—¡Bueno, condesa! Es trigo limpio —dijo el tío riendo con alegría cuando hubo terminado la danza—. ¡Vaya con la sobrina! Ahora solo falta escogerle un buen mozo para marido. ¡Es trigo limpio!
—Ya está escogido —dijo riéndose Nikolai.
—¿Sí? —exclamó el tío con asombro, mirando a Natasha con curiosidad.
Natasha, con una sonrisa feliz, movió la cabeza afirmativamente.
—¡Y vaya marido!
—¡Eso es lo importante! Trigo limpio.
Después de «Por una calle empedrada», ante las insistentes exigencias de su sobrina, el tío tocó para ella unas cuantas piezas más y cantó su canción favorita de los cazadores:
Así caía por la mañanita,
ay, qué rica nievecita...
El tío cantaba como canta el pueblo, con pleno convencimiento de que todo el sentido de la canción está en la letra, y que la melodía solo sirve para la armonía. Y precisamente por eso, la melodía inconsciente en sus labios era extraordinariamente bella. El tío cantaba muy bien y Natasha estaba asombrada. Decidió que dejaría el arpa y solo estudiaría guitarra, de la que allí mismo había empezado a aprender algunos acordes. Sin embargo, ya habían llegado en busca de Natasha. Además de una lineika, habían enviado un drozhki y tres jinetes para recogerla, pues los condes no sabían dónde se hallaba, y la intranquilidad les desesperaba. Natasha se despidió de su tío y tomó asiento en la lineika. El tío la arropó y se despidió de ella con mucha ternura. Les acompañó a pie hasta el puente y ordenó a los cazadores marchar por delante con linternas.
—¡Adiós, querida sobrina! —gritó en la oscuridad con su decrépita y reblandecida voz.
La noche era oscura y húmeda. Los caballos chapoteaban por el barro invisible. Atravesaron una aldea en la que brillaban luces rojizas.
—¡Qué encantador es el tío! —dijo Natasha cuando salieron al camino.
—Sí —respondió Nikolai—. ¿No tienes frío?
—No. Me encuentro muy bien, muy bien. Estoy estupendamente —dijo Natasha con una particular sensación de felicidad, guardando silencio desde entonces.
¿Qué estaba pasando con ese espíritu puro, infantil y sensible, que tan ávidamente percibía las impresiones más diversas de la vida? Dios sabe cómo se acomodaban esas impresiones en su alma, pero ella se sentía muy feliz.
Se acercaban ya a la casa, cuando de repente comenzó a cantar «Así caía por la mañanita...», tema que había buscado durante todo el trayecto y del que por fin lograba acordarse.
—Muy bien —dijo Nikolai.
—¿En qué estabas pensando ahora, Nikolai? —preguntó.
Les encantaba preguntarse eso mutuamente.
—¿Yo? —dijo Nikolai, meditativo—. Mira, primero pensaba que Rugay, el perro rojizo, se parece al tío. Si fuera una persona, tendría consigo todo el rato al tío. ¡Qué buen carácter tiene, ¿eh?! —Y se echó a reír—. ¿Y tú?
—No estaba pensando en nada. Solo me estaba repitiendo durante todo el camino «Mi querido Pumpernickel, mi querido Pumpernickel» —dijo, y se rió aún más ruidosamente—. ¿Sabes? —dijo de súbito—. Sé que ya nunca me sentiré tan feliz y tranquila como ahora.
—¡Qué tonterías tan absurdas! Mientes —dijo Nikolai y pensó: «Esta Natasha es un encanto. No tengo otro amigo y camarada como ella, y nunca lo tendré».
«¡Qué encanto es Nikolai!», pensó Natasha.
—¡Ah! Todavía hay luz en el salón —dijo ella, señalando a las ventanas de su casa de Otrádnoe, que brillaban con hermosura en la húmeda oscuridad de la noche.
—Bueno, ahora te reñirán. Mamá ordenó...
E
N
las postrimerías del otoño recibieron otra carta del príncipe Andréi en la que escribía que se encontraba totalmente bien de salud y que amaba a su prometida más que nunca. Contaba las horas que faltaban para el feliz encuentro, pero existían unas circunstancias, de las que no valía la pena hablar, que le impedían su llegada antes de un plazo determinado. Natasha y la condesa comprendieron que esas circunstancias eran en realidad el consentimiento de su padre. Le suplicaba a Natasha que no le olvidara, y con el corazón encogido repetía lo de siempre: que ella era libre y que de todos modos podría rechazarle en caso de que se desenamorara de él y quisiera a otro.
—¡Qué tonto! —gritó Natasha con lágrimas en los ojos.
En la carta, envió un retrato suyo en miniatura y le rogó el suyo a Natasha: «Solo ahora, después de seis meses de separación, he comprendido cuán fuerte y apasionadamente la amo. No ha habido un instante en el que la haya olvidado, ni un motivo de alegría por el que no haya pensado en usted».
Durante unos cuantos días, Natasha anduvo con la mirada arrebatada, hablaba únicamente de él y contaba los días que faltaban para el 15 de febrero. Pero esto era demasiado duro de sobrellevar. Cuanto más fuerte era el amor que sentía por él, más apasionadamente se entregaba a las pequeñas alegrías de la vida.
De nuevo se olvidó, y tal y como le decía a Nikolai, jamás en la vida, ni antes ni después, había experimentado la libertad y el interés de vivir, como en esos ocho meses. Sabiendo que su casamiento, la dicha, y el amor en su vida eran una cuestión ya decidida, y siendo consciente (aunque sin pensar en ello deliberadamente) de que el mejor de todos los hombres la amaba, desapareció en ella la inquietud anterior, la alarma ante cualquier hombre y la necesidad de apropiarse moralmente de cada uno de ellos. El mundo entero con sus innumerables alegrías, al que esa angustia coqueta ya no tapaba, se abrió ante ella.
Nunca había percibido con tanta claridad y sencillez la belleza de la naturaleza, la música y la poesía, ni el encanto del amor familiar y la amistad. Sentía que se había vuelto más bondadosa, sencilla e inteligente. Raras veces se acordaba de Andréi y no se permitía pensar profundamente en él. Tampoco temía olvidarle. Le parecía que ese sentimiento había enraizado muy hondamente en su alma. La llegada de su hermano supuso para ella el comienzo de un mundo completamente diferente; amistoso e igualitario en la amistad, la caza y en todo lo primitivo, natural y salvaje relacionado con ese tipo de vida. El viejo viudo Ilaguin, que se había quedado prendado de Natasha, comenzó a visitarles y le hizo una proposición de matrimonio a través de una casamentera. Antes, esto la habría halagado y entretenido; se habría reído. Pero ahora se ofendió por el príncipe Andréi. «¿Cómo ha osado?», pensó Natasha.
El conde Iliá Andréevich había renunciado a su cargo de decano de la nobleza, porque ese puesto suponía unos gastos demasiado elevados. Sin tener esperanzas de que se le ofreciera otro puesto, decidió permanecer en el campo durante el invierno. Pero sus asuntos no se arreglaban. Con frecuencia, Natasha y Nikolai eran testigos de conversaciones misteriosas e inquietantes entre sus padres, y escuchaban rumores sobre la venta de la rica casa patrimonial de Moscú y la de las afueras. Los amigos más íntimos y algunos vecinos habían marchado a Moscú. Sin cargo alguno en la nobleza, las grandes recepciones ya no eran necesarias, y la vida en Otrádnoe era más modesta que en años precedentes, motivo por el cual resultaba más agradable. La enorme casa y sus pabellones continuaban llenos de gente, y a la mesa se sentaban más de veinte personas. Todos los que habitaban en la casa eran prácticamente miembros de la familia. Tal era el caso del músico Dimmler y su esposa, Jogel y su familia, la señorita Belova, y otros más.
No había grandes recepciones, pero se llevaba el mismo ritmo de siempre, sin el cual los condes no podían imaginarse la vida: las cacerías, acrecentadas desde la vuelta de Nikolai; las cuadras con cincuenta caballos y quince cocheros; el cuentista ciego que por la noche le contaba cuentos a la condesa; dos bufones con flecos dorados que iban a tomar té, y que tras servírseles dos tazones, recitaban de memoria sus cómicos diálogos imaginarios, a los que los condes reían por condescendencia; los maestros e instructores de Petia; los caros regalos que se hacían mutuamente con motivo de las onomásticas y las comidas solemnes para todo el distrito; las partidas de
whist
y Boston del conde, en las que permitía que todos vieran su abanico de cartas, dejando que los vecinos, quienes consideraban el derecho a participar en una partida con el conde Iliá Andréevich como la renta más lucrativa, le ganaran cada día cien rublos.
En cada carta, Berg insistía con fría cortesía en que se encontraban en dificultades económicas y que necesitaba recibir todo el dinero de la letra de cambio. El conde, como si se encontrase atrapado en unas enormes redes, se dedicaba a sus asuntos tratando de no creer que se enredaba más y más. No se sentía con fuerzas ni para romper la red, ni para desenredarla con paciencia y cuidado. La condesa no sabría decir cómo veía todo aquel asunto, pero con su afectuoso corazón sentía que sus hijos se arruinarían, que el conde no tenía la culpa, que no podía dejar de ser como era y que él mismo sufría por ello, aunque lo ocultase. La condesa buscaba un remedio y desde su punto de vista de mujer, encontró solo uno: un matrimonio para Nikolai. Con su particular apatía y pereza, buscó, pensó, escribió cartas, pidió consejo al conde y final y felizmente encontró, según sus principios, un buen partido en todos los aspectos para Nikolai. Pensaba que no podía encontrar nada mejor, y en caso de que Nikolai se negara, habría que renunciar para siempre a la posibilidad de arreglar el desastre.
Julie Kornakova era ese buen partido. Los Rostov conocían a su muy buena y virtuosa familia desde la infancia, y ahora se había convertido en una rica heredera con motivo de la muerte del último de sus hermanos. La condesa escribió directamente a Anna Mijáilovna a Moscú, recibiendo una contestación favorable y una invitación para que Nikolai acudiera a Moscú. Por una parte, todo estaba bien planeado, pero la condesa intuitivamente comprendió que Nikolai, dado su carácter, rechazaría indignado un matrimonio de conveniencia. Por ello, refinando todas sus artes diplomáticas y a veces con lágrimas en los ojos, habló a Nikolai de su único deseo de verle casado, pues solo así iría tranquila a la tumba. Si fuera así, tenía en perspectiva una muchacha maravillosa. En otras conversaciones, la condesa alababa a Julie y aconsejaba a Nikolai desplazarse a Moscú para divertirse con ocasión de las fiestas.
Nikolai pronto adivinó hacia qué tendían aquellas conversaciones e hizo hablar a su madre con sinceridad. Cuando ella le dijo que todas las esperanzas de remediar los asuntos financieros se fundaban en su matrimonio, Nikolai, con una crueldad que él mismo no acertaba a comprender, le preguntó si en el supuesto de amar a una muchacha sin patrimonio alguno, le exigiría sacrificar sus sentimientos y su honor al dinero. En esa época, Nikolai, al igual que Natasha, experimentaba la misma sensación de tranquilidad, libertad y holganza de las condiciones de la vida fácil. Se sentía tan bien, que de ningún modo deseaba cambiar su posición, por lo que menos que nunca podía pensar con tranquilidad en un casamiento. Su madre no respondió y rompió a llorar.
—No, no me has comprendido —decía ella, sin saber qué decir y cómo justificarse.
—Mamá, no llore. Dígame tan solo qué es lo que desea. Sabe que daré toda mi vida para que sea feliz —dijo Nikolai, pero la condesa, aun creyéndole, sentía que todo su plan se había desplomado.
«Sí, quizá ame a una chica pobre», se decía así mismo Nikolai. Desde ese día, comenzó a intimar más con Sonia, a pesar de que antes la tratara con total indiferencia.
«Siempre sacrificaré mis sentimientos por el bien de mi familia, no puedo mandar en ellos, la amo», pensaba para sus adentros.
Después de las cacerías, siguieron largas noches de invierno, mas Nikolai, Sonia y Natasha no se aburrían. Además de la caza del lobo, todos ellos disfrutaban de la troika,
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el patinaje y las montañas, además del teatro, la música, la charlatanería amigable y las lecturas en voz alta (leían
Corinne
y
Nouvelle Héloïse)
ocupaban alegremente su tiempo por completo. Por las mañanas, Nikolai permanecía en su despacho lleno de humo fumándose una pipa y leyendo un libro. Aunque no tenía nada que hacer por separado, actuaba así porque era un hombre. Las señoritas olían con respeto aquel olor a tabaco y juzgaban aquella vida suya masculina y separada, durante la cual, bien leía, o bien fumando se tumbaba y pensaba en su próximo matrimonio, en su pasado servicio militar, en Karái y sus futuros cachorros, en el caballo de espesa crin, en Matresha —la moza del zaguán— y en Milka, que con todo, era patosa. Pero en cambio, cuando él se unía a ellas, la vida que llevaban juntos resultaba más divertida, especialmente cuando se eternizaban más allá de la medianoche sentados al piano o simplemente en el diván tocando la guitarra, conversando sobre unos temas que solo para ellos tenían sentido. Natasha encontraba a diario un nuevo dicho o chiste, de los que uno no podía evitar reírse: bien el «cilindro móvil», bien «la isla de Madagascar», los cuales relataba con especial sentido del humor. Luego, al salir de la estancia, saltaba sobre la espalda de Nikolai y le exigía que la llevara a la cama a cuestas. Allí le retenía, acercándole a Sonia, y guiñando alegremente los ojillos soñolientos, atendía de vez en cuando a su cuchicheo amoroso.
L
LEGARON
las Pascuas de Navidad. Aparte de la misa solemne —en la que por primera vez Natasha y Nikolai cantaron junto con el sacristán y los cazadores las canciones que se habían aprendido—, y de las aburridas felicitaciones de vecinos y sirvientes, no sucedió nada de especial. Así de tranquilos y melancólicos pasaron los tres primeros días de las fiestas. Pero en el aire, en el sol, en la helada navideña de veinte grados bajo cero, en la fría luz de la luna, en los destellos de la nieve, en la vacuidad de las antesalas y los pabellones de donde habían salido para pasear y a los que regresaban sofocados y trayendo consigo la helada; en todo había una exigencia poética de celebración, que durante las fiestas tornaba melancólico al silencio.
Después de comer, Nikolai, que por la mañana había visitado a algunos vecinos, se echó una cabezada en la sala de los divanes.
Sonia entró en la estancia y salió de puntillas. No habían repuesto las velas, y en la habitación se cernían claramente las sombras y la luz de la luna. Natasha cantaba. Después de la comida se había sentado junto a su adormecido padre y luego se había puesto a pasear por la casa. No había nadie en las dependencias de los criados, excepto unas viejas. Se arrimó a ellas y escuchó el cuento de un novio que llegó a una casa de baños y al canto de un gallo se desmoronó. Después fue a ver a Dimmler a su habitación. El músico, con las lentes sobre la nariz, estaba leyendo un libro a la luz de una vela mientras su esposa cosía. Apenas le habían acercado una silla y expresado el placer de verla, cuando se levantó y se marchó, diciendo con aire imponente «La isla de Madagascar, la isla de Madagascar». Los Dimmler no se ofendieron; nadie se ofendía con Natasha. Luego entró en la antesala y envió a un lacayo a por un gallo y a otros dos a por avena y tiza. Pero en cuanto le trajeron todo lo que había pedido, les ordenó retirarse, diciendo que ya no hacía falta. Ni siquiera los lacayos, que eran viejecitos venerables a los que el conde trataba con esmero, jamás se enfadaban con Natasha, a pesar de que ella les traía continuamente al redopelo, martirizándoles con recados, como si les tratara de decir «¿Qué, se va a enfadar? ¿Se va a poner altivo conmigo? ¿Tendrá ánimo para ello?». La doncella Duniasha era la que peor suerte corría, pues Natasha no la dejaba tranquila ni un minuto. Si no era exigiéndole tal cosa, era con otra; ya fuera deshaciéndole la trenza o manchándole el vestido en vez de regalárselo. Pero de otro modo, Duniasha se hubiera muerto del aburrimiento. Como la vez que, tras enfermar y permanecer dos semanas en el pabellón de la servidumbre sin ver a sus señoras, salió a servir sintiéndose todavía enferma y débil. Cruzando la antesala, Natasha entró en el salón y encontró allí a la señorita Belova sentada junto a la mesa camilla haciendo un solitario. Le barajó las cartas, la besó y mandó preparar el samovar, aunque no era en absoluto la hora. Finalmente, ordenaron retirarlo.