Una mañana se encontraba tumbado con las piernas apoyadas en la mesa con una novela abierta entre las manos, pero inmerso en ese hilo de pensamiento pesado y sin salida, dándole vueltas y vueltas a la misma cosa, apretando y apretando el tornillo sin conseguir fijarlo. Blagovéshchenski estaba sentado en una esquina y Pierre miraba su pulcra figura como se mira la esquina de una estufa. «No encontrarás nada y nada averiguarás —se decía Pierre para sí—. Todo es miserable, estúpido y está del revés. Todo por lo que lucha la gente no son más que minucias. Y lo único que podemos llegar a saber es que no sabemos nada. Y este es el más alto grado de la sabiduría humana. La alegoría sobre que no se podía saborear el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no es en absoluto estúpida», pensaba él.
—¡Zajar Nikodímych! —dijo dirigiéndose a Blagovéshchenski—. Cuando estudiaba en el seminario, ¿cómo le explicaron el significado del árbol de la ciencia del bien y del mal?
—Ya lo he olvidado, su merced, pero el profesor era una mente privilegiada...
—Bueno, dígame... —Pero en ese instante se escuchó en la antesala la voz del ayuda de cámara de Pierre que no dejaba pasar a alguien y la baja pero firme voz de una visita que decía: «No te preocupes, amigo, el conde no me va a echar y además te estará agradecido de que me dejes pasar».
—¡Cierre, cierre la puerta! —gritó Pierre, pero la puerta ya se abría y en la habitación entró un anciano delgado de baja estatura con una peluca empolvada, medias y zapatos, con las cejas blancas que destacaban intensamente en su limpio y venerable rostro. En el proceder de ese hombre había una grata seguridad y la cortesía de una persona de clase alta. Pierre saltó perplejo del diván y se volvió al anciano con una torpe sonrisa interrogante. El anciano, sonriendo con tristeza a Pierre, miró a la desordenada habitación y con voz suave e inmutable dijo su apellido que no era ruso y a Pierre le resultaba conocido, aclarándole que tenía que hablar con él en persona. Después de decir eso miró a Blagovéshchenski como solo miran las personas que tienen poder. Cuando Blagovéshchenski salió, el anciano se sentó al lado de Pierre y durante mucho rato estuvo fijando su mirada cariñosa en los ojos de este.
Alrededor de Pierre había, esparcidos por el suelo y las sillas, papeles, libros y ropa. Por la mesa rodaban los restos del desayuno y el té. El mismo Pierre estaba sin lavar, sin afeitar y despeinado, vestido con una sucia bata. El anciano estaba tan pulcramente afeitado, su alta gorguera le sentaba tan bien al cuello, la empolvada peluca encajaba tan bien con su rostro y las medias tan bien en sus delgadas piernas que parecía que no podía ser de otro modo.
—Señor conde —dijo él mirándole con atención mientras que un asustado Pierre se cerraba la bata—. A pesar de su justa sorpresa al verme a mí, un desconocido, en su casa, me veo en la obligación de molestarle. Si tiene la amabilidad de concederme una corta entrevista, sabrá por qué.
Pierre por alguna razón con un involuntario respeto miró interrogativamente a través de las gafas al anciano y guardó silencio.
—¿Ha oído usted hablar, conde, de la hermandad de los francmasones? Tengo el honor de pertenecer a ella y mis hermanos me pidieron que viniera a verle. Usted a mí no me conoce, pero nosotros le conocemos a usted. Usted ama a Dios, es decir, la verdad, y ama el bien, es decir, al prójimo, a sus hermanos y usted se encuentra sumido en la infelicidad, abatido y apenado. Usted está perdido y hemos venido a ayudarle, a abrirle los ojos y a llevarle al camino que conduce a los hermanos del edén renovado.
—Ah, sí —dijo Pierre con una sonrisa culpable—. Le estoy muy agradecido... Yo... —Pierre no sabía qué decirle, pero el rostro y la conversación del anciano actuaron sobre él de manera muy grata, tranquilizándole. El rostro del anciano que se había animado y había adoptado un expresión de fervor en el momento
en que comenzó a hablar de la masonería volvió de nuevo a ser fría y respetuosamente contenida.
—Muy agradecido... pero déjeme en paz —dijo el anciano acabando a su manera la frase de Pierre. Se sonrió y suspiró fijando su imperturbable mirada llena de vida en la perpleja mirada de Pierre y, cosa extraña, Pierre halló en esta mirada la esperanza de paz que tanto necesitaba. Sintió que para ese anciano el mundo no era una masa mezquina, sin iluminar por la luz de la verdad, sino al contrario, era un armonioso y majestuoso todo.
—Ah, no, en absoluto —dijo Pierre—. Al contrario solo me temo, por lo que he oído de la masonería, que me encuentre muy lejos de entenderla.
—No tema, hermano mío. Tema solamente al Todopoderoso. Dígame claramente cuáles son sus pensamientos y sus dudas —dijo el anciano animándose—. Nadie puede llegar solo a la verdad, solamente piedra tras piedra con la participación de todos los millones de descendientes de Adán hasta nuestros tiempos, se eleva el templo de Salomón que debe ser digna morada de Dios. Si algo sé, si oso, yo, insignificante esclavo, a ir en ayuda de mi prójimo es simplemente porque soy la centésima parte de un grandioso todo y un eslabón de una invisible cadena cuyo comienzo se pierde en los cielos.
—Sí... yo... ¿por qué?... —dijo Pierre—. Desearía saber en qué consiste la verdadera francmasonería. ¿Cuál es su objetivo? —preguntó Pierre.
—¿Objetivo? La construcción del templo de Salomón, el conocimiento de la naturaleza. El amor a Dios y el amor al prójimo. —El anciano calló con un aspecto que parecía querer decir que había que reflexionar largamente sobre las palabras que acababa de decir. Ambos callaron durante dos minutos.
—Pero ese es el objetivo del cristianismo —dijo Pierre. El anciano no respondió—. ¿Qué significa para ustedes el conocimiento de la naturaleza? ¿Y qué caminos seguirán para lograr en el
mundo la realización de sus tres objetivos: el amor a Dios, al prójimo y a la verdad? A mí me parece que eso es imposible.
El anciano movía la cabeza, como afirmando cada una de las palabras de Pierre. Ante las últimas palabras detuvo a Pierre, que empezaba a sentir una animación intelectual e irritada.
—Acaso no ves en la naturaleza que estas fuerzas no se devoran las unas a las otras sino que al encontrarse producen armonía y bonanza.
—Sí, pero... —comenzó a decir Pierre.
—Sí, pero en el mundo moral —le interrumpió el anciano— no ves esa armonía. Ves que todos los elementos se encuentran para producir la vegetación, la vegetación sirve para que se alimente un animal y los animales, sin propósito ni huellas, se devoran los unos a los otros. Y te parece que el hombre destruye todo lo que tiene a su alrededor para satisfacer su concupiscencia y al final de todo no conoce cuál es su objetivo, la razón de su existencia.
Pierre sentía cada vez un mayor respeto hacia ese anciano, que adivinaba y le narraba sus propios pensamientos.
—Vive para conocer a Dios, su Creador —dijo el anciano, guardando de nuevo silencio para acentuar sus palabras.
—Yo... no piense que es a causa de la moda... pero yo no creo, bueno, no es que no crea, pero no conozco a Dios —dijo con tristeza y un gran esfuerzo Pierre, sintiendo que era imprescindible que le dijera toda la verdad y asustándose de lo que decía.
El anciano sonrió como sonríe un rico que tiene mil rublos en la mano a un pobre que le hubiera dicho que no tiene cinco rublos y que cree que es imposible conseguirlos.
—Sí, usted no le conoce, conde —dijo el anciano cambiando el tono y arrellanándose tranquilamente mientras sacaba la tabaquera—. No le conoce porque usted es infeliz y porque para usted el mundo es una montaña de ruinas.
—Sí, sí —dijo Pierre con un tono miserable que confirmaba la declaración del rico sobre su pobreza.
—Usted no le conoce, conde, usted es muy infeliz y nosotros lo sabemos, pero nosotros le conocemos y le servimos y en este servicio hallamos la dicha suprema no solo en el más allá (que usted tampoco conoce) sino también en este mundo. Muchos dicen que le conocen, pero no han alcanzado ni el primer nivel de su conocimiento. Tú no le conoces. Pero él está aquí, está en mí, está en mis palabras, él está en ti e incluso en las cosas sacrílegas que dices ahora —dijo con voz temblorosa el anciano. Calló—. Pero llegar a conocerle es difícil. Nosotros trabajamos para ese conocimiento y en esa labor encontramos la felicidad suprema en la tierra.
—Pero ¿en qué consiste ese trabajo?
—Tú acabas de decir que nuestro objetivo es el mismo que el del cristianismo. En parte esto es cierto, pero nuestro objetivo ya estaba fijado antes de la encarnación del Hijo de Dios. Los maestros de nuestra orden estuvieron con los egipcios, los caldeos y los antiguos hebreos.
Por extraño que fuera lo que decía el anciano, por mucho que antes Pierre se burlara interiormente de ese tipo de juicios de los masones que ya había tenido ocasión de escuchar antes con los recuerdos de los caldeos y los secretos de la naturaleza, ahora escuchaba con el corazón en vilo y ya no le preguntaba sino que creía lo que le decía. Pero lo que creía no eran los sensatos argumentos del discurso del anciano, sino creía, como creen los niños en el tono de seguridad y de sinceridad con el que hablaba. Creía en el temblor de la voz con el que el anciano hablaba, expresando su lástima por el desconocimiento de Dios de Pierre, creía a los brillantes y venerables ojos, envejecidos en esa convicción, creía en la tranquilidad y la jovialidad que iluminaban toda la persona del anciano, que le impresionaron particularmente en comparación con su depresión y su desesperanza. Creía en la fuerza de ese enorme grupo de personas, unidos durante siglos por un pensamiento, del cual el anciano era el representante de muchos años.
—Es imposible revelar a los profanos los secretos de nuestra orden. Es imposible porque el conocimiento de este objetivo se consigue solo a través del trabajo, el lento recorrer de un verdadero masón de un nivel de conocimiento a otro superior. Comprenderlo todo significa comprender toda la sabiduría que posee la orden. Pero nosotros llevamos ya tiempo siguiéndote a pesar de tu lamentable ignorancia y de la oscuridad que cubre la luz de tu alma. Decidimos elegirte y salvarte de ti mismo. Tú dices que el mundo consiste en ruinas que caen y se aplastan mutuamente. Y eso es correcto. Tú mismo eres esas ruinas. ¿Quién eres tú? —Y el anciano le empezó a exponer a Pierre toda su vida, su entorno y su carácter sin embellecerlo nada, sino con las palabras más directas y más fuertes—: Eres rico, diez mil personas dependen de tu voluntad. ¿Los has visto, conoces sus necesidades, te has preocupado, has pensado en qué situación física y mental se encuentran, los has ayudado para encontrar el camino para llegar al Reino de Dios? ¿Has secado las lágrimas de las viudas y los huérfanos; los has querido de corazón aunque solo sea un minuto? No. Aprovechándote del fruto de sus esfuerzos concediste sus deseos a gente ignorante y que solo perseguía sus propios intereses y tú dices que el mundo se derrumba. Te casaste y tomaste la responsabilidad de guiar a un ser joven e inexperto y ¿qué es lo que hiciste, pensando solo en la satisfacción de sus apetitos?
Tan pronto como el anciano mencionó a su mujer, Pierre enrojeció violentamente y comenzó a resollar deseando interrumpir su discurso, pero el anciano no lo permitió.
—No la ayudaste a encontrar el camino de la verdad, sino que la precipitaste en el abismo de la mentira y la desventura. Un hombre te ofende y tú le matas o has querido matarle. Tu sociedad, tu patria te ha dado una posición más feliz y superior en el Estado. ¿Cómo les has agradecido ese bien? Has intentado en el tribunal mantener la postura más justa o conseguir la cercanía al trono del zar para defender la verdad y ayudar al prójimo? No, no has hecho nada de eso, te abandonaste a los más insignificantes anhelos humanos, rodeándote de los más despreciables lisonjeros, y cuando la infelicidad te mostró toda la insignificancia de tu vida, no te culpaste a ti mismo sino al omnisciente Creador, al que no conoces para no temerle.
Pierre guardaba silencio. Habiendo descrito su vida pasada con tintes negros, el anciano pasó a la descripción de la vida que debería seguir Pierre si quería seguir los principios de los masones. Tenía que visitar todas sus inmensas posesiones, en todas debían ser realizados beneficios materiales para los cristianos, por doquier debían ser fundados hospicios, hospitales y escuelas. Sus enormes medios debían ser utilizados para difundir la cultura en Rusia, la publicación de libros, la educación de sacerdotes, la creación de bibliotecas, etc. Él mismo debía ocupar un destacado lugar en el servicio y ayudar al bienhechor emperador Alejandro a erradicar de los tribunales la corrupción y la mentira. Su casa debía ser lugar de reunión de todos sus correligionarios, de todos aquellos que luchaban por el mismo fin. Así como él tenía inclinación hacia los asuntos filosóficos, el tiempo libre de servicio y de la administración de sus bienes debía ser utilizado para la adquisición de conocimientos sobre los secretos de la naturaleza, en lo que el maestro supremo de su orden no le negaría el apoyo.
—Entonces —concluyó él—, ese conocimiento al que te encaminarás llevando ese tipo de vida, cuyo socorro y bendición sentirás a cada instante, entonces ese conocimiento vendrá por sí solo.
Pierre guardaba silencio sentado frente a él con sus grandes inteligentes y atentos ojos llenos de lágrimas. Se sintió renacido.
—Sí, todo eso que me cuenta ha sido mi único deseo, mi sueño —dijo Pierre—, pero no he encontrado a nadie en la vida que no se burlara de tales pensamientos. Yo pensaba que eso era imposible, pero si...
El anciano le interrumpió.
—¿Por qué no se cumplían sus sueños? —dijo el anciano, entusiasmándose visiblemente con la discusión, a la que Pierre no le estaba incitando, pero que en otros casos se le planteaba con frecuencia—. Te diré, respondiendo a la pregunta que me has hecho antes. Has dicho que la masonería enseña lo mismo que el cristianismo. El cristianismo es la enseñanza y la masonería es la fuerza. El cristianismo no te apoyaría, te daría la espalda con desprecio tan pronto como pronunciaras las palabras sacrílegas que has dicho delante de mí. Nosotros no hacemos distinción de religión, de nación ni de clase, consideramos por igual como nuestros hermanos a todos aquellos que aman a la humanidad y la verdad. El cristianismo no vino ni pudo venir en tu ayuda y nosotros hemos salvado y salvamos a peores criminales que tú. Te atormenta pensar en Dólojov. Así que debes saber que el maestro de nuestra orden, que conoce en profundidad los secretos de la medicina, fue enviado por nosotros a visitar al que tú consideras tu víctima y esto es lo que nos ha escrito.