Había dos trineos de servicio. El tercero era la troika del anciano conde tirada por un trotón orlovski, y la otra era la de Nikolai, con su pequeño y lanudo caballo de varas. Nikolai estaba muy alegre. Con su disfraz de vieja, envuelto en una capa de húsar, permanecía de pie entre los trineos y sostenía las riendas. Había tanta claridad que se veían brillar los herrajes y los ojos de los caballos a la luz de la luna, los cuales miraban asustados cómo sus jinetes hacían ruido en el zaguán a la misteriosa luz de luna. Natasha, Sonia, la niñera y dos muchachas tomaron asiento en el trineo de Nikolai.
—¡Ve delante, Zajar! —gritó Nikolai al cochero de su padre, con la intención de adelantarlo después. Una troika marchaba ya delante, haciendo sonar los patines y las campanillas, demasiado ruidosas para el silencio de aquella noche. La caballería de refuerzo se ceñía a la lanza del carro, atascándose y removiendo la nieve dura y brillante como el azúcar.
—¡Venga, queridos! —gritó Nikolai a los cocheros olvidándose de sus miriñaques y marchó tras ellos, primeramente al trote, por el angosto camino junto al jardín. Las sombras de los árboles desnudos se proyectaban a lo largo del camino y ocultaban la clara luz de la luna. Pero he aquí que llegaron a una llanura nevada, como de azúcar, que brillaba incluso emitiendo destellos violetas, y el trineo de delante experimentó una sacudida al pasar por un bache; otro tanto ocurrió con los siguientes.
—¡Ahí hay un montón de huellas de liebre! —resonó la voz de Natasha en el aire gélido.
—¡Qué bien se ven! —dijo la vocecita de Sonia.
Nikolai se volvió y se agachó para escudriñar una cara totalmente nueva, con cejas y bigotito, que le miraba desde las pieles de marta. «Esta antes era Sonia», pensó. La miró más de cerca y sonrió.
—¿Decías algo, Nikolai?
—No, nada. —Y se volvió de nuevo hacia los caballos, que tras salir a un gran camino cubierto de nieve batida y plagado de huellas de liebre, comenzaron a tirar con más fuerza del trineo. El de la izquierda saltaba y tiraba de las riendas. El del centro se balanceaba y se chocaba con los otros, como preguntando: «¿Empezamos ya, o es pronto todavía?». Delante, ya lejos y haciendo sonar los cascabeles, se distinguía claramente sobre la blanca nieve la troika negra de Zajar, que iba dando gritos. De su trineo se oían los gritos de los criados y la voz y las risotadas de Dimmler.
—¡Eh, amigos! —gritaba la vieja con su miriñaque, tirando de las riendas con una mano y arreando un latigazo con la otra. Solo por el aire que fuertemente les azotaba en la cara y por las sacudidas de los tirones de los caballos al trote, se podía advertir lo velozmente que volaba la troika. Nikolai miró hacia atrás. Entre los gritos, el chasquido del látigo y los saltos de los caballos centrales, las demás troikas se rezagaban. El caballo del centro, oscilando bajo su arco, no acortaba el paso y prometía apretar más cuando fuese necesario. Aguantando el ritmo, se pusieron a la altura de la primera troika.
—¡Qué, Zajar! ¡Te he igualado!
Zajar volvió su cara, que estaba cubierta de escarcha hasta las cejas.
—¡A ver si se mantiene, señorito!
Ambos trineos marchaban disparados, pero Zajar tomaba la delantera. Nikolai comenzó a igualarse.
—¡Embustes, señorito! —gritó Zajar, y empezó a echarse a la derecha.
El caballo de la derecha galopaba por el camino intacto, salpicando de fina y seca nieve a los jinetes. Nikolai no se contuvo y lanzó su troika a toda velocidad. Cuando hubo recorrido una versta, se frenó y miró hacia atrás. Unos extraños de alegre rostro y con bigotito estaban sentados en el trineo.
—¡Fíjate! Tiene el bigote y las pestañas blancas —dijo uno de los extraños de bigotito.
«Me parece que es Natasha», pensó Nikolai.
—¿No tenéis frío? —gritó Dimmler algo divertido desde atrás, pero no le oyeron. De todos modos, se rieron.
Sabe Dios si el tío se alegró de ver toda esa algarabía; en un primer momento, incluso pareció turbado e incómodo, pero los que acudieron a verle no se percataron de ello. Después de danzar y cantar, comenzaron a recitar sortilegios. Nikolai se quitó su miriñaque y se puso el casaquín de su tío. Las señoritas se quedaron con sus disfraces puestos, y cada vez que Nikolai miraba a sus bigotes y cejas perfilados con un corcho quemado, tenía que recordar que se trataba de Natasha y de Sonia. Esta última le sorprendía especialmente; y para alegría de ella, no cesaba de mirarla con atención y cariño. Le pareció que solo ahora, gracias a su bigote y cejas, la había reconocido por vez primera. «Así pues, es ella. ¡Qué tonto que soy!», pensó, mirando a sus brillantes ojos y a su entusiasta sonrisa que asomaba por debajo del bigote, y que le formaba hoyuelos en las mejillas que nunca antes había visto.
Después de sacar los aros y un gallo, Anisia Fédorovna propuso a las señoritas ir al granero a escuchar el porvenir. El granero estaba junto a la misma casa, y Anisia Fédorovna dijo que allí casi siempre se oía o bien cómo derramaban el trigo, o bien cómo daban golpecitos. Una vez incluso una voz inició un conjuro. Natasha dijo que tenía miedo.
Sonia, riéndose, se tapó la cabeza con su abriguito. Sonriendo, les observó a través de él.
—Pues yo no tengo miedo de nada. Ahora voy.
Nikolai de nuevo vio esa inesperada sonrisa asomando entre el bigote.
«¡Qué maravilla de muchacha! —pensó—. ¿Y en qué he estado pensando, tonto de mí, todo este tiempo?» En cuanto Sonia salió al pasillo, Nikolai fue al zaguán a refrescarse; en la casita hacía calor. En el patio hacía ese mismo frío inmóvil, brillaba esa misma luna, solo que incluso más luminosa. La luz era tan intensa y había tantos destellos en la nieve, que uno no deseaba mirar al cielo, donde no se advertían las estrellas. El cielo estaba oscuro y triste, pero en la tierra había alegría.
«¡Qué tonto, pero qué tonto que soy! ¿A qué he estado esperando hasta ahora?», pensó Nikolai. Sin saber la razón, salió corriendo del zaguán y dobló la esquina de la casa por el sendero que llevaba al porche trasero. Sabía que Sonia iría por allí. A mitad del camino se amontonaba la leña a lo largo de varios sazhen. Estaba cubierta de nieve y proyectaba sombras que se entrelazaban sobre el caminito que conducía al granero. Su pared de troncos, como esculpidos de alguna extraña piedra preciosa, brillaba a la luz de la luna. El silencio era total. En el jardín un árbol crujió, pero todo enmudeció de nuevo. Parecía que su pecho no respirase aire, sino júbilo y alguna energía eternamente joven.
De repente, en el zaguán del servicio se escucharon unos pasos por los escalones, crujiendo ruidosamente el último, en el que se acumulaba la nieve. La voz de Anisia Fédorovna dijo:
—Derecho, señorita. Pero no mire a los lados.
—No tengo miedo —respondió la voz de Sonia, dirigiéndose a donde estaba escondido Nikolai y haciendo ruido al pisar con sus finas zapatillas.
«Sí, es ella, pero ¿y yo? No lo sé», pensó Nikolai.
A dos pasos de él, Sonia le vio. Pero tampoco le veía del mismo modo en que le había conocido y siempre ligeramente temido. Nikolai tenía puesto el casaquín del tío, los cabellos enredados y las cejas fruncidas. Sonreía feliz, con una sonrisa nueva para Sonia. Ella se asustó de lo que pudiera pasar, y corrió rápidamente hacia él.
«Parece otra, pero siempre es la misma», pensó Nikolai, mirando el rostro de la chica, iluminado de lleno por la luna. Pasó sus manos entre las pieles que cubrían su cabeza, la abrazó, la estrechó contra su pecho y la besó en los labios, sobre los que el bigote olía suavemente a corcho quemado. Sonia le besó justo en el centro de los labios, y sacando sus pequeñas manos, le estrechó ambas mejillas.
—Sonia, parece que estás esperando a tu prometido —dijo Nikolai—. No hay nada que oír en el granero. Vayamos para que nos vean. —Y volvieron del granero por caminos diferentes.
Cuando regresaron a casa, Natasha —que como siempre se había dado cuenta de todo— tomó asiento en el trineo con Dimmler y sentó a Sonia con Nikolai. Este, sin adelantar a nadie, llevaba el trineo en línea recta, volviéndose todo el rato hacia Sonia bajo esa extraña luz de luna que todo lo cambia, buscando entre las cejas y el bigote a la Sonia de antes y de ahora, de la que había decidido no separarse nunca más. La contemplaba una y otra vez, y cuando reconocía a la una y a la otra, recordaba ese beso mezclado con olor a corcho quemado, volviéndose en silencio o preguntando únicamente «¿Vas bien, Sonia?», y seguía guiando el trineo.
A mitad de camino, sin embargo, dejó las riendas al cochero y saltó al trineo en el que iban los Dimmler. Se acercó a Natasha y se sentó en el pescante.
—¡Natasha! —murmuró en francés—. ¿Sabes?, me he decidido por Sonia.
—¿Se lo has dicho? —preguntó Natasha, poniéndose súbitamente radiante de alegría.
—¡Ay, qué rara estás con esas cejas y el bigote, Natasha! ¿Estás contenta?
—Muchísimo, muchísimo. Empezaba a enfadarme contigo. No te lo había dicho, pero te portabas mal con ella. ¡Tiene un corazón tan grande, Nikolai! ¡Qué contenta estoy! A veces soy mala, pero sentía vergüenza de ser feliz y Sonia no —continuó Natasha—. Ahora estoy muy contenta. ¡Venga, ve con ella!
—¡No, espera! ¡Qué graciosa estás así! —dijo Nikolai, mirándola todo el rato y hallando en ella algo nuevo y extraordinario que antes no veía. Lo que no veía antes era precisamente esa amorosa seriedad, que se mostraba tan claramente mientras le decía con su bigotito y sus cejas perfiladas lo que debía de hacer.
«Si antes la hubiera visto como es ahora, hace tiempo que le habría preguntado qué hacer. Y habría hecho todo lo que hubiera ordenado, y todo habría salido bien.»
—Entonces, ¿estás contenta y he hecho bien?
—¡Ay, sí! ¡Muy bien! ¿Sabes?, no hace mucho me enfadé con mamá por ese motivo. Mamá decía que ella te quería pescar. ¿Cómo se puede decir semejante cosa? Reñí con mamá. Jamás permitiré que nadie diga o piense nada malo de ella, porque ella solo tiene buenas cualidades.
—Entonces, ¿está todo bien, no? —dijo Nikolai, otra vez contemplando las cejas y el bigote para comprobar si hablaba de veras. Haciendo crujir la nieve bajo sus botas, bajó de un salto y corrió hacia su trineo. El mismo circasiano, que seguía sentado allí alegre y sonriente, con su bigotito y sus brillantes ojos, le miraba bajo su capuchón de piel.
—Natasha, he visto una habitación grande en la que él escribía sentado —contaba Sonia.
Natasha estaba sentada detrás de Sonia, pero por muchas lágrimas que vertió debido a los esfuerzos por examinar atentamente la vela, no vio nada y dijo no ver nada.
Poco después de las Navidades, la anciana condesa comenzó a exigir insistentemente a su hijo que se casara con Julie, y cuando él confesó que su amor y sus promesas eran para Sonia, la condesa empezó a reprender a Sonia delante de él, tildándola de ingrata. Nikolai rogó a su madre que les perdonase, amenazando incluso con casarse en secreto con Sonia si esta seguía siendo acosada. Prometiendo a Sonia arreglar en el regimiento sus asuntos y volver al cabo de un año para casarse con ella, Nikolai marchó a su guarnición, malquistándose casi por completo con sus padres.
Al poco de la marcha de su hijo, Iliá Andréevich se dispuso a viajar a Moscú para vender su casa. Natasha afirmaba que seguramente el príncipe Andréi habría llegado ya, y suplicaba a su padre que la llevase con él. Después de discutir y tras alguna vacilación, se decidió que la condesa permaneciera en Otrádnoe y que el conde acudiera con las dos muchachas a Moscú, instalándose durante un mes con sus tías.
E
L
amor entre el príncipe Andréi y Natasha y su felicidad fue uno de los motivos principales en el vuelco que dio la vida de Pierre. No sentía envidia ni celos; se alegraba de la dicha de Natasha y de su amigo, pero después de esto su vida se quebrantó. De repente, todo su interés en la masonería se vino abajo, todo el trabajo de introspección y autoperfeccionamiento se perdió. Frecuentaba el club, y de este salía con sus viejas amistades a visitar a mujeres. Desde ese momento, comenzó a llevar una vida tal, que la condesa Elena Vasilevna consideró necesario llamarle seriamente la atención. Sin avisarla, Pierre partió para Moscú.
En Moscú, apenas hubo entrado en su inmensa mansión con las princesas flacas y secas y la numerosa servidumbre ociosa; apenas vio al pasar por la ciudad esa virgen de Iveria con sus velas, esa plaza con la nieve sin pisar, esos cocheros, esas casitas de Sivtsev Vrazhek; apenas vio a los viejos señores moscovitas, que sin deseos ni prisas reñían y terminaban allí sus vidas; apenas vio a las viejas señoras moscovitas y el Club Inglés, se sintió como en su propia casa, como en un refugio tranquilo. Desde el día en que llegó a Moscú no abrió su diario ni una sola vez, ni acudió a visitar a sus hermanos masones. Se entregó de nuevo a sus principales pasiones, de las cuales se confesó cuando fue admitido en la logia, y aunque no se encontró satisfecho, sí al menos alegre. Qué horror e incluso desprecio habría experimentado siete años atrás, antes de la batalla de Austerlitz y justo cuando acababa de llegar del extranjero, si le hubiesen dicho que no hay nada que sea menester buscar e inventar, y que su vida estaba encarrilada y trazada desde hacía mucho tiempo. Casarse con una belleza, vivir en Moscú, ofrecer comidas, jugar al Boston, injuriar ligeramente al gobierno, parrandear de vez en cuando con los jóvenes y ser miembro del Club Inglés.
Deseaba proclamar la república en Rusia, quería ser Napoleón y también filósofo. Quería beberse de un trago una botella de ron sentado en la ventana, ser un estratega, vencer a Napoleón, regenerar el depravado género humano y conducirse él mismo hacia la perfección. Quería instituir colegios y hospitales y emancipar a los campesinos. Pero en vez de esto, resultaba ser el rico marido de una mujer infiel, un gentilhombre de cámara retirado miembro del Club Inglés al que le gustaba comer, beber y, desabrochándose la chaqueta, hablar mal del gobierno.
Pierre encarnaba a todos estos tipos, pero ahora no podía ni tenía fuerzas para creer que él era esa misma clase de gentilhombre moscovita de cámara retirado que tan profundamente despreciaba siete años atrás. Le parecía que era completamente diferente a ellos; alguien especial. Los otros eran gente insulsa, tontos; pero él, aun a pesar de estar descontento de todo, seguía sintiendo ganas de hacer algo por la humanidad. Le hubiera resultado muy doloroso pensar que seguramente todos los gentileshombres de cámara retirados actuaban de igual modo; buscaban algo nuevo y deseaban encontrar su camino en la vida. E igual que él por la fuerza de las circunstancias, de la sociedad o de la raza, por esa fuerza espontánea que obliga a las simientes de las patatas a estirarse hasta la ventana, llegaban a Moscú y al Club Inglés, donde censuraban al gobierno y al resto de los gentileshombres de cámara retirados.