La princesa María había permanecido en silencio en el salón mientras duró la conversación. Escuchando todos esos bulos y chismorreos acerca de tan importantes cuestiones de estado, no comprendió nada de lo que se hablaba y, cosa extraña, se dedicó únicamente a pensar en si los invitados habrían reparado o no en la hostil actitud de su padre hacia ella. Con mirada interrogativa se dirigió a Pierre, quien antes de salir, sombrero en mano, dejó caer su grueso cuerpo en el diván al lado de la princesa. «¿No ha notado nada?», parecía decir. Pierre se encontraba en el agradable estado de ánimo que sigue a una comida. Miraba de frente y sonreía silenciosamente.
—Princesa, ¿hace mucho que conoce a ese joven? —preguntó, señalando a Borís, que salía por la puerta.
—Le conocí de pequeño, pero ahora hace poco tiempo...
—¿Y qué, le gusta?
—Sí, ¿por qué lo pregunta?
—¿Se casaría con él?
—¿Por qué me lo pregunta? —respondió la princesa María, sonrojándose toda, a pesar de haber desechado ya toda idea de contraer matrimonio.
—Porque cuando frecuento la sociedad, no su casa, sino la sociedad, me entretengo observando a la gente. Y ahora he observado que un joven sin posición financiera viene de permiso habitualmente a Moscú desde San Petersburgo con el fin de casarse con una novia rica.
—¿Eso ha observado? —preguntó la princesa María pensando todo el rato en sus asuntos.
—Sí —prosiguió Pierre con una sonrisa—. Y ese joven se las arregla ahora de tal manera que allá donde esté un buen partido, allá se presenta él. Leo en él como en un libro abierto. Ahora mismo está indeciso; no sabe a quién atacar primero: a mademoiselle Julie Kornakova o a usted.
—¿De verdad? —Y la princesa pensó: «¿Por qué no podría escogerle como amigo y confidente y contarle todo? Me aliviaría, y él me proporcionaría su consejo».
—¿Se casaría con él?
—¡Ay, Dios mío! Hay momentos, conde, en que me casaría con cualquiera —dijo de repente la princesa sin darse ella misma cuenta de sus palabras, con la voz llena de lágrimas—. ¡Ay!, si usted supiera, amigo mío, lo duro que es querer a alguien tuyo y sentir que no puedes hacer nada por él que no sea doloroso, y que no es posible cambiar nada. La única solución que veo es marcharme, pero ¿adonde?
—¿Qué le sucede, princesa?
Pero la princesa no había terminado de hablar, cuando comenzó a llorar.
—No sé qué me pasa hoy —dijo, justificándose—. No me haga caso, hablemos mejor de Andréi. ¿Vendrán pronto los Rostov?
—Según he oído, en unos días estarán aquí.
La princesa, para olvidarse de sus problemas, le comunicó a Pierre su plan de cómo ella, sin decirle nada a su padre, trataría de intimar con la futura novia en cuanto los Rostov llegaran a Moscú, y de procurar que el viejo príncipe se acostumbrara a Natasha y la quisiese. Pierre dio su completa aprobación a ese propósito.
—Solo una cosa —dijo Pierre saliendo del salón y mirándola a los ojos con especial cordialidad—. Acerca de lo que ha dicho sobre usted misma, recuerde que tiene un fiel amigo: yo. —Y la cogió de la mano.
—No, Dios sabrá lo que he dicho. Olvídelo —respondió la princesa—. Únicamente, hágame saber cuándo llegan los Rostov.
Esa misma tarde, la princesa se sentó como de costumbre junto a su padre con sus labores. Él escuchaba la lectura y graznaba con enojo mientras ella le miraba pensando mil cosas terribles de él: «Me odia, quiere que me muera». Ella volvió la cabeza, el viejo hinchó los labios y empezó a dar cabezadas con decrépita debilidad.
L
AS
suposiciones de Pierre con respecto a Borís resultaron justas. Borís se hallaba indeciso entre los dos partidos más ricos de Moscú. Pero la princesa María, por muy fea que fuera, le parecía más atractiva que Julie. Él, sin embargo, temiendo y sintiendo que sería difícil entablar relaciones con ella, se concentró en Julie. Se convirtió en un habitual en casa de los Ajrosimov. María Dmítrievna, a pesar de estar espiritualmente muerta por la pérdida de sus hijos, seguía siendo tan directa como antes y en su interior despreciaba a una hija tan poco parecida a ella. Esperaba con impaciencia el momento de desprenderse de ella.
Julie tenía veintisiete años y pensaba no solamente que no era fea, sino que ahora era mucho más atractiva que antes. En verdad lo era; en primer lugar, porque era rica. En segundo lugar, porque cuanto más pasaban los años, los hombres podían tratarla con más libertad y seguridad. Ella misma recibía a sus invitados y ella misma visitaba otras casas ataviada con cualquier cofia.
Un hombre que diez años antes hubiera recelado de acudir a diario a una casa donde habitaba una señorita de diecisiete años para no comprometerla, ahora iría valientemente a sus cenas (ese era su estilo). Sabía cómo recibir a sus invitados y remedar todos los tonos posibles. Dependiendo de las personas, Julie era una bombástica aristócrata y dama de honor o una cándida moscovita; una alegre señorita o una muchacha desencantada, poética y melancólica. Este último tono, adquirido ya en sus tiempos de juventud y utilizado entonces para coquetear con Nikolai, era su preferido. Pero todos ellos los adoptaba de un modo tan superficial, que a las personas que en realidad eran melancólicas o simplemente alegres, las imitaciones les sorprendían y repelían. Pero ya que la mayoría de la gente finge y no vive, ella se veía rodeada de personas que la apreciaban. Sus amigos eran Karamzín —quien en otros tiempos había sido un indigente—, Vasili Pushkin y Piotr Andréevich Viázemski, que le escribía versos. A todos les parecía divertido y libre de consecuencias charlar frívolamente con ella. Entre sus aduladores, Borís contaba para ella como uno de los más agradables, y ella le lisonjeaba. Precisamente con él, Julie consideró necesario adquirir su tono preferido: el melancólico. Mientras Borís dudaba, todavía reía y se mostraba alegre. Pero cuando se decidió firmemente a elegir entre las dos, se convirtió de pronto en una persona melancólica y triste. Julie comprendió que se entregaría a ella. Todo su álbum estaba lleno de sentencias lapidarias suyas escritas a mano: «la muerte es salvadora y la tumba es paz. No hay mejor refugio contra las penas». O «Robles seculares, vuestras oscuras ramas ciernen sobre mí la oscuridad y la melancolía. La melancolía. En el bosque está el asilo de la melancolía. Quiero descansar en su sombra como un anacoreta». O «Cuanto más me acerco al borde, menos me aterra...», etcétera. Julie interpretaba al arpa para Borís los nocturnos más tristes. Este suspiraba y le leía en voz alta «La pobre Liza». Esta situación prosiguió a lo largo de dos semanas y comenzó a complicarse. Ambos sentían que era necesario salir de esa mortal espera, del amor a los sepulcros y del desprecio a la vida. Julie, para convertirse en la esposa de un ayudante de campo del zar; Borís, para recibir de una novia melancólica los tres mil campesinos necesarios para las fincas de la provincia de Penza. La solución era bastante complicada, pero había que pasar por ella. Un día, después de haberse dado cuenta de que había que pasar más allá de la ensoñación de un amor no terrenal, Borís decidió explicarse e hizo una proposición matrimonial. Para horror de la anciana condesa Rostova y para enfado de Natasha (quien de todos modos consideraba a Borís uno de sus admiradores), la petición de mano fue acogida favorablemente. Al día siguiente, los dos jugadores no estimaron necesario hacer más uso de la melancolía y comenzaron a ir alegremente al teatro y a los bailes. Por las mañanas, mostrándose como prometidos, acudían a las tiendas a comprar todo lo necesario para la boda. El convenido enlace entre Julie y Borís era una fresca e importante noticia cuando Iliá Andréevich Rostov llegó a Moscú a finales del invierno para poner a la venta su casa, llevando consigo a Natasha para que se distrajera.
L
OS
Rostov llegaron a Moscú a principios de febrero. Nunca antes había estado Natasha tan inquieta, preparada y madura para el amor —y por ello, tan femeninamente hermosa— como en ocasión de aquella su llegada a Moscú. Antes de partir de Otrádnoe, soñó que el príncipe Andréi la recibía en su salón y le decía: «¿Por qué no venía? Hace tiempo que estoy aquí». Natasha deseaba tan apasionadamente ese momento, tan fuerte era la necesidad de amar a un hombre que no fuera mediante una fantasía, tan difícil había comenzado a ser la espera de su prometido, que al llegar a Moscú estaba firmemente convencida de que ese sueño se materializaría y que se encontraría con el príncipe Andréi.
Llegaron por la tarde, y al día siguiente por la mañana se envió la notificación a las casas de Pierre, Anna Mijáilovna y Shinshin. El primero en personarse un día después fue Shinshin, que les puso al corriente de las noticias que circulaban por Moscú. La principal era que en aquel momento había dos jóvenes, Dólojov y Kuraguin, por los que las señoritas moscovitas enloquecían.
—¿Son esos que ataron el oso al policía?
—Los mismos —contestó Shinshin—. Por lo menos Kuraguin es un auténtico adonis, y bueno... su padre es un personaje célebre. Y en cuanto a Dólojov... «Dólojov es un persa», así es como le llaman las señoritas.
—¿De dónde ha salido? Desapareció hace tres años.
—Resulta que fue ministro en algún lugar de Persia con un príncipe reinante. Tenía un harén y mató al hermano del sha. Pero vuelve locas a todas nuestras señoritas. Dólojov es un persa y se acabó. Es un tahúr y un ladrón. Pero no hay comida que no cuente con su presencia, le invitan a todas. Así están las cosas.
—Y lo más divertido de todo —prosiguió Shinshin—. ¿Recuerda que Bezújov se batió con él en duelo? Pues ahora son íntimos amigos. Es el primer invitado en su casa y en la de la condesa Bezujova.
—¿Acaso ella está aquí? —preguntó el conde.
—¡Ciertamente! Llegó hace unos días. Su marido huyó de ella y la condesa se presentó en Moscú para reunirse con él. Es guapa, muy guapa. No comprendo qué es lo que...
«¿Qué es lo que sucede entre ellos?», pensó Natasha, escuchando distraídamente.
—¿Bolkonski está también en Moscú? —preguntó Natasha.
—El padre está aquí, pero ¡ay!, el hijo no, querida prima. No tienes con quien coquetear —contestó Shinshin burlonamente, sonriendo con cariño.
Natasha ni siquiera sonrió ante esa respuesta, apenas conteniendo las lágrimas.
Después acudió Anna Mijáilovna y anunció con lágrimas en los ojos lo que para ella era motivo de dicha: el casamiento de su hijo con Julie.
—Lo principal es que tiene un corazón de oro. ¡Y mi Borís la ama tan apasionadamente! Ya desde la infancia la amaba —les comentaba una envejecida Anna Mijáilovna, repitiendo la frase que le decía a todo el mundo y sin tiempo para caer en la cuenta de que debía haberla cambiado para los Rostov.
Natasha se sonrojó al oír la noticia, y sin decir nada a nadie, se levantó y salió del salón. Pero en cuanto se hubo retirado, comprendió cuán poco oportuno era su enojo. ¿Qué tenía ella que ver con Borís, cuando ella misma estaba ya prometida con nada menos que el príncipe Andréi, el mejor hombre del mundo? Pero, no obstante, la noticia la ofendió y enojó, aún más si cabe por haber mostrado su enfado.
Pierre, que tenía que comunicarle las últimas noticias de Andréi, todavía no se había presentado. El día anterior había estado de parranda hasta bien entrada la noche, y por eso no se había levantado hasta las tres de la tarde. Llegó a la hora de la cena. Natasha, que había oído de su llegada, fue corriendo hasta a su encuentro desde las habitaciones traseras, donde había permanecido en silencio y pensativa hasta ese momento.
Al verla, Pierre enrojeció como un niño, sintiendo que se ponía colorado como un tonto.
—Bueno, ¿qué? —le preguntó Natasha cogiéndole con la mano que Pierre había besado—. ¿Tiene cartas para mí? Mi querido conde, todos me repugnan menos usted. ¿Las tiene? Démelas.
Natasha condujo de la mano a Pierre hasta su habitación, fuera de sí de alegría.
—¿Vendrá pronto?
—Tiene que venir pronto. Me escribió sobre el pasaporte para un instructor que ha encontrado.
—Enséñemela, enséñemela —dijo Natasha.
Pierre le entregó la carta, que era breve y escrita en francés. El príncipe Andréi escribía que ya había terminado con el último de sus asuntos y que el suizo Laborde, un hombre inteligente, educado e instructor ideal, llegaría con él. Era necesario conseguirle un pasaporte. La carta tenía un estilo oficial y áspero, tal y como escribía el príncipe Andréi. Pero por ello, Pierre concluyó que estaba ya en camino.
—Bueno, ¿y qué más? —preguntó Natasha.
—Ya no hay nada más —dijo sonriendo Pierre.
Natasha se quedó pensativa.
—Venga, vayamos al salón.
Pierre también le comunicó los deseos de la princesa María de conocerla, de acudir a casa de los Rostov y de lo agradable que sería conocer a su futuro suegro. Natasha se mostró conforme con todo, pero permanecía muy silenciosa y concentrada.
Al día siguiente, Iliá Andréevich marchó con su hija a casa del príncipe. Natasha advirtió con temor y disgusto que su padre había accedido de mal grado a realizar esa visita, este se azaró al entrar en la antesala y preguntar si el príncipe se hallaba en la casa. Una vez que fueron anunciados, Natasha también se percató de que entre los sirvientes reinaba cierta turbación; dos de ellos cuchicheaban algo en la sala y una doncella se acercó presurosa a ellos, tras lo cual les informaron de que el príncipe no les podía recibir, pero sí la princesa. La primera persona en salir a su encuentro fue mademoiselle Bourienne. Aunque de manera fría, recibió al conde y a su hija con particular cortesía y les acompañó hasta la sala donde estaba la princesa. Esta recibió a sus invitados con gesto de preocupación y temor. Tenía manchas rojas en el rostro y trataba en vano de mostrarse desenvuelta y contenta. Aparte de la indefinida antipatía y envidia que sentía por Natasha, la princesa también estaba agitada porque, ante el anuncio de la visita de los Rostov, el príncipe había gritado que no les quería para nada y que los recibiese la princesa María si así lo deseaba, pero que no se les permitiera la entrada en sus habitaciones.
La princesa se decidió a atender a los Rostov, pero temía a cada instante que su padre cometiese alguna extravagancia o grosería. La princesa María estaba al tanto del supuesto casamiento y Natasha sabía que la princesa tenía conocimiento de ello, pero no hablaron del tema ni una sola vez.