—Estas son las personas —dijo Bolkonski cuando salían del palacio, con un suspiro que no pudo contener—, estas son las personas que deciden el destino de la nación.
Borís le miraba con perplejidad, dudando si esto había sido dicho desdeñosa, respetuosa o envidiosamente. Pero en el rostro bilioso y moreno del joven, que iba delante de él, no podía adivinarse nada. Lo había dicho tan claramente porque era verdad. Al día siguiente el ejército se puso en marcha y Borís no tuvo ocasión, hasta la batalla de Austerlitz, de visitar ni a Bolkonski ni a Dolgorúkov y se quedó en el frente.
E
L
15 de noviembre partió de Olmütz la unión de los dos ejércitos, en cinco columnas cada una bajo las órdenes de un general, de los que ni uno solo tenía nombre ruso. Sus nombres eran los siguientes: primera columna: Vimpfen, segunda columna: el conde Langeron, tercera columna: Przebyszewski, cuarta columna: el príncipe Lichtenstein y quinta columna: el príncipe Grenglow. El tiempo era frío y luminoso y la gente marchaba alegremente. A pesar de que nadie, excepto los altos mandos, sabía adonde se dirigía el ejército y por qué razón, todos estaban contentos de entrar en acción después de la inactividad en el campamento de Olmütz.
Las columnas se movían con la música según las órdenes, con las banderas desplegadas. Todo el camino debía transcurrir armoniosamente, como en la revista, y marcando el paso. A las nueve de la mañana, el zar con su séquito adelantó a la guardia y se puso al lado de la columna de Przebyszewski. Los soldados gritaron alegremente «hurra» y durante diez verstas que hicieron los ochenta mil soldados movilizados, se abrieron paso mezclándose artificialmente con las siguientes unidades, el sonido de la marcha del ejército y las canciones de los soldados. Los ayudantes de campo y los guías de las columnas, que iban y venían por los regimientos, tenían una expresión en el rostro de alegre autocomplacencia. El general Weirother, dirigiendo excepcionalmente el movimiento del ejército durante la tarde, dejaba pasar por su lado el ejército, quedándose en un lado del camino con algunos oficiales de la escolta y con el príncipe Dolgorúkov que iba a su lado y tenía el aspecto satisfecho de una persona que desempeña un maniobra con agradecimiento. Preguntaba a los guías de división que pasaban, dónde estaba determinado que pasaran la noche y los testimonios de los guías de división concordaban con los pronósticos que le hacía a Dolgorúkov, que estaba a su lado.
—Fíjese, príncipe —decía él—, los de Novgorod forman en Rauznitz, como yo decía, tras ellos van los Mosqueteros, que forman en Klauzebitz —comprobaba su libreta de anotaciones—, después los de Pavlograd, después la guardia que va por el camino principal. Estupendo. Maravilloso. No veo —dijo él, recordando una réplica que le había hecho un anciano general ruso—, no veo por qué suponen que los ejércitos rusos no pueden hacer tan bien las maniobras como los austríacos. Vea, príncipe, lo firme y precisamente que se mantiene la disposición, si la disposición es sólida...
El príncipe Dolgorúkov escuchaba sin mucha atención al general austríaco; le ocupaba la duda de si era o no era posible y si lo era, cómo atacar al regimiento francés, contra el que topaba el ejército ruso esa misma tarde frente a la pequeña ciudad de Wischau.
Le hizo esta pregunta al general Weirother. Weirother dijo:
—Esta cuestión solo puede resolverla la voluntad de Su Majestad. Por lo demás es muy posible.
—No podemos dejar ante nuestras narices a este regimiento francés —dijo Dolgorúkov y con estas palabras fue hacia el cuartel de los emperadores. En el Estado Mayor de los emperadores ya se encontraba el explorador de la avanzadilla, enviado por el príncipe Bagratión, que comunicaba que el regimiento francés no era muy poderoso y carecía de refuerzos.
Media hora después de que llegara el príncipe Dolgorúkov se había decidido atacar a los franceses al amanecer del día siguiente y con ello ignorar la llegada del emperador Alejandro al ejército y su primera campaña.
El príncipe Dolgorúkov debía tomar parte en esta acción comandando la caballería.
El emperador Alejandro se resignó con un suspiro a la propuesta de sus allegados y decidió quedarse en la tercera columna.
A
L
día siguiente al alba, el escuadrón de Denísov, en el que servía Nikolai Rostov y que estaba en el regimiento del príncipe Bagratión, levantó el campamento, y avanzando aproximadamente una versta detrás de las columnas se detuvo en un amplio camino.
Rostov vio que por su lado avanzaban los cosacos, el primer y el segundo escuadrón de húsares, batallones de infantería con artillería y generales a caballo con su comitiva. Todo el miedo que había experimentado como anteriormente antes de entrar en combate, toda la lucha interna, por medio de la cual había superado ese miedo, todos sus sueños de cómo se iba a distinguir como húsar en esta acción habían sido en vano. Su escuadrón se había quedado en la reserva y Nikolai Rostov pasó ese día aburrido y melancólico. A las nueve de la mañana escuchó tiroteo a lo lejos, gritos de «hurra», vio que llevaban heridos hacia la retaguardia (solo unos cuantos) y finalmente vio cómo en medio de cientos de cosacos conducían a todo un regimiento de la caballería francesa. Era evidente que la acción estaba consumada y, además, felizmente. Los que volvían hablaban de una victoria brillante, de la toma de la ciudad y de la captura de todo un escuadrón.
El día era claro, soleado después de la intensa helada nocturna y la alegre luz del día otoñal concordaba con la noticia de la victoria que no solo transmitían los relatos sino también las alegres expresiones del rostro de los soldados, los oficiales, los generales y los ayudantes de campo que iban y venían de allí pasando al lado del escuadrón de Rostov. Eso le oprimía más el corazón a Rostov, por haber sufrido en vano el miedo que antecede a la batalla, pasando ese día de alegría sin hacer nada.
Denísov estaba sombrío y silencioso por la misma causa. Veía en la detención de su escuadrón en la reserva la intencionalidad y las intrigas del infame ayudante de campo y se disponía a «enseñarle lo que es bueno».
—Rostov, ven aquí, beberemos para calmar la pena —gritó Denísov, sentándose al borde del camino con la cantimplora y algo de comer. Rostov bebió en silencio, intentando no mirar a Denísov y temiendo que se pusiera a repetir los improperios contra el ayudante de campo, que ya estaba harto de oír.
—Aún llevan a uno más —dijo uno de los oficiales, señalando a un dragón francés hecho prisionero que llevaban a pie entre dos cosacos.
Uno de ellos llevaba de las riendas el hermoso caballo francés del prisionero.
—¡Véndeme el caballo! —le gritó Denísov al cosaco.
—Como quiera, Su Excelencia.
Los oficiales se levantaron y rodearon a los cosacos y al prisionero francés. El dragón francés era un joven alsaciano que hablaba francés con acento alemán. Jadeaba por la impresión, tenía el rostro teñido de rojo y oyendo que se hablaba en francés, rápidamente se puso a hablar con los oficiales, dirigiéndose a uno y a otro. Decía que no le hubieran capturado, que no era culpable de que lo hubieran hecho sino que la culpa era del cabo que le había enviado a coger unas mantas, pero que él le había dicho que los rusos estaban allí. Y a cada palabra añadía: «Pero no le hagan nada malo a mi caballito», y acariciaba a su caballo. Era evidente que no entendía bien dónde estaba. Tan pronto se excusaba por haber sido capturado, como, imaginándose a su superior frente a él, narraba su eficacia y solicitud en el cumplimiento del deber. Llevaba fresca consigo, a la retaguardia del ejército ruso, toda la atmósfera del ejército francés, que resultaba tan extraña para nosotros.
Los cosacos vendían el caballo por dos chervónetz,
[28]
y Rostov, el más rico de los oficiales, lo compró.
—Pero no le haga nada malo a mi caballito —dijo bondadosamente el alsaciano a Rostov cuando el caballo pasó al húsar.
Rostov sonriendo tranquilizó al dragón y le dio algo de dinero.
—
Allez, allez!
—le dijo el cosaco poniéndose en marcha. Y en ese preciso momento alguien gritó: «¡El zar!».
Todos corrieron, se apresuraron, escucharon con estremecimiento la repetición de una misma palabra: «¡El zar! ¡El zar!», y Rostov vio que se acercaban por el camino unos cuantos jinetes llevando gorros con penachos blancos. En un minuto todos se encontraban en sus puestos y aguardaban.
Nikolai Rostov no recordaba y no se dio cuenta de cómo corrió y se sentó sobre el caballo. En un instante toda su pena y su infelicidad por no haber entrado en combate, su habitual estado de aburrimiento por encontrarse entre los mismos rostros ya vistos, en un momento todos los pensamientos sobre sí mismo se desvanecieron y fue absorbido por una sensación de felicidad ante la proximidad del emperador. Sentía que simplemente con esa proximidad se compensaba la pérdida de ese día. Se encontraba feliz, como un amante que aguarda el esperado encuentro. No se atrevía a mirar hacia el frente y sin hacerlo sentía la embriagadora sensación de que él estaba próximo. Y no la sentía por oír el ruido de los cascos de los caballos que se acercaban cabalgando, sino porque según se acercaba todo alrededor de él, se iluminaba y se hacía más alegre y más expresivo.
Este sol se acercaba más y más para Rostov, derramando alrededor de él haces de luz majestuosa y dulce, y cuando ya se sentía atrapado por esos haces, escuchó su voz, esa voz tan cariñosa, tranquila, majestuosa y a la vez tan sencilla.
Como Rostov pensaba que debía suceder se hizo un silencio de muerte y en ese silencio se oyó el sonido de su voz:
—¿Los húsares de Pavlograd? —dijo interrogativamente.
—La reserva, señor —respondió cualquier otra voz, basta y terrenal, tan humana frente a esa otra voz divina que había dicho: «
Les hussards de Pavlograd
».
[29]
El zar se puso a la altura de Rostov y se detuvo. Su rostro era aún más hermoso que hacía tres días en la revista. Resplandecía con tal alegría y juventud, con tal inocente juventud que recordaba a un muchachito de catorce años y a la vez era por completo el rostro del gran emperador. Por casualidad, al mirar al escuadrón, los ojos del zar se encontraron con los de Rostov y se detuvieron en ellos no más de dos segundos. No es posible saber si el zar entendió todo lo que sucedía en el alma de Rostov (a Rostov le pareció que lo entendía), pero miró por un momento con sus ojos azul celeste el rostro de Rostov (suave y dulcemente y derramando por ellos una brillante luz), después de pronto levantó las cejas y con un brusco movimiento espoleó al caballo con el pie izquierdo y siguió adelante al galope. Rostov apenas si pudo recobrar el aliento de la alegría.
Habiendo escuchado el tiroteo de la vanguardia, el joven emperador no podía resistir el deseo de asistir a la batalla, y a pesar de todas las recomendaciones de los cortesanos, al mediodía partió de la tercera columna y fue al galope hasta la vanguardia. Aún sin haber alcanzado a los húsares se encontró con unos cuantos ayudantes de campo que le informaron del feliz desenlace de la acción. La batalla se presentaba como una brillante victoria sobre los franceses y por eso el zar y toda la guardia, especialmente cuando aún no se había dispersado el humo de la pólvora en el campo de batalla, creían que los franceses habían sido vencidos y expulsados en contra de su voluntad. Unos cuantos minutos después de que pasara el zar, la división de los húsares de Pavlograd fue hecha avanzar. En el propio Wischau, Rostov vio una vez más al zar. En la plaza de la ciudad en la que había habido un tiroteo bastante intenso y en la que yacían unos cuantos cuerpos, entre muertos y heridos, que no había habido tiempo de retirar. Rodeado de su séquito de civiles y militares de los que llamaba la atención la elegante figura de Adam Czartoryski, el zar, sobre una yegua inglesa, echado hacia un lado, miraba con gesto grácil sujetando delante de los ojos los dorados impertinentes a un soldado tirado boca abajo, sin chacó y con la cabeza ensangrentada. El soldado herido era tan basto, vil y sucio que a Rostov le ofendía su cercanía al zar. Rostov vio cómo se estremecían, cómo a causa del frío los encorvados hombros del zar y cómo su pie izquierdo comenzaba a golpear febrilmente con la espuela el costado del caballo, que miraba indiferente y no se movía del sitio. Unos ayudantes que se bajaron del caballo cogieron al soldado por debajo e intentaron colocarle sobre una camilla. El soldado se puso a gemir.
—Con cuidado, con cuidado, ¿es que no se puede hacer con más cuidado? —dijo el zar, sufriendo visiblemente más que el soldado moribundo y siguió adelante. Rostov vio las lágrimas que llenaban los ojos del zar y escuchó cómo al alejarse le decía a Czartoryski—: Qué cosa tan terrible es la guerra, que cosa tan terrible.
Rostov, olvidándose de todo, espoleó a su caballo y siguió al zar y volvió en sí solo cuando Denísov le llamó a gritos.
Los ejércitos de la vanguardia estaban desplegados delante de Wischau y a la vista de las filas enemigas que durante todo el día iban cediendo respetuosamente terreno ante los pequeños tiroteos. A la vanguardia se hizo llegar el agradecimiento del emperador, las promesas de condecoraciones y se dio a los soldados doble ración de vodka. Las hogueras de campamento crepitaron y las canciones de los soldados se elevaron aún más alegremente que la noche anterior. Denísov aquella noche celebraba su ascenso a comandante y Rostov propuso un brindis a la salud del zar, pero no de Su Majestad el zar, como se dice en las comidas oficiales, sino a la salud del zar, una gran persona bondadosa y encantadora.
—Bebamos a su salud y por la segura victoria sobre los franceses. No sé —decía él— si hemos luchado antes —decía—, si no hemos dado tregua a los franceses, como en Schengraben, ¿qué sucederá ahora que es él mismo quien nos comanda? Todos nosotros moriremos por él de buen grado. ¿No es así, señores? Puede ser que no lo exprese bien, he bebido mucho, pero yo así lo siento y vosotros también. A la salud de Alejandro I. ¡Hurra!
—¡Hurra! —ulularon las entusiasmadas voces de los oficiales. El anciano Kirsten gritó muy entusiasmado y no menos sincero que el joven enamorado Rostov. Cuando Rostov había hecho su brindis, Kirsten, vestido con camisa y pantalones, con un vaso en la mano se acercó a la hoguera de los soldados y con una grandiosa pose, levantando las manos con sus largos bigotes grises y con el plateado pelo del pecho que se veía a través de la camisa abierta, se detuvo a la luz de la hoguera.