«El joven cosaco hizo sonreír a su poderoso interlocutor», diría Thiers. Después de avanzar un rato en silencio, Napoleón se volvió a Berthier y dijo que quería probar la impresión que causaría en ese hijo del Don la noticia de que él era el propio emperador.
Se transmitió la noticia. Y Lavrushka, que había entendido que eso se hacía para desconcertarle y que Napoleón pensaba que él se asustaría, fingió quedarse perplejo, abrió los ojos de par en par y puso la misma cara que acostumbraba a poner cuando se lo llevaban para azotarle.
«Tan pronto como el traductor de Napoleón le dijo eso, se apoderó del cosaco una estupefacción que le impidió decir una palabra y continuó cabalgando sin apartar la vista del conquistador cuyo nombre había llegado a él a través de las estepas orientales. Toda su locuacidad desapareció de pronto y fue sustituida por un tímido y silencioso sentimiento de arrobamiento. Napoleón, después de recompensar al cosaco, ordenó que se le pusiera en libertad como al pajarillo que vuelve a sus campos.»
«Dentro de tres días Moscú, las estepas orientales...», pensaba Napoleón al acercarse a Viázma.
Que no me reprochen el citar detalles triviales para describir los actos de los hombres tomados por grandiosos, como el de este cosaco, el del puente de Arcola y similares. Si no hubiera escritos que trataran de hacer parecer grandiosos los detalles más triviales yo no los mencionaría. En los relatos de la vida de Newton los detalles acerca de su alimentación o sobre cómo tropezaba no pueden tener ninguna influencia sobre su consideración de gran hombre: son accesorios. Pero aquí es al contrario, Dios sabe qué quedaría de los grandes hombres, gobernantes y caudillos militares si todas sus acciones se tradujeran al lenguaje vulgar.
«E
L
pajarillo que vuelve a sus campos» galopó hacia la izquierda, se encontró con los cosacos y les preguntó dónde estaba el regimiento de Pavlograd, situación del destacamento de Plátov y hasta la tarde no pudo encontrar a su amo Rostov, que estaba en Yákovo y acababa de volver a montar para dar un paseo con Ilin hasta Boguchárovo. Le dio un caballo a Lavrushka y se lo llevó con él.
Boguchárovo no era un buen refugio contra los franceses. Aunque lo cierto es que la salud del anciano conde era tan frágil que no hubiera llegado a Moscú. El príncipe en Boguchárovo, a pesar de la ayuda del doctor, llevaba más de dos semanas en el mismo estado. Ya se hablaba de los franceses, que se dejaban ver por los alrededores y en las tierras del vecino que vivía a veinticinco verstas, Dmitri Mijáilovich Telianin, estaba acampado un regimiento de dragones franceses. Pero el príncipe no entendía nada de eso y el doctor decía que no podía viajar en su estado.
La tercera noche después de llegar a Boguchárovo el príncipe estaba acostado en el despacho del príncipe Andréi. La princesa María pasaba la noche en la habitación de al lado. No dormía en toda la noche y escuchaba sus gemidos y los cambios de postura que le hacían el médico y Tijón, pero no se atrevía a entrar. No se atrevía porque todos esos días tan pronto llegaba la noche, el príncipe daba muestras de irritación y con gestos la echaba de su habitación diciéndole: «Quiero dormir, estoy bien».
Por el día la dejaba entrar, y con la mano izquierda, que conservaba la fuerza, sostenía y estrechaba su mano y se tranquilizaba hasta que algo le recordaba que le habían echado de Lysye Gory. Entonces, a pesar de todos los remedios del médico, comenzaba a gritar, gemir y agitarse. Era evidente que sufría mucho física y moralmente. La princesa sufría no menos que él. No había esperanza de curación.
Él estaba sufriendo... «¿No sería mejor que todo acabara?», pensaba en ocasiones la princesa María. Y aunque resulte terrible decirlo le espiaba noche y día, prácticamente sin dormir y con frecuencia no le espiaba para hallar en él señales de mejoría, sino deseando encontrar señales de que se acercaba el fin. La llegada de un enorme dolor, pero con él de la tranquilidad. Tras la cuarta noche sin dormir, que había pasado en una tensa escucha, sentada a la puerta de su padre con un estéril esperanza y pánico (la princesa María no lloraba y se sorprendía ella misma de no poder hacerlo), entró por la mañana en su habitación. Él estaba tumbado de espaldas con sus pequeñas huesudas manos sobre la manta y la mirada fija. Ella se acercó y le besó la mano, su mando izquierda estrechó la de ella, de manera que parecía no quererla soltar.
—¿Cómo ha pasado la noche? —preguntó ella.
Él comenzó a hablar (esto era lo más terrible para la princesa María) moviendo la lengua con cómica dificultad. Ese día hablaba mejor, pero su rostro se había vuelto muy similar al de un pájaro y sus facciones habían encogido mucho, como si se derritiera o se secase.
—He pasado una noche terrible —dijo él.
—¿Por qué, padre? ¿Qué le atormenta?
—¡Mis pensamientos! La perdición de Rusia... —él comenzó a sollozar.
La princesa María, temiendo que se volviera a enfurecer ante esos pensamientos, se apresuró a llevarle a otro tema.
—Sí, he oído cómo daba vueltas... —dijo ella. Pero él ese día no se enfurecía como antes al recordar a los franceses, al contrario, estaba muy cariñoso y eso sorprendió a la princesa María.
—No importa, ahora, mi fin —dijo él y después de un momento de silencio—: ¿No has dormido? ¿Tú?
La princesa María negó con la cabeza, imitando involuntariamente a su padre. Entonces, al igual que él, intentaba hablar sobre todo con signos y era como si a ella también le costara mover la lengua.
—No, he estado escuchando todo el rato —dijo ella.
—Alma mía —«amiga»; la princesa María no pudo distinguirlo, pero por extraño que pareciera, era seguro, por la expresión de su mirada que era la palabra más tierna y cariñosa—, ¿por qué no has entrado?
La princesa María de pronto se sintió otra vez capaz de llorar. Se inclinó sobre el pecho de su padre y sollozó. Él le estrechó la mano y le indicó con la cabeza que saliera.
—¿No deberíamos llamar a un sacerdote? —dijo Tijón en un susurro.
—Sí, sí.
La princesa se volvió a su padre. No había tenido tiempo de decir nada, cuando él había dicho:
—Sí, un sacerdote.
Ella salió, mandó a por un sacerdote y corrió al jardín. Era un caluroso día de agosto, el mismo día en que el príncipe Andréi pasara por Lysye Gory. Salió corriendo por el jardín y sollozando bajó hacia el estanque por el camino de tilos jóvenes plantados por el príncipe Andréi.
«Yo, yo, yo, yo. Yo deseaba su muerte. Sí, la deseaba y ya está aquí. Alégrate, ha llegado (lo sé), alégrate, estarás tranquila...», pensaba la princesa María cayendo sobre la hierba seca y golpeándose con las manos el pecho del que salía un llanto espasmódico. Pero había que regresar. Se mojó la cabeza con agua y entró en la casa. El sacerdote entró delante de ella en la habitación. Ella salió y regresó cuando le estaban limpiando la boca. Él la miró. Cuando el sacerdote se fue él volvió a señalarle a la princesa la puerta y cerró los ojos. Ella salió al comedor. En la mesa estaba puesto el desayuno. La princesa María se acercó a la puerta de su padre. Él gemía. Ella volvió al comedor, se acercó a la mesa, se sentó y se sirvió unas croquetas con patatas que se puso a comer entre sorbos de agua.
Tijón salió por la puerta y la llamó con gestos. Sonreía de modo artificial queriendo evidentemente esconder algo.
—La llama —dijo él.
La princesa María, sin apresurarse, terminando de masticar la croqueta, se acercó a la puerta. Antes de entrar se detuvo para tragar y limpiarse los labios. Finalmente agarró la manilla y abrió la puerta. Él estaba tumbado en la misma postura, solo que su rostro estaba aún más consumido. La miró del tal modo que se hizo evidente que la esperaba. Y su mano esperaba la de ella. Ella se la estrechó... Al principio esa era su mano y ese era su rostro, pero al cabo de un instante no solo no era su rostro lo que descansaba sobre las almohadas, ni era su mano la que sostenía la de ella, sino que era algo ajeno, terrible y hostil. Y este cambio se operó de pronto en la princesa María en el instante en el que el doctor, que ya no iba de puntillas, se acercó a la ventana y abrió las cortinas. Ya era por la tarde. «Seguramente he estado más de dos horas aquí sentada —pensó la princesa María—. No, no puede ser, ¿qué es lo que me da miedo? Es él.» Ella se inclinó y le besó la frente. Estaba frío. «No, él ya no está. Ya no está y aquí, en el sitio que ocupaba hay un terrible y espantoso misterio...»
En presencia del doctor y de Tijón las mujeres lavaron lo que había sido él, le ataron la cabeza con un pañuelo para que la boca quedara cerrada y ataron con otro pañuelo las piernas, le vistieron con el uniforme, le colgaron las condecoraciones y le tumbaron en la mesa del salón bajo una tela brocada. Al igual que los caballos se agolpan y resoplan alrededor de un caballo muerto, del mismo modo se agolpó allí la gente propia y extraña, santiguándose con los ojos fijos en él y preocupándose de las ramas de abeto que habían vertido en el suelo, de los brocados, de las condecoraciones, de las coronas de flores...
La princesa María permanecía sentada con los secos ojos fijos en el cofre de su habitación, la que había sido habitación del príncipe Andréi, y pensaba con horror que ella deseaba eso...
Mademoiselle Bourienne, que hasta ese momento no se había dejado ver y que vivía en casa del intendente, acudió a la casa y la princesa María escuchó su llanto y la palabra «bienhechor» y vio cómo ella, mirándole con rostro asustado, se santiguaba al modo católico.
Al entierro acudió mucha gente, el alcalde, el jefe de policía, vecinos, incluso desconocidos que deseaban rendir pleitesía a las exequias del general. Uno de estos vecinos era Telianin. El capitán comunicó respetuosamente a la princesa María que resultaba arriesgado quedarse por más tiempo y que había que partir lo antes posible porque por el distrito rondaban saqueadores franceses. Pero la princesa María decidió no entenderle.
Entre los que se reunieron en el entierro estaba Alpátych, que había llegado ese mismo día de Lysye Gory. Más consolador que cualquier otra cosa en ese momento de dolor, era para la princesa María ver a Alpátych y a Tijón, dos personas muy cercanas al fallecido que se preocupaban por él más que otras y que estaban más arrasadas que nadie por el dolor. En especial Alpátych, con su imitación de los modales del anciano príncipe, la conmocionó sobremanera. Durante el servicio se mantuvo firme, con el ceño fruncido y una mano en el bastón, deseando guardar respetuosamente las formas. Pero de pronto su rostro perdió toda compostura como si se hubieran soltado los muelles que lo sujetaban y se echó a llorar como una mujer, sacudiendo la cabeza. La quema de Smolensk, la devastación de Lysye Gory, tomada por dragones franceses, la corta visita del príncipe Andréi y ahora la muerte del anciano príncipe, se habían sucedido con tanta rapidez los unos a los otros, tras la vida regular y solemne que había llevado durante treinta años, que en ocasiones Alpátych sentía que comenzaba a perder la razón. Lo único que le hacía conservar las fuerzas era la princesa María, a la que no era capaz de mirar. Sentía que ella necesitaba de él y de toda su firmeza. Tan pronto como volvieron del cementerio y la princesa María vio el despacho vacío donde él había yacido enfermo y la sala vacía donde había yacido muerto, sintió por primera vez, como siempre ocurre, todo el peso y el significado de la pérdida y a la vez la necesidad de vivir y de no detenerse a pesar de que él ya no estuviera.
Los asistentes se reunieron para la comida de exequias. Alpátych abrió cuidadosamente la puerta y entró en la habitación de la princesa María. Unas cuantas veces durante la mañana la princesa se había puesto a llorar y se había detenido, había comenzado a hacer algo y lo había dejado. En el instante en el que Alpátych entró se había decidido por fin a leer la carta que este le había entregado antes del entierro. Era de Julie, que le escribía desde Moscú, donde vivía sola con su madre, dado que su marido estaba en el ejército. De las cientos de cartas que la princesa María había recibido de ella, esta era la primera escrita en ruso y estaba llena de noticias sobre la guerra y de frases patrióticas.
«Le escribo en ruso, mi buena amiga —escribía Julie—, porque odio todos los franceses lo mismo que su lengua, al cual no puedo escuchar ni hablar. Todos en Moscú somos arrebatados por el entusiasmo hacia nuestro adorado emperador. Mi pobre esposo pasa penas y hambre en tabernas judías, pero yo tengo las noticias que me animan aún más. Seguro ha oído hablar de la heroica gesta de Raevski, que abrazó sus dos hijos y exclamó: “Pereceré con ellos, pero no vacilaré” y realmente aunque el enemigo era un doble que nosotros, no vacilamos. Pasamos el tiempo como mejor podemos, pero en guerra ya se sabe. La princesa Alina y Sofía pasan conmigo todo el día y nosotras como desgraciadas viudas de maridos vivos hacemos conversación al tiempo que nos dedicamos a nuestra labor, solo nos falta usted, mi querida amiga...», etcétera.
La princesa María no conocía el ruso mejor que su amiga Julie, pero el sentimiento ruso le dijo que algo no estaba bien en esa carta. Dejó de leerla y se encontraba pensando en esto, cuando entró Alpátych. Al verle, el llanto afloró de nuevo a su garganta. Unas cuantas veces ella consiguió detenerse y aguantar las lágrimas, esperando a que él le hablara y unas cuantas veces él, frunciendo el ceño, había tosido deseando comenzar a hablar, pero cada una de esas veces ninguno de los dos había podido contenerse y se habían echado a llorar.
Finalmente Alpátych hizo acopio de fuerzas:
—Me atrevo a informar a Su Excelencia de que, según he observado, el peligro de permanecer en esta finca se está convirtiendo en grave y yo sugeriría a Su Excelencia que partiera para la capital.
La princesa María le miró:
—Ah, déjame que me recupere.
—Es imprescindible, Excelencia.
—Bueno, haz lo que consideres. Iré y haré todo lo que tú digas.
—De acuerdo. Iré haciendo los preparativos y por la tarde vendré a recibir órdenes.
Alpátych salió, llamó al alcalde de la pedanía, Drónushka, y le dio la orden de que preparara veinte carros para que se llevaran las ropas de cama y las doncellas de la princesa.
Las fincas de Boguchárovo habían estado siempre descuidadas hasta que el príncipe Andréi se había instalado en ellas y los mujiks de Boguchárovo tenían un carácter completamente distinto a los de Lysye Gory. Se distinguían de ellos por la forma de hablar y por la ropa, que era más basta. También se distinguían en el carácter, en la desconfianza y en la mala predisposición hacia los terratenientes. En Lysye Gory se les llamaba esteparios y el anciano príncipe les alababa por lo bien que soportaban el trabajo, cuando acudían a Lysye Gory para ayudar en la recolección o para cavar estanques y zanjas, pero no le gustaban por su afición a la bebida y sus malas maneras. La estancia del príncipe Andréi en Boguchárovo y las novedades que había introducido, como los hospitales y las escuelas, y la disminución del obrok, como siempre ha sucedido y sucederá, solo sirvieron para que reforzaran su recelo hacia los hacendados. Entre ellos corrían rumores de hacerse todos cosacos o convertirse a una nueva religión, sobre cualquier carta del zar o sobre el juramento de Pablo Petrovich en el 1794, que muchos de ellos recordaban, diciendo que entonces todavía había libertad, pero los amos se la quitaron. Dron, al que el anciano príncipe llamaba Drónushka, llevaba treinta años siendo alcalde de Boguchárovo y cada año había traído hojaldres de la feria de Viázma. La princesa María le recordaba ya de su infancia; la imagen de Drónushka, un hombre alto, apuesto, delgado, de nariz romana y aspecto excepcionalmente firme, siempre la asociaba a la agradable impresión de los hojaldres. Drónushka era uno de esos hombres firmes, física y moralmente, que tan pronto llegan a una edad se dejan la barba y así viven, sin cambiar, hasta los sesenta o setenta años, sin una sola cana ni un solo diente menos, igual de derechos y ágiles a los sesenta años que a los treinta.