabado! —pensaba él—. ¿Y cómo ha sucedido todo esto tan pronto? Ahora sé que esto se ha de cumplir ineluctablemente no solo por ella, ni por mí, sino por todos. Todos lo esperan, están tan convencidos de que va a suceder que no puedo, no puedo estafarles. Pero ¿cómo será? No lo sé», y de nuevo se sumerge en la actividad que roba todas las fuerzas de su voluntad. De nuevo ve bajo sus propios ojos ese rostro, esos ojos, esa nariz y esas cejas y el cuello y el nacimiento del pelo y el pecho. Y de pronto se siente avergonzado por alguna razón. No le resultaba fácil acaparar la atención de todo el mundo, resultar feliz a los ojos de los demás como si fuera Paris el sibarita, poseedor de Elena. Pero es verdad que siempre sucede así y que así es como debe ser. Y de nuevo la escucha, la ve y la siente solo a ella, su proximidad, su respiración, sus movimientos, su belleza. Y le parece que no es ella sino él el que es extraordinariamente bello y esa es la razón por la que todos le miran y él, feliz de la admiración de los demás, saca pecho, levanta la cabeza y se congratula de su suerte. De pronto una voz, una voz de alguien conocido, escuchada por él en la triste y minúscula vida que había vivido antes en la que no había belleza y abnegación, le dice por segunda vez una cosa.
—Te he preguntado cuándo recibiste la carta de Bolkonski —decía la voz del príncipe Vasili—. Qué distraído estás, querido.
El príncipe Vasili sonríe y Pierre ve que todos, todos le sonríen a él y a Hélène.
«Bueno, ¿y qué si ya lo saben todos? —se dice a sí mismo Pierre—, ¿qué sucede? Es la verdad.» Él mismo sonríe, mostrando sus feos dientes, y Hélène sonríe.
—¿Cuándo la recibiste? ¿La envió desde Olmütz? —repite el príncipe Vasili que necesitaba saberlo para resolver una discusión.
«¿Se puede pensar y hablar de tales naderías?», piensa Pierre.
—Sí, de Olmütz —responde él con un suspiro de condolencia hacia todos los que no son él en ese instante.
Después de la cena Pierre condujo a su dama tras los demás a la sala. Los invitados comenzaron a retirarse y algunos se fueron sin despedirse de Hélène como si no quisieran distraerla de su importante ocupación; algunos se acercaron un momento y se fueron rápidamente sin dejarla que les acompañara. El diplomático guardaba silencio tristemente saliendo de la sala. Le parecía que su carrera era toda vanidad en comparación con la felicidad de Pierre. El anciano general gruñó enfadado a su mujer cuando ella le preguntó por su dolor de piernas. «Vaya vieja pirulí —pensó él—. Elena Vasilevna será aún hermosa cuando tenga cincuenta años.»
—Parece que la puedo felicitar —susurró Anna Pávlovna a la madre de la princesa y le estrechó la mano con fuerza—. Si no tuviera migraña me quedaría.
La princesa no respondió nada; le atormentaba la envidia por la felicidad de su hija.
Pierre, durante la despedida de los invitados, estuvo mucho rato sentado con Hélène en la sala. En el último mes y medio se quedaba con frecuencia a solas con ella y nunca le hablaba de amor, pero ahora sentía que era imprescindible y no podía decidirse a dar este último paso. Sentía aún más vergüenza que antes por todo, por estar solo con esa belleza que tanto le atraía, como si al lado de Hélène ocupara un lugar extraño. «Esta felicidad no es para ti —le decía una voz interior—, esta felicidad es para los que no tienen todo lo que tú tienes.» Pero era necesario decir algo y él comenzó a hablar. Le preguntó si había pasado buena tarde. Ella como siempre, con la corrección que la caracterizaba, contestó que ese cumpleaños había sido uno de los más agradables de su vida. Y se puso a hablar de los invitados a la cena y de todos habló bien.
Algunos de los parientes más cercanos aún no se habían ido. Estaban sentados en la sala grande. El príncipe Vasili se acercó a Pierre con paso indolente. Pierre se levantó y dijo que ya era tarde. El príncipe Vasili le miró interrogativa y severamente como si lo que había dicho fuera tan extraño que no pudiera ser entendido. Pero después esa expresión de severidad cambió y el príncipe tomó la mano de Pierre, le hizo sentar y le sonrió con cariño.
—Bueno, ¿qué, Lelia? —se dirigió él en ese preciso instante a su hija con ese descuidado tono de acostumbrada ternura que usan los padres que son cariñosos con sus hijos desde la infancia, pero que el príncipe Vasili había adquirido por medio de la imitación.
Y de nuevo se dirigió a Pierre:
—¡Serguei Kuzmich! ¿No es admirable?
Pierre sonrió, pero su sonrisa evidenciaba que entendía que no era la anécdota sobre Serguei Kuzmich la que en ese instante interesaba al príncipe Vasili; y el príncipe Vasili entendía que Pierre era consciente de ello. De pronto se turbó, murmuró algo de manera antipática y salió. El aspecto de turbación del anciano hombre de mundo conmovió a Pierre, miró a Hélène y ella también parecía encontrarse bastante alterada y diciéndole con la mirada: «Usted es el culpable».
«Hay que dar inevitablemente el último paso, pero no puedo, no puedo», pensaba Pierre y se ponía de nuevo a hablar de trivialidades, de Serguei Kuzmich, preguntó en qué consistía la anécdota, pues no la había oído. Hélène respondió con una sonrisa que ella tampoco lo sabía.
Cuando el príncipe Vasili entró en la sala, la madre de la princesa hablaba en voz baja con una señora mayor acerca de Pierre.
—Por supuesto que es un gran partido, pero la felicidad, querida mía...
—Los matrimonios se hacen en los cielos —respondía la señora.
El príncipe Vasili se fue hasta el otro rincón de la habitación como si no escuchara a las damas, y se tumbó en el diván. Cerró los ojos como si dormitara. Se le cayó la cabeza y se despertó.
—Alina —le dijo a su esposa—, ve a ver qué hacen.
La madre de la princesa fue hacia la puerta y al pasar por ella miró hacia dentro de la sala con gesto indiferente. Pierre y Hélène estaban sentados en la misma posición y conversaban.
—Todo sigue igual —le dijo a su marido.
El príncipe Vasili frunció el ceño, torció la boca hacia un lado, lo cual le daba una expresión iracunda, y de pronto se incorporó, se levantó, echó la cabeza para delante y adoptando la animada y feliz expresión de las grandes ocasiones, cruzó con pasos decididos al lado de las damas y llegó al saloncito. Se acercó alegremente con pasos rápidos a Pierre, su rostro reflejaba tal extraordinaria alegría que Pierre se levantó asustado y le miró.