—Vaya con la señorita —dijo Foká, retirando el samovar, con deseos de enfadarse, pero sin fuerza para ello. Natasha comenzó a reírse, mirando a Foká a los ojos. Gracias a esas risas, nadie se enojaba con Natasha.
—Nastásia Iványch, ¿cuántos hijos tendré? —preguntó al pasar junto al bufón.
—Tendrás pulgas, libélulas y saltamontes —respondió.
Natasha solo le preguntaba al bufón, pero no escuchaba sus respuestas. Rara vez le reía las gracias y no le gustaba hablar con él. Como eludiendo la responsabilidad que detentaba, después de haber probado su poder y haberse convencido de que todos estaban sumisos, Natasha entró en la sala, cogió una guitarra, se sentó en un rincón oscuro y empezó a rasguear las cuerdas, entonando una estrofa de una ópera que recordaba. Para los que la oían por primera vez a la guitarra, le salían unos «trit-trit» que no tenían ningún sentido, pero en su imaginación esos sonidos le hicieron revivir una larga retahíla de recuerdos. Sentada en el rincón, con una leve sonrisa y la mirada fija, se escuchaba a sí misma y no hacía más que recordar. Se hallaba en un estado de reminiscencia. Al principio, el sonido de las cuerdas graves le trajo muchos recuerdos del pasado. Desde aquel momento, cuando se entregaba al recuerdo, no rememoraba nada salvo el deseo de volver a ese melancólico estado de reminiscencia. De súbito se imaginó que ya había visto anteriormente ese presente, que el momento de estar sentada con la guitarra en la esquina en la que la luz se filtraba por la ranura de la puerta de la despensa, ya había pasado antes. Parecía revivir lo que ya había ocurrido. Sonia se dirigió al final de la sala a por algo, y su acción también parecía haber ocurrido antes punto por punto.
—Sonia, ¿qué es esto? —gritó Natasha, haciendo «trit-trit» con las cuerdas graves de la guitarra. Sonia se acercó y se puso a escuchar.
—No lo sé —dijo azarándose como siempre ante esas extrañas conversaciones que surgían entre Nikolai y Natasha sobre diversas sutilezas que ella nunca acertaba a comprender. Esto le dolía mucho delante de Nikolai, el cual según creía ella valoraba mucho esas incomprensibles conversaciones—. No lo sé —dijo, adivinando tímidamente algo, pero temiendo confundirse.
Cuando discurrían tales conversaciones, Sonia siempre experimentaba un particular placer poético en Nikolai y Natasha. Ella no entendía qué hallaban de placentero en esas charlas y en la música, pero sentía y creía que estaban haciendo algo bueno, y junto con sus queridos Nikolai y Natasha, se esforzaba por asimilar ese reflejo. «Bueno, se ha reído con la misma timidez que cuando ocurrió —pensó Natasha—, y con idéntica...»
—No, esto son los coros, ¿o es que no escuchas?: «trit-trit» —y Natasha terminó de cantar la estrofa para que lo comprendiera—. ¿Adonde ibas? —preguntó.
—A cambiar el agua de la copa. Estoy dibujando un bordado para mamá.
Sonia siempre estaba ocupada.
—¿Dónde está Nikolai?
—Creo que está tumbado en la sala de los divanes.
—Ve a despertarlo —dijo Natasha—. Ahora voy.
Tomó asiento, pensó qué significado tenía todo lo que estaba sucediendo y sin lamentar en absoluto no haber resuelto ese misterio, se dijo: «¡Ay! ¡Que venga cuanto antes! ¡Tengo tanto miedo de que no venga! Y sobre todo: me hago mayor. Ya no encontrará en mí lo que hay ahora...». Se levantó, dejó la guitarra y pasó al salón. Toda la familia estaba sentada a la mesa de té, y entre los invitados figuraba su tío. Los sirvientes permanecían de pie en torno. Natasha entró y se detuvo.
—¡Ah!, ahí está —dijo Iliá Andréevich.
Natasha miró a su alrededor.
—¿Necesitas algo? —le preguntó su madre.
—Necesito un marido. Deme un marido, mamá, deme un marido —comenzó a gritar con voz de pecho a través de su casi imperceptible sonrisa, exactamente igual que cuando de niña le pedía un pastel a su madre.
En un primer momento, al oír estas palabras, todos se quedaron perplejos, como asustados. Pero sus dudas se disiparon en unos segundos. Resultaba gracioso y todos, incluso los lacayos y el bufón Nastásia Iványch, se rieron. Natasha era consciente de que no resultaba encantadora por hacer esto o aquello sino que todo resultaba encantador tan pronto como ella lo hacía o lo decía. Era algo que sabía y de lo que incluso abusaba.
—Mamá, deme un marido. ¡Un marido! —repitió—. Todas tienen uno menos yo.
—Mamita, solo tienes que escoger uno —dijo el conde.
Natasha le besó en la calva.
—No hace falta, papá. —Se sentó a la mesa (nunca bebía té y no entendía por qué fingían que les gustaba) y conversó juiciosa y sencillamente con su padre y su tío, pero al poco rato se retiró a la sala de los divanes, al rincón que su hermano y ella preferían y en el que siempre iniciaban conversaciones íntimas. Le llevó una pipa y una taza de té, y se sentó con él.
Desperezándose, Nikolai la miró y sonrió.
—He dormido estupendamente —dijo.
—¿No te sucede a veces —dijo Natasha— que parece que todo lo bueno ya ha pasado y no volverá? ¿Y que solo queda el tedio y la tristeza?
—¡Pues claro que sí! —dijo—. A veces creo que todo va bien, que todos están contentos, y de repente se me ocurre que no quedará nada y que todo es absurdo. Especialmente, cuando estando en el regimiento, escuchaba música a lo lejos.
—¡Oh, sí! Lo sé, lo sé —confirmó Natasha—. Me pasaba lo mismo cuando era pequeña. ¿Recuerdas que una vez me castigaron por coger unas ciruelas? Vosotros no hacíais más que bailar, y yo me quedé en la sala de estudio sollozando. Lloré tanto, que nunca se me olvidará. Estaba triste y sentía lástima por mí y por todos.
—Lo recuerdo —asintió Nikolai.
Natasha se puso a pensar; seguía en ese estado de reminiscencia.
—¿Y recuerdas —dijo sonriendo pensativamente— cuando hace muchísimo tiempo, todavía siendo pequeños, papá nos llamó a su despacho que aún estaba en la casa vieja? Estaba muy oscuro, entramos y allí había...
—¡Un negro! —terminó de decir Nikolai, sonriendo alegremente—. ¿Cómo no voy a acordarme? Y ahora no sé si era negro, si lo soñamos o es que nos lo contaron.
—Era gris y con los dientes blancos, ¿te acuerdas? Estaba de pie y se nos quedó mirando...
—¿Lo recuerdas, Sonia? —preguntó Nikolai.
—No, no lo recuerdo —contestó tímidamente.
—Pues yo pregunté a papá y a mamá por el negro —dijo Natasha—. Dicen que no hubo ningún negro. Pero tú sí que lo recuerdas.
—Ya lo creo. Parece que estoy viendo sus blancos dientes.
—¡Qué extraño! Es como si fuera un sueño. Me gustan estas cosas.
—¿Y recuerdas cuando estábamos jugando con un huevo de Pascua en la sala y de repente aparecieron dos viejas y empezaron a dar vueltas por la alfombra? ¿Ocurrió, o no? ¿Te acuerdas lo bien que lo pasamos?...
—Sí. ¿Y cuando papá disparó con su rifle?
Sonriendo, se interrumpían con un nuevo placer para ellos: los recuerdos. Pero no los tristes recuerdos propios de la vejez, sino los poéticos de la infancia; del pasado más lejano en donde los sueños se confunden con la realidad. Rieron suavemente, sintiendo alegría melancólica. Aun cuando compartían recuerdos comunes, Sonia, como siempre, no llegaba tan lejos. Solo participó de ellos cuando Natasha y Nikolai evocaron su primera llegada. Sonia decía que tenía miedo de Nikolai, porque en su chaquetita llevaba cordones y la niñera le decía que iba a atarla con ellos.
—Recuerdo que me dijeron que tú habías nacido debajo de una col...
Dimmler entró en la sala de los divanes, en los que solo estaba encendida una casi consumida vela de sebo, y se acercó a un arpa que estaba situada en una esquina. Retiró el paño que la cubría y el arpa emitió un sonido discordante.
—Eduard Kárlych, toque, por favor, mi nocturno favorito de Field —dijo desde el salón la voz del anciano conde.
Dimmler inició unos acordes, y volviéndose a Natasha, Nikolai y Sonia, dijo:
—¡Qué tranquilos están los jóvenes!
—Sí, estamos filosofando —dijo Natasha volviéndose por un segundo, y prosiguió la conversación. Ahora hablaban de sueños. Natasha contaba que antes volaba en ellos con frecuencia, pero ahora no.
—¿Y cómo, con alas? —preguntó Nikolai.
—No, no. Con las piernas. Solo hay que emplearse un poco con las piernas.
—Claro, claro —dijo riéndose Nikolai.
—Así —apuntó rápidamente Natasha, poniéndose de pie en el diván. Su expresivo rostro mostraba los esfuerzos; extendió hacia adelante los brazos e intentó volar, pero cayó al suelo. Nikolai y Sonia se rieron.
—¡No, espera! Seguro que vuelo —dijo Natasha.
Dimmler comenzó a tocar en ese instante. Natasha bajó del diván de un salto, de nuevo cogió el candelabro, lo sacó de la habitación y volvió en silencio a su sitio. Aquel ángulo de la habitación estaba oscuro, pero por los grandes ventanales entraba la luz helada de la luna.
—¿Sabes? —cuchicheó Natasha, acercándose a Nikolai y Sonia cuando Dimmler hubo terminado la pieza y ya estaba sentado, pulsando débilmente las cuerdas, aún indeciso por si debía dejar el instrumento o comenzar algo nuevo—. Yo creo que cuando uno comienza a recordar todo, termina por recordar lo de antes de venir al mundo.
—Eso es la metempsicosis —aseguró Sonia, que como buena estudiante de historia, recordaba todo—. Los egipcios creían que nuestras almas proceden de algún animal y que de nuevo volverán a ellos.
—Yo sé a quién irá tu alma.
—¿A quién?
—¿A un caballo?
—Sí.
—¿Y el alma de Sonia?
—Era de un gato, y se convertirá en un perro.
—No, ¿sabéis? Yo no creo que nuestras almas estuviesen antes en animales —continuó Natasha con el mismo cuchicheo, a pesar de que la música ya había cesado—. Estoy segura de que éramos ángeles en algún lugar y que por eso lo recordamos todo...
—¿Puedo unirme a ustedes? —preguntó Dimmler, acercándose y sentándose junto a ellos.
—Si fuimos ángeles, entonces, ¿por qué hemos caído tan bajo? No, no puede ser —dijo Nikolai.
—No tan bajo, ¿quién te ha dicho que hemos caído bajo?... —replicó Natasha acaloradamente—. Tú mismo decías que las almas son inmortales.
—Sí, pero es difícil imaginarse la eternidad —intervino Dimmler, que estaba sentado al lado, sonriendo desdeñosamente y sintiendo, sin saber cómo, que se había entregado a la influencia del diván y que participaba seriamente en la conversación.
—¿Por qué es difícil? Hoy es, mañana será, ¡siempre será! Lo único que no comprendo es por qué empezó de repente...
—Natasha, ahora te toca a ti. Cántame alguna cosa —se oyó decir a la voz de la condesa—. ¿Qué hacéis ahí sentados como si estuvieseis conspirando?
—Mamá, no tengo ganas —replicó Natasha, pero levantándose enseguida.
Nadie, ni siquiera el viejo y duro Dimmler, que parecía hallar un sentimiento fresco y nuevo en aquel rincón de la casa, deseaba irse. Pero Nikolai se sentó al piano, Natasha se levantó y comenzó a cantar, colocándose como siempre en el centro de la habitación y escogiendo el punto más conveniente para la acústica. Había dicho que no tenía deseos de cantar, pero nunca antes ni en mucho tiempo después, cantó como aquella tarde. El conde Iliá Andréevich, que conversaba en su despacho con Mítenka, escuchó su canto, y al igual que un alumno presuroso por salir a jugar después de la lección, se hizo un lío con lo que decía y guardó silencio. Mítenka de cuando en cuando sonreía. Nikolai, sin quitar el ojo a su hermana, contenía como ella el aliento. Sonia la escuchaba, pensando con espanto en la enorme diferencia existente entre las dos y en la imposibilidad de ser ella la preferida de Nikolai. La anciana condesa permanecía sentada con una sonrisa feliz y melancólica, con las lágrimas asomando en sus ojos y meciendo en ocasiones la cabeza, pensando que pronto debería de separarse de Natasha. Pensaba lo mucho que disfrutaban juntas y lo triste que sería entregársela en matrimonio al príncipe Andréi.
Dimmler tomó asiento junto a la condesa y, cerrando los ojos, comenzó a escuchar.
—No, condesa —dijo finalmente—. Tiene un talento europeo. Tiene lo que no se aprende: suavidad, dulzura, fuerza...
—¡Ay, qué miedo tengo por ella, qué miedo! —respondió la condesa, sin recordar con quién estaba conversando. Su intuición maternal le decía que había algo de excesivo en todo lo bueno de Natasha y sentía pánico por ella. El sentimiento maternal no la engañaba.
Todavía no había concluido Natasha de cantar, cuando Petia, con el entusiasmo de sus once años, entró en la sala y dio la noticia de que habían llegado los atavíos y los disfraces. Natasha cesó en seco.
—¡Tonto! —le gritó a su hermano, corrió hacia una silla, se dejó caer sobre ella y comenzó a llorar. Pero en ese preciso instante se levantó de un salto, besó a Petia y corrió al encuentro de los disfraces: los había de osos, de cabras, de turcos, de grandes señores, terribles unos y cómicos otros. Los criados irrumpieron en la sala tocando la balalaica y comenzaron sus cánticos y sus danzas. Hicieron un corro y cantaron canciones para convocar a los espíritus. Al cabo de media hora aparecieron en el salón más disfraces: una vieja señora con miriñaque que era Nikolai, una bruja que era Dimmler, Natasha vestida de húsar, Sonia de circasiano y Petia de turca. Todo había sido urdido y preparado por Natasha. También había pensado la distribución de los disfraces y pintado con un corcho quemado los bigotes y las cejas. Ahora se encontraba más alegre y animada que de costumbre. Después del condescendiente asombro, de la broma de no reconocerse y de las alabanzas por parte de los que no estaban disfrazados, los jóvenes vieron que sus atavíos estaban tan logrados, que había que salir para enseñárselos a quien fuese. Nikolai, que aprovechando el excelente estado del camino quería dar un paseo a todos en su troika, propuso ir con diez criados disfrazados a la casa del tío, que acababa de marcharse. En media hora estuvieron listas cuatro troikas con sus campanillas y cascabeles, y bajo la helada e inmóvil luz de la luna, que empapaba un aire a veinticuatro grados bajo cero, las troikas partieron hacia la casa del tío por un camino nevado que no solo crujía, sino que silbaba.
N
ATASHA
fue la primera en dar el tono de alegría navideña que prendía ya en todos, incluso en Dimmler, quien bailaba con una escoba vestido de bruja. La alegría pasaba de unos a otros e iba en aumento, en especial cuando salieron al frío para ocupar los trineos, entre conversaciones, risas y gritos.