Todas estas viejas palabras, estudiadas y copiadas de alguna novela, a Natasha le parecieron nuevas y que solo podían referirse a su caso concreto. Pero por mucho que considerase que en su interior ya estaba todo decidido, no respondió ni dijo nada a la doncella para que así esta no lo dijera nada a nadie.
Antes que nada, era necesario escribir al príncipe Andréi. Se encerró en su cuarto y comenzó a escribir una carta.
«Tenía usted razón cuando hablaba de que podía desenamorarme. No puedo dejar de desenamorarme de usted. Su recuerdo nunca se me podrá borrar de la memoria, pero... amo a otro. Amo a Kuraguin, y él me ama.» Natasha detuvo aquí su escritura y se puso a pensar. No, no podía terminar de escribir esa carta. Resultaba estúpido y no debía de ser así. Después pensó durante largo rato.
El tormento de la duda, el miedo, el secreto que había decidido no confiar a nadie y una noche insomne, terminaron por doblegarla. Tras recibir la carta y mandar de vuelta a la doncella, cayó dormida en el diván con la ropa puesta y con la carta entre las manos.
Sonia, que no sospechaba nada, entró en la habitación de puntillas como un gato, se acercó a Natasha, le extrajo la carta de entre los dedos y la leyó.
Al leer la carta, Sonia no pudo creer lo que estaban viendo sus ojos. Mientras leía, miraba cómo dormía Natasha, como buscando en su rostro una explicación. Y no la encontró. Su cara era bonita y dulce. Cogiéndose del pecho para no perder el aliento, Sonia puso de nuevo la carta entre sus dedos, tomó asiento y comenzó a pensar.
El conde no se hallaba en la casa y su tía era una vieja beata que no podía ofrecer ninguna ayuda. Hablar con Natasha resultaría horroroso; Sonia sabía que la contradicción únicamente reafirmaría a Natasha en sus intenciones. Pálida y temblando toda de miedo y emoción, Sonia se fue de puntillas a su habitación, donde se ahogó en lágrimas. «¿Cómo he podido no darme cuenta de nada? ¿Cómo ha podido esto llegar tan lejos? Sí, se trata de Ana-tole Kuraguin. ¿Y por qué no viene a casa? ¿Por qué tanto misterio? ¿Es posible que la quiera engañar? ¿Es posible que ella ya haya olvidado al príncipe Andréi?» Y lo más espantoso de todo era pensar que si él la engañaba, ¿qué haría el gentil y noble Nikolai cuando se enterase del asunto? «Así que esto es lo que significaba su cara de hoy; agitada, decidida y poco natural. Pero no es tiempo de suposiciones sino de actuar. ¿Pero cómo?»
Como mujer, y especialmente con su carácter, a Sonia se le ocurrieron algunas argucias para obrar indirectamente. Esperar, seguir sus movimientos, tirarle de la lengua e intervenir en el momento decisivo. «Pero quizá se amen. ¿Qué derecho tendría yo a inmiscuirme? ¿Ir a contárselo al conde? No, el conde no debe saber nada. Dios sabe cómo reaccionaría ante una noticia así. Podría escribir a Anatole Kuraguin y exigirle una explicación honesta y franca, pero si pretende engañarla, ¿quién le ordena que venga a casa? ¿Y dirigirme a Pierre, la única persona a la que yo podría confiarle el secreto de Natasha? Es embarazoso... ¿y qué hará?» Pero de un modo u otro, Sonia sentía que había llegado el momento de recompensar todo lo bueno que la familia Rostov había hecho con ella, librándoles de la desgracia que se cernía sobre ellos. Lloraba de alegría al pensar en ello, y de amargura al pensar en la calamidad que Natasha se estaba labrando.
Tras muchas vacilaciones, tomó una decisión. Recordó las palabras del príncipe Andréi acerca de a quién dirigirse en caso de desgracia. Volvió a su habitación, donde seguía durmiendo Natasha, cogió la carta y escribió una nota en nombre propio para Bezújov, en la que incluyó las líneas que había empezado Natasha. Le pedía a Pierre que ayudara a su prima y a ella a explicarse con Anatole y averiguar el motivo de sus relaciones secretas y sus intenciones.
Natasha se despertó y al no encontrar la carta, le preguntó a Sonia con esa decisión y ternura que se producen al despertar:
—¿Has cogido la carta?
—Sí —respondió Sonia.
Natasha miró interrogativamente a Sonia.
—No, Sonia. No puedo. ¡Soy tan feliz! —dijo Natasha—. No puedo ocultarlo por más tiempo. Ya lo sabes, Sonia; nos amamos. Sonia, palomita, él me lo ha dicho. Me escribe...
Sonia, como si no pudiese creer lo que oía, miraba a Natasha con ojos desorbitados.
—¿Y Bolkonski? —preguntó.
—¡Ay, Sonia! Aquello no era amor, estaba equivocada. Ay, si pudieras saber lo feliz que soy y cuánto le amo.
—Pero, Natasha... ¿De veras crees que puedes cambiar a Bolkonski por él?
—Por supuesto. Tú no sabes cómo me ama. Mira, aquí lo escribe.
—¡Natasha! ¿De verdad que lo otro ha terminado del todo?
—Ay, no comprendes nada —contestó Natasha, sonriendo alegremente.
—Pero, alma mía, ¿cómo puedes rechazar al príncipe Andréi?
—¡Ay, Dios mío! ¿Acaso hice alguna promesa? —dijo Natasha.
—Pero, vida mía, querida... piénsalo. ¿Qué es lo que cambias y para qué? ¿Acaso te ama?
Natasha solo acertó a sonreír con desprecio.
—¿Y por qué no viene de visita a casa? ¿A qué viene tanto misterio? Piensa qué tipo de persona es Anatole.
—¡Oh, qué ridícula te pones! Ahora él no puede anunciarlo a todos, me ha pedido que sea así.
—¿Y por qué?
Natasha se turbó. Evidentemente, por primera vez le había asaltado esa misma pregunta.
—¿Por qué, por qué?... No quiere, no lo sé. Debido a su padre, seguramente. Pero Sonia, tú no sabes qué es el amor...
Pero Sonia no se sometía a la expresión de felicidad que irradiaba del rostro de su amiga. La cara de Sonia reflejaba temor, aflicción y decisión. Continuó haciendo preguntas a Natasha con severidad.
—¿Qué es lo que puede impedirle anunciar su amor y pedir tu mano a tu padre, si es que te has desenamorado de Bolkonski? —preguntó Sonia.
—¡No digas tonterías! —interrumpió Natasha.
—¿Qué padre puede impedírselo? ¿En qué es nuestra familia peor que la suya? Natasha, eso no es cierto...
—¡No digas tonterías! No comprendes nada de nada —dijo Natasha, sonriendo con aspecto de creer con toda seguridad que si Sonia pudiese hablar con Anatole del mismo modo que hablaba ella, no haría unas preguntas tan estúpidas.
—Natasha, no puedo dejar así las cosas. No lo permitiré, hablaré con él —prosiguió hablando Sonia, asustada.
—Pero ¿qué es lo que te pasa? ¿Qué es lo que te pasa, por Dios? —gritó Natasha obstruyéndole el paso, como si Sonia fuese ya a hablar con él—. ¿Quieres mi desdicha? ¿Quieres que se marche y que...?
—Le diré que una persona noble... —comenzó Sonia.
—Bueno, yo misma se lo diré hoy por la tarde, por muy mezquino que resulte de mi parte. Pero hablaré con él y se lo preguntaré todo. ¿Que no es una persona noble? Si tú le conocieras... —dijo Natasha.
—No, no te comprendo —contestó Sonia, sin prestar atención a que Natasha había empezado a llorar de repente.
Su conversación quedó interrumpida cuando las llamaron a comer. Después de la comida, Natasha se puso a pedir a Sonia la carta.
—Natasha, enfádate conmigo si quieres, pero he escrito una carta al conde Bezújov y se la he enviado. Le he rogado que pida explicaciones a Anatole.
—¡Qué cosa más estúpida y más vil! —gritó enojada Natasha.
—¡Natasha! O bien cuenta sus intenciones, o bien que renuncie a ti...
Natasha prorrumpió en sollozos.
—Me rechazará y yo no podré vivir. Y si tú vas a continuar así, me marcharé de casa y será peor.
—Natasha, no te comprendo. ¿Qué estás diciendo? Si ya te has desenamorado del príncipe Andréi, piensa en Nikolai y en lo que pensará cuando se entere de esto.
—No quiero nada de nadie. No amo a otro que no sea él. ¿Cómo te atreves a decir que no es una persona noble? ¿Acaso no sabes que le amo? —gritó Natasha.
—Natasha, tú no le quieres —dijo Sonia—. Cuando una persona ama, se convierte en bondadosa; y tú te enfadas con todos y no sientes lástima ni por el príncipe Andréi ni por Nikolai.
—No, alma mía. Sónechka, yo quiero a todos y siento lástima por todos; pero le quiero tanto y soy tan feliz con él, que ya no puedo separarme de él —respondió Natasha, llorando ahora lágrimas de bondad.
—Pero debes hacerlo. Deja que aclare sus intenciones. Piensa en tu padre y en tu madre.
—Ay, no me lo digas. Calla, por Dios, calla.
—Natasha, ¿deseas echarte a perder? Bezújov también dice que no es una persona honesta.
—¿Por qué has hablado con él? Nadie te lo ha pedido. No puedes entender nada de esto. Eres mi enemiga. Para siempre.
—Natasha, arruinarás tu vida.
—Y la arruinaré, la arruinaré con tal de que no me atosiguéis. Será a mí a quien le vaya mal, así que dejadme en paz.
Y Natasha, rabiosa y sumida en lloros, se marchó a su cuarto, tomó la carta que había empezado, y añadió: «Estoy enamorada, adiós y perdóneme». Se la entregó a una doncella y ordenó que la llevaran a la oficina de correos. También escribió otra carta a Anatole, en la que le pedía que acudiese en su busca por la noche y se la llevase de allí, porque ya no podía vivir en su casa.
Al día siguiente, no se recibieron noticias ni de Anatole ni de Pierre. Natasha no salía de su habitación; decía que estaba enferma. Por la tarde, se presentó Pierre.
D
ESPUÉS
de su primera cita con Natasha en Moscú, Pierre tenía la sensación de no gozar en su presencia de libertad ni tranquilidad, por lo que había decidido no visitarles. Pero Hélène había atraído a su casa a Natasha y Pierre, con la sensibilidad de un enamorado, se atormentaba contemplando sus relaciones. Pero ¿qué derecho tenía él para inmiscuirse en ese asunto? Además, tenía la sensación de no ser imparcial en ese aspecto. Decidió no ver a ninguna de las dos.
Tras recibir la carta de Sonia, la primera sensación que experimentó fue de alegría, por mucho apuro que le diera reconocerlo. Se alegraba de que el príncipe Andréi no fuera más feliz que él. Esa sensación duró un instante, después sintió lástima por Natasha, capaz de amar a una persona como Anatole, al que tanto despreciaba. Luego no acertó a comprender aquel asunto, sintió pánico por Andréi y aún más por la responsabilidad que había recaído en él. Como consuelo, le sobrevino instantáneamente el lúgubre pensamiento de la futilidad y la poca durabilidad de todo, y trató de despreciar a todos. Pero no podía dejar ese asunto. La infidelidad de Natasha a Andréi le martirizaba como si la hubiera sufrido en sus carnes y con más intensidad si cabe que la de su propia esposa. Y, al igual que al enterarse de la traición de su esposa, experimentó un sentimiento de repugnancia, aunque tímido, hacia al hombre que era la causa del engaño y cólera contra la culpable. Odiaba a Natasha. Pero había que decidirse a hacer algo; ordenó enganchar los caballos y marchó a buscar a Anatole.
Pierre lo encontró con los cíngaros. Estaba alegre, guapo, sin su levita y con una cíngara sentada sobre sus rodillas.
En la sala del piso de abajo estaban cantando y danzando en medio de una sonora algarabía. Pierre se acercó a Anatole y le llamó aparte.
—Vengo de parte de los Rostov —dijo Pierre.
Anatole se turbó y enrojeció.
—¿Y qué? ¿Qué?
Pero Pierre estaba aún más turbado que él y no le miraba a los ojos.
—Querido mío... —comenzó—. Usted sabe que Andréi Bolkonski, que es amigo mío, está enamorado de esa muchacha. Soy buen amigo de la familia y desearía conocer sus intenciones...
Pierre miró a Anatole y quedó asombrado por la expresión de preocupación y aturdimiento que reflejaba su rostro.
—Pero... ¿Qué es lo que sabes tú? ¿Qué? —dijo Anatole—. ¡Ay!, todo esto es tan estúpido. Es Dólojov el que me ha embrollado en esto.
—Sé que te permitiste escribir esta carta y que cayó en manos de la servidumbre.
Anatole agarró la carta y se la arrancó de las manos.
—Lo hecho hecho está. Eso es todo —dijo Anatole, amoratándose.
—Está bien. Pero se me ha encomendado averiguar cuáles son tus intenciones.
—Si quieren obligarme a casarme —habló Anatole, revolviendo la carta—, entonces ten presente que yo no estoy obligado a bailar al son que me tocan. Natasha es libre, ella misma me lo ha dicho. Si me ama, pues peor para Bolkonski.
Pierre resolló con dificultad. Ya había surgido en él esa duda metafísica sobre la posibilidad de la justicia y la injusticia; ese tornillo que no lograba ajustar. Luego, sintió una envidia y desprecio tales por Anatole, que se afanó por mostrarse especialmente dulce con él. «Tiene razón; ella es la culpable», pensaba.
—De todos modos, contéstame con franqueza. Después iré a verles y ¿qué podré decirles? ¿Tienes intención de pedir su mano? —susurró Pierre, sin alzar la mirada.
—¡Desde luego que no! —dijo Anatole, más atrevido cuanto más tímido se mostraba Pierre.
Pierre se levantó y entró en una sala en la que estaban los invitados y los cíngaros. Estos le conocían y sabían de su generosidad. Comenzaron a honrarle dedicándole canciones. Iliushka empezó a bailar, levantó una mano y le acercó una guitarra. Pierre le dio algo de dinero y le sonrió. Iliushka no tenía culpa de nada y danzaba estupendamente. Pierre se bebió el vino que le sirvieron y permaneció en esa compañía más de una hora. «Lleva razón; ella es la culpable», pensó. Y con estos pensamientos, acudió a la casa de los Rostov.
Sonia le recibió en el salón y le contó que la carta ya estaba escrita. El anciano conde se lamentaba del lío en el que se habían metido sus chicas y no comprendía qué era lo que le sucedía a Natasha.
—¿Cómo que no, papá? ¿No comprende lo que le he dicho? —decía Sonia, volviéndose a Pierre—. Kuraguin ha hecho una proposición de matrimonio. Bueno, ella la ha rechazado, pero el asunto la ha apesadumbrado.
—Sí, sí —confirmó Pierre.
Tras conversar un rato, el conde se marchó al club. Natasha no había salido de su habitación y no lloraba, sino que permanecía sentada con la mirada fija al frente. No comía, no dormía, no decía nada. Sonia le rogó a Pierre que pasara a verla y que hablase con ella.
Pierre entró en su habitación. Natasha estaba pálida y temblorosa; Pierre comenzó a sentir lástima por ella. Ella le miraba ásperamente, sin sonreír. Pierre no sabía cómo empezar a hablar ni qué decir. Sonia habló primero.
—Natasha, Pierre Kirílovich lo sabe todo. Ha venido a decirte que...
Natasha se volvió con ojos curiosos, como preguntando si se trataba de un amigo o de un enemigo en relación a Anatole. Por sí mismo, Pierre no existía para ella. Él percibió ese detalle, y al ver su mirada y su rostro enflaquecido, comprendió que Natasha no era culpable de aquella situación; entendió que estaba enferma y comenzó a hablar.