Las cuentas llegaron a la fatídica cifra. Rostov preparó una carta, que debía doblar los 3.000 rublos que acababa de ganar, cuando Dólojov golpeó la baraja, la dejó a un lado y tomando la tiza comenzó a calcular rápidamente la suma de las deudas de Rostov. Nikolai comprendió en ese instante que todo estaba perdido; pero dijo con voz indiferente:
—¿Qué, ya no sigues? Tenía preparada una carta estupenda. —Como si lo que más le interesara fuera el placer del juego.
«Todo ha acabado, estoy perdido —pensó él—. Ahora solo me queda un tiro en la sien», y a la vez decía con voz alegre:
—Bueno, una carta más.
—De acuerdo —respondió Dólojov, que había terminado la suma—, ¡de acuerdo! Van 21 rublos —dijo él señalando a la cifra 21 que sobraba de los 42.000 y cogiendo la baraja se preparó para repartir. Rostov, obediente, escribió 21 en lugar de los 6.000 que tenía preparados.
—Me es igual —dijo él—, solo quiero saber si gano o pierdo con este diez.
Dólojov, sin sonreír, satisfizo su interés. Ganó el diez.
—Me debe 42.000, conde —dijo él y estirándose, se levantó de la mesa—. Se cansa uno de estar tanto rato sentado.
—Sí, yo también estoy cansado —dijo Rostov.
Dólojov, como para recordarle que no era ya adecuado bromear, le interrumpió:
—¿Cuándo podrá pagarme, conde?
Rostov le miró interrogativamente.
—Mañana, señor Dólojov —dijo él y después de pasar algo de tiempo con el resto de los invitados salió al recibidor para irse a casa. Dólojov le detuvo y le llevó a una pequeña habitación a la que conducía otra puerta del recibidor.
—Escucha, Rostov —dijo Dólojov cogiéndole de la mano y mirándole con un rostro terriblemente sombrío. Rostov sintió que Dólojov no estaba tan terriblemente enfurecido como quería parecer en ese instante.
—Escucha, sabes que amo a Sophie y que la amo de tal modo que daría cualquier cosa por ella. Ella está enamorada de ti, tú eres quien la retiene, cédemela y estaremos en paz con respecto a los 42.000 rublos que no puedes pagarme.
—Estás loco —dijo Nikolai, sin tener tiempo de ofenderse pues la propuesta había sido del todo inesperada.
—Ayúdame a llevármela y hacerla mía y estaremos en paz.
Rostov sintió en ese instante todo el horror de su situación. Comprendió el golpe que significaría para su padre que le pidiera ese dinero, toda su vergüenza y comprendió lo feliz que sería librándose de todo eso y estando en paz, como decía Dólojov, pero acababa de comprender eso cuando toda su sangre se alzó.
—Es un infame, cómo puede decir eso —gritó él arrojándose sobre Dólojov con furia. Pero Dólojov le sujetó ambas manos.
—Venga, quieto.
—Me da igual, le abofetearé y le retaré.
—No voy a batirme con usted, ella le ama.
—Mañana recibirá el dinero y el desafío.
—No aceptaré eso último.
Decir mañana y mantener un tono de voz adecuado no era difícil, pero volver solo a casa con el horrible recuerdo de lo ocurrido, dormir hasta el día siguiente y acudir al padre, generoso y dulce, pero embrollado en sus negocios, confesar y pedir lo imposible, era terrible. Sobre el duelo no pensaba. Antes había que pagar pero batirse no era difícil.
En casa aún no dormían. Al entrar en la sala escuchó el ronco sonido de la voz de Denísov, su risa y risas femeninas.
—Si me lo pide mi diosa, no puedo negarme... —gritaba Denísov.
—Excelente, maravilloso —gritaban las voces femeninas.
Todos estaban en la sala alrededor del piano de cola.
Dos velas ardían en la habitación, pero aunque hubieran ardido mil no hubieran sido más luminosas que Natasha. Era imposible que se derramara una risa argentina más luminosa.
—¡Aquí está Nikolai! —gritaron las voces. Natasha se le acercó corriendo.
—¡Qué listo eres por venir tan pronto! ¡Estamos tan alegres! Monsieur Denísov se ha quedado por mí y le estamos entreteniendo.
—Bueno, está bien, está bien —gritó Denísov guiñándole el ojo a Nikolai y sin advertir su desolación—. Natasha Ilínichna, para ustedes una barcarola. Nikolai, siéntate, acompáñame y después él hará todo lo que yo le pida.
Nikolai se sentó en el piano y nadie advirtió que estaba desolado. Era difícil darse cuenta de algo porque él mismo aún no se había dado cuenta de lo que había hecho y de lo que le esperaba. Se sentó y tocó el preludio de su barcarola favorita. Esta barcarola había sido traída no hacía mucho de Italia por la condesa Perovskaia y en casa de los Rostov la acababan de aprender. Era una de esas piezas musicales que se imponen en el oído y en el pensamiento atrayéndote irresistiblemente al principio y anulando cualquier otro recuerdo musical. Te acuestas a dormir y se repiten las frases musicales y todas las demás te parecen vacías, flojas y aburridas en comparación con esas frases. Si esta melodía se canta con una buena voz las lágrimas brotan de los ojos y todo parece sencillo y baladí y la felicidad resulta cercana y posible. Es cierto que ese tipo de melodías cansan pronto y se hacen tan insoportables como al principio resultaban irresistibles.
Nikolai tomó el primer acorde del preludio y quiso levantarse.
«Dios mío, ¿qué estoy haciendo? —pensó él—. Soy un hombre perdido, sin honor. Lo único que me queda es un tiro en la sien. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo saldré de esto? No hay salida posible. Pero quiero cantar con ellos.»
—Nikolai, ¿qué te sucede? —le preguntaba Sonia con la mirada fija en él. Ella era la única que veía que algo le ocurría. Él se volvió enfadado. Le ofendía su felicidad. Se consideraba a sí mismo un hombre que había caído muy bajo y que deshonraba a todos los que le querían.
Natasha, con su sensibilidad, también se había dado cuenta instantáneamente del estado de su hermano. Se dio cuenta, pero se encontraba tan alegre en ese instante, tan alejada del dolor, la tristeza y el reproche que ella (como sucede con frecuencia con los jóvenes) se engañó a posta a sí misma. «Me encuentro demasiado feliz en este instante y me espera una satisfacción demasiado grande como para echarla a perder compartiendo su dolor —sintió ella, y se dijo a sí misma—: No, seguramente me equivoque, él debe de estar tan contento como yo.»
—Bueno, Nikolai —dijo ella dirigiéndose al centro de la sala, donde en su opinión la resonancia debía ser mejor. Comenzó alzando orgullosamente la cabeza y dejando caer graciosamente los brazos y avanzando con un enérgico movimiento punta-tacón hasta detenerse en medio de la sala.
«¡Esta soy yo! —parecía decir—. Veremos a ver quién se queda indiferente al verme.» Le daba igual si había dos o tres personas mirándola. Ella provocaba a todo el mundo con su mirada. La bondadosa mirada de admiración de Denísov se encontró con la suya. «Vaya una coqueta desalmada que va a ser», decía la mirada de Denísov. «Sí —respondían la mirada y la sonrisa de Natasha—. ¿Y qué, acaso es algo malo?»
Nikolai dio maquinalmente el primer acorde. «Y por qué hacen esa tontería de cantar —pensaba él—, cuando hay aquí un hombre, yo, que está perdido. No hay que pensar en eso sino en cómo salvarse. Y todo esto es estúpido, infantil, y el viejo Denísov está coqueteando, qué asco.»
Natasha dio la primera nota y su garganta se ensanchó, levantó el pecho y sus ojos adoptaron una expresión seria. No pensaba en nada ni en nadie en ese instante y de su boca curvada en una sonrisa se derramaron los sonidos, esos sonidos que pueden repetirse miles de veces dejándonos indiferentes, pero que de pronto pueden hacernos estremecer y llorar. El mundo entero se concentró instantáneamente para Nikolai en la espera de la próxima frase, todo se dividió en los tres tiempos en los que estaba escrita el aria, que ella cantaba. Uno, dos, tres, uno, dos, tres, uno... «Qué vida más estúpida —pensó Nikolai—. Toda esta infelicidad y Dólojov y la maldad y el dinero y el deber y el honor, todo eso es una tontería... lo único verdadero es esto... Bueno, a ver cómo Natasha da este sí... Excelente.» Y él, involuntariamente, llenó el pecho e hizo la segunda voz: uno, dos, tres, uno...
Hacía mucho tiempo que Nikolai no se deleitaba de tal modo con la música, como en ese día. Pero pasó el tiempo y volvió a recordar lo que le ocupaba, horrorizándose. El anciano conde volvió del club alegre y satisfecho. Nikolai no tuvo ánimos para decirle nada esa misma tarde.
Al día siguiente no salió de casa y decidió informar a su padre de sus deudas de juego. Se acercó en unas cuantas ocasiones a la puerta del despacho de su padre y se volvió corriendo con temor. Pero no había otra salida a esa situación. O retiraba su palabra en lo tocante a Dólojov o intentaba quitarse la vida como había pensado más de una vez, o lo contaba todo evitando de ese modo asestar un duro golpe a sus padres, pero el asunto no podía eludirse. Antes de comer fue a ver a su padre; en lugar de decir lo que tenía que decir comenzó sin saber por qué a contar con aire animado cosas del último baile. Finalmente cuando el padre le tomó de la mano y se lo llevó a tomar el té, le dijo de pronto con el mismo tono despreocupado como si pidiera que un coche le llevara a la ciudad:
—Papá, he venido a verle por un asunto. Lo había olvidado. Necesito dinero.
—Míralo —dijo el padre, que se encontraba de especial buen humor—. Te dije que no te bastaría. ¿Necesitas mucho?
—Muchísimo —dijo enrojeciendo y con una sonrisa estúpida y despreocupada que mucho tiempo después Nikolai no pudo perdonarse—. He perdido algo de dinero jugando —dijo él—, es decir, mucho, muchísimo, 42.000 rublos.
—¿Qué? Basta, no puede ser...
Cuando su hijo le contó como había sido todo y, lo más importante, que había prometido pagar esa misma tarde, el anciano se llevó las manos a la cabeza y sin pensar en reconvenir a su hijo y lamentarse, salió corriendo de la habitación diciendo solamente: «Cómo no me lo has dicho antes», y fue a ver a algunas de sus ilustres amistades a fin de conseguir la suma necesaria. Cuando a las doce volvió con su ayuda de cámara que le llevaba el dinero encontró a su hijo en el despacho tumbado en el diván y llorando a lágrima viva, como un niño.
Al día siguiente Denísov llevó el dinero y el desafío a Dólojov, pero este fue rechazado.
Dos semanas después Nikolai Rostov se incorporó a su regimiento, silencioso, pensativo y triste, sin despedirse de sus destacadas amistades y pasó los últimos días en la habitación de las muchachas, llenando sus álbumes de poesías y música. El anciano conde, junto con los profesores y las institutrices, partió para el campo poco después de la partida de su hijo, donde él pensaba que su presencia se había hecho imprescindible a consecuencia del absoluto desbarajuste de sus negocios, principalmente causado por la última inesperada deuda de 42.000 rublos.
D
OS
días después de la discusión con su mujer, Pierre partió para San Petersburgo con la intención de conseguir el pasaporte y viajar al extranjero, pero ya se había declarado la guerra y no se lo daban. No se alojó en su casa, ni en la de su suegro el príncipe ni en casa de ninguno de sus muchos conocidos, vivió en el hotel Inglaterra, sin salir de la habitación y sin informar a nadie de su llegada. Pasaba todo el día y la noche tumbado en el diván y leyendo o paseándose por su habitación o escuchando la conversación del señor Blagovéshchenski, la única persona a la que vio en San Petersburgo. Blagovéshchenski era un astuto, servil y estúpido mandatario que ya le hacía las diligencias al fallecido conde Bezújov. Pierre mandó a buscarle para encomendarle que recogiera el pasaporte y desde entonces iba a verle a diario y se sentaba en silencio durante todo el día delante de Pierre considerando esto como una maniobra muy astuta de su parte, que debería reportarle mayores beneficios. Pierre se acostumbró a ese rostro estúpido y servil sin prestarle ninguna atención, pero apreciando que estuviera con él en la habitación.
—Entonces venga a visitarme —decía él despidiéndose.
—Así será. Usted como siempre está leyendo y leyendo —decía Blagovéshchenski al entrar.
—Sí, siéntese para tomar el té —decía Pierre.
Pierre vivió así más de dos semanas. No tenía conciencia de la fecha ni del día de la semana que era y cada vez que se dormía se preguntaba a sí mismo si era de día o de noche. Comía tanto a mitad del día como a mitad de la noche. Durante ese tiempo leyó todas las novelas de madame Suzan y Radcliffe,
El espíritu de las leyes
de Montesquieu y aburridos volúmenes de las cartas de Rousseau que todavía no había leído, y todo le pareció igualmente bueno. Tan pronto como se quedaba sin el libro o sin la compañía de Blagovéshchenski, que le comentaba las bondades de servir en el Senado, comenzaba a pensar en su situación y cada vez que todo se repetía en su cabeza, las mismas lineas de detestables pensamientos miles de veces repetidos que le conducían a la misma situación sin salida de desesperación y desprecio hacia la vida, se decía a sí mismo en voz alta y en francés: «Acaso no da todo igual. Estar aquí pensando en esto cuando toda la vida es una estupidez tan breve».
Solo cuando leía o escuchaba a Blagovéshchenski en ocasiones se le venían los pensamientos de antaño sobre lo estúpido que era por pensar que ser senador es la cumbre de la gloria cuando incluso la gloria del héroe de Egipto es una gloria impura; o a veces, leyendo sobre el amor de una tal Amélie le venían pensamientos de cómo él se enamoraría y se daría al amor por una mujer; o leyendo a Montesquieu pensaba en lo limitado de los juicios de ese escritor sobre los asuntos de leyes del espíritu y que si él, Pierre, se diera el trabajo de pensar escribiría sobre esa cuestión otro libro que sería mucho mejor, etcétera.
Pero tan pronto como se detenía en estos pensamientos, le venía a la cabeza lo que le había pasado a él y se decía a sí mismo que todo eso era absurdo y que daba igual y que toda la vida era estúpida y no merecía la pena ocuparse en nada. Era como si apretara el tornillo sobre el que descansaba toda su vida.
«¿Qué soy, para qué vivo, qué sucede alrededor de mí, qué se debe amar y qué hay que despreciar, qué es lo que yo amo y qué desprecio, qué es bueno y qué es malo? —eran las preguntas que se le planteaban sin recibir respuesta. Y buscando las respuestas, él mismo, en solitario, a pesar de sus escasos conocimientos de filosofía, seguía esas líneas de pensamiento y le asaltaban las mismas dudas que a la antigua filosofía de toda la humanidad—: ¿Quién soy yo, qué es la vida, qué fuerza nos dirige a todos?», se preguntaba a sí mismo. Y la única e ilógica respuesta a estas preguntas le satisfacía. Esa respuesta era: «Solo se descansa con la muerte». Todo en sí mismo y en todo el mundo alrededor de él se le antojaba tan confuso, sin sentido y ruin que lo único que temía era que la gente le arrastrara de nuevo hacia la vida y que le apartaran de ese desprecio hacia todo en el que lo único que hallaba era un consuelo temporal.