—Ya trabajando —dijo Nikolai con la misma alegre sonrisa fraterna que no desaparecía de su animado rostro—. ¡Hurra por los austríacos! ¡Hurra por los rusos! ¡Hurra por el emperador Alejandro! —le dijo al alemán, repitiendo las palabras que el dueño de la casa le decía con frecuencia. El alemán se echó a reír, salió de la vaqueriza, se quitó el gorro y agitándolo por encima de la cabeza, gritó:
—¡Hurra por todo el mundo!
El mismo Rostov, igual que el alemán, agitó la gorra por encima de la cabeza y riéndose gritó: «¡Hurra por todo el mundo!». A pesar de que no había ninguna causa particular para la alegría ni para el alemán que estaba limpiando su vaqueriza ni para Nikolai, que había marchado con la sección a por forraje, ambos con una feliz animación y afecto fraterno se miraron el uno al otro, sacudieron la cabeza en señal de afecto mutuo y se separaron sonriendo, el alemán para volver a la vaquería y Nikolai para entrar en la habitación que ocupaba con Denísov.
La víspera, los oficiales de ese escuadrón se habían reunido en casa del capitán del cuarto escuadrón en otra aldea y habían pasado la noche allí jugando a las cartas. Rostov había estado, pero se había retirado pronto. A pesar de todos sus deseos de ser un húsar y uno más entre sus compañeros, no hubiera podido beber un vaso más de vino sin ponerse enfermo y vomitar sobre las cartas. Tenía bastante dinero, tanto que no sabía en qué gastárselo y por ello no entendía el placer de ganar. Cada vez que, aconsejado por los oficiales, apostaba a una carta, ganaba un dinero que no necesitaba y advertía lo desagradable que les resultaba a los dueños del dinero, aunque él no pudiera evitarlo. A pesar de que el comandante del escuadrón nunca había amonestado a Rostov, él mismo había decidido que en el servicio militar había que ser escrupuloso en el cumplimiento del deber, y declaró a todos los oficiales que se consideraría un canalla si alguna vez se permitiera a sí mismo dejar pasar su turno de guardia o sus obligaciones de servicio. El cumplimiento de las guardias y del servicio como suboficial al que nadie le obligaba se convirtió en algo penoso para él, pero recordó las poco prudentes palabras que había dicho y no dejó de cumplir con ello. En el servicio como suboficial había recibido por la tarde orden del sargento de levantarse al alba e ir con la sección en busca de forraje. Denísov todavía dormía y él aún tuvo tiempo de hablar con los húsares, de ver a una alemana, hija de un maestro de escuela de Saltzenek, de que se le abriera el apetito y de volver con ese estado de ánimo con el que todo el mundo parece bueno, cordial y afectuoso. Tintineando ligeramente con las espuelas de soldado, comenzó a caminar arriba y abajo por el crujiente suelo de la habitación, mirando a Denísov que dormía con la cabeza bajo la manta. Tenía ganas de charlar. Denísov tosió y se volvió. Nikolai se acercó a él y agarró la manta.
—¡Es la hora, Denísov! ¡La hora! —gritó él.
Por debajo de la manta emergió velozmente la peluda cabeza morena con las mejillas rojas y brillantes ojos negros.
—¡La hog’a! —gritó Denísov, sin pronunciar la
r
—. ¿Qué hog’a? ¡La hog’a de lag’gag’se de este g’eino de salchicheg’os! ¡Qué mala sueg’te! ¡Qué mala sueg’te! Tan pg’onto como te fuiste sucedió. ¡Heg’mano, ayeg’ peg’dí como un hijo de peg’a! ¡Eh, tg’aeg’me té!
Denísov saltó con sus tostadas piernas desnudas, cubiertas de pelo negro como las de un mono y arrugando el rostro como si sonriera, mostrando sus pequeños y fuertes dientes, comenzó a desgreñarse con ambas manos su bosque de cabellos y bigotes negros y tupidos. Desde las primeras palabras de Denísov era evidente que no se encontraba de buen humor y que estaba débil a causa del vino y de las noches en vela y se notaba que esta manera de divertirse no era para él una necesidad sino una costumbre.
—El diablo me manda ir a casa de esa rata (era el apodo del oficial) —dijo Denísov frotándose la frente y el rostro con ambas manos—. Te puedes imaginar que ayer, según te fuiste, no gané ni una sola carta, ni una carta, ni una —decía Denísov, elevando la voz hasta el grito y amoratándose completamente a causa de la agitación.
Denísov era una de esas personas llamadas fogosas que tenía que sangrarse dos veces al año.
—Bueno, ya está bien, es agua pasada —dijo Rostov, advirtiendo que Denísov comenzaba a acalorarse ante el simple recuerdo de su mala suerte—. Mejor vamos a tomarnos un té.
Era obvio que Rostov aún no se había acostumbrado a su situación y le resultaba agradable llamar de tú a alguien tan mayor. Pero Denísov ya estaba desatado, tenía los ojos inyectados en sangre, tomó la pipa que le daban, apretó los puños haciendo que chispas de la pipa se desparramaran, golpeó el suelo con ella y continuó gritando.
—Tengo una mala suerte infernal: cada vez que me daban una buena carta él tenía otra mejor.
Desparramó el fuego, rompió la pipa, la tiró y amenazó al ordenanza. Pero un minuto después, cuando Rostov se puso a hablar con él, ya se le había pasado el acaloramiento.
—Pues yo lo he pasado estupendamente. Hemos pasado al lado de ese parque, donde la hija del profesor, ¿recuerdas?... —dijo Rostov sonrojándose y sonriendo.
—Esta sangre joven —dijo ya en un tono normal Denísov, tomando la mano del cadete y sacudiéndosela—. Es casi detestable como los jóvenes se sonrojan...
—La he visto de nuevo...
—Bueno, hermano, y a mí parece que ahora me tendré que dedicar al bello sexo, no tengo dinero, basta de jugar. Nikita, amigo, dame la bolsa —le dijo al ordenanza al que antes había estado a punto de golpear—. Aquí. ¡Qué bobo, demonios! ¿Dónde estás buscando? Debajo de la almohada. Bueno, gracias, querido —dijo él cogiendo la bolsa y esparciendo sobre la mesa unas cuantas monedas de oro—. El dinero del escuadrón y para las gorras está todo aquí —dijo él—. Debe haber cuarenta y cinco solo para las gorras. ¡No, para qué contar! No alcanza.
Apartó las monedas.
—Bueno, coge de mi dinero —dijo Rostov.
—¡Si no cobramos el domingo, mal vamos! —dijo Denísov sin responder a Rostov.
—Coge de mi dinero —dijo Rostov, enrojeciendo como siempre les ocurre a los muchachos muy jóvenes, cuando tratan asuntos de dinero. Se le ocurrió vagamente que Denísov ya le debía dinero y que si no aceptaba su ofrecimiento le ofendería.
Denísov agachó la cabeza y adoptó una expresión triste.
—¡Esto es lo que haremos! Quédate con Beduin —dijo con seriedad, después de reflexionar un instante—. En Rusia pagué 1.500 rublos por él, te lo vendo por ese mismo precio. No hay nada más preciado para mí, excepto el sable. ¡Quédatelo! Venga, chócala...
—No, de ninguna manera. Es el mejor caballo del regimiento —dijo Rostov sonrojándose de nuevo.
Beduin era verdaderamente un caballo excelente y Rostov hubiera deseado tenerlo, pero se sentía avergonzado ante Denísov. Se sentía culpable de tener dinero. Denísov calló y comenzó de nuevo a mesarse los cabellos pensativo.
—Eh, ¿quién hay ahí? —dijo dirigiéndose hacia la puerta, al escuchar pasos de recias botas con tintineo de espuelas que se detenían y una respetuosa tosecilla.
—¡El sargento de caballería! —dijo Nikita. Denísov frunció aún más el ceño.
—Mal vamos —dijo él—. Rostov, querido, cuenta cuánto dinero nos queda y guarda la bolsa debajo de la almohada —dijo él saliendo al encuentro del sargento.
Rostov, imaginándose a sí mismo cornette sobre el adquirido Beduin a la cabeza del escuadrón, comenzó a contar el dinero, colocándolo maquinalmente y separando los montones en monedas de oro nuevas y viejas (había siete de las viejas y dieciséis de las nuevas).
—¡Ah! ¡Telianin! ¡Hola! Anoche me desplumaron —se escuchó la triste voz de Denísov en la otra habitación.
—¿En casa de quién? ¿De Bykov, de la rata?... Ya lo sabía yo —dijo el otro con voz tonante y tras él entró en la habitación el teniente Telianin, un petimetre y menudo oficial del mismo escuadrón.
Rostov guardó la bolsa debajo de la almohada y estrechó la menuda y húmeda mano que le tendían. Antes de la campaña Telianin había sido expulsado de la guardia por algún motivo. En el escuadrón no era querido a causa de su afectación. Rostov le había comprado su caballo.
—Bueno, qué, joven caballero, ¿qué tal le va con mi Gráchik? —preguntó él. El teniente nunca miraba a los ojos de la persona con la que hablaba; sus ojos pasaban sin cesar de un objeto a otro—. Hoy les he visto pasar...
—Bien, el caballo es bueno —respondió Rostov con tono serio de jinete experimentado, a pesar de que el caballo que había comprado por setecientos rublos tenía una pata dañada y no valía ni la mitad de lo que había pagado por él—. Ha comenzado a cojear de la pata izquierda delantera... —añadió él.
—¿Se le ha rajado una pezuña? Eso no es nada. Le enseñaré cómo ponerle un remache.
Los ojos de Telianin no se tranquilizaron, a pesar de que toda su menuda figura adoptó una postura negligente y el tono de su discurso era ligeramente burlón y paternalista.
—¿No quiere tomar un té? Y enséñeme por favor cómo ponerle ese remache —dijo Rostov.
—Se lo enseñaré, se lo enseñaré, no tiene misterio. Y estará satisfecho del caballo.
—Entonces mandaré que traigan el caballo. —Y Rostov salió, para que se lo trajeran.
Denísov estaba sentado vistiendo un arjaluk con la pipa, encogido en el umbral delante del sargento que le informaba de algo.
Al ver a Rostov, Denísov, frunciendo el ceño y señalando con el dedo gordo por encima del hombro a la habitación, en la que estaba Telianin, se sacudió con repugnancia.
—Agh, no me agrada ese joven —dijo él sin preocuparse por la presencia del sargento.
Rostov se encogió de hombros como si dijera: «A mí tampoco, pero qué se le va a hacer», y después de dar la orden volvió donde Telianin.
Telianin estaba sentado en la misma postura indolente en la que Rostov le había dejado, frotándose las pequeñas y blancas manos.
—¡Vaya paradita! No he visto ni una casa ni a una mujer hasta ahora como en Polonia —dijo Telianin, levantándose y mirando negligentemente en torno de él—. ¿Qué, ha mandado que trajeran el caballo? —añadió él.
—Sí.
—Entonces vamos.
—¿Y no quiere un té?
—No, gracias. Solo he venido a preguntarle a Denísov sobre la orden de ayer. ¿La ha recibido, Denísov?
—Todavía no. ¿Adónde van?
—Quiero enseñarle a este joven cómo herrar a un caballo —dijo Telianin.
Salieron al patio y de ahí a la cuadra. El teniente le enseñó cómo poner un remache y se marchó a su casa.
Cuando Rostov volvió, en la mesa ya había una botella de vodka y fiambre y Denísov, ya vestido, caminaba arriba y abajo de la habitación con paso rápido. Miró sombríamente a Rostov a la cara.
—Es raro que alguien no me guste —dijo Denísov—, pero este Telianin me repugna como la leche con azúcar. Está claro que te engañó con su Gráchik. Vamos a la cuadra. Llévate a Beduin, da igual, me das el dinero en efectivo ahora y pones dos botellas de champán.
Rostov de nuevo se sonrojó como una muchacha.
—No, por favor, Denísov... De ningún modo voy a aceptar tu caballo. Y si no me aceptas el dinero como un amigo me ofenderás. Tengo suficiente.
Denísov frunció el ceño, se dio la vuelta y comenzó a mesarse los cabellos. Era evidente que se encontraba incómodo.
—Bueno, que sea como tú quieres.
Rostov ya quería darle el dinero.
—Luego, luego, aún me queda. Espantajo, ve a por el sargento —le gritó Denísov a Nikita—, hay que devolverle el dinero.
Y se acercó a la cama para sacar la bolsa de debajo de la almohada.
—¿Dónde la has colocado?
—Debajo de la segunda almohada.
—Estoy mirando debajo de la segunda.
Denísov tiró las dos almohadas al suelo. La bolsa no estaba.
—¡Esto es milagroso!
—Espera, quizá la hayas tirado —dijo Rostov, cogiendo las almohadas una por una y sacudiéndolas. También sacudió la manta, pero la bolsa no estaba.
—Quizá lo haya olvidado. No, porque incluso he pensado que guardas los tesoros debajo de la cabeza —dijo Rostov—. Puse aquí la bolsa. ¿Dónde está? —dijo dirigiéndose al criado.
—Yo no he entrado. Debe estar donde la colocó.
—Pero no está...
—A usted siempre le pasa lo mismo, coloca las cosas en cualquier sitio y después se olvida. Mírese en los bolsillos.
—No, si no hubiera pensado lo del tesoro —dijo Rostov—, pero por eso me acuerdo de que la he puesto ahí.
Nikita deshizo toda la cama, miró debajo de ella, debajo de la mesa, rebuscó en toda la habitación, pero la bolsa no estaba. Denísov se buscó en los bolsillos siguiendo en silencio con la mirada los movimientos de Nikita y cuando este abrió los brazos perplejo al ver que no la tenía en los bolsillos, Denísov miró a Rostov.
—Venga, Rostov, bromis...
No terminó la frase. Rostov, con ambas manos en los bolsillos, permanecía de pie con la cabeza gacha. Al sentir la mirada de Denísov fija en él, levantó la vista, pero volvió al instante a bajarla. En ese mismo instante toda la sangre que tenía agolpada en la garganta le afluyó al rostro y los ojos. Se podía ver que el joven apenas podía tomar aliento. Denísov se volvió apresuradamente, frunció el ceño y comenzó a mesarse los cabellos.
—Nadie ha estado en la habitación excepto el teniente y ustedes. Tiene que estar en algún lado.
—Bueno, tú, muñeca del diablo, muévete, busca —gritó de pronto Denísov, enrojeciendo violentamente y arrojándose sobre el ordenanza con actitud amenazadora—. ¡Que esté la bolsa o si no te mataré a vergazos!
Rostov, jadeando y evitando la mirada de Denísov, comenzó a ponerse la guerrera, a ajustarse el sable y a colocarse la gorra.
—Tú, hijo del diablo, te digo que la bolsa tiene que estar —gritó Denísov cogiendo irracionalmente de los hombros al ordenanza y golpeándolo contra la pared.
—Denísov, déjale. Ahora vuelvo —dijo Rostov acercándose a la puerta y sin levantar la mirada.
—¡Rostov, Rostov! —gritó Denísov, de tal manera que las venas del cuello y de la frente se le tensaron como cuerdas—. Te digo que estás loco, no lo permitiré. —Y Denísov sujetó a Rostov del brazo—. La bolsa está aquí, arrancaré la piel a todos los ordenanzas y la encontraré.
—Yo sé dónde está la bolsa —respondió Rostov con voz temblorosa. Se miraron el uno al otro a los ojos.
—¡Te digo que no lo hagas —gritó desgañitándose Denísov y lanzándose a por el cadete, para retenerle—, te digo que el diablo se lleve ese dinero! Esto no puede ser, no lo permitiré. Bueno, ha desaparecido, ¡que el diablo se lo lleve! —Pero, a pesar de lo decidido de sus palabras, el hirsuto rostro del capitán expresaba ya indecisión y temor. Rostov se soltó con una rabia tal como si Denísov fuera su peor enemigo y mantuvo firmemente su mirada.