—Al contrario, ese peinado le favorece mucho a la princesa —dijo Anatole que tenía como principio y costumbre decir cumplidos a las mujeres en cualquier situación. La princesa se ruborizó alegre. Se sentía agradecida a su padre por haber provocado que Anatole le dijera esas palabras.
—Bueno, querido joven príncipe, ¿cómo se llama? —el padre se volvió a Anatole—. Ven aquí, vamos a hablar, conozcámonos. —En la voz de Nikolai Andréevich había ternura, pero la princesa y mademoiselle Bourienne sabían que esa ternura escondía cierta malicia. Realmente el príncipe necesitaba examinar a Anatole y trataba de mostrarse ante su hija en la más relajada de las situaciones.
«Ahora empieza la diversión», pensó Anatole y con una sonrisa alegre y burlona se sentó al lado del anciano príncipe.
—Bueno, parece que ha viajado mucho, querido. En el extranjero la educación es diferente a la que tu padre y yo recibimos, aprendiendo a leer y escribir con un sacristán. Dígame, ¿sirve ahora en el ejército?
—En la caballería de la guardia. —Anatole apenas podía contener la risa.
—¿Y qué, está en el frente?
—Sí, hasta ahora en el frente.
—¿No ha cruzado la frontera con su regimiento?
—Así es, no ha sido necesario, príncipe.
—Mi hijo la ha cruzado. Seguramente todavía extrañas París, dado que te has educado allí, ¿verdad, príncipe Vasili?
—Cómo no extrañarlo, príncipe. —Anatole resoplaba a causa de la risa.
—Bueno, en mis tiempos, cuando estaba en París añoraba Lysye Gory. Pero ahora todo es distinto. Bien, vamos a mi despacho. —Tomó al príncipe Vasili por la mano y se lo llevó consigo.
En el despacho el príncipe Vasili, con su habitual descuido, supo llevar la conversación al tema que le interesaba.
—¿Qué piensas? —dijo el anciano príncipe con enojo—. ¿Que yo la retengo, que no puedo separarme de ella? ¡Se lo imaginan! —dijo enfadado aunque nadie se imaginaba nada—. ¡Por mí, mañana mismo! Solo te digo que quiero conocer mejor a mi yerno. Mañana ante ti le preguntaré a ella si desea casarse, entonces que él se quede. Que se quede y ya veré. —El príncipe resolló—. Que se vaya, me da igual —gritó con el mismo tono estridente con el que había gritado a su hijo en la despedida.
—Le digo sinceramente —dijo el príncipe Vasili con el tono astuto de uno que sabe que la astucia es inútil frente a la sagacidad de su interlocutor—. Usted conoce la naturaleza de la gente. Anatole no es un genio, pero es honrado y un buen muchacho, buen hijo y buen pariente. Se lo digo yo.
—Está bien, está bien, lo veremos.
Como siempre sucede con las mujeres solitarias que pasan mucho tiempo sin ver un hombre, ante la presencia de Anatole, guapo, joven, seguro de sí mismo, tranquilo y un buen muchacho nada tímido, todas las mujeres de la casa del príncipe Nikolai Andréevich se dieron cuenta a un tiempo de que su vida no había sido tal hasta la llegada del joven. Sintieron que la fuerza de pensamiento, sentimiento y observación se había multiplicado en ellas como si su vida, hasta ese momento sumida en la sombra, hubiera sido iluminada por una luz solar muy festiva.
La princesa María ni pensaba ni se acordaba ya de su rostro y su peinado. La visión del bello y franco rostro del hombre que podía, debía ser su marido, atrajeron toda su atención. Le parecía que era bondadoso, valiente, decidido, viril y noble. Estaba convencida de ello. Millares de pensamientos sobre su futura vida de familia asaltaban su imaginación. Los rechazaba tratando de que nadie advirtiera nada y pensaba en que quizá era demasiado fría para con él. «Si pienso en cómo le abrazo y le pido que quiera y comprenda a mi padre como yo le comprendo, si pienso en eso y me imagino ya tan cerca de él involuntariamente bajo los ojos e intento tener una actitud indiferente hacia él, aunque no sepa cuál es la causa, puede pensar que soy fría con él y que no me resulta en absoluto simpático, cuando esto no es cierto, mas al contrario.» Así pensaba la princesa e intentaba mostrarse agradable y verdaderamente cariñosa y confiada.
«Buena muchacha», pensaba Anatole para sí.
Mademoiselle Bourienne, llevada al grado máximo de excitación, pensaba, pero en otro orden de cosas. Por supuesto una muchacha joven y bella, sin una posición clara en el mundo, sin amigos ni parientes y hasta sin patria, no pensaba dedicar toda su vida al servicio del príncipe Nikolai Andréevich, leyéndole libros y acompañando a la princesa María. Mademoiselle Bourienne esperaba desde hacía mucho al príncipe ruso que fuera capaz de apreciarla por encima de las princesas rusas, feas, torpes y mal vestidas, enamorarse de ella y llevarla consigo, al principio a la fuerza y luego, puede hacerse cualquier cosa con un hombre enamorado. Mademoiselle Bourienne conocía una historia que había escuchado a su tía y que luego ella misma había completado, que gustaba de repetir en su imaginación. Era la historia de cómo se le había parecido su pobre madre,
ma pauvre mère
, y le había reprochado el haberse dado a un hombre sin casarse con él. Mademoiselle Bourienne solía conmoverse hasta las lágrimas, contándose en su imaginación esa historia. Y ahora había aparecido
él
, un verdadero príncipe ruso. Pero no la movía ningún propósito, ni siquiera por un momento pensaba en lo que debía hacer. Se sentía emocionada e inquieta. Atrapaba cada mirada, cada movimiento de Anatole y se sentía feliz.
La princesa Liza, como un viejo caballo de batalla que escucha el toque de la trompeta, olvidándose inconscientemente de su embarazo, se preparaba para el acostumbrado galope de coquetería sin ninguna intención o deseo de competir sino con una alegría ingenua y disipada.
A pesar de que en presencia de las mujeres Anatole adoptaba la actitud del hombre que está cansado de la persecución a la que estas le someten, era sensible a la vanidad que le provocaba el placer de sentir que las mujeres se enamoraban de él. Por otro lado empezaba a experimentar, hacia la linda e insinuante mademoiselle Bourienne, ese terrible y feroz sentimiento que se apoderaba de él con asombrosa rapidez y que le inducía a proceder de la manera más ruda y audaz.
Después del té pasaron a la sala de los divanes y solicitaron a la princesa que tocara el clavicordio. Anatole se acodó sobre el clavicordio enfrente de ella, al lado de mademoiselle Bourienne, mirando a la princesa con sus ojos rientes y alegres. La princesa María no podía sostener esa mirada que la emocionaba y la atormentaba al mismo tiempo. Bajaba los ojos pero continuaba sintiéndola. Su sonata preferida la trasladaba a un mundo más poético e íntimo y aquella mirada fija en ella otorgaba a este mundo aún mayor poeticidad. La mirada de Anatole, a pesar de estar detenida en María, no se interesaba por ella sino por los contornos del piececito de mademoiselle Bourienne, que pisaba y tocaba por debajo del fortepiano. Mademoiselle Bourienne también miraba a la princesa y en sus bellos ojos había una expresión también nueva para la princesa María de atemorizada alegría y esperanza.
«¡Cuánto me quiere! —pensaba la princesa María—. ¡Qué afortunada soy y qué feliz puedo llegar a ser con una amiga y un esposo tales! ¿Podrá llegar a suceder?» Y ella miraba su pecho, sus manos, su porte, pero no se atrevía a mirar su rostro, sintiendo que su mirada seguía fija en ella.
Por la noche, cuando se dispusieron a retirarse tras la cena, Anatole besó la mano de la princesa. Ella misma no sabía cómo pudo atreverse, pero miró de frente con sus ojos miopes al ancho y hermoso rostro que se aproximaba. Tras la princesa besó la mano de mademoiselle Bourienne (era algo inadecuado, pero aun así él lo hizo directamente y con seguridad), y mademoiselle Bourienne se sonrojó y miró asustada a la princesa.
«¡Qué encanto! —pensó la princesa—. Teme que yo piense que ella quiere gustarle.» Se acercó a mademoiselle Bourienne y la besó con fuerza.
Cuando Anatole se acercó a besar la mano de la princesita, ella se levantó y se alejó de él.
—¡No, no, no! Cuando su padre me escriba diciéndome que se porta usted bien entonces le daré mi mano a besar. No antes. —Y levantando un dedito y sonriendo salió de la habitación.
Se separaron y excepto Anatole, el culpable de todo lo que pasaba, que se durmió en el mismo instante en que se tumbó en la cama, nadie durmió mucho aquella noche.
«¿Puede que llegue a ser mi marido, precisamente este extraño y apuesto hombre?», pensaba la princesa María y el pánico, que casi nunca sentía, se apoderó de ella, tenía miedo de mirar porque le parecía que había alguien detrás del biombo en las sombras del rincón. Y ese alguien era él, el diablo y él, ese hombre de la frente blanca, las cejas negras y la boca sonrosada. Llamó a la doncella y le pidió que durmiera con ella en la habitación.
Mademoiselle Bourienne paseó largo rato aquella noche por el invernadero, sonriéndose de sus pensamientos y esperando a alguien en vano.
La princesita reñía a la doncella porque su cama no estaba bien hecha. No podía acostarse de lado ni boca abajo. En cualquier posición se encontraba pesada e incómoda. Le molestaba el vientre y se dio cuenta de que le molestaba más que antes, especialmente ahora dado que la llegada de Anatole le había trasladado más vivamente a otros tiempos en los que no lo tenía y se sentía feliz. Estaba enojada y por eso se enfadaba con la doncella. Estaba sentada en una butaca vistiendo una blusa y una cofia. Katia, somnolienta, estaba de pie frente a ella en silencio apoyándose ya en un pie, ya en el otro.
—¿Cómo no le da vergüenza? Por lo menos podría tener piedad de mí —decía la princesita.
El anciano príncipe tampoco dormía. Tijón, con la cabeza vencida por el sueño, escuchaba cómo andaba enojado y resoplaba por la nariz. El anciano príncipe se sentía ofendido por su hija. Era una enorme ofensa y además irreparable porque la ofensa no trataba de él sino de otra persona, otra persona a la que amaba más que a sí mismo. Caminaba para tranquilizarse. Se decía a sí mismo, en su acostumbrado intento de engañarse, que aún no había reflexionado sobre todo ese asunto y que hallaría aquello que fuera más justo y que debiera hacerse, pero en lugar de esto se enojaba cada vez más.
«Al primero que llega se olvida de todo, incluso de su padre, corre, se peina hacia arriba, y menea la cola, no parece la misma. Le hace feliz abandonar a su padre. A pesar de saber que me daría cuenta... Frrrrr —se sonaba con rabia—. ¿Y acaso yo no me doy cuenta de que ese idiota solo mira a Bourienne? A esa hay que ponerla en la calle. ¿Cómo puede tener tan poco orgullo para no darse cuenta? Si no tiene orgullo por sí misma al menos que lo tenga por su padre. Tengo que mostrarle que ese estúpido no piensa en ella y que solo mira a Bourienne. Aunque no tenga orgullo, mi obligación es hacérselo ver...», se dijo a sí mismo.
Diciendo a su hija que se engañaba y que Anatole tenía intención de cortejar a la Bourienne, el anciano príncipe sabía que avivaría el amor propio de María y que habría conseguido su propósito (el deseo de no separarse de su hija) y, por lo tanto, ante este pensamiento se tranquilizó. Llamó a Tijón y comenzó a desnudarse.
«¡Que les lleve el diablo! —pensaba él en el momento en el que Tijón cubría el enjuto y anciano cuerpo con la camisa de dormir—. Yo no les he pedido que vinieran. Han venido a desordenar mi vida. Y no me queda mucha. Hay que sacarlos de aquí a patadas. Al diablo», dijo desde debajo de la camisa.
Tijón conocía la costumbre del príncipe de expresar en ocasiones sus pensamientos en voz alta y por eso permanecía impertérrito ante él.
—¿Se acostaron? —preguntó el príncipe.
Tijón, como todos los criados, conocía por intuición el rumbo de los pensamientos de su señor. Y adivinó que preguntaba por el príncipe Vasili y su hijo.
—Hace tiempo que apagaron las luces.
—Todo esto no sirve para nada, para nada... —dijo apresuradamente el príncipe, e introduciendo los pies en las pantuflas y los brazos en el batín se fue a la cama.
A pesar de que Anatole y mademoiselle Bourienne no se habían dicho nada, ambos entendieron perfectamente que tenían muchas cosas que decirse en secreto y por esa razón, desde por la mañana ambos buscaron la ocasión de verse a solas. Al mismo tiempo que la princesa fue a ver a su padre a la hora de costumbre, mademoiselle Bourienne se encontró con Anatole en el invernadero. Aquel día la princesa iba hacia la puerta del despacho con una especial agitación. Le parecía que todos sabían que ese día se iba a decidir su destino e incluso sabían que ella no pensaba en otra cosa. Creyó verlo en el rostro de Tijón y en el rostro del ayudante de cámara del príncipe Vasili que se encontró cuando llevaba agua caliente y que le hizo una profunda reverencia. «Todos saben lo feliz que soy», pensaba ella.
El anciano príncipe estaba excepcionalmente tierno y cuidadoso. Esa expresión de cuidado de su padre la conocía muy bien la princesa María. Era la misma expresión que su rostro adoptaba cuando apretaba los puños a causa del enojo que le causaba que la princesa María no entendiera la lección, cuando se levantaba y se alejaba de ella y repetía las palabras en voz baja. Él comenzó a conversar con su hija en francés, cosa que raramente hacía.
—Esto no es cosa suya —dijo él sonriendo artificialmente—. Yo se lo transmitiré. Creo que ya ha adivinado —continuó él— que el príncipe Vasili no ha venido y ha traído consigo a su discípulo (por alguna razón el príncipe Nikolai Andréevich llamaba a Anatole el discípulo del príncipe Vasili) para que yo me regale la vista contemplándolo. Ayer me hicieron una propuesta referida a usted. Y como usted ya conoce mis principios se la transmito a usted.
—¿Cómo debo entenderle, padre? —dijo la princesa, palideciendo y sonrojándose y sintiendo que había llegado ese solemne momento en el que habría de decidir su destino.
—¡Cómo entenderlo! —gritó su padre en ruso con enojo—. El príncipe Vasili te encuentra de su gusto como nuera y te pide en matrimonio para su discípulo. ¿Bien?
—No sé cómo usted, padre... —empezó a decir con un susurro la princesa.
—Yo, yo, ¿qué tengo que ver yo? A mí déjenme aparte. Me parece que no soy yo quien va a casarse. ¿Y usted? Sería deseable saberlo.
La princesa advirtió que su padre no miraba el asunto con buenos ojos, pero en ese momento le asaltó el pensamiento de que o se decidía ahora o que nunca se decidiría su destino. Bajó los ojos para no tener que ver la mirada bajo cuyo influjo sentía que no podía pensar y por costumbre podía solo obedecer y dijo: