—¡En la formación no se habla! ¡No se habla! ¡No se habla!...
—No estoy obligado a soportar ofensas —dijo Dólojov con voz alta y sonora, con un tono de fingida solemnidad que impresionó desagradablemente a todos los que pudieron oírlo. Los ojos del soldado y del general se encontraron. El general guardó silencio, tirando enfadado del apretado fajín.
—Le ruego que haga el favor de cambiarse —dijo mientras se alejaba.
—¡Y
A
viene! —gritó en ese instante el centinela.
El comandante del regimiento, enrojeciendo, se acercó al caballo sujetando el estribo con manos temblorosas, montó, se irguió, desenvainó la espada y con rostro feliz y decidido, la boca abierta de medio lado, se dispuso a gritar. El regimiento onduló como un pájaro esponjándose y quedó inmóvil.
—¡Fir-r-r-mes! —gritó el comandante del regimiento con voz rotunda, alegre para sí mismo, severa para el regimiento y acogedora para el mando que se aproximaba.
Por el ancho camino de tierra rodeado de árboles, con un ligero resonar de muelles, se acercaba a buen paso un coche vienes alto y de color azul claro y tras él galopaba el séquito y la escolta de croatas. Al lado de Kutúzov estaba sentado el general austríaco con un uniforme blanco, extraño en medio de los uniformes negros de los rusos. El coche se detuvo al lado del regimiento. Kutúzov y el general austríaco hablaban sobre algo en voz baja y Kutúzov sonrió ligeramente en el momento en el que bajaba pesadamente del estribo. Exactamente como si no estuvieran allí esos tres mil soldados que conteniendo el aliento mantenían la vista fija en él y en el comandante del regimiento.
Al oírse la voz de mando, el regimiento, de nuevo tintineando y agitándose, presentó armas. En el silencio sepulcral se abrió paso la débil voz del comandante en jefe. El regimiento rugió: «¡Que viva Su Excelencia!», y todo volvió a quedar en silencio. Al principio Kutúzov se quedó parado mientras la tropa desfilaba, después comenzó a pasear por las filas a pie junto al general del uniforme blanco y seguido de su séquito.
Por la forma en la que el comandante del regimiento saludó al comandante en jefe, sin quitar los ojos de él, estirándose, encogiéndose e inclinándose hacia delante yendo en pos del general por las filas, conteniendo apenas el temblor, y brincando a cada palabra y a cada gesto del comandante en jefe, era evidente que desempeñaba sus obligaciones de subordinado con más placer que las de superior. El regimiento, gracias a la severidad y el cuidado de su comandante, se encontraba en un estado excelente, en comparación con otros, que habían llegado al mismo tiempo a Braunau, y solo sumaba doscientos diecisiete soldados entre enfermos y rezagados. Ante la pregunta del jefe del estado mayor sobre las necesidades del comandante del regimiento, inclinándose con un susurro y un profundo suspiro, se atrevió a informar que el calzado había sufrido mucho.
—Bueno, siempre la misma canción —dijo despreocupadamente el jefe del estado mayor, sonriendo con inocencia al general y mostrándole de ese modo que eso que parecía una desgracia particular del comandante del regimiento era un general y previsible destino para todas las tropas que habían llegado de Rusia—. Aquí lo solucionarán, si aguantáis un poco.
Kutúzov recorrió las filas deteniéndose de vez en cuando y diciéndoles unas cuantas palabras cariñosas a los oficiales a los que conocía de la guerra de Turquía, y a veces hablando también a los soldados. Al mirar el calzado meneó la cabeza con tristeza unas cuantas veces y se lo mostró al general austríaco con una expresión que quería decir que no culpaba a nadie de ello, pero que no podía dejar de ver en el mal estado en el que se encontraba. Y cada vez, el comandante del regimiento echaba a correr hacia delante como si temiera perderse alguna palabra del comandante en jefe relacionada con el regimiento. Detrás de Kutúzov, a tan poca distancia que podían oír cualquier palabra pronunciada en voz baja, iba un séquito compuesto de unas veinte personas. Era evidente que los miembros del séquito no experimentaban en absoluto el mismo temor sobrehumano y el respeto que experimentaba el comandante del regimiento. Conversaban entre sí y se reían de vez en cuando. Había un apuesto ayudante de campo que caminaba más cerca del comandante en jefe que ninguno. Era el príncipe Bolkonski. A su lado caminaba un alto oficial de caballería del estado mayor, tremendamente gordo, con un bondadoso, sonriente y agraciado rostro y los ojos húmedos. Este enorme oficial apenas si podía contener la risa que le provocaba un atezado oficial de húsares que caminaba a su lado. El oficial de húsares, sin sonreír, sin cambiar la expresión de sus ojos fijos, miraba con una expresión seria a la espalda del comandante del regimiento e imitaba cada uno de sus movimientos. Cada vez que el comandante del regimiento se estremecía y se inclinaba, del mismo modo, exactamente igual, se estremecía y se inclinaba el oficial de húsares. El grueso ayudante de campo se reía y daba codazos a los otros para que miraran al imitador.
—Pero mira —decía el grueso oficial, dando codazos al príncipe Andréi. Kutúzov caminaba lenta y lánguidamente ante los miles de ojos que se salían de las órbitas siguiendo los movimientos del comandante. Al llegar a la tercera compañía se detuvo de pronto. El séquito, que no había previsto esta parada, se aproximó a él involuntariamente.
—¡Ah, Timojin! —dijo el comandante en jefe reconociendo al capitán de la nariz roja, que había sido reprendido por el capote azul.
Parecía que era imposible erguirse más de lo que lo que se había erguido Timojin durante la reprimenda del comandante del regimiento. Pero en el instante en el que el comandante en jefe se dirigió a él, se irguió de tal manera que daba la impresión de que si este seguía mirándole durante más tiempo, el capitán no lo podría resistir y por esa razón Kutúzov, comprendiendo su situación y sin desearle ningún mal al capitán, apartó la vista rápidamente. Por el mofletudo rostro de Kutúzov pasó fugazmente una sonrisa algo burlona.
—Eramos compañeros en Izmáilov —dijo él—. Es un valiente oficial. ¿Estás satisfecho de él? —preguntó Kutúzov al comandante del regimiento.
Y el comandante, reflejado como en un espejo invisible para él, en el cornette, se estremeció, avanzó y dijo:
—Muy contento, Su Excelencia.
—Tenía una debilidad —dijo Kutúzov, sonriendo y alejándose de él—. Bebía.
El comandante del regimiento se asustó como si fuera culpable de ello, y no respondió nada. Kutúzov comenzó a decirle algo en francés al general austríaco. El cornette reparó en ese instante en el rostro del capitán de la nariz roja y la tripa metida e imitó tan fielmente su expresión y su postura que el grueso oficial no pudo contener la risa. Kutúzov se volvió. Era obvio que el cornette podía dominar su rostro como quería, en el instante en el que Kutúzov se volvió tuvo tiempo de hacer una mueca y a continuación adoptar la expresión más seria, respetuosa e inocente. Pero había algo melifluo e innoble en su cara de pájaro y en su inquieta figura de elevados hombros y largas y delgadas piernas. El príncipe Andréi se alejó de él frunciendo el ceño.
La tercera compañía era la última, y Kutúzov se quedó pensativo, tratando de recordar algo. El príncipe Andréi se adelantó al séquito y le dijo en voz baja en francés:
—Me ordenó que le recordara al degradado Dólojov de este regimiento.
—¿Dónde está Dólojov? —dijo Kutúzov.
Dólojov, que ya se había puesto el capote gris de soldado, no esperó a que le llamaran. La hermosa y esbelta figura del soldado de tez blanca y brillantes ojos celestes se destacó de la formación. Marcaba el paso con tal perfección que su arte saltaba a la vista y causaba desagrado precisamente por su extraordinaria perfección. Se acercó al comandante en jefe y presentó armas.
—¿Tiene alguna queja? —preguntó Kutúzov frunciendo ligeramente el ceño. Dólojov no respondió, representaba su papel sin experimentar ni la más mínima timidez y advirtió con evidente alegría que ante la palabra «queja» el comandante se estremeció y palideció.
—Este es Dólojov —dijo el príncipe Andréi.
—¡Ah! —dijo Kutúzov—. Espero que esta lección te sirva para reportarte y servir como es debido. El emperador es compasivo. Y yo no te olvidaré si sirves bien.
Los ojos azul celeste miraron al comandante en jefe con la misma insolencia con la que habían mirado al comandante del regimiento, como si con su expresión derribara las barreras que tanto separaban al comandante en jefe del soldado.
—Solo pido, Su Excelencia, —dijo con su sonora, firme y pausada voz y con un tono de afectado entusiasmo—, tener la ocasión de purgar mi culpa y demostrar mi veneración por Su Majestad el emperador de Rusia.
Dólojov recitó animadamente este teatral parlamento (enrojeció completamente al decirlo). Pero Kutúzov se volvió. Por su mirada pasó esa misma sonrisa que adoptara al dar la espalda al capitán Timojin. Se dio la vuelta y frunció el ceño, como queriendo expresar que todo lo que le había dicho Dólojov y todo lo que pudiera decirle, sabía desde hacía tiempo que le aburriría y que no era en absoluto lo que se necesitaba. Se dio la vuelta y se dirigió al coche.
E
L
regimiento se dividió en compañías y se dirigió hacia los alojamientos destinados para él cerca de Braunau, donde se esperaba poder recibir calzado, ropa y descansar de las penalidades de las marchas.
—No estará enfadado conmigo, Prójor Ignátich —dijo el comandante del regimiento adelantando a la tercera compañía que ya se había puesto en marcha y acercándose al capitán Timojin que iba al frente de la misma. El rostro del comandante del regimiento, después del feliz resultado de la revista, expresaba una incontenible alegría—. Al servicio del zar... no se puede... ya le compensaré en el frente la próxima vez (le dio la mano a Timojin con alegre emoción). Ya me conoce, soy el primero en disculparse, si... bueno... confío en que... Le estoy muy agradecido. —Y de nuevo le tendió la mano al comandante de compañía.
—Perdone, general, ni siquiera me atrevería —respondió el capitán de la nariz roja, sonriendo y descubriendo con su sonrisa la falta de dos de los dientes superiores, saltados de un culatazo en Izmáilov.
—Dígale al señor Dólojov que no me olvidaré de él, que esté tranquilo. Y dígame, por favor, siempre quiero preguntarle, ¿qué tal se comporta? Y siempre...
—En el servicio es muy correcto, Excelencia... pero, su carácter... —dijo Timojin.
—¿Qué, qué pasa con su carácter? —preguntó el comandante del regimiento.
—Hay días, Excelencia —decía el capitán—, en los que es juicioso, inteligente y bondadoso. Como debe ser un soldado, Excelencia. Y a veces es una bestia. Sepa que en Polonia estuvo a punto de matar a un judío...
—Sí, sí... —dijo el comandante del regimiento—, aun así hay que compadecerse de este joven caído en desgracia. Tiene muchos contactos... contactos... Así que usted...
—De acuerdo, Excelencia —dijo Timojin dando a entender con su sonrisa que había comprendido cuáles eran los deseos de su jefe.
—Está bien.
El comandante del regimiento buscó a Dólojov entre las filas y acercó a él su caballo.
—En la primera acción, las charreteras —le dijo a Dólojov, este le miró sin decir nada y sin cambiar la expresión de su burlona sonrisa.
—Bueno —siguió el comandante del regimiento—, que se sirva de mi parte un vasito de vodka a los soldados —añadió en voz alta para que los soldados pudieran oírle—. ¡Os doy las gracias a todos! ¡Demos gracias a Dios! —y alejándose de la compañía se acercó a otra.
—Verdaderamente es un buen hombre y se puede servir a sus órdenes —dijo Timojin a un oficial subalterno que caminaba a su lado—. Realmente actúa de corazón... (al comandante del regimiento le llamaban rey de corazones). Y qué, ¿no han hablado de la paga extra? —preguntó el oficial subalterno.
—No.
—Vaya, eso no está bien.
El alegre estado de ánimo del comandante del regimiento, también se le contagió a Timojin. Después de hablar con el oficial subalterno se acercó a Dólojov.
Qué, padrecito —le dijo a Dólojov—, como hemos hablado con el comandante en jefe, ahora nuestro general nos trata con cariño.
—Nuestro general es un cerdo —dijo Dólojov.
—No conviene hablar así.
—¿Por qué no, si es la verdad?
—Pero no conviene porque a mí me ofende.
Yo a usted no quiero ofenderle, porque usted es una buena persona, pero él...
Bueno, bueno, no conviene —le interrumpió de nuevo seriamente Timojin.
—Está bien, no lo haré.
El alegre estado de ánimo de los mandos se transmitió también a los soldados. La compañía marchaba alegremente. Por todas partes se oían las voces de los soldados.
¿Cómo es posible que dijeran que Kutúzov era tuerto de un ojo?
—¡Pues no lo es en absoluto!
—No... hermano, ve mejor que tú, ha mirado todo, las botas y los calcetines.
—Cuando se ha puesto a mirarme los pies... ¡buf!
—Y el austríaco que estaba con él, parecía como si estuviera cubierto de tiza. Era blanco como la harina. Habrá que ver cómo limpian los uniformes.
—Oye, Fedeschau, tú que estabas más cerca, ¿ha dicho cuándo empezarán las batallas? Dicen que el mismísimo Bonaparte está en Brunov.
—¡Bonaparte! ¡Qué tontería! ¡No sabes nada de eso! Ahora se han levantado los prusianos. Y los austríacos quieren sofocar esa revuelta, cuando lo consigan se entrará en combate contra Bonaparte. ¡Y dice que Bonaparte está en Brunov! ¡Está claro que es tonto! Presta más atención.
—¡Que el diablo se lleve los acuartelamientos! La quinta compañía ya está en el pueblo, ya les estarán preparando el rancho cuando nosotros todavía no hayamos llegado a nuestro destino.
—Eh, dame una galleta.
—¿Acaso me diste tú tabaco ayer? Bueno, toma y que Dios te perdone.
—Si al menos hicieran un alto, porque tenemos que andar aún cinco verstas sin probar bocado.
—Estaría bien que los alemanes nos dieran sus coches como en Olmütz. ¡Yendo en coche es otra cosa!
—Pero aquí, hermano, los habitantes están todos locos. Allí por lo visto eran todos polacos, que estaban bajo la corona rusa pero aquí no hay nada más que alemanes.
—¡Adelante los cantores! —se escuchó la voz del capitán.
Y desde las diferentes filas corrieron hacia delante unos veinte soldados. El tambor del coro volvió el rostro hacia los cantantes y dejando caer el brazo entonó una lenta canción soldadesca, que comenzaba: «No será el alba, el sol se levanta...», y terminaba con las palabras: «Hermanos, alcanzaremos la gloria con el padrecito Kámenski...». Esta canción había sido compuesta en la campaña de Turquía y ahora se cantaba en Austria. Con el único cambio de que en el lugar de «Padrecito Kámenski» habían puesto «Padrecito Kutúzov».