Natasha no respondió, se limitó a sonreír con una sonrisa que parecía decir con un reproche: «¿Cómo puedes preguntarme eso?».
—Más contenta que nunca —contestó, quitándose de su blanca y delgada mano el guante perfumado.
Natasha estaba tan dichosa como nunca antes en su vida. Se encontraba en ese estado de felicidad suprema que hace a las personas buenas del todo y las hace amar a todos por igual. El zar Alejandro Pávlovich le parecía encantador y si hubiese sido necesario, se hubiera acercado a él para decírselo, del mismo modo que sencillamente se lo había dicho a Perónskaia. Deseaba que todos estuviesen felices y contentos. Sonia bailaba, pero cuando se quedaba sin pareja, Natasha hablaba con invitados a los que no conocía:
—Invite a bailar a mi prima. —Y lo decía de una forma tan simple, que nadie se sorprendía.
Perónskaia no bailaba y estaba sentada sola. A Natasha se le ocurrió que se había empolvado el cuello en vano, pero se consoló pensando que a Perónskaia no le hacía falta bailar. De todos modos, se acercó a ella y la besó. El príncipe Andréi, Pierre y demás bailarines le parecían todos iguales, igual de encantadores.
A
L
día siguiente, el príncipe Andréi sonrió al despertarse sin saber por qué. Había recordado toda su vida pasada en San Petersburgo en la nueva sociedad. Recordó el baile del día anterior, pero no detuvo mucho tiempo su pensamiento en él: «Sí, ha sido un baile brillantísimo. Todavía puedo encontrar gran satisfacción en estos placeres. Y la señorita Rostova es muy simpática. Hay en ella frescura, algo especial y no característico de San Petersburgo que la distingue de las demás». Eso fue todo lo que pensó del baile. Pero comenzó a recordar episodios muy anteriores; toda su vida en San Petersburgo. Y estos cuatro meses se le presentaron como un mundo completamente nuevo, como si hasta entonces nunca hubiera pensado en ello. Recordó sus gestiones, sus búsquedas, la historia de su proyecto de reforma de los reglamentos militares, que había sido tomado en consideración por el comité y que pretendían silenciar únicamente porque otro trabajo, que no resistiría la crítica, se había elaborado y presentado al zar. Recordó la historia de sus informes sobre la emancipación de los campesinos, cuyo debate constantemente eludía Speranski no porque resultasen poco razonables o innecesarios, sino porque no era el momento de ocupar con ellos la atención del zar. Pasó revista a su actividad legislativa y al ultraje a la libertad que suponía que su trabajo fuera de nuevo devuelto a Rosenkampf, lo que le produjo vergüenza y ganas de reír. Se imaginó vivamente que estaba en Boguchárovo, con sus mujiks, con Dron, el alcalde de la pedanía, y los siervos, y aplicándoles los derechos que había dividido en artículos y párrafos, sintió ganas de reír por haberse dedicado a un trabajo tan inútil.
Ocupado en estos pensamientos le sorprendió la visita de un joven conocido suyo, Bitski, que servía en diferentes comisiones y frecuentaba todos los círculos de San Petersburgo. Bitski era un ferviente admirador de las nuevas ideas de Speranski y un gacetillero consumado de la capital. Una de esas personas que eligen una corriente como si de un traje a la moda se tratase, pero que precisamente por ello se muestran como sus más ardientes partidarios. Con gesto preocupado, sin apenas tiempo de quitarse el sombrero, se acercó al príncipe Andréi, al que consideraba uno de los pilares del partido liberal, y comenzó a hablar. Acababa de enterarse de los detalles de la célebre sesión plenaria del Consejo Estatal inaugurada por el zar, y los relató con entusiasmo. El discurso del zar había sido extraordinario, uno de esos discursos que solamente pronuncian los monarcas constitucionales ingleses. El zar comunicó directamente que el Consejo y el Senado son la esencia de los estamentos del Estado. Dijo que el gobierno del país debe fundamentarse no en la arbitrariedad, sino en principios firmes, que las finanzas debían ser reformadas y que las cuentas habían de hacerse públicas, contaba Bitski, enfatizando sus palabras y abriendo significativamente los ojos.
—Sí, los acontecimientos de hoy suponen el comienzo de una nueva era, la más grande de nuestra historia —concluyó.
El príncipe Andréi escuchó con impaciencia el relato que esperaba sobre la inauguración del Consejo Estatal, atribuyéndole la misma importancia. Pero le asombraba que esos acontecimientos no solamente no le afectaran, sino que le parecieran poco menos que una mezquindad. Atendió a la entusiasta exposición de Bitski con una burla oculta y silenciosa. Le vino a la cabeza un pensamiento simplísimo: «¿Qué nos importa a Bitski y a mí lo que haya dicho el zar en el Consejo?». La conversación de Bitski le empezó a resultar aburrida. Le rogó disculpas y le dijo que debía de realizar algunas visitas. Salieron de la casa juntos. Una vez que el príncipe Andréi se quedó solo, se preguntó adonde tenía que dirigirse. Sí, debía efectuar una visita a los Rostov, pues era lo que exigía la cortesía.
Natasha llevaba puesto un vestido azul distinto al del día anterior, con el que estaba aún más favorecida. Toda la familia, que el príncipe Andréi antes juzgaba severamente, ahora, en su opinión, estaba formada por magníficas personas, sencillas y buenas. La hospitalidad y bondad del viejo conde, especialmente agradable en San Petersburgo, era tal, que el príncipe no pudo rechazar la invitación de quedarse a comer con ellos. Todos ellos eran personas buenas y excelentes, y desde luego no comprendían en absoluto que en Natasha tenían un tesoro. Pero eran buenas personas que componían el mejor fondo para que destacase aquel encanto de muchacha, llena de vida y de especial poesía. El príncipe Andréi sintió en Natasha la presencia de una paz especial, completamente extraña para él, que parecía colmada de ciertas alegrías desconocidas del mundo que ya entonces, en la avenida de Otrádnoe, chocaba con él, irritándole. Esta incertidumbre era la que le tenía más ocupado con la señorita Rostova. Después de comer, interpretó una canción. Primeramente, el príncipe Andréi conversó con la madre de la muchacha, la escuchó y después ambos guardaron silencio. Luego, el príncipe sintió inesperadamente que unas lágrimas le subían por la garganta, cuya posibilidad no contemplaba. Se sentía a un tiempo feliz y triste.
Decididamente no tenía ningún motivo para llorar, pero estaba a punto de hacerlo. ¿Por qué razón? ¿Por su anterior amor? ¿Por la princesita? ¿Por sus desilusiones? Sí y no. Había una terrible contradicción entre algo infinitamente grande e impreciso que habitaba en él, y algo estrecho y corpóreo de lo que él mismo estaba constituido. Eso era lo que le atormentaba y le alegraba durante el canto de Natasha. En cuanto hubo terminado de cantar, se acercó a él y le preguntó si había sido de su agrado. Mirándola, sonrió. Natasha también le correspondió con una sonrisa.
Se marchó de la casa bien entrada la noche y se acostó por la fuerza de la costumbre, pero pronto comprendió que en ese momento no podía dormir. Encendió una vela y se sentó en la cama. Se levantó y volvió a echarse sin que el insomnio le incomodara en absoluto. Así de alegre y renovado estaba su espíritu. Durmió dos horas antes de que amaneciera, pero cuando se despertó, estaba más fresco que nunca. Por la mañana recibió una carta de Mane en la que describía el penoso estado de salud de su padre y en la que involuntariamente expresaba su descontento con la señorita Bourienne. Luego llegó un colaborador suyo del comité y se lamentó del deterioro de su trabajo. El príncipe Andréi se esforzó en tranquilizarle. «¿Cómo pueden no comprender que esto no es nada y que todo va a salir bien?», pensó.
Fue de nuevo a visitar a los Rostov y de nuevo no durmió esa noche. Volvió a visitarles. Fue al tercer día, mientras estaba sentado por la tarde en el salón de los Rostov y contaba riendo y haciendo reír anécdotas sobre la distracción de Pierre, cuando sintió que le miraban seria y obstinadamente. Se volvió. Era la mirada triste de la condesa, severa y también compasiva, con la que unía a los dos, como si con esta mirada les bendijera y temiendo un engaño por su parte lamentara la separación de su hija preferida. La condesa cambió enseguida de expresión y se asombró de no ver desde hacía tiempo a Bezújov, pero el príncipe Andréi entendió esas palabras de otro modo. En su lugar, comprendió que la condesa le estaba recordando la responsabilidad que tendría que asumir con este acercamiento, y con este pensamiento miró de nuevo a Natasha, como preguntándose si valía la pena asumirla. «Lo meditaré en casa», pensó el príncipe Andréi.
Por la noche le resultó imposible dormir y se preguntó qué era lo que iba a hacer. Se afanó por olvidar y arrojar fuera de su mente el recuerdo de su rostro, sus brazos, su modo de andar, el sonido de su voz y sus últimas palabras. Sin este recuerdo resolvería la cuestión de si se casaría o no con ella y cuándo. Comenzó a razonar: «Desventajas: emparentarse con esa familia, seguramente el disgusto de su padre, el abandono de la memoria de su difunta esposa, su juventud, darle una madrastra a Koko... madrastra, madrastra. Sí, pero lo principal es qué hago con mi persona». Ya se la imaginaba como su esposa. «No puede ser de otra forma, no puedo vivir sin ella. Pero no puedo decirle que la amo; ¡es demasiado pronto, no puedo!», se decía a sí mismo.
Pero en el estado de excitación en el que se encontraba, la terrible idea de confundirse, actuar deshonestamente, seducirla y no mantener de algún modo una promesa aún no hecha le asustó tanto, que al cuarto día decidió no verla y esforzarse más en meditar y encontrar una solución por sí mismo. No acudió de visita a casa de los Rostov, pero hablar con la gente y escuchar conversaciones sobre sus vacuas preocupaciones, tener trato con los que desconocían lo que él sabía, era algo insoportable para él.
Esa misma noche, Natasha, ya excitada, ya asustada, permaneció largo rato con los ojos inmóviles en la cama junto a su madre, preguntándole qué significaba aquello y relatando cómo el príncipe la alababa y el modo en que preguntaba adonde y cuando irían al campo.
—Únicamente desconozco qué es lo que ha encontrado en mí. Dices que soy una tonta. Si siempre que estoy cerca de él siento miedo, ¿qué significa eso? ¿Significa que estoy enamorada? ¿No? ¡Mamá, se está durmiendo!
—No, alma mía... También yo tengo miedo —respondió su madre—. Ve a dormir.
—Da igual, no me dormiré. ¡Vaya tontería dormir! Podríamos pensar... —y de nuevo comenzó a decir por décima vez o así que le quería y que él la querría a ella.
—Tuvo que venir a San Petersburgo a propósito y ha venido a visitarnos.
Decía todo esto como el jugador que no puede recobrarse de la primera gran carta que le han dado y a la que decide jugar. En ese momento, le pareció que se había enamorado de él la primera vez que le vio en Otrádnoe. Esa extraña e inesperada felicidad parecía asustarla; el hombre que había escogido (y estaba convencida de ello) también la quería a ella. La dicha extraordinaria por haber sido elegida por él alegraba y adulaba su enorme amor propio, y debido a ese sentimiento, Natasha no sabía si le amaba. Antes estaba más segura de ello, pero ahora no sabría qué responder en el caso de que tuviese el valor de hacerse esa pregunta a sí misma.
—Mamá, ¿y qué pasa con él? ¿Cuándo me hará una proposición de matrimonio? ¿Me la hará?
—Basta, Natasha... Reza a Dios. Los matrimonios se hacen en los cielos.
—Palomita, mamaíta... ¡Cuánto la quiero! —gritó Natasha, abrazando a su madre con lágrimas de alegría.
D
URANTE
cuatro días, el príncipe Andréi no fue a casa de los Rostov de visita ni a ningún otro sitio donde se los pudiera encontrar. Pero al cuarto día no pudo contenerse y engañándose a sí mismo con la vaga esperanza de ver a Natasha, por la tarde se desplazó para ver a los jóvenes Berg, quienes le habían visitado ya dos veces, invitándole a pasar una velada con ellos.
A pesar de que Berg, cada vez que se encontraba en alguna parte con el príncipe Andréi le rogaba con insistencia que le visitara una tarde, cuando le informaron en su pulcra y cuidadísima casa de la calle Vladimir de que Bolkonski había llegado de visita, se inquietó como si de una sorpresa se tratase. Cuando llegó Bolkonski, Berg se hallaba sentado en su nuevo y luminoso despacho. Estaba decorado con tanto esmero con muebles nuevos, pequeños bustos y cuadros, que resultaba complicado habitar en ese espacio; parecía que su fin fuera estar siempre en orden y que el más mínimo uso cotidiano que se hiciera de esa habitación pudiera perturbarlo. Berg lucía un traje desabotonado y estaba inculcando a Vera la idea de que siempre se puede y se debe tener a conocidos de más categoría que la de uno mismo, pues solo así se obtiene placer de las amistades. «Se pueden aprender cosas o pedir alguna gracia. Fíjate cómo vivía yo después de mis primeros ascensos (Berg no contaba su vida por años sino por ascensos). Mis camaradas no son aún nadie y yo, en cambio, ya estoy propuesto para coronel de regimiento; tengo la suerte de ser tu marido (se levantó y besó su mano, enderezando de paso un extremo de la alfombra). ¿Y cómo he logrado esto? Principalmente, escogiendo bien las amistades. Ni que decir tiene que hay que ser virtuoso y cuidadoso...» Berg sonrió con la convicción de saberse superior a su débil esposa y guardó silencio, pensando que de todos modos su encantadora mujer era una persona débil que no puede concebir todo lo que supone la dignidad del hombre; ser hombre. Vera también sonrió con la convicción de ser superior a su buen y virtuoso marido que, como todos los hombres, entendía equivocadamente la vida. En su opinión, él no comprendía que, a pesar de todo, lo fundamental en la vida consistía en el arte de tratar a las personas con fina diplomacia y la obstinación en conseguir los deseos propios. «Si no dominara este arte, ahora sería una solterona en casa de mis arruinados padres y no la esposa de un hombre bueno y honrado que está haciendo una carrera brillante, a cuyos logros futuros yo contribuiré.» Berg pensaba que todas las mujeres eran limitadas y únicamente servían para casarse, como su esposa. Vera, juzgando por su marido y generalizando su opinión como siempre hacen las personas limitadas, pensaba que todos los hombres eran orgullosos y no hacen más que atribuirse la inteligencia, pero al mismo tiempo no comprenden nada. Ambos estaban muy satisfechos con su destino.
Berg se levantó y abrazó a su esposa con cuidado de no arrugar los encajes del chal que tanto le había costado, y la besó en los labios.