—No quiero inmiscuirme, pero todo esto es una estupidez —dijo Nesvitski.
—Sí, es terriblemente, terriblemente estúpido —dijo Pierre frunciendo el ceño y rascándose.
—Entonces permíteme que lo arregle —dijo levantándose con alegría Nesvitski, que no era un hombre en absoluto sanguinario.
—¿Arreglar el qué? —preguntó Pierre—. Ah, sí, el duelo. No, da igual —añadió él, ellos ya está listos.
Cuando los padrinos hacían el último intento de reconciliación usual, Pierre en silencio pensaba en otra cosa.
—Dígame solamente cómo y adonde he de ir y dónde he de disparar.
Cuando se lo dijeron sonrió bondadosa y distraídamente diciendo:
—Nunca he hecho esto. —Y comenzó a preguntar sobre el tipo de gatillo y a admirarse de las divertidas invenciones de Shneller. Él hasta el momento nunca había sostenido en la mano una pistola. Dólojov sonreía alegremente y miraba luminosa y severamente con sus bellos e insolentes ojos azules.
—No quiero el primer disparo —dijo él—, para qué le voy a matar como a un pollito. Aun así la suerte va a estar de mi parte.
Rostov, siendo un padrino inexperto, estuvo de acuerdo, enorgulleciéndose de la grandeza de su nuevo amigo.
Les dieron las pistolas y les mandaron que se alejaran entre quince y veinte pasos, disparando en cualquier punto de esa distancia.
—¿Así que ahora puedo disparar? —preguntó Pierre.
—Sí, cuando llegues a la barrera.
Pierre cogió con su mano grande y rolliza tímida y cuidadosamente la pistola, temiendo evidentemente dispararse a sí mismo y, ajustándose las gafas fue hacia el árbol, en cuanto llegó levantó la pistola y disparó sin apuntar, todo su cuerpo se estremeció. Incluso se tambaleó a causa del ruido de su disparo y después él mismo se sonrió de su impresionabilidad. Dólojov cayó soltando la pistola.
—Qué estupidez —gritó entre dientes y agarrándose el costado, del que manaba sangre, con la mano.
Pierre se acercó a él.
—Oh, Dios mío —alcanzó a decir, deteniéndose frente a él de rodillas. Dólojov le miró, frunció el ceño y señalando a la pistola dijo—: «Dámela». —Rostov se la dio. Dólojov se sentó en el suelo. Su mano izquierda estaba empapada en sangre, se la secó con la levita y se apoyó sobre ella—. Por favor —le dijo a Pierre—, por favor, a la barrera...
Pierre, apresuradamente, con un cortés deseo de no hacerle esperar, se alejó y se quedó de pie frente a Dólojov a diez pasos de él.
—¡De lado, cúbrete el pecho con la pistola, el pecho! —gritó Nesvitski. Pierre permanecía de pie con una indefinible sonrisa de lástima, mirando a Dólojov través de las gafas. Dólojov levantó la pistola, las comisuras de sus labios continuaban sonriendo, los ojos le brillaron con el esfuerzo y la rabia de las últimas fuerzas reunidas. Nesvitski y Pierre cerraron los ojos y escucharon al mismo tiempo el disparo y el desesperado grito de rabia de Dólojov.
—¡Que el diablo la lleve, me ha temblado la mano! ¡Llévenme! ¡Llévenme!
Pierre se dio la vuelta y quiso acercarse, pero después cambió de opinión y con el ceño fruncido se fue hacia su coche. Durante todo el camino fue murmurando algo y no respondió a las preguntas que le hacía Nesvitski.
Ú
LTIMAMENTE
Pierre se veía con su mujer o bien por las noches o bien en presencia de las visitas, de las que tenía la casa llena, tanto en San Petersburgo como en Moscú. En la noche del 4 al 5 de marzo no se fue a acostar con su mujer y se quedó en el enorme despacho de su padre, el mismo en el que el anciano conde había muerto. Estuvo tumbado pero no durmió durante toda la noche y estuvo caminando adelante y atrás por el despacho. El rostro de Dólojov sufriendo, muriendo, rabioso y fingiendo bravura, no se le iba de la imaginación y resultaba necesario, inexorablemente necesario que se detuviera y reflexionara sobre el significado de ese rostro, el significado y la suerte de ese rostro en la vida y toda esa vida pasada. Los recuerdos del pasado provocaron que rememorara lo que había sucedido desde el momento de su boda y su boda había seguido de manera tan inmediata a la muerte de su padre (había tenido tan poca ocasión de habituarse a la nueva situación) que le parecía que ambas cosas habían ocurrido al mismo tiempo.
«¿Qué es lo que ha pasado? —se preguntaba a sí mismo—. ¿De qué soy culpable?
»Sí, todos esos horribles recuerdos de cuando yo después de la cena en casa del príncipe Vasili dije esas estúpidas palabras: “La amo”, ya entonces me di cuenta. Me di cuenta de que no era así, simplemente fue eso lo que me salió.» Recordó la luna de miel y experimentó vergüenza, la misma que sintiera entonces y durante toda la primera época. Había un recuerdo que era para él especialmente vivo, ultrajante y abochornante, el de cómo una vez, al poco de su boda, entró del dormitorio al despacho, cubierto por una bata de seda y allí encontró a su administrador, que se levantó respetuosamente, y mirando al rostro de Pierre y a su bata, sonrió levemente como expresando con esta sonrisa la respetuosa comprensión a la felicidad de su patrón. Pierre se ruborizaba cada vez que recordaba vivamente esa mirada. Al recordarlo en aquel instante exhaló un suspiro. Recordaba cuando aún la veía hermosa, cómo ella le impresionaba con su arrogancia, su tranquilidad, su naturalidad y elegancia para moverse en las altas esferas. Cómo le impresionaba su habilidad para manejar la casa de manera aristocrática. Después recordó cómo él, acostumbrado ya a ese estilo de elegancia con el que ella sabía revestir su casa y a sí misma, comenzó a buscar la esencia de su esposa y no la encontró. Tras los elegantes modos no había nada. Los modos lo eran todo. Y su frialdad continuaba. Recordaba cómo entornaba los ojos moralmente para encontrar un punto de vista desde el que poder ver algo mejor, alguna esencia, pero no había ninguna. Pero en ella no había ningún tipo de descontento a causa de esa carencia. Estaba satisfecha y tranquila, en su sala revestida de tela de damasco con collares de perlas sobre sus seductores hombros. Anatole iba a visitarla, le pedía dinero y le besaba los hombros desnudos. Ella le rechazaba como a un amante. Su padre, en broma, intentaba despertar sus celos y ella decía con una tranquila sonrisa que no era tan tonta como para estar celosa y que su esposo hiciera lo que quisiera.
Pierre le preguntó una vez que si no tenía síntomas de embarazo. Ella se echó a reír con desprecio y le dijo que no era tonta como para desear tener hijos y que de él no los tendría. Después recordó la simpleza y la grosería de sus pensamientos y la vulgaridad de las expresiones: «No soy tonta, vete a paseo», propias de ella, a pesar de haber sido educada en un ambiente aristocrático. Con frecuencia, observando el éxito que tenía a ojos de los hombres y mujeres jóvenes y viejos, Pierre no alcanzaba a comprender por qué no la amaba. Al pensar en sí mismo durante esa época solo pudo recordar un sentimiento de atontamiento, de no querer darse cuenta de la verdad, con el que vivía y que no le permitía tomar las riendas de su propia vida, un sentimiento de estupefacción, de indiferencia y de desamor hacia ella, y un constante sentimiento de vergüenza por no encontrarse en su lugar, por haber adoptado la estúpida situación de hombre feliz, poseedor de una belleza, incluso cuando se encontraba con su ayuda de cámara, al salir de la habitación de su esposa con una bata de seda bordada que ella le había regalado. Después recordó cómo sus condiciones de vida habían cambiado imperceptiblemente, de forma ajena a su voluntad, cuando se vio arrastrado a esa vida de gran señor, de aristócrata ocioso, que él, educado en las ideas de la revolución francesa, juzgaba antes tan severamente. Todos le sacaban dinero, por todas partes, le pedían dinero y lo achacaban a alguna causa. Tenía todo su tiempo ocupado. Le requerían para los asuntos más triviales, visitas, salidas, almuerzos, pero estos requerimientos se sucedían los unos a los otros sin descanso y eran hechos de una manera tan directa y con un convencimiento tal de que así debía ser que ni siquiera se le ocurría que podía rechazarlos. Pero en San Petersburgo, antes de su partida recibió una carta anónima, en la que escribían que Dólojov era el amante de su mujer y que él no veía bien a través de sus gafas. Él tiró la carta al fuego, pero no dejó de pensar en ella. Era cierto que Dólojov era el que más cercano se encontraba de su mujer. Cuando llegó a Moscú se encontró al día siguiente a Dólojov en el club tras la comida y ahora Dólojov se encontraba sentado en la nieve frente a él, sonriendo con esfuerzo y muriendo entre maldiciones.
Pierre era una de esas personas que a pesar de su aparente debilidad de carácter no buscan un confidente para sus penas. Las sufría en soledad. «Ella, ella ha sido la culpable de todo, ella, sin temperamento, sin corazón, sin inteligencia —se decía a sí mismo—. ¿Pero qué saco con esto? ¿Por qué me casé con ella, por qué le dije “la amo”, si era una mentira y algo aún peor? —se dijo a sí mismo—. Soy culpable y he de pagar, ¿pero con qué? ¿Con la deshonra de mi nombre, la infelicidad de mi vida? Bah, es todo un absurdo —pensó él—. A Luis XVI le mataron porque era deshonesto y un criminal, después mataron a Robespierre. ¿Quién tiene razón, quién es el culpable? Nadie. Vive mientras te quede vida, es posible que mañana mueras como yo he estado a punto de morir hace una hora, como ha muerto ese Dólojov. ¿Y merece la pena atormentarse con eso, cuando la vida es un solo segundo en comparación con la eternidad? No necesito nada. Me basto solo. ¿Qué he de hacer? —y de nuevo se le planteaba la pregunta—: ¿Por qué me casé con ella? "¿Pero dónde diablos le iba a llevar esa galera?"»,
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recordó y sonrió.
Por la mañana, cuando el ayudante de cámara descubrió con sorpresa que el conde no se había acostado, entró en el despacho y encontró a Pierre, ya calmado, tumbado en la otomana leyendo.
—La condesa me ordenó preguntar si estaba usted en casa —dijo el ayuda de cámara. Pero no le dio tiempo a terminar de decirlo cuando la propia condesa vestida con una bata de raso blanco bordada en plata y sencillamente peinada (dos enormes trenzas rodeaban como en diadema dos veces su seductora cabeza) entró en la habitación tranquila y majestuosamente, aunque en su hermosa y marmórea frente había una arruga de enojo. Ella, con su tacto característico, no habló en presencia del ayuda de cámara. Sabía del duelo y había ido a hablar sobre él. Esperó mientras el ayuda de cámara servía el café y con un gesto majestuoso le mostró la puerta. Pierre, como un escolar pillado in fraganti, la miraba tímidamente a través de las gafas. Se puso a comer por hacer algo aunque no tenía apetito. Ella no se sentó.
—¿Cómo se ha atrevido a hacer eso? —preguntó ella.
—¿Yo?... ¿Yo qué...? —dijo Pierre.
—¿Que qué ha hecho? Comprometer a su esposa. ¿Quién te ha dicho que es mi amante? —dijo ella en francés con su vulgar forma de hablar, revolviendo el interior de Pierre al pronunciar la palabra «amante» como todas las palabras que siguieron—. Él no es mi amante y tú eres un tonto. Ahora seré el hazmerreír de todo Moscú solo porque tú, borracho y fuera de ti, retaste a duelo a un hombre que no te había hecho nada.
—Lo sé... pero...
—Tú no sabes nada. Si fueras más inteligente y agradable, pasaría más tiempo contigo y no con él, y está claro que a mí me gusta más estar con un hombre inteligente que contigo. No se te ha ocurrido nada mejor que matar a un hombre mil veces mejor que tú.
—No diga más —dijo Pierre, enrojeciendo y alejándose de ella—. Es suficiente. ¿Qué es lo que quiere?
—Sí, mejor que usted. Y rara sería la mujer que con un marido como usted no se buscara amantes.
—Por el amor de Dios, cállese, señora. Lo mejor es que nos separemos —dijo Pierre con voz suplicante.
—Sí, separarse, ¿para que me quede sin nada y con la vergüenza de haber sido repudiada por mi marido? Nadie sabe qué clase de marido es.
Hélène estaba roja, con una expresión tal de rabia en los ojos como Pierre nunca había visto en ella.
—Separarse, disculpe, solo si me cede todas sus posesiones. Estoy embarazada y no de usted.
—¡Arggg! ¡Vete o te mato! —gritó Pierre reflejando el rostro de su padre y tomando el tablero de mármol de la mesa y con una fuerza aún desconocida para él dio un paso y lo levantó sobre ella. Hélène de pronto se echó a llorar. Su rostro se descompuso y se echó a correr. Pierre arrojó el tablero y mesándose los cabellos comenzó a pasearse por la habitación. Una semana después Pierre entregó a su mujer un poder para administrar todas las propiedades de la Gran Rusia, que constituían más de la mitad de su fortuna, y partió solo hacia San Petersburgo.
H
ABÍAN
pasado dos meses desde que se recibieran noticias en Lysye Gory sobre la batalla de Austerlitz y sobre la desaparición del príncipe Andréi. A pesar de todas las búsquedas su cuerpo no había sido encontrado y a pesar de todas las cartas enviadas a través de la embajada, no se encontraba entre los prisioneros. Y lo peor de todo, quedaba en todo caso la esperanza de que hubiera sido recogido en el campo de batalla por los habitantes de la zona y que pudiera estar convaleciente o moribundo, solo entre gente extraña y sin fuerzas para dar noticias. En los periódicos a través de los que el príncipe tuvo por primera vez noticias de la batalla de Austerlitz venía escrito de manera muy escueta e indefinida, que los rusos habían tenido que batirse en retirada, pero que se habían retirado en completo orden. Pero el anciano príncipe comprendió a través de esas noticias oficiales cómo había sido la cosa. Y a pesar de que no sabía nada de su hijo, esas noticias le destrozaron. Estuvo tres días sin salir de su despacho y durante todo el día, según vio Tijón, se dedicó a escribir cartas y a mandar montones de sobres a correos dirigidos a las más importantes personalidades. Se acostaba a dormir a la hora de costumbre, pero el diligente Tijón se levantaba por la noche de su camastro en el cuarto de los criados y acercándose cautelosamente a la puerta del despacho escuchaba que en la oscuridad el anciano príncipe andaba tanteando por su habitación graznando y rezongando algo para sí.
Una semana después de la recepción de los periódicos con noticias sobre la batalla de Austerlitz, llegó una carta de Kutúzov, en la cual él, sin esperar a que se lo requirieran, informaba de la suerte que había corrido su hijo.
«Ante mis ojos su hijo —escribía Kutúzov—, con la bandera en la mano, a la cabeza del regimiento, cayó como un héroe, digno de su padre y de su patria. Si está vivo o muerto, a pesar de todos mis esfuerzos, hasta el momento no puedo saberlo. Me consuelo como usted con la esperanza de que esté vivo puesto que en caso contrario se encontraría entre los oficiales hallados en el campo de batalla, cuya relación me han hecho llegar a través de parlamentarios.»