—Está muy buena, Excelencia, debería probar —dijo él.
—Está sucia —dijo el príncipe Andréi frunciendo el ceño.
—Ahora mismo le hacemos un sitio. —Y Timojin, aún sin vestir, fue a dar las órdenes pertinentes—. El príncipe quiere bañarse.
—¿Qué príncipe? ¡
Nuestro
príncipe! —dijeron las voces y todos se apresuraron de tal modo que el príncipe a duras penas consiguió calmarlos.
D
ENTRO
de las innumerables divisiones que se pueden hacer de los sucesos de la vida, una de ellas es dividirlos entre en los que predomina el contenido y en los que predomina la forma. Dentro de estos últimos se puede colocar la vida de San Petersburgo —en especial la de los salones—, en contraposición a la vida del campo, del distrito o la provincia. Esa vida no cambiaba. Desde el año 1805 luchamos y nos reconciliamos con Napoleón, hicimos y deshicimos constituciones, pero el salón de Anna Pávlovna y el salón de Hélène siguieron igual que eran uno siete años y el otro cinco años antes. Del mismo modo hablaban con incredulidad en el salón de Anna Pávlovna sobre los éxitos de Bonaparte y veían en todos ellos la sola intención del Anticristo de atormentar a la emperatriz María Fédorovna y exactamente igual en el salón de Hélène, a la que el propio Rumiántsev honraba con su presencia y consideraba como una mujer muy inteligente, se hablaba con un suspiro de tristeza sobre la desgraciada ruptura con la grandiosa nación y el gran hombre.
En los últimos tiempos, después de la vuelta del emperador desde el ejército, una cierta agitación recorrió estos salones de ideas opuestas y algunas manifestaciones fueron hechas, pero la tendencia de ambos continuó igual. En el círculo de María Fédorovna, como para demostrar cuán terrible era Napoleón, se dio orden de empaquetar todas las posesiones y prepararse para trasladar a Kazán a los miembros de la corte y los institutos femeninos que dirigía la emperatriz madre. Solo admitían a los más empedernidos legitimistas franceses y expresaban ideas patrióticas como la de que no se debía ir al teatro francés y protestaban diciendo que el mantenimiento de la compañía costaba tanto como el de todo un regimiento. Se seguían con avidez los acontecimientos bélicos y se aireaban los más ventajosos rumores para nuestro ejército. En el círculo de Hélène y de Rumiántsev y los afrancesados se hablaba con particular seguridad y tranquilidad y se desmentían los rumores sobre la crueldad del enemigo y sobre la guerra. La situación se les antojaba como una serie de manifestaciones vanas, que muy pronto terminarían con la firma de la paz. Y reinaba la opinión de Bilibin que entonces se encontraba en San Petersburgo y que era uno de los habituales en casa de Hélène, de que no había de ser la pólvora, sino los que la habían inventado los que decidieran la cuestión. En este círculo, de forma irónica y muy inteligente, aunque muy cautelosa, se ridiculizaba el entusiasmo moscovita, cosa de la que habían sabido al mismo tiempo que la llegada del emperador a San Petersburgo.
En el círculo de Anna Pávlovna se alababan estas muestras de entusiasmo y se hablaba de ellas como Plutarco hablara de los clásicos, el príncipe Vasili que seguía ocupando los mismos puestos relevantes constituía el nexo de unión entre los dos círculos. Acudía a casa de su buena amiga Anna Pávlovna y al salón diplomático de su hija, y con frecuencia, a causa de las continuas mudanzas entre uno y otro campamento, se confundía y decía en casa de Anna Pávlovna lo que debía haber dicho en casa de Hélène y viceversa.
Poco después de la llegada del emperador el príncipe Vasili hablaba en el salón de Anna Pávlovna juzgando severamente a Barclay de Tolli y sin decidirse sobre a quién debían designar comandante en jefe. Uno de los invitados, conocido como un «hombre de gran mérito», narraba que había visto a Kutúzov ese mismo día en los departamentos gubernamentales de atención a los oficiales del ejército y había escuchado rumores de que ese era el hombre a quien se debía designar.
Anna Pávlovna había sonreído tristemente y había observado que Kutúzov no le daba al emperador más que disgustos.
—Yo lo he dicho ya multitud de veces en el Consejo de la Nobleza —interrumpió el príncipe Vasili—, pero no me escuchan. He dicho que su elección como jefe de la milicia no le agrada al emperador. Pero ellos no me escuchan.
—Siempre con su manía de oponerse a todo. ¿Y ante quién?
Y todo porque queremos imitar como monos el estúpido entusiasmo moscovita —dijo el príncipe Vasili, equivocándose por un instante, pero corrigiéndose de inmediato—. El conde Kutúzov, ¿no resulta inadecuado que el más anciano de los generales rusos permanezca en la cámara, cuando todos sus esfuerzos van a ser en vano? Acaso es posible nombrar comandante en jefe a un hombre que ya no puede montar a caballo, que se duerme en los consejos de guerra, ¡a un hombre de tan malas costumbres! Ya se labró la fama en Bucarest. Ya no hablo de sus cualidades como general, ¿pero acaso es posible en un momento como este nombrar comandante en jefe a un hombre senil y ciego? Buen general sería estando ciego. No ve nada. Como para jugar a la gallinita ciega... ¡No ve nada en absoluto!
Nadie le contradijo en eso.
El 4 de agosto eso era completamente cierto. El 10 de agosto se nombró príncipe a Kutúzov. Pero ese nombramiento podía significar que querían apartarle y por lo tanto la opinión del príncipe Vasili continuar siendo correcta, aunque entonces él no se apresuró a decirlo. Pero el 15 de agosto, el mismo día de la batalla de Smolensk, se reunió un comité de generales y mariscales de campo con Saltykov, Arakchéev, Viazmítinov, Lopujín y Kochubéi para analizar el curso de la guerra. El comité concluyó que los fracasos provenían de la falta de acuerdo y propuso nombrar a Kutúzov comandante en jefe. Y ese mismo día Kutúzov fue nombrado comandante en jefe supremo del ejército y de todo el país, tomado por las tropas.
El 17 de agosto el príncipe Vasili se encontró de nuevo en el salón de Anna Pávlovna con el hombre de gran mérito que cortejaba a Anna Pávlovna porque deseaba un nombramiento como tutor de una de las escuelas femeninas que dirigía la emperatriz María Fédorovna. El príncipe Vasili entró en la habitación con el aspecto feliz del vencedor, del hombre que ha conseguido sus propósitos:
—Bueno, conocen la buena nueva, el príncipe Kutúzov ha sido nombrado comandante en jefe. Todas las divergencias han terminado. ¡Estoy tan feliz, tan alegre! —decía el príncipe Vasili—. ¡Finalmente he aquí un hombre!
El hombre de gran mérito, a pesar de su deseo de conseguir un puesto en las escuelas femeninas, no pudo contenerse para no recordarle al príncipe Vasili sus anteriores observaciones. (Resultaba poco cortés para el príncipe Vasili en el salón de Anna Pávlovna y para la propia Anna Pávlovna, que había recibido la noticia con el mismo entusiasmo; pero no pudo contenerse.)
—Pero, príncipe, dicen que está ciego —dijo él.
—Bah, qué tontería, ve lo suficiente —dijo el príncipe Vasili con su voz de bajo, hablando con rapidez y tosiendo ligeramente, ese mismo hablar rápido y esa tos con la que resolvía todas las situaciones difíciles—. Bah, qué tontería, ve lo suficiente —repitió y sin prestar más atención al asunto continuó—. Y me alegro de que el emperador le haya concedido poder absoluto sobre todo el ejército, sobre todo el país. Un poder que ningún comandante en jefe ha ostentado. Es otro autócrata.
—Quiera Dios, quiera Dios —dijo Anna Pávlovna. El hombre de gran mérito, todavía novato en la sociedad cortesana, deseó halagar a Anna Pávlovna defendiendo su anterior opinión sobre el tema y dijo:
—Dicen que el emperador no le ha dado ese nombramiento a Kutúzov de buen grado. Dicen que enrojeció como una mujer a la que le leyeran «Joconde», cuando le dijo: «El emperador y la patria le premian con este honor».
—Puede ser que su corazón no participara del todo —dijo Anna Pávlovna.
—Oh, no, no —intercedió acaloradamente el príncipe Vasili—. Ahora él ya no puede dejar que otro le condecore. No solo él era el mejor sino que todos le adoraban. No, no puede ser porque el emperador ya sabía antes valorarle.
—Quiera Dios solamente que el príncipe Kutúzov —dijo Anna Pávlovna— tome realmente el poder y no permita que nadie le haga la zancadilla.
El príncipe Vasili comprendió al instante quién era ese
alguien
. Dijo con un susurro:
—Sé con seguridad que Kutúzov ha puesto como condición indispensable para aceptar que el tsesarévich heredero no se encuentre en el ejército. Ha dicho: «No puedo castigarle si hace algo mal, ni premiarle si hace algo bien». Oh, qué hombre tan inteligente. Este Kutúzov es todo un carácter. Hace tiempo que lo conozco.
—Incluso dicen —dijo el hombre de gran mérito, que aún carecía de tacto cortesano— que también ha puesto como condición indispensable que el emperador no acuda al ejército.
Tan pronto como dijo eso, en un instante el príncipe y Anna Pávlovna le dieron la espalda y con un suspiro de tristeza por su inocencia, se miraron el uno al otro.
M
IENTRAS
esto sucedía en San Petersburgo, los franceses ya hacía tiempo que habían pasado Smolensk y se acercaban más y más a Moscú. Thiers, el historiador de Napoleón dice, intentando justificar a su héroe, porque todos los demás historiadores le han condenado por ello, que Napoleón fue conducido a las murallas de Moscú en contra de su voluntad. Tiene razón, lo mismo que la tienen todos los otros historiadores franceses que buscan la explicación de los acontecimientos históricos en la voluntad de un solo hombre. Tiene la misma razón que los historiadores rusos, que sostienen que Napoleón fue llevado a Moscú gracias a las argucias de los generales rusos. En este asunto, además de las normas de la retrospectiva, que presentan todo lo pasado como la preparación para un suceso, existe la reciprocidad, que complica aún más el asunto. Un buen jugador de ajedrez, al perder, queda sinceramente convencido de que el fracaso ha sido causado por sus errores y busca estos errores en el inicio del juego, aunque olvida que a cada jugada que ha hecho a lo largo del juego ha cometido los mismos errores (ninguna jugada ha sido perfecta), pero el error se le ha hecho palpable solamente porque su adversario se ha aprovechado de él. ¡Y cuánto más complejo es el juego de la guerra, que tiene lugar en condiciones de tiempo determinadas y donde no es una sola voluntad la que guía máquinas inanimadas, sino donde todo deriva de innumerables conflictos de diversas voluntades!
En la batalla, en la que toman parte un gran número de personas, nada sucede por la voluntad de la gente, sino por diversas razones zoológicas que el hombre no puede prever.
Después de Smolensk Napoleón quiso plantar batalla en Dorógobuzh, en Viázma y después en Tsárevo-Záimishche, pero sucedió que debido a una innumerable conjunción de causas los rusos no pudieron presentar batalla hasta Borodinó, a sesenta verstas de Moscú. Desde Viázma Napoleón dio orden de seguir directos hacia Moscú.
Moscú, la capital asiática de ese gran imperio oriental, la ciudad sagrada para el pueblo de Alejandro. ¡Moscú, con sus innumerables iglesias en forma de pagodas chinas! Ese Moscú no daba descanso a la imaginación de Napoleón. El trayecto entre Viázma y Tsárevo-Záimishche lo hizo Napoleón a lomos de su caballo overo, acompañado de la guardia, pajes y ayudantes. Berthier se había quedado atrás para interrogar a un prisionero ruso apresado por la caballería. Alcanzó a Napoleón al galope y detuvo el caballo con rostro alegre.
—¿Qué sucede? —preguntó Napoleón.
—Es un cosaco de Plátov, dice que el cuerpo de Plátov se va a unir al grueso del ejército y que Kutúzov ha sido nombrado comandante en jefe. Es muy inteligente y hablador.
Napoleón sonrió y ordenó que le diesen un caballo al cosaco y que le llevaran ante él. Deseaba hablar con él personalmente. Algunos ayudantes marcharon al galope y al cabo de una hora un siervo con un abrigo de ordenanza montado en un caballo francés y con rostro pícaro y alegre se acercó a Napoleón. Este le ordenó que cabalgara a su lado y comenzó a hacerle preguntas.
—¿Es usted cosaco?
—Sí, Excelencia.
«El cosaco, al desconocer la compañía en la que se encontraba, porque la sencillez de Napoleón era tal que no podía suponer a la imaginación asiática la presencia de un emperador, comenzó a hablar con extraordinaria familiaridad acerca de los asuntos de la guerra», diría Thiers al referirse a ese episodio. Realmente era Lavrushka, el criado de Denísov, que había pasado a servir a Rostov y que la víspera se había emborrachado y había dejado a su señor sin comer. Había sido azotado y enviado a una aldea en busca de víveres donde los franceses le habían apresado. Lavrushka era uno de esos criados groseros e insolentes que han visto mucho y que consideran una obligación hacerlo todo de manera mezquina y astuta. De esos que están dispuestos a hacer cualquier servicio a su amo y que adivinan astutamente todos los defectos de su señor, en particular la vanidad y la ruindad.
Al encontrarse ante Napoleón, al que reconoció inmediatamente, Lavrushka no se turbó en absoluto y tan solo trató con todas sus fuerzas de ser útil a su nuevo amo. Sabía muy bien que se encontraba ante Napoleón en persona, pero la presencia de este no podía turbarle más que la de Denísov o la del sargento de caballería armado de una vara, porque no tenía nada que pudieran quitarle, ni el sargento ni Napoleón. Repitió todas las mentiras que se contaban entre los ordenanzas. Mucho de esto era cierto. Pero cuando Napoleón le preguntó qué era lo que pensaban los rusos, si ganarían a Bonaparte o no, Lavrushka entornó los ojos y reflexionó. Veía en la pregunta una refinada astucia (como la ven en todo las personas depravadas), frunció el ceño astutamente mientras guardaba silencio y lanzó una indefinida e intrincada pulla:
—Bueno, si hay un combate, quiere decir que ustedes ganarán rápidamente. Eso es así, no hay duda, pero si pasan más de tres días de esa fecha, entonces, bueno, se hará la voluntad de Dios.
A Napoleón se lo tradujeron de este modo:
«Si la batalla tiene lugar antes de tres días la ganarán los franceses, si es después, Dios sabe qué podría suceder», tradujo sonriente el dragomán. Pero Napoleón no sonreía aunque era evidente que estaba del mejor humor. Lavrushka lo advirtió, y para alegrarle dijo, fingiendo que no sabía con quién hablaba:
—Sabemos que ustedes tienen a Bonaparte, que ha vencido al mundo entero, pero nuestro asunto es otra cosa... —dijo él y sin saber cómo ni por qué al final se coló en sus palabras un cierto patriotismo. El traductor transmitió la frase sin el final y Napoleón sonrió.