Cuando la visión se desvaneció, se cantaron canciones, los oficiales se reunieron en grupos y comenzaron a conversar sobre las condecoraciones, sobre los austríacos y sus uniformes, se escucharon bromas, encuentros de amigos de la guardia y del ejército de Kutúzov, conversaciones sobre Bonaparte y sobre lo mal que le iba a ir ahora, especialmente cuando llegara el cuerpo de Essen y si Prusia se ponía de su nuestro lado.
Pero principalmente se hablaba del zar Alejandro, repitiendo cada una de sus palabras y movimientos y entusiasmándose con ellos. No deseaban más que entrar lo antes posible en combate contra los franceses, bajo las órdenes de su zar. Todos estaban más convencidos de obtener la victoria tras la revista, que después de haber ganado dos batallas.
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día siguiente de la revista, Borís, vestido con su mejor uniforme y acompañado de los deseos de suerte de su compañero Berg, fue a ver a Bolkonski a Olmütz, deseando aprovechar su buena disposición y conseguirse el mejor puesto posible con alguna personalidad importante, que era lo que más le atraía conseguir en el ejército. Una voz interior le hablaba en contra de su voluntad y a veces le parecía vergonzoso ir a rogarle a nadie.
«Pero, por otra parte, no —se decía a sí mismo—, son todas esas fantasías infantiles y caballerescas de Rostov las que están repercutiendo en mí. Es hora de olvidarse de esas cosas. Están bien para él, al que su padre manda miles de rublos. (No le envidio y le quiero.) Pero yo que no poseo nada aparte de mi persona, he de hacer carrera.»
Reprimió ese sentimiento que se le antojaba de falsa vergüenza y con decisión se dirigió a Olmütz. No encontró ese día al príncipe Andréi en el Estado Mayor, pero el esplendor, ese ambiente festivo y poderoso, de usanza solemne de la vida que vio entonces en Olmütz donde estaba el cuartel general, el cuerpo diplomático y los dos emperadores con su séquito de cortesanos y allegados, solo consiguió aumentar su deseo de pertenecer a ese elevado mundo.
No conocía a nadie y a pesar de su elegante uniforme de la guardia todos aquellos que iban y venían por la calle en sus elegantes coches, con sus plumas, sus bandas y sus órdenes militares o cortesanas parecían estar tan por encima de él que no querían ni podían darse tan siquiera cuenta de su existencia. En el cuartel general de Kutúzov, donde preguntó por Bolkonski, todos los ayudantes de campo e incluso los ordenanzas le miraron como si quisieran darle a entender que, como él, eran muchos los oficiales que deambulaban por allí y que ya estaban todos hartos de ellos. A pesar de ello o quizá más instigado precisamente por esto, de nuevo al día siguiente, el 15, entró tras la comida en la gran casa de Olmütz ocupada por Kutúzov y preguntó por Bolkonski. Este estaba en casa y Borís fue conducido a una gran sala donde antes seguramente se hacían bailes y en la que ahora había cinco camas y una variedad de muebles: mesas, sillas y un clavicordio. Un ayudante de campo, vestido con una bata persa, estaba sentado en una mesa cerca de la puerta y escribía. Otro, colorado y grueso, estaba tumbado en la cama con las manos tras la cabeza y riéndose con el oficial que se encontraba a su lado. El tercero tocaba un alegre vals en el clavicordio, el cuarto estaba echado sobre el clavicordio y canturreaba. Ninguno de estos señores reparó en Borís ni cambió de postura. El que escribía, al que Borís se dirigió, se volvió hacia él enojado y le dijo que Bolkonski estaba de servicio y que si necesitaba verle que pasara a la sala de recepciones por la puerta de la izquierda. En la sala de recepciones además del ayudante de campo había unas cinco personas entre los que salían, entraban o pasaban, el encargado general de alojamiento, el artillero jefe, un anciano ayudante de campo, el jefe de un destacamento, el encargado de aprovisionamiento, el jefe de la propia cancillería, un ayudante de campo ordenanza, un ayudante del emperador, etcétera, etcétera. Todos ellos, casi sin excepción, hablaban en francés.
En el momento en el que Borís entró, el príncipe Andréi, entornando los ojos con desprecio, con ese particular aspecto de cansancio excesivamente amable que dice claramente que si no tuviera la obligación no hablaría con usted ni un minuto, escuchaba a un anciano general cubierto de condecoraciones que casi de puntillas, estirado, con una expresión servil de soldado en su rostro amoratado por el apretado cuello, contaba algo al príncipe Andréi.
—Muy bien, tenga la bondad de esperar —le dijo al general, y habiendo reparado en Borís no se dirigió más al general que corría tras él suplicándole que escuchara una cosa más, sino que con una alegre sonrisa, saludándole con la cabeza, se dirigió a Borís.
Su rostro adoptó esa tierna expresión infantil que resultaba tan encantadora para aquellos a los que la dirigía.
Borís en aquel instante comprendió más que nunca que aparte de la subordinación y la disciplina que estaba escrita en las normas y que se conocía en el regimiento y él mismo conocía, había otra subordinación más importante, la que establecía que ese general con el rostro amoratado esperara respetuosamente a que un capitán, el príncipe Andréi, encontrara más de su gusto conversar con el alférez Drubetskoi, Borís decidió no seguir a partir de ese momento lo que estaba escrito en las normas sino esa subordinación no escrita. En ese momento sintió que solamente por haber sido recomendado al príncipe Andréi, se colocaba inmediatamente por encima del general, que en otras circunstancias, en el frente, hubiera podido exterminarle a él, un alférez de la guardia. El príncipe Andréi fue hacia él y le dio la mano.
—Que lástima que ayer no pudiera encontrarme. Pasé todo el día con los alemanes, fui con Weirother a comprobar la disposición. ¡Cuando los alemanes se ponen puntillosos no se acaba nunca!
Borís sonrió como si lo que contaba el príncipe Andréi fuera algo conocido para él. Pero era la primera vez que escuchaba el apellido Weirother, e incluso la palabra «disposición».
—Bueno, qué, querido, ¿sigue queriendo ser ayudante de campo? He pensado en usted en este tiempo.
—Sí, he pensado —dijo Borís enrojeciendo involuntariamente por alguna razón— solicitar un puesto con el comandante en jefe. Recibió una carta del príncipe Kuraguin hablándole de mí; solo quiero pedirlo porque... —añadió como si le diera vergüenza— creo que la guardia no entrará en combate.
—¡Bien, bien! Hablaremos de todo —dijo el príncipe Andréi—, solo permítame que termine con este señor y enseguida estoy con usted.
Y cuando el príncipe Andréi fue a despachar al amoratado general, este, que evidentemente no compartía las ideas de Borís sobre las ventajas de la subordinación no escrita, clavó una mirada tan terrible y feroz en el atrevido alférez que le había impedido terminar su conversación con el ayudante de campo, que Borís se sintió incómodo. Se volvió y esperó con impaciencia a que volviera el príncipe Andréi del despacho del comandante en jefe.
—Esto es lo que he pensado para usted —dijo el príncipe Andréi cuando entraron en la gran sala donde estaba el clavicordio. (El ayudante que había recibido a Borís con tanta frialdad fue amable y cortés con él)—. No sacará nada acudiendo a Kutúzov —decía el príncipe Andréi—; le dirá un montón de gentilezas, le invitará a comer con él —(«esto no estaría tan mal para el servicio a esta subordinación», pensó Borís)—, pero no conseguirá nada más que eso; pronto seremos un batallón de ayudantes de campo y ordenanzas. Esto es lo que haremos: Tengo un buen amigo, un general ayudante del emperador Alejandro y una excelente persona, el príncipe Dolgorúkov; y aunque puede que no lo sepa, resulta que ahora ni Kutúzov, con todo el Estado Mayor, ni nosotros significamos nada, todo está ahora centralizado en el zar; así que nos dirigiremos a Dolgorúkov, yo también he de ir a verle, ya le he hablado de usted, así veremos si hay posibilidad de encontrarle un puesto con él o en otro sitio allí, más cerca del sol.
Estaba bien avanzada la tarde cuando llegaron al palacio de Olmütz, donde se encontraba el emperador con sus allegados.
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mismo día se reunía el consejo de guerra del que formaban parte todos los miembros del Hofkriegsrat
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y los dos emperadores y en el cual, en contra de la opinión de los ancianos, de Kutúzov y del príncipe Schwarzenberg, se había decidido atacar inmediatamente y presentar batalla general a Bonaparte. Acababa de terminar la reunión del consejo de guerra cuando Andréi llegó, en compañía de Borís, al palacio en busca del príncipe Dolgorúkov. Todos los rostros del cuartel general se encontraban bajo el encanto de la revista de Olmütz y en esa tarde el encanto aún se había reforzado más por el consejo de guerra. La voces tardías de los que aconsejaban esperar aún algo más, sin ser apoyadas, habían sido sofocadas tan unánimemente y los argumentos de los que las refutaban evidenciaban tan indiscutiblemente las ventajas de una ofensiva que lo que se trató en el Consejo, la futura batalla y la indudable victoria, no parecían futuro sino ya pasado. Todas las ventajas estaban de nuestra parte. Las enormes fuerzas, sin duda superiores a las de Napoleón, estaban concentradas en un único sitio. Napoleón, que estaba visiblemente debilitado, no preparaba el ataque. Los ejércitos estaban animados por la llegada de los emperadores y deseaban entrar en combate; el general austríaco Weirother, que servía de guía a los ejércitos, conocía hasta los más insignificantes detalles del punto estratégico en el que iba a tener lugar la batalla (por una feliz coincidencia el ejército austríaco había estado el año anterior de maniobras precisamente en esos campos, en los que entonces era inminente el combate con los franceses); el terreno se conocía y estaba registrado en los mapas hasta los más mínimos detalles.
Dolgorúkov, que era uno de los más ardientes partidarios del ataque, acababa de volver de la revista, cansado, agotado pero animado y orgulloso por el triunfo obtenido en el Consejo. Cuando el príncipe Andréi y Borís entraron en sus aposentos, el príncipe Andréi le presentó a su protegido, pero el príncipe Dolgorúkov aunque le estrechó la mano firme y cortésmente no le dijo nada y no estaba en disposición visiblemente de reprimir el expresar los pensamientos que le ocupaban en aquel momento y le dijo en francés al príncipe Andréi:
—Bueno, querido, ¡qué batalla hemos mantenido! Quiera Dios que la batalla que tendrá lugar a consecuencia de esta sea igual de victoriosa. Bueno, querido mío —dijo él entrecortada y animadamente—, debo reconocer mi culpa ante los austríacos y especialmente ante Weirother. ¡Qué exactitud, qué detallismo, qué conocimiento del terreno y previsión de todas las condiciones que se pueden presentar! No, querido, no se puede ni aun a propósito pensar en algo más favorable que estas condiciones en las que nos encontramos. Una mezcla de precisión austríaca y valor ruso, ¿qué más se puede pedir?
—Entonces, ¿el ataque está definitivamente decidido? —dijo Bolkonski.
—Y sabe, querido, me parece que definitivamente Bonaparte ha perdido el juicio. Sepa que hoy se ha recibido una carta suya para el emperador.
—¡Vaya! ¿Y qué dice? —preguntó Bolkonski.
—¿Qué puede decir? Nada más que bla, bla, bla, solo para ganar tiempo. Le digo que está en nuestras manos, eso está claro. Pero lo más divertido de todo —dijo de pronto riéndose bonachonamente—, es que nadie sabía a quién dirigir la respuesta. Si no es al cónsul, se entiende que mucho menos al emperador. A mí me pareció que lo mejor era al general Bonaparte.
—Bueno, ¿y qué decidieron al final? —dijo sonriendo Bolkonski.
—Usted conoce a Bilibin, es una persona muy inteligente y proponía dirigirla a: «el usurpador y enemigo de la raza humana». —Dolgorúkov se echó a reír alegremente—. Pero este Bilibin es realmente inteligente y ha encontrado una forma de dirigir la carta.
—¿Cuál? —preguntó Bolkonski.
—Al jefe del gobierno francés —dijo serio y con visible placer el príncipe Dolgorúkov—. Eso no le va a gustar —dijo Dolgorúkov—. Mi hermano le conoce, ha comido con él en París y dice que no se puede imaginar persona más astuta en los pormenores diplomáticos.
—Sí, el conde Márkov era el único que sabía tratar con él. Usted ya conoce la historia del pañuelo. Es encantadora.
Y el locuaz Dolgorúkov dirigiéndose tanto a Borís como al príncipe Andréi, contó con detalles cómo Bonaparte deseando probar a Márkov, nuestro embajador, dejó voluntariamente caer delante de él el pañuelo y se detuvo mirándole, esperando, seguramente que Márkov le hiciera el servicio de recogérselo, pero Márkov había tirado el suyo cerca del primero y lo recogió, dejando el pañuelo de Bonaparte.
—Sí, es excelente —dijo Bolkonski también sonriendo—. Pero escuche, príncipe, he venido para pedirle un favor para este joven. ¿Sabe?
Pero el príncipe Andréi no tuvo tiempo de terminar, pues en la habitación entró un ayudante de campo, para avisar al príncipe Dolgorúkov de que fuera a ver al emperador.
—¡Ah, qué lástima! —dijo Dolgorúkov levantándose apresuradamente y estrechándole la mano al príncipe Andréi y a Borís—. Sabe que estaré muy contento de poder hacer todo cuanto esté a mi alcance, por usted y por este amable joven —dijo y estrechó una vez más la mano de Borís con una expresión bondadosa, sincera y animada.
Los pensamientos de Borís se agitaron involuntariamente pensando en lo cerca que se encontraba en ese momento del poder supremo. Allí se encontraba en contacto con los resortes que guiaban todos los enormes movimientos de la masa de la que él en su regimiento se sentía una parte diminuta, dócil e insignificante. Salieron al pasillo tras el príncipe Dolgorúkov y se encontraron con un personaje que salía de la misma puerta de la habitación del zar por la que entró Dolgorúkov, un joven con ropa de civil con un rostro admirablemente hermoso y arrogante y la mandíbula, mostrada hacia delante en línea recta, que lejos de afearle le otorgaba una especial expresión de vivacidad y destreza. Este joven de baja estatura saludó a Dolgorúkov como a un igual y con una mirada fija y fría comenzó a mirar al príncipe Andréi, yendo en línea recta hacia él y evidentemente esperando que el príncipe Andréi le hiciera una reverencia o le cediera el paso. El príncipe Andréi no hizo ni lo uno ni lo otro; el rostro del joven expresó una cólera demoledora, y desviándose siguió andando pasillo adelante.
—¿Quién es? —preguntó Borís.
—Es una de las personas más relevantes, pero también de las más desagradables para mí. Un polaco, el príncipe Czartoryski.