—¿Dónde se encuentra el príncipe Drubetskoi, alférez? —preguntó él.
El soldado miró al húsar con curiosidad y se acercó a él.
—No hay ningún príncipe Drubetskoi en nuestro batallón. Pregunte en el cuarto batallón, allí hay muchos príncipes, pero en el nuestro ninguno.
—¡El príncipe Drubetskoi! Seguro que está.
—No, Su Excelencia, lo sabré yo.
—Y en la cuarta compañía, el que está con el capitán, ¿no es príncipe? —dijo otro soldado.
—¿Dónde está el príncipe, con el capitán Berg?
—¡Berg, Berg, también está aquí, es verdad! —gritó Rostov—. Te has ganado una moneda de cobre.
La guardia había ido toda la marcha como de paseo haciendo gala de su belleza y disciplina. Las marchas eran cortas, los macutos se llevaban en los carros, las autoridades austríacas preparaban excelentes comidas a los oficiales en todas las jornadas. Los regimientos entraban y salían de las ciudades con música; y toda la marcha (de lo que se enorgullecían los oficiales de la guardia) los soldados iban marcando el paso y los oficiales iban andando en sus puestos. Borís hizo todo el camino con Berg, que era el jefe de su compañía. Toda la marcha supuso para él una alegre ceremonia. Berg y Borís, descansando ya tras la marcha, se encontraban en un limpio cuarto que les habían asignado, bebían té y jugaban al ajedrez sobre la mesa redonda. Borís con su cara ancha y atenta un poco bronceada seguía siendo igual de guapo y elegante en el vestir que en Rusia. Berg en la marcha era más escrupulosamente pulcro aún que en Moscú, era visible que él mismo se admiraba sin cesar de la limpieza y la pulcritud de su batín y de sus arquillas e incluso invitaba a los demás a que apreciaran su pulcritud y le elogiaran por ello. Lo mismo que en Moscú, expulsaba esmerados anillitos de humo como si se tratase de emblema y divisa de su vida y, exhibiendo su pulcritud, cogía con las manos limpias las figuras de ajedrez sentenciando significativamente como sentencian en casos parecidos las personas limitadas, con unas únicas y siempre idénticas palabras.
—Bueno, así es, Borís Serguévich, bueno, así es, Borís Serguévich. —Pero sin acabar de decir las últimas palabras oyó un ruido en el recibidor y vio al oficial de húsares que corría hacia la puerta, al que al principio no conoció.
—Eh, tú, que el diablo te lleve —gritó el oficial de húsares, entrando y provocando incomprensiblemente tanto ruido y alboroto en la habitación como si todo el escuadrón hubiera irrumpido en la misma—. ¡Y Berg también está aquí! Demonios, la guardia. ¡Pero si aquí hay niños!
—Niños, iros a la cama a dormir —continuó Borís, tronando, saltando de la mesa y corriendo al encuentro de Rostov. Con ese sentimiento orgulloso propio de los jóvenes, que temen los caminos trillados y que desean expresar sus sentimientos a su manera, de forma novedosa, diferente a los demás y no como lo hacen a menudo fingidamente los mayores, los dos amigos que se querían tiernamente, se reunieron, se golpearon los hombros, se empujaron, se pellizcaron, dijeron—: «ah, que el diablo te lleve» —se abrazaron, no se besaron, no se dijeron palabras cariñosas el uno al otro. Pero a pesar de esta falta de muestras de cariño, en sus rostros, especialmente en el de Rostov, se reflejó una felicidad, una animación y un amor tal que incluso Berg pareció olvidar por un momento admirarse de su bienestar. Sonrió enternecido, aunque se sentía extraño entre los dos amigos.
—¡Sois unos malditos enceradores, tan limpios y frescos como si vinierais de paseo, no como nosotros los sucios soldados! —gritó Rostov, mostrando con orgullo su capote salpicado de fango, tan alto que la casera alemana se dejó ver por la puerta para mirar a aquel que gritaba tan terriblemente. Llovieron preguntas sin respuesta de ambas partes.
—Bueno, cuéntame, ¿cuándo has visto a los míos, están todos bien de salud? —preguntaba Rostov.
—¿Y qué, ya eres oficial? ¿Y estás herido? —decía Borís señalando a su capote y a su brazo en cabestrillo.
—Eh, y vosotros aquí —decía Rostov, sin contestar y dirigiéndose a Berg—. Hola, querido mío. —Rostov, que antes cambiaba completamente ante caras nuevas y sobre todo si le eran antipáticas, entre las que se contaba, Borís lo sabía muy bien, la de Berg, ahora ante este rostro antipático en vez de cohibirse, parecía, como si lo hiciera a propósito, más seguro y desbocado. Rostov se acercó la mesa, se sentó enfrente de él y tiró todas las piezas del ajedrez sobre el diván.
—Bueno, siéntate y cuéntame —dijo él tirando de la mano de Borís—, ¿tienen ellos noticias nuestras? ¿Saben que he sido ascendido? Ya llevamos dos meses fuera de Rusia.
—Bueno, ¿y tú has entrado en combate? —preguntó Borís.
Rostov, sin responder, tiró con nerviosos movimientos de la cruz de San Jorge que le colgaba de la guerrera y señalando a su brazo en cabestrillo miró a Berg sonriendo.
—No, no he entrado.
—Caray —dijo Borís muy sorprendido y sonriendo en silencio, mirando los cambios que había experimentado su amigo. En esencia, era ahora por vez primera cuando el propio Rostov, comparándose con sus anteriores relaciones en la vida, sentía la magnitud del cambio que se había operado en él. Todo lo que antes le parecía difícil se le hacía fácil. Haciendo a Borís sorprenderse de su desenvoltura, él mismo se sorprendía aún más de ella. Había acertado, deseando vanagloriarse delante de los miembros de la guardia con su tono fanfarrón de húsar, sintió una inesperada libertad y seducción en ese tono. Percibió con placer que al contrario de lo que sucedía antes entre Borís y él ya no era Borís sino él el que marcaba el carácter y el rumbo de la conversación. Le divertía visiblemente poder cambiar el tema de la conversación a voluntad; tan pronto como Borís le empezó a preguntar sobre la guerra y sobre sus experiencias, Rostov, recordando al anciano criado de Borís, cambió de nuevo el tema de conversación.
—Bueno, ¿y tu viejo perro, Gavrilo, está contigo? —preguntó él.
—Cómo no —respondió Borís—, está aquí y aprende alemán con la casera.
—¡Eh, tú, viejo diablo, —gritó Rostov—, ven aquí! —Y a su llamada apareció el venerable e imponente anciano criado de Anna Mijáilovna.
—Ven aquí y bésame, viejo perro —dijo Rostov sonriendo alegremente, y le abrazó.
—Permítame el placer de felicitarle, Excelencia —dijo el bondadoso y respetable anciano Gavrilo, admirándose de la cruz y las charreteras de Rostov.
—Bueno, dame una moneda de cincuenta kopeks para el cochero —gritó Rostov riéndose, recordando al anciano criado cómo en sus años estudiantiles le había prestado monedas. El amable y bondadoso anciano no tardó en responderle:
—Cómo no creer a los oficiales y a los caballeros, Su Excelencia —dijo en tono de broma, como si sacara dinero del bolsillo.
—Menudo pieza estás hecho —dijo Rostov, golpeando en la espalda al anciano—, qué contento estoy de verle, qué contento estoy de verle. Oye —dijo de pronto a Borís—, mándale a por vino.
Borís, a pesar de no beber, sacó gustosamente de debajo de la limpia almohada una bolsa rota y mandó que trajeran vino.
—A propósito, te voy a dar tu dinero y tu carta.
—Dámelo, so cerdo —gritó Rostov, azotándole el trasero cuando Borís, que se había reclinado sobre la arquilla haciendo chasquear el estridente cerrojo inglés, sacaba las cartas y el dinero.
—Has engordado, de verdad —dijo Rostov y arrebatándole las cartas y tirando el dinero sobre el diván apoyó ambos pies en la mesa y se puso a leer. Leyó unas cuantas líneas, sus ojos se empañaron y todo su rostro adoptó una expresión de mayor bondad de rasgos nada infantiles. Leyó otro poco y su mirada adoptó un aire aún más singular y la expresión de ternura y arrepentimiento se mostró en él con un temblor de labios. Miró a Borís con rabia y cuando sus miradas se encontraron se tapó la cara con las cartas.
—Le han mandado bastante dinero —dijo Berg mirando a la pesada bolsa que abollaba el sillón.
—Mire, querido Berg —dijo Rostov—. Cuando usted reciba carta de su casa y se encuentre con una persona con la que quiere hablar de muchas cosas y yo esté allí, me iré enseguida, para no molestarle. Escuche, váyase, por favor, a donde sea, a donde sea... ¡Al diablo! —gritó él y en ese preciso instante, cogiéndole por los hombros y mirando su rostro cariñosamente, intentando visiblemente suavizar la brusquedad de sus palabras, añadió—: Usted ya sabe que le hablo de corazón, como a un viejo y buen conocido.
—Ah, discúlpeme, conde, lo entiendo muy bien —dijo Berg levantándose y hablando con su voz gutural.
—Vaya con los dueños de la casa: le han llamado —añadió Borís.
Berg se puso una limpísima levita, sin mácula ni polvo, se arregló ante el espejo las patillas para arriba, como las llevaba Alejandro Pávlovich, y convenciéndose por la mirada de Rostov de que su levita causaba impresión, salió de la habitación con una amable sonrisa.
—Soy un cerdo —dijo Rostov, mirando a la carta (en ese momento leía las notas en francés de Sonia. Veía como si la tuviera ante sus ojos su oscura piel, los delgados hombros y sobre todo, veía y sabía qué sucedía en su alma cuando escribía esa carta, como si todo eso sucediera en la suya propia. Sentía cómo a ella le atormentaba escribir demasiado o demasiado poco, y sentía lo intensa y sólidamente que ella le amaba).
—¡Ah, qué cerdo soy! Mira lo que escriben —repitió él, enrojeciendo ante el recuerdo del sueño del día anterior y sin mostrar al inclinado Borís las líneas que le emocionaban tan intensamente.
Le leyó el siguiente párrafo de la carta de su madre: «Pensar que tú, mi precioso, mi idolatrado, mi incomparable Koko, te encuentras entre todos los horrores de la guerra y estar tranquila y pensar en cualquier otra cosa, supera mis fuerzas. Que Dios me perdone por mi pecado, pero tú eres el único, mi precioso Koko, el más querido para mí de entre todos mis hijos». Todas las cosas que le habían pasado en los últimos días y la lectura de la carta de Sonia le habían alterado el ánimo, predisponiéndole a la sensibilidad, y no pudo terminar de leer la carta sin que le brotaran las lágrimas. Se echó a llorar, se enfadó consigo mismo y se echó a reír fingidamente.
Entre las cartas de la familia había una carta de recomendación para el príncipe Bagratión, que, siguiendo el consejo de Anna Pávlovna, había conseguido la anciana condesa a través de unos conocidos y que le enviaba a su hijo pidiéndole que la entregara a su destinatario y se sirviera de ella.
—No, que se quede con Dios —dijo Rostov tirando la carta—, yo estoy bien en el regimiento.
—Pero ¿qué haces, es posible que tires la carta? —preguntó Borís con asombro.
—Naturalmente.
—Pero es absurdo —dijo Borís—, no te obliga a nada y puede conseguirte un destino mejor.
—Yo no deseo nada mejor.
—No, sigues siendo el mismo —dijo Borís meneando la cabeza y sonriendo—. Cómo puedes juzgar si ese destino sería mejor o peor cuando aún no lo has experimentado. Por ejemplo yo también estoy muy contento con mi destino en el regimiento y en la compañía, pero mi madre me dio una carta para un ayudante de Kutúzov, Bolkonski. Dicen que es un hombre muy influyente. Bueno, pues fui a verle y me prometió conseguirme un puesto en el cuartel general. Y no veo qué hay de malo en ello: una vez que entramos en el servicio militar hay que intentar hacer lo que se pueda por conseguir una carrera brillante. ¿Tú no conoces, no te has encontrado nunca con Bolkonski? —preguntó Borís.
—No, yo a esos canallas del Estado Mayor no les conozco —respondió sombríamente.
—Hoy por la tarde quería venir a visitarme —dijo Borís—. Ahora está visitando al tsesarévich,
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le ha mandado su comandante en jefe.
—Ah —dijo Rostov reflexionando. Calló durante unos segundos y miró alegre y cariñosamente a los ojos de Borís.
—Bueno, ¿por qué hablar de tonterías? —dijo él—, cuéntame las buenas nuevas de los nuestros. ¿Cómo está mi padre, y madame de Genlis? ¿Cómo está mi querida Natasha? ¿Y Petka? —preguntó por todos, pero no pudo preguntar por Sonia. Tampoco habló con Borís de sus relaciones con Natasha, como si ahora reconociera que esas eran tonterías de niños de las que ahora había que olvidarse.
El anciano Gavrilo trajo vino y así como todo lo íntimo había sido dicho o más bien nada íntimo se había llegado a decir y era evidente que no se iba a decir, Borís propuso enviar a llamar al expulsado Berg, para que compartiera la botella que acababan de traer.
—Bueno, y qué pasa con ese alemán —dijo Nikolai con un gesto de desprecio, antes de que volviera Berg—. ¿Sigue con la misma porquería, siempre con sus cuentecitas?
—No —intercedió Borís—, es un hombre excelente, honrado y pacífico.
De nuevo a Rostov le sorprendió no una casual, sino una esencial diferencia en las miradas con su amigo.
—No, para mí será mejor no ser tan honrado y pulcro y ser un hombre vivo y no un blandengue como ese alemán.
—Es un hombre muy, muy bueno, honrado y amable —dijo Borís.
Rostov miró fijamente a los ojos de Borís y suspiró como si se despidiera para siempre de la pasada amistad y de la sencilla relación con su compañero de la infancia. «Somos completos extraños», pensó Rostov.
Berg regresó y ante la botella de vino la conversación entre los tres oficiales se animó. Los miembros de la guardia le hablaron a Rostov acerca de sus marchas, de cómo les habían agasajado en Rusia, en Polonia y en el extranjero, le narraron las palabras y los actos del Gran Príncipe, anécdotas sobre su bondad y su irascibilidad. Berg, como de costumbre, callaba cuando el tema no trataba de su persona, pero a propósito de las anécdotas sobre la irascibilidad del Gran Príncipe, narró con gusto cómo en Galitzia pudo hablar con el Gran Príncipe que pasaba revista al regimiento y se enfadó porque no marcaban bien el paso. Henchido de satisfacción y apenas conteniendo una amplia sonrisa, contó cómo el Gran Príncipe, encolerizado, se había acercado a él y gritado: «¡Arnauti!» («arnauti» era la expresión favorita del tsesarévich cuando estaba enfadado) y Berg, repitiendo esta expresión, se henchía visiblemente de felicidad.
—«Arnauti, arnauti», gritaba el Gran Príncipe y pidió ver al jefe de la compañía. «¿Dónde esta ese bestia, el jefe de la compañía?» —repetía Berg con placer estas palabras del Gran Príncipe—. Yo salí más muerto que vivo —dijo Berg—, y él ya me reñía, me reñía y me reñía y «arnauti» y «demonios» y «a Siberia» —decía Berg, con voz aguda y sonriendo astutamente—. Y yo callaba. «Bueno, ¿y tú qué eres, mudo? Y de pronto gritó: «Arnauti». Yo seguía callado, ¿qué tenía que temer? Al día siguiente en la orden del día no se contaba nada; ¡eso es lo que significa no perder la cabeza! Así es, conde —dijo Berg, expulsando sus perfectos anillitos.