—He traído conmigo a Denísov.
—Excelente.
—Bésame a mí.
—Alma mía. Hay que preparar a la condesa.
Sonia, Natasha, Petia, Anna Mijáilovna, Vera y el anciano conde le abrazaron, la gente del servicio gritaba y lanzaba ayes. Petia se cogió de sus piernas.
—¿Y yo?
Natasha, tras haber saltado sobre él y haber cubierto su rostro de besos, le sujetaba del borde de la guerrera, saltaba como una cabra sobre el mismo sitio y chillaba. Por todas partes había brillantes lágrimas de felicidad de ojos amantes, por todas partes había labios que buscaban besos. Sonia, ruborizada, le había tomado del brazo y resplandecía con una mirada de felicidad fija en sus ojos. Pero él aún buscaba con la mirada y esperaba a alguien. Y he aquí que se escucharon pasos tras la puerta. Eran pasos tan rápidos, que no podían ser de su madre. Pero era ella, con un vestido nuevo que él no conocía y que seguramente había sido cosido en su ausencia.
Ella corrió a su encuentro y cayó sobre el pecho de su hijo. No podía alzar el rostro y lo apoyaba contra los fríos botones de su guerrera.
Denísov se encontraba allí de pie sin que nadie reparara en él y comenzaba a frotarse los ojos que tenía llorosos a causa del frío.
—Papá, este es mi amigo Denísov.
—Adelante, por favor. Le conozco, le conozco.
Los mismos rostros felices y apasionados se volvieron hacia la figura despeinada y de negros bigotes de Denísov y le rodearon.
—¡Querido Denísov! —chilló Natasha, que estaba como poseída—. ¡Gracias a Dios! —Y tan pronto como repararon en él se lanzó encima de Denísov, le abrazó y le besó. Todos, incluso el mismo Denísov, quedaron confusos por su conducta. Pero Natasha se encontraba en un estado tal de excitación que hasta mucho tiempo después no comprendió lo inadecuado de la misma.
Condujeron a Denísov a una habitación preparada para él, pero los Rostov no se acostaron hasta mucho más tarde. Se sentaron amontonados alrededor de Nikolai sin apartar de él sus ojos apasionados y amorosos, atrapando cada una de sus palabras, de sus movimientos y de sus miradas. La anciana condesa no soltaba su mano y se la besaba a cada instante. El resto se peleaban y se quitaban el sitio los unos a los otros para estar más cerca de él y disputaban por quién le traía el té, el pañuelo, la pipa y...
A la mañana siguiente los recién llegados durmieron hasta las diez de la mañana. En su habitación había un ambiente asfixiante, cargado, en la habitación de al lado rodaban por el suelo sables, bolsas, correajes, maletas abiertas, botas sucias. Dos pares limpios con espuelas acababan de ser dejados junto a la pared. Los criados trajeron palanganas, agua caliente y ropa limpia. Olía a tabaco y a hombre.
—¡Eh, Grishka, la pipa! —gritó la voz ronca de Denísov—. ¡Rostov, levántate!
Nikolai, frotándose los somnolientos ojos, levantó la revuelta cabeza de la cálida almohada.
—¿Es muy tarde? —En ese instante oyó en la habitación de al lado el roce de frescos vestidos, el sonido de las frescas voces de muchacha, y a través de la puerta entreabierta surgió algo rosa, cintas, cabellos negros, rostros blancos y hombros. Eran Natasha y Sonia que habían ido a ver si Rostov se había levantado ya.
—¡Levántate Koko! —se escuchó la voz de Natasha.
—Basta, ¿qué haces? —susurraba Sonia.
—¿Este es tu sable? —gritó Petia—. Voy a entrar —y abrió la puerta.
Las muchachas saltaron a un lado. Denísov, con ojos asustados, escondió sus peludas piernas con la manta, mirando a su compañero en busca de ayuda. La puerta se cerró de nuevo y otra vez se escucharon los pasos y los murmullos.
—Koko, ponte la bata y sal aquí —gritó Natasha.
Rostov salió.
—Qué fresquitas y lavadas y engalanadas estáis —dijo él.
—Sí, es el mío —le contestó a Petia en referencia a la pregunta sobre el sable. Al salir Nikolai, Sonia huyó y Natasha, tomándole de la mano, le condujo a la habitación de al lado.
—¿Ha huido Sonia? —preguntó Nikolai.
—Sí, ella es así de graciosa. ¿Te alegras de verla?
—Sí, desde luego.
—No, pero ¿te alegras mucho?
—Sí, mucho.
—No, dime. Pero ven aquí, siéntate.
Ella le hizo sentarse y tomó asiento a su lado, le miraba por todos lados y se reía de cada palabra, sin tener al parecer fuerzas para contener su alegría.
—Ah, qué bien —decía ella—. Fantástico. ¡Escucha!
—Por qué me preguntas si me alegro de ver a Sonia —preguntó Nikolai sintiendo que bajo el influjo de esos cálidos haces de amor por primera vez tras un año y medio, en su corazón y en su rostro despuntaba esa sonrisa limpia e infantil que no había aparecido ni una sola vez desde que salió de su casa. Natasha no respondía a su pregunta.
—No, escucha —decía ella—, ¿eres ahora un hombre? —decía—. Estoy tremendamente contenta de que seas mi hermano.
Y todos vosotros sois así. —Ella le tocaba los bigotes—. Me gustaría saber cómo sois los hombres ¿Sois como nosotras?
—¿Por qué me has preguntado...?
—Sí. ¡Es una larga historia! ¿Cómo vas a tratar a Sonia, de tú o de usted?
—Como surja —dijo Nikolai.
—Llámala de usted, por favor, ya te diré por qué.
—¿Por qué?
—Bueno, te lo diré ahora. Sabes que Sonia es mi amiga. Tan amiga que me quemaría el brazo por ella. Mira. —Se remangó el vestido de muselina y mostró en su largo, huesudo y delicado brazo, por debajo del hombro, mucho más arriba del codo (un lugar que queda oculto por los vestidos de baile) un señal roja—. Me quemé para demostrarle mi amor. Calenté una regla al fuego y me la puse ahí.
Sentado en el diván con cojines del que antes fuera su cuarto de estudio, y mirando a los ojos apasionadamente animados de Natasha, Nikolai entró de nuevo en ese pequeño mundo familiar e infantil, y el hecho de quemarse el brazo con la regla para mostrar amor, no le parecía algo absurdo, lo entendía y no le sorprendía.
—¿Y qué más? —solo preguntó él.
—¡Somos tan amigas, tan amigas! Lo de la regla es una tontería, pero nosotras seremos siempre amigas, y sé que si ella es infeliz yo también lo seré. Cuando ella quiere a alguien es para siempre; y yo eso no lo comprendo. Yo enseguida me olvido.
—Bueno, ¿y qué más?
—Sí, ella nos quiere de tal modo a ti y a mí. —Natasha sonrió con su tierna, cariñosa y luminosa sonrisa—. Recuerda lo que pasó antes de tu marcha... Ella dice que lo olvides todo. Me dijo: «Siempre le voy a querer, pero él debe ser libre». Esto es realmente maravilloso, maravilloso y noble —gritó Natasha.
—Yo no retiro mi palabra —dijo Nikolai.
—No, no —gritó Natasha—. Ya he hablado con ella de esto. Sabíamos que dirías eso. Pero no puede ser, comprende que si tú te niegas parecería que ella lo había dicho adrede. Parecería que te casas con ella a la fuerza, y eso no debe ser así.
Nikolai se encontraba perplejo, todo estaba muy bien pensado por ellas y no sabía qué responder a su hermana pequeña.
—De todos modos no puedo retirar mi palabra —dijo él, pero con un tono tal que delataba que ya hacía tiempo que la había retirado—. Ah, cuánto me alegro de verte —dijo él—. Bueno, ¿y tú no has cambiado de opinión con respecto a Borís? —preguntó Nikolai.
Las diferencias entre los dos amigos de la infancia, que se hicieron tan evidentes en el encuentro entre ambos en campaña, el tono paternalista y aleccionador que había adoptado Borís con su amigo y quizá un poco también el hecho de que Borís, que solo había entrado en combate una vez, hubiera recibido más honores que Rostov y le hubiera tomado la delantera en la carrera militar, hicieron que Rostov, sin darse cuenta de ello, tuviera peor predisposición hacia Borís precisamente porque antes eran amigos. Además si Natasha se apartaba de Borís eso sería para él como una justificación del cambio en sus relaciones con Sonia, que le agobiaban porque suponían un compromiso y una limitación de su libertad. Lo dijo sonriendo, como si estuviera bromeando, pero siguiendo con atención la expresión del rostro de su hermana, al tiempo que le hacía la pregunta. Pero a Natasha nada en la vida le parecía complicado y difícil, especialmente las cosas que le concernían a ella.
Sin turbarse, contestó alegremente:
—Borís es otra cosa —dijo ella—, él es firme, pero de todas maneras te diré sobre él que todo eso fueron chiquilladas. Él aún puede enamorarse y yo —ella guardó silencio—, yo todavía puedo enamorarme de verdad. Digamos que estoy enamorada.
—¿De verdad que estuviste enamorada de Fecconi?
—No, qué tontería. Tengo quince años, la abuela ya estaba casada a mi edad. ¿Y Denísov es bueno? —dijo ella de pronto.
—Sí, es bueno.
—Bueno, ve a vestirte. ¡Qué terrible es tu amigo!
—¿Vaska? —preguntó Nikolai, deseando mostrar su intimidad con Denísov.
—Sí. ¿Es bueno?
—Muy bueno.
—Bueno, ven lo antes posible a tomar el té. Estaremos todos juntos.
Al encontrarse en la sala con Sonia, Nikolai enrojeció. No sabía cómo comportarse con ella. El día anterior se habían besado, pero entonces ambos sintieron que no podían hacer eso y él se dio cuenta de que todos, su madre y sus hermanas, le miraban interrogativamente y esperaban a ver cómo se comportaba con ella. Él le besó la mano y la llamó de usted. Pero sus ojos se hablaron mutuamente con amor y sin inquietud, con felicidad y agradecimiento. Ella con su mirada le pidió perdón por haberse atrevido con la embajada de Natasha a recordarle su promesa y le daba las gracias por su amor. Él con su mirada le agradecía su propuesta de libertad y le decía que así o de otro modo no iba a dejar de amarla porque eso era imposible. Denísov, para sorpresa de Rostov, en compañía de las damas se comportaba con animación, alegría y galantería, como nunca habría esperado de él. El viejo húsar cautivó a todos los habitantes de la casa y especialmente a Natasha, de la que más se admiraba, y a la que llamaba hechicera y decía que su corazón de húsar había sido herido más gravemente por su causa que en la batalla de Austerlitz. Natasha brincaba, le provocaba y le cantaba sorprendentes romanzas de las que él era el más ferviente admirador. Él le escribía poesías y divertía a toda la casa y especialmente a Natasha con sus relaciones burlonamente amorosas, que quizá en el fondo del corazón de Denísov no fueran completamente de broma hacia la alegre muchacha de catorce años. Natasha resplandecía de felicidad y era visible que las delicados halagos y las lisonjas la incitaban y la hacían más y más encantadora.
Al volver del ejército a Moscú, Nikolai Rostov fue recibido por los miembros de su casa como el mejor hijo, un héroe y el amado Koko; por los parientes como un joven respetuoso, amable y encantador; por los conocidos como un apuesto teniente de húsares, un buen cantante, excelente bailarín y uno de los mejores partidos de Moscú. Los Rostov conocían a todo Moscú, el anciano conde tenía suficiente dinero ese año porque había vendido un bosque y volvió a empeñar unos bienes y, por esa razón, Nikolai montaba su propio trotón y vestía los más modernos pantalones de montar, botas y espuelas bañadas en plata y un nuevo metnik
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que era lo que más le preocupaba al volver a casa experimentó la agradable sensación de adaptarse a los viejos hábitos de la vida después de un lapso de tiempo. Le parecía que se había robustecido y crecido mucho. Recordaba con desprecio sus eternos juegos de títeres con Borís, los besos secretos con Sonia. Ahora preparaba al trotón para las carreras. Las espuelas de sus botas eran afiladas como solo las llevaban tres militares en todo Moscú. Conocía a una dama del bulevar a cuya casa iba bien entrada la noche. Dirigía la mazurca en el baile de los Arjánov, hablaba de la guerra con el mariscal Kámenski y se tuteaba con viejos calaveras moscovitas. Consumía la mayor parte de su tiempo con su trotón y la ropa de moda, las botas y los guantes a la última y las nuevas relaciones con gente que siempre estaba encantada de tratar con él. Su pasión hacia el emperador se había debilitado, dado que no le veía y no tenía ocasión de hacerlo. Pero el recuerdo de esa pasión y de la fuerte impresión que le causó en Wischau y Austerlitz era uno de los más fuertes de su vida y hablaba con frecuencia del emperador y sobre su amor por él, dando a entender que no decía todo lo que había en su sentir hacia el emperador, que no podía ser entendido por todos. Además, en esa época tantos compartían el sentimiento de Rostov que no pudo olvidarse de él y el nombre que repetía frecuentemente Moscú para denominar a Alejandro I era «Ángel encarnado».
La sensación que tenía frecuentemente en el tiempo que pasó en Moscú era la impresión de la estrechez de sus nuevas botas de charol en los pies, los guantes nuevos de gamuza cubriendo las manos limpias, el olor del fijador en los bigotes levantados o la impresión de apresuramiento o de espera de algo muy alegre, la decepción de esta espera y las nuevas esperas. Con frecuencia cuando se quedaba en casa le parecía que era un pecado perder así el tiempo con todos sus encantos, sin dar a nadie la ocasión de aprovecharlos y se apresuraba a ir a cualquier parte. Cuando se perdía una comida, un velada o una juerga de solteros, le parecía que era allí, donde debería haber ido y de ese modo habría asistido a ese suceso especialmente alegre que parecía estar esperando. Bailaba mucho, bebía mucho, escribía muchas poesías en los álbumes de las damas y cada tarde se preguntaba si no estaría enamorado de esta o de aquella, pero no, él no estaba enamorado de nadie y aún menos de Sonia, a la que sencillamente quería. Y no estaba enamorado de nadie porque estaba enamorado de sí mismo.
A
L
día siguiente, 3 de marzo, a las dos de la tarde, doscientos cincuenta hombres, socios del club inglés y cincuenta invitados esperaban a la comida en honor del huésped de honor y héroe de la campaña austríaca, el príncipe Bagratión. Al principio de recibir las noticias de Austerlitz, Moscú había quedado estupefacto, pero por ese entonces los rusos ya se habían acostumbrado de tal modo a las victorias, que no podían creer las terribles noticias que recibían del ejército y buscaban la aclaración en algún hecho extraordinario como el causante de ese terrible suceso. En el club inglés, donde se reunían todos los hombres notables, que poseían informaciones fiables e influencia, en el mes de diciembre, en los primeros momentos de la recepción de las noticias, no se escuchó nada. Los miembros con opinión propia como el conde Rastopchín, el príncipe Yuri Vladímirovich Dolgorúkov, Valúev, Márkov, Viázemski, no se dejaron ver en el club y se reunieron en casas particulares, con sus círculos, evidentemente discutiendo las noticias recibidas y los moscovitas que repetían lo que oían, entre los que se contaba el conde Iliá Andréevich Rostov, se quedaron durante un corto período de tiempo sin opinión definida sobre los asuntos de la guerra. Uno tras otro guardaron silencio, bromearon o tímidamente contaron rumores. Pero tras un tiempo, cuando los jurados salieron de sus salas de deliberación, aparecieron de nuevo los hombres de fuste para dar sus opiniones en el club y de nuevo se habló clara y precisamente. Se hallaron las causas de aquel acontecimiento increíble, inaudito e imposible, es decir, que los rusos hubieran sido vencidos, y estas causas se escogieron, se meditaron y se ampliaron en todos los rincones de Moscú. Estas causas eran las siguientes: la traición de los austríacos, el mal avituallamiento, la traición del polaco Przebyszewski y del francés Langeron, la ineptitud de Kutúzov y en voz baja también lo atribuían a la juventud e inexperiencia del emperador, que elegía a gente mala e insignificante; pero las tropas eran extraordinarias y habían causado admiración por su valentía. Los soldados, oficiales y generales eran héroes. Pero el héroe de héroes era el príncipe Bagratión, afamado por su acción en Schengraben y la retirada de Austerlitz, donde fue el único que no fue quebrantado. Otra causa de que Bagratión fuera elegido héroe en Moscú era que no tenía relaciones allí, era de fuera. En su persona se rendía merecido homenaje al soldado ruso belicoso, recto, carente de relaciones e intrigas, cuyo nombre aún estaba relacionado con el recuerdo de la campaña italiana y al rendirle tales honores se mostraba mejor el descontento y la desaprobación hacia Kutúzov.