San Petersburgo, 23 de noviembre.
Vivo de nuevo con mi esposa. Ayer nos mudamos a nuestra casa. Me he instalado otra vez en las habitaciones de la planta superior y he experimentado un dichoso sentimiento de renovación. Le he dicho a mi mujer que lo pasado está olvidado, que nunca haré mención a ello y que no tengo nada que perdonar. Le he rogado que haga lo mismo. Que no sepa lo difícil que me resulta perdonarla.
Me he levantado a las ocho, de acuerdo con el horario que me he confeccionado, he leído las Sagradas Escrituras y después me he ido a mi puesto de trabajo (Pierre trabajaba en uno de los comités). He vuelto a la hora de comer, he comido y bebido con moderación y luego he copiado unas piezas para los hermanos. Al atardecer, he bajado al salón de mi esposa y he contado a los allí presentes una divertida historia sobre B., y solo cuando todos ya estaban riendo a carcajadas, recordé que no debía haberlo hecho. Me retiro a dormir con un estado de ánimo tranquilo y feliz. Dios mío, ayúdame a caminar por tus senderos: Primero, a vencer la cólera con la calma y la parsimonia. Segundo, a vencer la lujuria con la abstinencia y la repulsión. Tercero, a apartarme de la vanidad, pero sin deshabituarme de los asuntos de Estado y el servicio, de las obligaciones familiares, de las relaciones con los amigos y de las ocupaciones económicas.
Las fechas siguientes en el diario de Pierre muestran que después de desviarse levemente de sus promesas, cumplió durante cerca de una semana con sus votos. En ese tiempo, experimentó un estado de felicidad e incluso entusiasmo, que le obligaba a pensar por las noches y a soñar con ese mismo orden de ideas, de las cuales anotó algunas. Y así, el 28 de noviembre escribió lo siguiente:
He soñado que Yósif Alekséevich estaba en mi casa, y yo, muy contento, deseaba agasajarle. Me había puesto a charlar incesantemente con unos extraños y de repente me acordé que eso no podía gustarle, y quise acercarme a él para abrazarle. Pero cuando estuve a su lado vi que su rostro se había transformado; estaba rejuvenecido y en voz baja me hablaba sobre la doctrina, pero tan bajo que me era imposible oírle. Luego, salimos todos de la habitación y ocurrió algo extraño; estábamos sentados o tumbados en el suelo. Me decía algo, y yo, queriendo mostrarle mi sensibilidad y sin atender a sus palabras, comencé a imaginarme el estado interior de mi alma y la gracia de Dios que me había iluminado. Las lágrimas asomaron por mis ojos y quedé contento de que él pudiera verlas. Pero mirándome con enfado, se levantó bruscamente y cesó de hablar. Eso me intimidó y le pregunté si lo que estaba diciendo se refería a mí, y sin contestarme, se mostró muy tierno hacia mí. Y después, de improviso, nos vimos de nuevo en mi dormitorio, donde hay una cama de matrimonio. Se acostó en un lado y yo, como ruborizándome por el deseo de hacerle carantoñas, me eché a su lado. Me preguntó: «Dígame la verdad: ¿cuál es su principal defecto? ¿Lo sabe ya? Creo que sí». Turbado por la pregunta, respondí que la pereza era mi principal defecto. Movió la cabeza con incredulidad y yo, más turbado aún, le dije que aunque había vuelto con mi mujer siguiendo su consejo, no era un marido para ella. Discrepó de ello y señaló que no debería privar a mi esposa de mis caricias, dándome a entender que ese era mi deber. Pero respondí que me avergonzaría hacerlo y, de repente, el sueño se desvaneció. Me desperté y hallé en mi pensamiento este texto de las Sagradas Escrituras:
«La vida era la luz de los hombres y la luz brillaba en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron»
. El rostro de Yósif Alekséevich era joven y radiante. Este mismo día he recibido una carta del Benefactor en la que me habla de los deberes conyugales.
Otro sueño. Camino entre tinieblas y de repente unos perros me rodean y me muerden en las piernas, pero sigo mi camino sin temor. Un perro pequeño me clava los dientes en el muslo izquierdo y no me suelta. Intento ahogarle con las manos, y en cuanto me deshago de él, otro perro aún más grande se me echa encima. Me lo quito de encima y un tercer perro, todavía más grande, empieza a roerme. Lo levanto, pero a medida que lo hago, el perro se hace más grande y pesado. Entonces, el hermano A. I. me agarra del brazo y me conduce a un edificio para llegar al cual hay que pasar por una tabla muy estrecha. Al pisarla, se dobla y se cae, y yo debo pasar por una tapia a la que apenas llego con las manos. Tras grandes esfuerzos, logro arrastrar mi cuerpo de tal modo que los pies quedan colgando por un lado y el tronco por otro. Miro y veo al hermano A. I. en la tapia que me señala un amplio paseo y un jardín, en el que se levanta un magnífico edificio. Me desperté. ¡Oh, Dios, Gran Arquitecto de la naturaleza! ¡Ayúdame a librarme de los perros, de mis pasiones y de la última de ellas, que reúne en sí la fuerza de todas las demás! ¡Ayúdame a entrar en el templo de la virtud, del que en sueños he llegado a su contemplación!
30 de noviembre.
Me he levantado tarde. Me he quedado largo rato en la cama, entregándome a la pereza. ¡Dios mío!, ayúdame y dame fuerzas para que pueda seguir tu camino. He leído las Sagradas Escrituras, pero sin la disposición adecuada. Luego ha venido el hermano Urusov y hemos conversado sobre la vanidad del mundo. Me ha contado los nuevos proyectos del zar. Empecé a criticarlos, pero me he acordado de los preceptos y palabras de nuestro Benefactor; el verdadero masón debe ser un diligente hombre de estado cuando se requiera su colaboración, y contemplar con tranquilidad aquellas cosas para las que no ha sido llamado. Mi lengua es mi enemigo.
Me han visitado los hermanos G. B. y O., habíamos convenido hablar de la admisión de un nuevo hermano. Me imponen las obligaciones de rector, pero me siento débil e indigno. Después hemos pasado a la explicación de las siete columnas y gradas del templo: siete ciencias, siete virtudes, siete vicios y siete dones del Espíritu Santo. El hermano O. ha estado muy elocuente. Por la noche ha tenido lugar la admisión. La nueva estructura del local ayuda mucho a la magnificencia del espectáculo. Borís Drubetskoi ha sido el admitido. Yo propuse su admisión y he sido el orador. Una extraña sensación me ha inquietado durante todo el tiempo que hemos permanecido juntos en esa oscura estancia. Sorprendí en mí odio hacia él, que en vano me he esforzado en superar. Por ello, desearía sinceramente salvarlo del mal y conducirlo al camino de la verdad, pero los malos pensamientos sobre él no me abandonaban. Se me ha ocurrido pensar que el fin de ingresar en nuestra hermandad consistía solamente en el deseo de acercarse a la gente importante que se encuentra en nuestra logia. Aparte de preguntarme varias veces si NN y SS figuraban en nuestra logia y de, según he observado, no ser capaz de sentir respeto por nuestra sagrada orden y estar demasiado ocupado y satisfecho con su persona física como para desear mejorar su espíritu, no tenía motivos para dudar de él. Pero no me ha parecido sincero, y todo el rato que he permanecido a su lado a solas en ese oscuro local, creo que se reía con desprecio de mis palabras y le habría atravesado gustosamente el pecho desnudo con la espada que blandía y tenía apoyada en él. No podía hablar con elocuencia y comunicar con franqueza mis sospechas a los hermanos y al Gran Maestro. ¡Gran Arquitecto de la naturaleza, ayúdame a encontrar el camino de la verdad que me ha de sacar del laberinto de la mentira!
En la comida he sido inmoderado y he rehusado uno de los platos, pero sin embargo, me he hartado de beber. Así que me he levantado de la mesa con sensación de pesadez y somnoliento.
Después hay un salto de tres días y escribe lo siguiente:
He tenido una conversación larga e instructiva a solas con el hermano I. Me ha revelado muchas cosas, aunque yo no fuera digno de que lo hiciera. Adonai es el nombre de aquel que ha creado el mundo y Elohim es quien lo gobierna. El tercer nombre, que no puede citarse, significa TODO. Las conversaciones con A. me fortalecen, iluminan y confirman en el camino de la virtud. Ante él, no existe lugar para la duda. Veo clara la diferencia entre el pobre estudio de las ciencias sociales y nuestra santa doctrina que lo abarca todo. Las ciencias humanas dividen todas las cosas para comprenderlas, lo matan todo para estudiarlo. En la santa ciencia de la orden todo está unificado y comprendido en su totalidad y en su vida. La Trinidad, los tres principios de las cosas, son el azufre, el mercurio y la sal. El azufre tiene las cualidades del óleo y del fuego. Unida a la sal, con su fogosidad despierta en ella el ansia, mediante la cual atrae al mercurio, lo atrapa y retiene, y juntos producen los diversos cuerpos. El mercurio es la esencia líquida y volátil del espíritu: Cristo, el Espíritu Santo, Él.
Sigo igual de perezoso y tragón. He recordado los preceptos de contenerme al final de la comida, cuando ya era tarde. He mirado a María Mijáilovna con pensamientos lascivos. Señor, ayúdame.
4 de diciembre.
Ha tenido lugar una logia magistral entre amigos. Se ha descrito el sufrimiento de nuestro padre Adoniram. Lo he escuchado, y como la primera vez que tuve conocimiento de ello, me han asaltado las dudas de si realmente existió, o si es una alegoría con significado propio. He expuesto estas dudas al hermano O. y me ha dicho que se debe esperar pacientemente a la revelación de más secretos que aclararán más cosas. Hoy he pasado la tarde en la parte de la casa de la condesa; mi esposa. No puedo superar la aversión que siento por ella. Conversé apasionadamente con NN sobre lo vano e insignificante y me he burlado con maldad de los senadores. He cenado en exceso, así que he tenido malos sueños durante toda la noche.
7 de diciembre.
Se me ha ordenado organizar y presidir la mesa de la logia. Que Dios me ayude a organizar todo satisfactoriamente. He convencido al príncipe Andréi para que venga. Le veo poco y no puedo seguirle. Está muy atraído por la lucha mundana y confieso que con frecuencia siento envidia, aunque mi participación habría de concernir preferentemente a mí. Ha venido a visitarme y me ha hablado con orgullo de sus logros. Está contento de sus éxitos tanto en la instauración del bien como en su victoria sobre los que considera sus enemigos. Me he esforzado en prepararle para la solemne reunión de hoy y me ha escuchado con dulzura y atención, pero siento que no puedo penetrar en su alma como hace el Benefactor en la mía cuando habla conmigo. El príncipe Andréi pertenece a los masones fríos, pero honestos. Todos ellos, según mis observaciones, se dividen en cuatro categorías. A la primera pertenecen los raros genios como el Benefactor, que han asimilado completamente las verdades sagradas en las que el largo camino recorrido sostiene su empresa de recorrer el resto. Para ellos hay menos misterios que conocimientos, los cuales han vertido en su vida con la doctrina sagrada y sirven de ejemplo a la humanidad. Hay pocos masones de este tipo. A la segunda clase pertenecemos nosotros, los que buscamos, vacilamos, cedemos y nos arrepentimos; pero que buscamos la luz verdadera del autoconocimiento y erigir un templo interior. A la tercera categoría pertenecen las personas como mi querido amigo Bolkonski, O., B. y muchos otros. Estos masones miran con indiferencia nuestro trabajo sin esperar de él ningún logro, aunque no les suscite dudas. Son gente que solamente consagra a nuestra actividad una pequeña parte de su alma. Se comportan como el príncipe Andréi, porque se les invita y porque aunque tampoco ven toda la luz de Sión, no ven sino lo que hay de bueno en la masonería. Son hermanos fieles, pero perezosos. La última categoría la conforman los que, ay, ingresan en la hermandad sagrada por el único motivo que está de moda y porque en la logia hacen sus contactos necesarios para conseguir sus objetivos mundanos entre la gente célebre y de renombre. Son muchos los de esta clase, y el joven Drubetskoi se inscribe en ella.
La logia ha discurrido felizmente y con solemnidad. He comido y bebido en abundancia. Después de la comida, no pude dotar a mis respuestas de la claridad necesaria, hecho del que muchos se han percatado.
12 de diciembre.
Me he despertado tarde. He leído las Sagradas Escrituras, pero sin sentir emoción. Después he salido un rato a pasear por la sala. Quería meditar, pero en su lugar, la imaginación me ha rememorado un hecho ocurrido hace cuatro años. El vizconde francés, después de mi duelo, tuvo la insolencia de despedirse de mí y desearme buena salud y paz de espíritu. En ese momento no contesté nada. Ahora he recordado todos los detalles de ese encuentro; en mi interior, le dije las cosas más atroces e hirientes. Volví en sí y deseché esa idea, solo cuando me vi descompuesto por la cólera, pero no me he arrepentido de ello lo suficiente. Después ha llegado Borís y ha empezado a contar diversas aventuras. Me he mostrado descontento con su visita desde el primer momento y le he dicho algo desagradable. Ha replicado y he montado en cólera; le he calumniado con un cúmulo de groserías y hasta brusquedades. Esta vez no ha replicado y no he caído en la cuenta hasta que ha sido tarde. ¡Dios mío!, no sé comportarme con él. La causa es mi amor propio. Me creo superior a él y eso me hace peor que él, pues él se muestra condescendiente con mis groserías, y yo, por el contrario, le desprecio. ¡Dios mío!, concédeme que en su presencia pueda ver mejor mi bajeza y actuar de manera que le sea útil.
Me he echado una siesta después de la comida y mientras me adormecía he podido oír una voz clara que me decía al oído izquierdo: «Es tu día». Tuve un sueño, tras el que me desperté con el alma radiante y el corazón estremecido. Soñaba que estaba en el sofá grande de mi casa de Moscú y que Yósif Alekséevich entraba por la sala. Enseguida me di cuenta de que había concluido en él el proceso de regeneración y salí a su encuentro. Le beso las manos y me dice: «¿Te has percatado de que ahora tengo otra cara?». Le miré sin dejar de abrazarle y vi que su rostro era el de un joven, pero no tenía cabello y sus rasgos eran completamente diferentes. Le dije: «Le habría reconocido aunque me hubiera encontrado con usted por casualidad», pensando al mismo tiempo: «¿He dicho la verdad?». De repente, se tumbó como un cadáver, para después poco a poco volver en sí y entrar conmigo en el despacho, sosteniendo un gran libro escrito por él. Puso el libro sobre la mesa y comenzó a leer. Le dije «Lo he escrito yo», y me respondió con la cabeza afirmativamente. Yo también leía mucho de ese libro y todo lo que leía eran fines concretos. De todas estas ideas que he tenido en sueños, compondré un discurso que tendré el honor de leer en la logia.