Habiendo pronunciado estas últimas palabras y dejando caer el brazo como si tirara algo al suelo, el tambor, un delgado y apuesto soldado de unos cuarenta años, miró severamente a los soldados cantores y frunció el ceño. Después, al ver que todos los ojos estaban fijos en él, como levantando en ambas manos con cuidado algún valioso objeto invisible por encima de la cabeza, lo mantuvo así durante unos segundos, y de pronto lo arrojó contra el suelo bruscamente:
—Ah, zaguán, mi zaguán... «Mi zaguán nuevo»... —añadieron veinte voces, y el que llevaba las cucharas, a pesar de la pesadez de su carga, saltó vivazmente hacia delante y poniéndose de espaldas ante la compañía meneaba los hombros y amenazaba a algunos con las cucharas. Los soldados movían los brazos al ritmo de la canción, iban caminando relajadamente pero marcaban el paso involuntariamente. Tras la compañía se escuchaban los ruidos de las ruedas, el crujido de los muelles y el paso de los caballos. Kutúzov y su séquito volvieron a la ciudad. El comandante en jefe dio la señal para que los soldados avanzaran sin guardar la formación y su rostro y el rostro de todos los miembros de su séquito reflejó satisfacción al oír los acordes de la canción, al ver al soldado que bailaba y el alegre y marcial paso de los soldados de la compañía. En el flanco derecho por el que el carro rodeaba a la compañía, destacaba involuntariamente en la fila un apuesto, de ojos azules, ancho y bien formado soldado, que marcaba el paso al ritmo de la canción de un modo particularmente marcial y elegante y que miraba alegremente a los rostros de los que pasaban, con una expresión como si se apiadara de todo el que en ese momento no iba con la compañía. El cornette de húsares de altos hombros se apartó del carro y se acercó a Dólojov.
Este cornette de húsares, que se llamaba Zherkov, había pertenecido en San Petersburgo durante un tiempo a ese turbulento grupo que dirigía Dólojov. En el extranjero Zherkov se había encontrado a Dólojov como soldado y no consideró necesario reconocerle. Ahora se dirigió a él con la alegría de un viejo amigo.
—¿Qué tal, amigo del alma? —dijo él entre el sonido de la canción e igualando el paso de su caballo al de la compañía.
—Bien, hermano —respondió fríamente Dólojov—, como puedes ver.
La canción soldadesca añadía un sentido especial a la desenfadada alegría con la que hablaba Zherkov y a la intencionada frialdad de las respuestas de Dólojov.
—Bueno, ¿y qué tal te llevas con tus mandos? —preguntó Zherkov.
—Bien, son buena gente. Y tú, ¿cómo te has introducido en el Estado Mayor?
—Me han mandado aquí con un encargo.
Ambos callaron. «Lanzaron al halcón con la mano derecha», decía la canción, encendiendo involuntariamente sentimientos de ánimo y alegría. Seguramente su conversación hubiera sido distinta si no la hubieran mantenido escuchando los sonidos de la canción.
—¿Es verdad que han vencido a los austríacos? —preguntó Dólojov.
—El diablo lo sabe, eso dicen...
—Me alegro —respondió Dólojov breve y claramente como requería la canción.
—Ven con nosotros una tarde de estas, jugaremos al faraón, —dijo Zherkov.
—¿Acaso os sobra el dinero?
—Ven.
—No puedo. He hecho una promesa. No beberé ni jugaré hasta que recupere mi rango.
—Bueno, eso en la primera acción...
—Entonces se verá... —De nuevo ambos callaron.
—Ven si necesitas algo, todos te ayudaremos en el Estado Mayor —dijo Zherkov.
Dólojov se sonrió.
—Mejor será que no te preocupes. Si necesito algo no se lo pediré al Estado Mayor, lo cogeré yo mismo.
Dólojov miró con rabia al rostro de Zherkov.
—Bueno, pero yo quería...
—Pues ya lo sabes.
—Adiós.
—Que te vaya bien.
... Muy alto y lejos de mi patria...
Zherkov espoleó el caballo que por tres veces se encabritó sin saber cómo echar a andar y galopando al compás de la canción, dejó atrás la compañía y alcanzó el carro, también al compás de la canción.
A
L
volver de la revista, Kutúzov se dirigió en compañía del general austríaco a su despacho y llamando al ayudante de campo le ordenó que le trajera unos papeles sobre el estado de las tropas que habían llegado y las cartas que hasta el momento se habían recibido del archiduque Fernando. El príncipe Andréi Bolkonski entró en el despacho del comandante en jefe con los documentos solicitados. Kutúzov y el miembro del consejo superior de guerra austríaco estaban sentados en una mesa sobre la que estaban extendidos unos planos.
Ah... dijo Kutúzov mirando a Bolkonski como si con esta palabra le rogara esperar, y siguió en francés la conversación iniciada.
—Yo solamente digo, general —decía Kutúzov con una agradable, elegante expresión y entonación que obligaba a escuchar cada una de las palabras que decía pausadamente. Hasta él mismo se escuchaba con evidente placer—. Yo solamente digo, general, que si esto dependiera de mi propio deseo hace tiempo que se hubiera cumplido la voluntad de Su Alteza el emperador Francisco. Ya hace tiempo que hubiera unido mis tropas a las del archiduque. Y tiene mi palabra de que traspasar el alto mando del ejército a un general más competente y hábil de los que tanto abundan en Austria y así descargarme de las pesadas responsabilidades, para mí personalmente sería un placer. Pero las circunstancias son más poderosas que nosotros, general. —Y Kutúzov sonrió, con una expresión tal como si estuviera diciendo: «Tiene todo el derecho de no creerme e incluso me es exactamente lo mismo, si lo hace o no, pero no tiene motivos para decírmelo. Y esa es la cuestión».
El general austríaco tenía aspecto de no estar satisfecho, pero no podía responder a Kutúzov en ese tono.
—Al contrario —dijo él con tono rezongante y enojado, que contradecía las palabras lisonjeras que pronunciaba—, al contrario, Su Alteza aprecia en muy alto grado la participación de Su Excelencia en la campaña, pero creemos que la actual lentitud priva a las gloriosas tropas rusas y a sus comandantes de los laureles que están acostumbrados a cosechar en la batalla —remató él la frase que evidentemente ya tenía preparada.
Kutúzov hizo una reverencia, sin cambiar la sonrisa.
—Y yo estoy convencido, basándome en la última carta con la que me honró Su Alteza el archiduque Fernando, que las tropas austríacas, bajo el mando de una ayuda tan hábil como la que puede brindar el general Mack, ahora ya habrán conseguido una victoria definitiva y no necesitarán de nuestra ayuda —dijo Kutúzov.
El general frunció el ceño. Aunque no hubiera noticias que confirmaran la derrota de los austríacos, había demasiadas circunstancias que confirmaban los generales rumores desfavorables y por lo tanto la suposición de Kutúzov sobre la victoria de los austríacos se parecía mucho a una burla. Pero Kutúzov sonreía dulcemente con la misma expresión que quería decir que él tenía derecho a suponerlo. Realmente la última carta que habían recibido del ejército de Mack le informaba de la victoria y de la inmejorable situación estratégica del ejército.
—Tráeme esa carta —dijo Kutúzov dirigiéndose al príncipe Andréi—. Tenga la bondad de escuchar —y Kutúzov, con una sonrisa burlona en las comisuras de los labios, leyó en alemán el siguiente fragmento de la carta del archiduque Fernando: «Tenemos aproximadamente setenta mil soldados del total de las fuerzas conjuntas, de manera que podemos atacar y destruir al enemigo en caso de que atravesara el Lech. Como hemos tomado Ulm podemos mantener bajo nuestro control las dos orillas del Danubio en todo momento y en caso de que el enemigo no atraviese el Lech, pasar el Danubio, arrojarnos sobre sus líneas de comunicación, más abajo atravesar de regreso el Danubio y si el enemigo piensa lanzar todas sus fuerzas contra nuestros fieles aliados, no permitirle cumplir con sus propósitos. De ese modo esperaremos animosamente el momento en el que el ejército imperial ruso esté del todo preparado y después de eso esperaremos juntos la ocasión de conceder al enemigo la suerte que se merece».
Al terminar ese párrafo Kutúzov respiró profundamente y miró atenta y afectuosamente al miembro del Consejo Superior de Guerra.
—Pero usted conoce, Excelencia, el sabio principio que prescribe suponer siempre lo peor —dijo el general austríaco, evidentemente deseando dejarse de bromas y abordar el asunto. Miró descontento al ayudante de campo.
—Perdone, general —le interrumpió Kutúzov y también se volvió hacia el príncipe Andréi—. Mira, querido, tráeme todos los informes de nuestros exploradores de Kozlovski. Toma estas dos cartas del conde Nostits, la carta de Su Alteza el archiduque Fernando —dijo él dándole unos cuantos papeles—. Y elabora un memorándum en limpio en francés de todo esto y de todas las noticias que tenemos de las actividades del ejército austríaco. Cuando esté hecho se lo presentas a Su Excelencia.
El príncipe Andréi inclinó la cabeza respetuosamente en señal de que comprendía desde la primera palabra, no solamente lo que había dicho, sino lo que Kutúzov no había dicho pero había querido decirle. Recogió los papeles y habiendo hecho una reverencia, salió de la sala con el sonido de sus pasos amortiguado por la alfombra.
El príncipe Andréi había cambiado mucho en ese tiempo, a pesar de que no hacía aún tres meses que saliera de Rusia. En la expresión de su cara, en sus movimientos, en su modo de caminar, apenas era ahora apreciable su anterior afectación, cansancio y pereza; tenía el aspecto de una persona que no tenia tiempo de pensar en la impresión que causaba en los demás y que estaba ocupado en cosas gratas e interesantes. Su rostro expresaba mayor satisfacción por sí mismo y lo que le rodeaba; su sonrisa y su mirada eran más alegres y encantadoras.
Kutúzov, al que ya había alcanzado en Polonia, le recibió muy afectuosamente, le prometió no olvidarse de él, le distinguió de los otros ayudantes de campo, le llevó consigo a Viena y le encomendaba las tareas más importantes. En el Estado Mayor de Kutúzov entre sus compañeros y en general en el ejército, igual que en la sociedad peterburguesa, el príncipe Andréi tenía dos reputaciones completamente opuestas. Unos, la minoría, consideraban al príncipe Andréi alguien diferente de ellos y del resto de la gente, esperaban de él grandes éxitos, le escuchaban, le admiraban y le imitaban. Con estos el príncipe Andréi era natural y agradable. A otros, la mayoría, no les gustaba el príncipe Andréi, le consideraban una persona vanidosa, fría y desagradable. Pero con esa gente el príncipe Andréi sabía comportarse de modo que le respetaran y le temieran. Con las dos personas con las que guardaba una relación más estrecha eran uno de sus amigos de San Petersburgo, el gordo y bonachón príncipe Nesvitski, que era inmensamente rico, despreocupado y alegre, que daba de comer y de beber a todo el Estado Mayor, se reía constantemente de todo de lo que era posible reírse y no comprendía ni creía en la posibilidad de ruindad ni de odio en el hombre. El otro era un hombre sin posición, el capitán del regimiento de infantería Kozlovski, que no tenía ningún tipo de educación mundana, incluso ni siquiera hablaba bien en francés, pero que con esfuerzo y dedicación se abría camino y en esta campaña había sido recomendado y se le había asignado una tarea especial a las órdenes del comandante en jefe. Bolkonski se relacionaba con él con placer pero en su trato siempre había un aire protector.
Al salir del despacho de Kutúzov se acercó con los papeles a Kozlovski, que estaba de guardia y se sentaba al lado de la ventana leyendo un libro sobre fortificaciones. Unos cuantos soldados, vistiendo el uniforme completo y con rostros tímidos, esperaban pacientemente en el otro extremo de la habitación.
—¿Bueno, qué, príncipe? —preguntó Kozlovski.
—Ha ordenado elaborar un documento con las razones por las que no avanzamos.
—¿Y por qué no avanzamos?
El príncipe Andréi se encogió de hombros.
—Viéndolo bien, la verdad es que es lógico que lo pregunte —dijo él.
—¿No hay noticias de Mack? —preguntó Kozlovski.
—No.
—Si fuera verdad que está herido, hubiéramos recibido noticias.
—Es incomprensible —dijo el príncipe Andréi.
—Ya le dije, príncipe, que no nos deparará nada bueno que los austríacos tomen el poder de nuestras tropas.
El príncipe Andréi sonrió y se dirigió hacia la salida, pero en ese momento se encontró a un general austríaco, alto y evidentemente forastero, con la cabeza vendada con un pañuelo negro y la orden de María Teresa al cuello, que había golpeado la puerta y entrado apresuradamente en la sala. El príncipe Andréi se detuvo. La alta figura del general austríaco, su ceño fruncido, su rostro decidido y sus rápidos movimientos eran tan asombrosos por su importancia e inquietud que todos los que estaban en la sala se levantaron espontáneamente.
—¿El comandante en jefe Kutúzov? —dijo rápidamente el general forastero con su brusca pronunciación alemana, mirando a ambos lados y dirigiéndose sin detenerse hacia la puerta del despacho.
—El comandante en jefe está ocupado —dijo Kozlovski, apresurada y sombríamente, como siempre en el cumplimiento del deber, acercándose al desconocido general y cortándole el paso hacia la puerta—. ¿A quién tengo que anunciar?
El desconocido general miró desdeñosamente de arriba abajo al no muy alto Kozlovski como sorprendiéndose de que pudiera no conocerle.
—El comandante en jefe está ocupado —repitió tranquilamente Kozlovski.
El rostro del general se ensombreció, sus labios temblaron. Sacó su libreta de notas, trazó rápidamente algo con lápiz, arrancó la hoja, se la dio y se dirigió con paso rápido a la ventana dejándose caer sobre una silla y mirando a todos los que estaban en la habitación como preguntando por qué le miraban. El general levantó la cabeza, estiró el cuello y se dirigió a la persona que estaba más cerca de él, el príncipe Andréi, como si tuviera intención de decir algo, pero en ese instante se volvió y comenzó a canturrear nerviosamente, produciendo extraños sonidos que enseguida acalló. La puerta del despacho se abrió y en el umbral apareció Kutúzov. En ese mismo instante el general de la cabeza vendada, inclinándose como si huyera de un peligro con pasos largos y rápidos de sus delgadas piernas se acercó hacia Kutúzov. Su rostro anciano y arrugado palideció y no pudo evitar un temblor nervioso del labio inferior en el momento en el que se arrancó y dijo con un tono demasiado elevado y mala pronunciación francesa, las siguientes palabras: