—¿Le gusta la música? —le preguntó la condesa a Dólojov.
—Sí, mucho, pero reconozco que no he oído nada parecido a las canciones de los cíngaros y que ni una cantante italiana, en mi opinión, puede compararse con Akulka.
—¿Ha escuchado cómo canto yo? —preguntó de pronto Natasha enrojeciendo—. ¿Le ha gustado? ¿Más que la cíngara Akulka?
—Sí, ha estado muy bien —dijo Dólojov fría, cortés y cariñosamente como dirigiéndose a un niño y sonriéndole con su luminosa sonrisa.
Natasha se volvió rápidamente y se fue. En ese instante Dólojov significaba para ella como hombre menos que el criado que les servía la comida.
Por la tarde, como sucedía a menudo, la condesa llamaba a su hija predilecta a su habitación y se reía con ella con esas carcajadas con las que se ríen las ancianas bondadosas en raras ocasiones, y por esa razón de un modo aún más incontenible.
—¿De qué se ríe, mamá? —preguntaba Sonia desde detrás del biombo.
—Sonia, él (Dólojov) no es de su gusto. —Y la condesa se reía aún más estruendosamente que antes.
—Ríase, pero no es de mi gusto —repetía Natasha intentando parecer ofendida, pero sin fuerzas para aguantar la risa.
—Qué criatura celestial es tu prima Sonia —le dijo Dólojov a Nikolai cuando se vieron al día siguiente—. Sí, feliz de aquel que pueda llamar amiga a ese ser celestial. Pero no voy a hablar de eso.
Ya no hablaron más de Sonia pero Dólojov comenzó a ir a diario y María Ivánovna Dólojova de vez en cuando con un suspiro a escondidas de su hijo le preguntaba a Nikolai acerca de su prima Sonia.
La pregunta que se hacían los miembros de la familia acerca de la razón del acercamiento del joven fue rápidamente respondida por todos con que Dólojov iba a ver a Sonia y estaba enamorado de ella. Nikolai, con un orgulloso sentimiento de autosatisfacción y seguridad, le facilitaba a Dólojov las ocasiones de verse con Sonia y estaba firmemente convencido de que Sonia y en general las mujeres que se enamoraban de él no podían cambiarle. Una vez le dijo a Sonia que Dólojov sería un buen partido. Sonia se echó a llorar:
—Es usted un malvado —le dijo solamente.
El anciano conde y la condesa bromeaban con Sonia, pero entre sí murmuraban en serio: «No es un mal partido, si se casa cambiará». Sonia se limitaba a mirar con sorpresa y reproche a los
condes, a Nikolai y al propio Dólojov, y como si estuviera indecisa, a pesar de sentirse halagada por la atención de Dólojov, esperaba con una terrible curiosidad a ver lo que iba a suceder.
Un mes después de haber conocido a Dólojov, la doncella de las muchachas, peinando la enorme trenza de Sonia, esperó hasta que Natasha saliera de la habitación y le dijo en un susurro:
—Sofía Alexándrovna, no se enfade, una persona me ha dado esto... —Y comenzó a sacarse algo del seno.
Era una carta de amor de Dólojov. La asustada y regocijada Sonia cogió la carta con un movimiento felino y aún más sonrojada que la doncella se fue al dormitorio y allí reflexionó sobre si debía o no debía leerla. Sabía que era una declaración. «Sí, si yo fuera hija de
maman
(así llamaba a la condesa), debería enseñarle la carta, pero Dios sabe lo que me espera. Yo amo a Nikolai y voy a ser su esposa o la de nadie, pero no soy su hija y a mí, una huérfana, no me está permitido rechazar el amor o la amistad de este Dólojov.»
Sonia la abrió y comenzó a leer: «Adorada Sophie, la amo, como nunca un hombre ha amado a una mujer. Mi destino está en sus manos. No me atrevo a pedir su mano. Sé que usted, un ángel puro, no me la concedería a mí que soy un hombre de una merecida mala reputación. Pero desde el instante en el que la conocí soy otro, he visto el cielo. Si me quieres, aunque sea una décima parte de lo que yo te quiero a ti, me comprenderás. Sophie entrégate a mí y seré tu esclavo. Si me quieres escribe sí y encontraré el instante para que nos veamos».
Natasha se encontró a Sonia leyendo la carta y entendió de qué se trataba.
—Ah, qué suerte tienes —gritó ella—. ¿Qué le vas a contestar?
—No, no sé qué hacer, no puedo verle ahora.
Una semana después de la recepción de la carta, a la que Dólojov no recibió respuesta y durante la cual Sonia evitaba obstinadamente quedarse a solas con él, Dólojov fue por la mañana temprano a casa de los Rostov. Solicitó ver a la condesa y le dijo que pedía la mano de Sofía Alexándrovna. La condesa manifestó su consentimiento y llamó a Sonia. Esta, sonrojada y emocionada, abrazándose a Natasha, pasó al lado de los ojos curiosos de los habitantes de la casa que ya sabían lo que iba a suceder y que esperaban con alegría las nupcias de la señorita, en las puertas de la habitación donde la esperaba Dólojov, que se cerraron tras ella, se apretujaron las cabezas de los curiosos. Dólojov enrojeció tan pronto como entró Sonia, aún más sonrojada y asustada, se acercó rápidamente a ella y la tomó de la mano que ella no pudo liberar a causa del temor que la dominaba. «¿Cómo puede ser que me ame?», pensaba ella.
—Sofía Alexándrovna, la adoro, no hace falta que diga nada. Ya ha comprendido lo que ha hecho con mi corazón. Era un depravado, andaba entre tinieblas, hasta que la conocí, adorada, inigualable Sophie. Tú, ángel, has iluminado mi vida. Sé mi estrella, sé mi ángel de la guarda. —Su hermosa voz tembló al decir eso, la abrazó y quiso estrecharla contra sí.
Sonia temblaba de miedo y parecía aturdida, pequeñas gotas de sudor perlaron su frente, pero tan pronto como él la tocó la gatita despertó y de pronto sacó las uñas. De un salto se apartó de él. No le dijo nada de todo lo que había preparado para decirle. Sintió su atractivo y el poder que ejercía sobre ella y se horrorizó. Ella no podía ser de nadie más que de Nikolai.
—Monsieur Dólojov, no puedo... le doy las gracias... ah, váyase, por favor.
—Sophie, recuerde que mi vida, mi vida futura se encuentra en sus manos.
Ella le apartó horrorizada.
—Sophie, dime, ¿amas ya a alguien? ¿A quién? Le mataré.
—A mi primo —dijo Sonia.
Dólojov frunció el ceño y salió con paso rápido y firme y pasó por la sala con esa particular expresión de colérica decisión que en ocasiones adoptaba su rostro.
En la sala el anciano conde se encontró a Dólojov y extendió hacia él ambos brazos.
—Bueno, felicida... —comenzó a decir él, pero no terminó, el colérico rostro de Dólojov le espantó.
—Sofía Alexándrovna me ha rechazado —dijo Dólojov temblándole la voz—. Adiós, conde.
—Yo no creía, no creía, hubiera considerado un honor llamarte sobrino. Bueno, hablaremos aún con ella, querido. Sé que mi Koko... desde niños primo y prima... espere...
—Sí —dijo Dólojov—, ustedes no consideran a Sofía Alexándrovna digna de su hijo, y él tampoco. Y Sophie no me considera a mí digno de ella. Sí, todo está en orden. Adiós, le doy las gracias por todo —dijo y salió. Al encontrarse con Nikolai no le dijo ni una palabra y le esquivó.
Dos días después Nikolai recibió una nota de Dólojov en la que decía lo siguiente: «No voy a ir más a vuestra casa y tú sabes por qué. Partiré pasado mañana y tú lo harás también pronto, según he oído. Ven hoy por la tarde, en memoria de las francachelas de los húsares en Moscú. Voy a estar festejando donde Yar».
Rostov salió del teatro y a las once fue a ver a Dólojov donde se alojaba, pasó al recibidor, lleno de capas y abrigos y desde donde se podía escuchar a través de la puerta entreabierta el rumor de voces masculinas y el sonido de monedas vertidas. Las tres habitaciones pequeñas que ocupaba Dólojov estaban elegantemente decoradas y bien iluminadas. Los invitados estaban sentados solemnemente alrededor de la mesa y jugaban. Dólojov pasaba entre ellos y recibió con alegría a Rostov. No se habló ni una palabra sobre la petición de mano, ni en general sobre la familia. Él se encontraba sereno y tranquilo, más que de costumbre, pero Rostov advirtió en él ese rasgo de frío resplandor y de insolente obstinación que tenía en el instante en el que en el almuerzo del club retó a Bezújov. Rostov no había jugado durante todo el tiempo que había estado en Moscú. Su padre le pidió unas cuantas veces que no se acercara a las cartas y Dólojov le había dicho riéndose en algunas ocasiones: «Solo los tontos juegan al azar de las cartas, si hay que jugar es mejor jugar sobre seguro».
—¿Es que te has puesto a jugar sobre seguro? —le dijo Rostov.
Dólojov se sonrió extrañamente ante estas palabras y dijo:
—Puede.
Después de la cena Rostov recordó esa conversación, cuando Dólojov, sentado en el diván entre dos candelabros y habiendo lanzado desde la mesa una bolsa con chervónetz barajaba con sus manos anchas y musculosas y miraba con sus agradables ojos retadores a los presentes. Sus ojos se encontraron con la mirada de Rostov. Rostov temía que Dólojov pensara que en ese momento se estaba acordando de la conversación acerca de jugar sobre seguro y buscaba, sin encontrarla, una broma que le demostrara lo contrario, pero antes de que le diera tiempo a hacerlo, Dólojov, posando su acerada mirada en el rostro de Rostov, le dijo lenta y pausadamente, de modo que todos pudieran escucharlo:
—Te acuerdas que decíamos: «tonto de aquel que quiere jugar al azar, hay que jugar sobre seguro», y yo quiero intentarlo.
«¿Intentar jugar al azar o sobre seguro?», pensó Rostov.
—¿O es que me tienes miedo? Sí, es mejor que no juegues —añadió él y golpeando la baraja dijo—: ¡La banca, señores! —Y empujando el dinero hacia delante se dispuso a repartir.
Rostov se sentó a su lado y al principio no jugó. Dólojov le miraba con desprecio.
—¿Qué, no juegas? —dijo él.
Y por extraño que parezca Nikolai sintió la necesidad de coger una carta y comenzar a jugar apostando a ella una cantidad insignificante.
Dólojov no prestaba ni la más mínima atención al juego de su amigo, y le pidió que él mismo llevara las cuentas. Pero Rostov no ganaba ni con una sola carta.
—Señores —dijo Dólojov después de un tiempo barajando—, hagan el favor de poner el dinero sobre las cartas, si no, puedo equivocarme con las cuentas.
Uno de los jugadores dijo que esperaba que pudiera confiar en él.
—Oh, desde luego —respondió Dólojov y sin mirar a Rostov añadió:
—Tú no te molestes, ya haremos cuentas.
El juego continuaba... Los criados no cesaban de servir champán. Rostov rechazó la copa que le habían rellenado por tercera vez dado que estaba ocupado en hacer una apuesta alta a una carta, había perdido todas las apuestas y ya tenía unas deudas de 800 rublos. Había escrito 800 rublos sobre una carta, pero en el instante en el que le servía champán reflexionó y escribió la cifra habitual, 20 rublos. Dólojov, sin mirarle, se dio cuenta de su indecisión.
—Déjalo —dijo—, así te desquitarás más rápido. A los demás les hago ganar y tú no dejas de perder. ¿O es que me tienes miedo? —añadió él.
Rostov se apresuró a dejar los 800 que había escrito y colocó el siete de corazones con un ángulo roto. Después recordaría muy bien esa carta. Puso el siete de corazones y escribió con un trozo de tiza sobre él 800 con cifras redondas y derechas; se bebió la copa de champán que le habían servido y que ya se había calentado y sonrió a las palabras de Dólojov, por primera vez con el corazón agitado por el juego, y esperando a que saliera el siete comenzó a mirar con impaciencia a las manos de Dólojov, que sostenía la baraja.
El domingo de la semana anterior el conde Iliá Andréevich le había dado 2.000 rublos a su hijo y él, que nunca gustaba de hablar de dificultades económicas, le dijo que ese dinero era el último del que iba a poder disponer hasta mayo y por esa razón le pedía a su hijo que esa vez fuera más moderado. Nikolai se echó a reír y le dijo que le daba su palabra de honor de no pedirle más dinero hasta el otoño.
De ese dinero quedaban ahora 1.200 rublos. De forma que el siete de corazones significaba no solo la pérdida de 1.600 rublos, sino la necesidad de faltar a la palabra dada. Miraba con el corazón en vilo a las manos de Dólojov y pensaba: «Bueno, date prisa, dame la carta y cogeré mi gorra y me iré a mi casa a cantar con Denísov y Natasha y seguro que ya no vuelvo a coger una carta». Y en ese instante el encanto de las canciones, de su casa en la que se encontraba Denísov, Natasha y Sonia y las conversaciones e incluso el tranquilo lecho de la calle Povarskaia se le presentaban con una fuerza y claridad tal que no podía aceptar que un estúpida casualidad, que hiciera caer el siete a la derecha antes que a la izquierda, pudiera privarle de toda esa felicidad y arrojarle al abismo de una desgracia indefinida que nunca había experimentado. Eso no podía suceder, pero aun así esperaba en vilo el movimiento de las manos de Dólojov. Esas manos dejaron tranquilamente la baraja y tomaron el vaso y la pipa que les ofrecían.
—Así que no te da miedo jugar conmigo —repitió Dólojov y como si fuera a contar un alegre relato, dejó las cartas, se apoyó contra el respaldo de la silla y comenzó a decir lentamente y con una sonrisa:
—Sí, señores, me han dicho que por Moscú corre el rumor de que soy un tahúr, por esa razón les recomiendo que tengan cuidado conmigo.
—¡Bueno, reparte de una vez! —dijo Rostov. Dólojov cogió las cartas con una sonrisa. El siete que él necesitaba ya se encontraba delante, era la primera carta que había salido de la baraja.
—No te vayas a acobardar —le dijo a Rostov y continuó repartiendo.
Una hora y media después la mayoría de los jugadores juzgaban su propio juego como una broma. Todo el juego estaba centrado en Rostov. A los 1.600 rublos los había sustituido una larga columna de cifras que él había ido calculando hasta los 10.000 rublos y que ahora suponía que debía elevarse a 15.000 cuando en realidad superaba los 20.000. Dólojov conocía hasta el último rublo de estas cifras a pesar de la falta de atención que había aducido. Había decidido seguir jugando hasta que la cifra se elevara a 42.000. Había elegido ese número porque era la suma de sus años con los de Sofía Alexándrovna.
Rostov, con la cabeza apoyada en ambas manos, no veía ni oía nada. «Seiscientos rublos, el as, doblo al nueve... es imposible desquitarse, qué bien estaría en casa de Elena... la sota, no puede ser... ¿Y por qué hace esto conmigo?» Unas veces apostaba mucho dinero a una carta, pero Dólojov se negaba a aceptarla y él mismo fijaba la cifra. Nikolai le obedecía y rogaba a Dios igual que le rogaba en el campo de batalla en el puente sobre el Enns, o imaginaba que la primera carta que le cayera en la mano sería la que le salvara; o contaba los galones de su guerrera y trataba de jugarse todo lo perdido a la carta que coincidiera con esa cifra; o bien miraba a los otros jugadores en busca de ayuda; o miraba al, ahora frío, rostro de Dólojov tratando de entender por qué hacía eso con él. «Él sabe —se decía a sí mismo— lo que significa para mí perder este dinero. No puede desear mi perdición. Pero él no tiene la culpa: qué puede hacer si tiene suerte y yo no tengo la culpa —se decía a sí mismo—. Yo no he hecho nada malo. ¿Por qué entonces tan terrible desgracia? ¿Y cuándo ha comenzado? No hace mucho cuando me acerqué a esta mesa con la intención de ganar cien rublos e ir a casa de Elena, qué feliz era, aunque no sabía apreciar esa felicidad. ¿Cuándo terminó esto y comenzó esta nueva y terrible situación? ¿Cómo ha podido cambiar? Estaba sentado en este mismo lugar y elegía y movía las cartas del mismo modo. ¿Cuándo sucedió y qué es lo que ha sucedido? Estoy sano, soy fuerte y sigo en el mismo sitio. No, esto no puede ser y seguro que al final se queda en nada.» Estaba rojo y empapado en sudor, a pesar de que en la habitación no hacía calor. Y su rostro era horrible y lastimoso, especialmente por los inútiles esfuerzos que hacía por parecer tranquilo.