«Hasta mañana, hasta mañana —pensó Rostov, siguiendo a los generales—. Mañana veremos si nos matan o no, pero hoy hay que dormir.» Y casi escurriéndose del caballo se quedó a dormir allí, en el ala que ocupaba el príncipe Bagratión sin siquiera quitarse la gorra, con la cabeza apoyada en la barandilla.
Si la vista de Nikolai Rostov hubiera podido penetrar a través de la niebla de la noche otoñal, penetrar hasta donde ardían los fuegos del enemigo cuando iba por las líneas de la avanzadilla, entonces en un lugar de la avanzadilla francesa, a una distancia no mayor de mil pasos de él, hubiera visto lo siguiente: sin los fuegos de campamento, en la oscuridad, había carros de fusileros de la infantería, alrededor de los cuales caminaban los centinelas y detrás de los carros sobre el mismo suelo o sobre paja, yacían los soldados franceses envueltos en sus capas y detrás del montón de soldados se alzaba una tienda de campaña. Junto a la tienda se encontraba un caballo de silla y su jinete. Un joven oficial francés salió de la tienda y llamó al sargento. Tras él salió otro francés con uniforme de ayudante de campo. Los cabos llamaron a asamblea y los soldados que estaban dormidos se desperezaron, se levantaron y en cinco minutos se encontraban reunidos alrededor de los dos oficiales.
—¡Soldados! ¡Orden del emperador! —promulgó el oficial, adentrándose en el grupo de la amontonada compañía.
Un soldado de infantería sostenía, cubriéndola con la mano, una vela de sebo, para iluminar el papel. El fuego comenzó a vibrar, se estremeció y se apagó. El oficial se aclaró la voz, esperando la luz. El soldado cogió un manojo de paja, lo fijó a un palo, lo encendió en la hoguera y lo sostuvo por encima de la cabeza del oficial, para darle luz. Apenas un manojo de paja se consumía, otro se encendía y el oficial pudo leer sin interrupciones todo el contenido de la significativa orden del emperador. Mientras el soldado liaba el manojo de paja, el ayudante le dijo al oficial que sostenía la orden:
—Mírelos, y que no haya posibilidad de saber qué es lo que está sucediendo allí —dijo él señalando a los rusos.
—El emperador lo sabe todo —repuso el oficial de infantería—. ¡Atención!
Y comenzó a leer la orden con cierto énfasis, como en el teatro.
Durante la lectura tres jinetes se acercaron y se detuvieron tras las filas de soldados que escuchaban la orden. Tras la lectura el oficial agitó el papel por encima de la cabeza y gritó: «¡Viva el emperador!». Y los soldados elevaron al unísono un alegre grito. En este instante un jinete con un sombrero de tres picos y un capote gris, se adelantó hacia el grupo iluminado por el manojo de paja. Era el emperador. La mayoría de los soldados vieron su rostro y a pesar de la sombra oscura que cubría la parte superior del mismo a causa del sombrero, le reconocieron en el acto, y abandonando la formación a causa de la alegría, le rodearon.
Los gritos se elevaron más y más, de tal modo que resultaba incomprensible cómo tan pocos soldados podían gritar tan alto. A uno de los soldados se le ocurrió encender dos manojos de paja más, para iluminar más el rostro del emperador, otros soldados siguieron el ejemplo del primero y en todas las líneas ardieron manojos de paja. Los soldados de las compañías y los regimientos vecinos corrieron hasta el lugar en el que se encontraba el emperador y se esparcieron más y más por las líneas las luces de los manojos de paja, y se generalizaron más y más los gritos que eran cada vez más intensos.
Y esos eran los gritos y los fuegos que sorprendieron aquella noche no solamente a Rostov, Bagratión y Dolgorúkov, sino a todos los regimientos de la avanzadilla del ejército ruso que ya se encontraban en el campo de Austerlitz.
Nosotros buscábamos a Napoleón y creíamos sorprenderle en franca retirada, incluso temíamos no tener tiempo de alcanzarle. Nuestro ejército se movía apresurada y desordenadamente (eso que estaba tan detalladamente concebido en los planos y los mapas, no podía estar más alejado de su cumplimiento en la realidad); y por eso al empezar el día, al encontrarnos con los franceses sin haber tenido tiempo de ocupar las posiciones que debíamos haber ocupado, no teníamos ninguna posición excepto aquella en la que nos había sorprendido el alba. El mismo Napoleón habiendo recibido informes de algún traidor sobre nuestras intenciones, o adivinándolas, escogió la mejor posición frente al Brünn y además de esto en lugar de retroceder como nosotros habíamos supuesto hizo avanzar a todo el grueso de su ejército a la misma línea de su avanzadilla.
Esos fuegos y gritos que sorprendieron a los nuestros en la víspera eran gritos de salutación al emperador y los manojos de paja encendida, con los que los soldados corrían tras él cuando pasaba revista en la avanzadilla, estaban preparando a sus regimientos para la batalla.
La víspera de la batalla, en la que pensábamos cogerle de improvisto, en el ejército francés se había leído la siguiente orden de Napoleón:
¡Soldados! El ejército ruso se enfrenta a nosotros para vengar el ejército austríaco de Ulm. Son los mismos batallones que aniquilasteis ante Hollabrünn y que habéis perseguido sin tregua hasta este lugar. Las posiciones que ocupamos son formidables y mientras avancen para envolverme por la derecha, ¡me dejarán su flanco al descubierto! ¡Soldados! Yo mismo guiaré vuestros batallones. Me mantendré alejado del fuego, si vosotros con vuestra acostumbrada valentía lleváis a las filas enemigas el desorden y la confusión; pero si por un momento la victoria fuera dudosa, veríais a vuestro emperador exponerse a la primera línea de fuego del enemigo porque no puede haber vacilación en la batalla, especialmente en este día en el que se trata del honor de la infantería francesa, tan necesario para el honor de nuestra nación.
Que no se rompan filas con la excusa del repliegue de los heridos. Cada uno debe estar bien compenetrado con la idea de que es necesario vencer a estos lacayos de Inglaterra, a los que tan grande odio mueve contra nuestra nación. Esta victoria finalizará nuestra campaña y podremos volver a los cuarteles de invierno donde nos aguardan las nuevas tropas francesas, que se forman en Francia; y entonces la paz que yo acordaré será digna de mi nación, de vosotros y de mí.
N
APOLEÓN
Así que la ventaja de la sorpresa estaba de su parte. Esperábamos la ventaja de nuestra posición y de nuestro ataque sorpresa y nos encontramos con su ataque por sorpresa sin ocupar ninguna posición. Nada de esto impedía que el plan de ataque propuesto por los austríacos fuera muy bueno y que pudiéramos cumplirlo con exactitud, derrotar el ala derecha de Napoleón, guardando el centro, hacerlo retroceder a las montañas de Bohemia, cortándole el camino de Vensk. Todo esto podía haber sido si de nuestra parte hubiera habido no un cuantioso ejército, los más mortíferos cañones, las armas de batalla más novedosas y mortíferas, una gran organización en el abastecimiento de alimentos, incluso no el arte militar de los jefes del ejército, pero si de nuestro lado hubiera estado algo que no se puede pesar, contar, ni definir, pero que siempre y ante cualquier circunstancia de desigualdad ha decidido, decide y decidirá la suerte en una batalla, es decir, si los nuestros hubieran tenido una mejor disposición de ánimo.
La noche era oscura, nubosa, de vez en cuando se veía la luna, las hogueras ardieron toda la noche en ambos campamentos, que se encontraban a una distancia de cinco verstas el uno del otro. A las cinco de la mañana aún era de noche cerrada, el ejército del centro, la reserva y el flanco izquierdo aún se mantenían inmóviles y en el flanco derecho ya comenzaban a moverse las columnas de infantería, caballería y artillería que debían ser las primeras en abandonar las colinas, atacar el flanco izquierdo francés y hacerle retroceder a las montañas de Bohemia. El humo de las hogueras a las que se había arrojado todo lo superfluo, hacía que los ojos escocieran. Estaba oscuro y hacía frío. Los oficiales bebían té y desayunaban apresuradamente. Los soldados mascaban pan seco, golpeaban el suelo con los pies para calentarse y se reunían alrededor del fuego al que se arrojaba todo lo que fuera de madera para encenderlo y poder fumar.
Los guías de columna austríacos pasaban entre las tropas rusas provocando burlas y esa era la señal de que el ejército pronto iba a ponerse en marcha. Tan pronto como un austríaco se acercaba al comandante de un regimiento todo comenzaba a agitarse. Los soldados salían corriendo de las hogueras para formar, metiendo las pipas en la caña de las botas, los oficiales recorrían las filas, los cocheros y los ordenanzas alistaban los caballos, montaban y acomodaban los carros y a una orden se ponían en marcha, se santiguaban, se oía el patear de miles de botas y las columnas se movían sin saber adonde y sin poder ver a causa de los que les rodeaban y de la niebla que se espesaba más en el territorio en el que se adentraban.
Los soldados se movían en el regimiento lo mismo que un marinero en un barco. Por muy lejos que vaya y por peligrosas y terribles que sean las latitudes en las que se adentre, siempre reconocerá su entorno, como un marinero reconoce la misma cubierta, los mástiles, las jarcias, del mismo modo el soldado ve a los mismos compañeros, filas, bayonetas, mandos. Rara vez el soldado se interesa por conocer la latitud en la que se encuentra su barco. Pero el día de la batalla, Dios sabe cómo y por qué, en el mundo moral del ejército se escucha una nota grave para todos, que suena como el acercamiento de algo decisivo e importante. Los soldados intentan con excitación escapar de los intereses de su regimiento, escuchan, observan y preguntan ávidamente, que es lo qué sucede alrededor de ellos. La niebla se hizo tan espesa que a pesar de que había amanecido no se podía ver a diez pasos de distancia. Los arbustos parecían árboles gigantescos y las explanadas precipicios y pendientes. En cualquier parte, en todos lados, era posible toparse con un enemigo que resultaba invisible a diez pasos. Pero las columnas marcharon durante largo rato en esa misma niebla, bajando y subiendo montañas, pasando por huertos y cercados, por una región desconocida, sin encontrarse con el enemigo en ningún sitio. Al contrario, tanto delante como detrás, por todas partes sabían que marchaban columnas del ejército ruso en la misma dirección que ellos. A todos los soldados animaba el saber que muchos, muchos de los nuestros se dirigían al mismo sitio al que ellos iban, es decir, a un lugar desconocido.
—Fíjate, han pasado también los de Kursk —decían en las filas.
—¡Es terrible, hermano, las tropas que han reunido los nuestros! Ayer por la tarde si mirabas a los fuegos que había encendidos, era imposible ver el fin. Era como Moscú, en una palabra.
Aunque ninguno de los jefes de columna se acercaba a las filas ni hablaba con los soldados (los jefes de columna como hemos visto en el consejo de guerra no estaban de humor y llevaban a cabo la tarea descontentos, y por eso cumplían las órdenes y no se preocupaban de animar a la tropa) a pesar de ello los soldados marchaban alegres, como siempre que participaban en una acción, especialmente en un ataque. Pero después de marchar una hora aproximadamente sin salir de la espesa niebla, la mayor parte de la tropa tuvo que detenerse y por la filas cundió una desagradable sensación de desorden y confusión. Esta sensación se transmite de múltiples maneras, aunque es difícil definirlas, pero lo que es indudable es que se transmite con una extraordinaria seguridad y se difunde rápida, imperceptible e inconteniblemente como el agua por una cañada. Si el ejército ruso hubiera estado solo, sin aliados, puede que hubiera pasado aún mucho tiempo hasta que esta sensación de desorden y confusión se convirtiera en una convicción general; pero entonces, cuando se podía buscar con una particular satisfacción y naturalidad la causa del desorden en la torpeza austríaca todos se convencieron de que había un enorme barullo causado por esos devoradores de salchichas.
—¿Qué sucede? ¿Es que está cerrado el paso? ¿O es que ya hemos tropezado con los franceses?
—No, no se escucha nada. Y hubieran abierto fuego.
—Tanta prisa para partir y resulta que partimos y nos detienen sin sentido en mitad del campo, son estos malditos alemanes que se equivocan. Son unos estúpidos.
—Yo les dejaría pasar delante. Apuesto que están acurrucándose detrás y aquí estamos ahora sin comer.
—¿Y qué, va a ser pronto? Dicen que la caballería ha cerrado el paso —decía un oficial.
—¡Esos malditos alemanes no conocen su propio territorio! —decía el otro.
—¿De qué división sois? —gritó un ayudante de campo acercándose.
—De la dieciocho.
—Entonces, ¿qué hacéis aquí? Ya hace tiempo que deberíais haber pasado adelante, así no llegaréis hasta la noche.
—Qué órdenes tan estúpidas; ellos mismos no saben lo que hacen.
Después se acercó un general que gritó algo enfadado en un idioma que no era ruso.
—Bla, bla. ¿Qué es lo que dice? No se entiende nada —decía un soldado cuando el general se alejó—. Yo fusilaría a todos esos canallas.
—A las nueve debíamos estar en nuestros puestos y ni siquiera hemos hecho la mitad del camino. ¡Menudas órdenes!
La causa del barullo se resumía en que durante el movimiento de la caballería austríaca, que iba por el flanco izquierdo, esta había tenido que cruzar al lado derecho. Unos cuantos miles de soldados de caballería avanzaron a la cabeza de la infantería y esta tuvo que esperar.
Por delante se produjo una discusión entre el guía de la columna austríaco y un general ruso. El general ruso gritaba con rabia, exigiendo que detuviera a la caballería. Y el austríaco intentaba demostrar que él no era el culpable sino el mando superior. Entretanto las tropas esperaban de pie, aburriéndose y desanimándose. Finalmente después de una hora de retraso, los ejércitos siguieron avanzando y comenzaron a bajar una colina. La niebla que se había formado arriba se espesaba aún más en la llanura donde bajó el ejército. De pronto, en la niebla se escuchó un disparo, luego otro y en la cañada del riachuelo Goldbach comenzó la batalla.
Sin contar con encontrar al enemigo abajo donde el riachuelo y habiendo tropezado con él por casualidad en la niebla, sin escuchar palabras de aliento de los mandos superiores y con la impresión compartida por toda la tropa de que se habían retrasado y lo más importante: metidos en una espesa niebla sin ver nada delante ni alrededor suyo, los rusos se tiroteaban con el enemigo lenta y perezosamente, avanzaban y se volvían a detener sin recibir ni una sola orden de los mandos ni de los ayudantes de campo durante ese tiempo, que erraban por la niebla de aquel terreno desconocido, sin encontrar sus tropas.