—Si no existiera Bagratión habría que inventarlo.
Sobre Kutúzov nadie hablaba y algunos, en susurros, le tachaban de veleta de la corte y sátiro. Por todo Moscú se repetían las palabras de Dolgorúkov, «El que juega con fuego acaba quemándose», consolándose de nuestra derrota con el recuerdo de las anteriores victorias, y las palabras de Rastopchín que decía que al soldado francés hay que incitarle para la batalla con frases grandilocuentes, que al alemán hay que razonarle y convencerle de que es más peligroso huir, pero que al soldado ruso solamente hace falta contenerle y pedirle que vaya más despacio. Por todas partes se escuchaban nuevas narraciones sobre ejemplos particulares de la hombría de nuestros soldados y oficiales, uno había salvado la bandera, otro había matado a cinco franceses, otro había cargado él solo con cinco cañones. También aquellos que no conocían a Berg decían que, herido de la mano derecha, había tomado el sable con la izquierda y había seguido adelante. Sobre Bolkonski no decían nada y solo los que le conocían íntimamente lamentaban que hubiera muerto tan joven dejando a su esposa embarazada y a su excéntrico padre.
El 3 de marzo a las dos de la tarde, en todas las salas del club se escuchaba el sonido de las conversaciones y como el vuelo de las abejas en primavera los miembros y los invitados del club iban y venían en todas direcciones, se sentaban, se levantaban, se reunían y se separaban con los uniformes, los fracs e incluso alguno con peluca y caftán. Los criados de librea, empolvados, con medias y zapatos, permanecían de pie en cada puerta y trataban de seguir muy atentamente cada movimiento de los miembros más renombrados. La mayoría de los presentes eran ancianos respetables con rostros anchos y autosatisfechos y firmes movimientos. En los rincones se divisaba a los jóvenes, a los oficiales: el joven y apuesto húsar Rostov con Denísov. Conversaban con su nuevo amigo Dólojov al que le habían sido devueltos los galones del regimiento Semiónov. En los rostros de los jóvenes, especialmente en los de los soldados, se reflejaba ese sentimiento de respetuoso desprecio hacia los ancianos, que era como si expresara que de todos modos el porvenir era suyo. Nesvitski estaba allí como miembro antiguo del club y Pierre también, había engordado de cuerpo pero adelgazado de cara, tenía una mirada indiferente, cansada, casi infeliz y se encontraba en la mitad de la sala, deseando evidentemente alejarse hacia alguna dirección. Le rodeaba una atmósfera de personas que se inclinaban ante él y su fortuna y él, por costumbre de reinado se dirigía a ellos con desprecio. Por la edad debía pertenecer a los jóvenes, pero por su riqueza pertenecía más al círculo de los ancianos. Los ancianos más notables constituían el centro de los grupos a los que se acercaban respetuosamente incluso los desconocidos a fin de escuchar. El mayor de los círculos se establecía alrededor del conde Rastopchín y Naryshkin. Rastopchín decía que los rusos habían sido arrollados por los austríacos en su huida y que habían tenido que abrirse camino con las bayonetas entre los fugitivos.
—Él nos lo puede decir —decía dirigiéndose a Dólojov y llamándole para que se acercara. Dólojov confirmaba las palabras de Rastopchín.
En otro lugar se comentaba confidencialmente que Uvárov había sido enviado desde San Petersburgo para conocer la opinión moscovita sobre Austerlitz. En un tercer grupo Naryshkin hablaba de la reunión del consejo de guerra austríaco, en el que Suvórov cacareó como un gallo en respuesta a la estupidez de un general austríaco. Shinshin, que se encontraba allí, dijo queriendo bromear que se veía que Kutúzov ni siquiera había sido capaz de aprender de Suvórov la sencilla disciplina de cacarear como un gallo, pero los ancianos le miraron severamente, dándole a entender que allí, en aquel día y de tal modo resultaba inadecuado hablar sobre Kutúzov.
El conde Iliá Andréevich Rostov, con paso de ambladura y aspecto preocupado, iba y venía con sus blandos zapatos, del comedor a la sala, saludando apresuradamente y exactamente del mismo modo a las figuras importantes y a las que no lo eran, dado que las conocía a todas, pero sin olvidar mirar con alegría a su esbelto y joven hijo. Se acercó a Dólojov, le estrechó la mano y acordándose de la historia del oso, se echó a reír.
—Te ruego que vengas a visitarnos, dado que eres amigo de mi hijo... allí juntos habéis hecho heroicidades... ¡Ah! Vasili Ignátich...
En ese momento un criado con rostro asustado se dirigió al conde.
—¡Ha llegado!
Sonaron las campanillas, los decanos se lanzaron hacia delante, los miembros que se encontraban dispersos por las habitaciones se agolparon en un solo montón, como el trigo sacudido con una pala, hacia la puerta de la sala principal. Ante todos entró Bagratión sin sable ni sombrero, dado que era costumbre del club y sin el gorro de astracán y la nagaika en la espalda como acostumbraba a verle Nikolai Rostov, sino con un nuevo ajustado uniforme con la cruz de San Jorge, con las sienes rapadas (lo que era evidente que se había hecho hacía poco tiempo y que influía negativamente en su fisonomía), untado de pomada e incómodo como si estuviera más acostumbrado a caminar por un campo batido (como había marchado frente al regimiento de Kursk en Schengraben), que por el parquet. En su rostro había una expresión tímida y solemne que junto con su recia y masculina fisonomía le otorgaba un aspecto incluso algo cómico. Bekleshov y el conde Alexei Uvárov iban tras él, y como huésped le invitaron respetuosamente a pasar adelante. Bagratión se mostró confuso sin querer servirse de esa cortesía, y finalmente pasó. Los decanos le salían al encuentro y le decían algunas palabras sobre la hospitalidad moscovita, sobre el honor de tenerle como invitado y cosas similares y como apoderándose de él, lo rodearon y lo condujeron a la sala. Pero era imposible atravesar las puertas a causa de la gente apelotonada que se apretaban unos a otros y miraban al héroe por entre los hombros, como si fuera un bicho raro. El conde Iliá Andréevich riéndose y diciendo: «Querido mío», se abría paso por la muchedumbre y conducía a los invitados. Los sentaron y los rodearon de hombres de fuste. El conde Iliá Andréevich se abrió de nuevo paso a través de la muchedumbre y reapareció al cabo de un minuto con otro decano portando una gran bandeja de plata que le llevó al príncipe Bagratión. En la bandeja había unos versos. Bagratión, al ver la bandeja, miró asustado como pidiendo ayuda y salvación, pero al darse cuenta de que no se la brindaban tomó la bandeja con decisión con ambas manos y miró al conde enfadado y rabioso como si le dijera: «¿Qué más quiere de mí? ¡Verdugo!». Alguien, solícito, cogió la bandeja de manos de Bagratión (dado que él parecía tener la intención de seguir sujetándola hasta la noche e ir así a la mesa) y llamó su atención sobre los versos. «Bueno, los leeré», fue como si dijera Bagratión y comenzó a leer con el aspecto concentrado y serio con el que leía los partes del regimiento. El propio autor, Níkolev, tomó los versos y se puso a leerlos. El príncipe Bagratión bajó la cabeza y escuchó cómo se escucha el padrenuestro en la iglesia.
Sé el orgullo del siglo de Alejandro
y protege a nuestro Tito en el trono,
sé a la vez un jefe temible y un buen hombre,
maestro en la patria y César en la batalla.
Sí, el afortunado Napoleón,
al haber conocido como es Bagratión,
ya no osará a molestar a los Aquiles rusos...
Pero Níkolev no pudo terminar de leer los versos, dado que la potente voz del mayordomo anunció: «¡La comida está lista!». Las puertas se abrieron, desde el comedor sonaron los acordes de «Retumbe el trueno de la victoria, que se regocijen los valientes rusos», y el conde Iliá Andréevich miró con enfado a Níkolev, que continuaba la lectura. Todos se levantaron, demostrando que la comida es más importante que los versos, y de nuevo Bagratión fue delante de todos hacia la mesa. Le sentaron, en primer lugar, entre dos Alejandros: Bekleshov y Naryshkin, lo cual también tenía sentido en relación con el nombre del emperador. Trescientas personas se distribuyeron en la mesa de forma tan natural como el agua se desliza hacia las zonas hondas: cuanto más importantes eran más cerca se sentaban del invitado de honor.
Antes de la comida, el conde Iliá Andréevich presentó al príncipe a su hijo, del que estaba firmemente convencido que era un héroe mayor que el propio Bagratión y este reconociéndole dijo algunas torpes palabras, como todas las que había dicho ese día. El conde Iliá Andréevich, resplandeciente, miraba a su alrededor convencido de que todos estaban igual de contentos que él, en este en su opinión importantísimo y extraordinario día.
Nikolai Rostov había conocido ese día a Dólojov. Y ese extraño personaje le impresionó y le atrajo, como les pasaba a todos. Nikolai no se separaba de él y a su lado, por intercesión de Bagratión, se sentó cerca del centro. Frente a ellos se sentaba Pierre con su séquito y el príncipe Nesvitski. El conde Iliá Andréevich se sentaba enfrente de Bagratión con otros decanos y agasajaba al príncipe personificando la hospitalidad moscovita. Sus esfuerzos no habían sido en vano. Los menús, de vigilia y de carne y leche, fueron suntuosos, pero él no pudo estar del todo tranquilo hasta el final de la comida. En el segundo plato los camareros empezaron a descorchar las botellas y a servir champán. El conde Iliá Andréevich intercambió miradas con otros decanos. «¡Habrá muchos brindis, es hora de empezar!», susurró él y tomando la copa en la mano se levantó.
—¡A la salud de Su Majestad el emperador! —proclamó él y en ese instante sus bondadosos ojos se humedecieron de lágrimas cuyo sentido desconocía. Todos se levantaron, de nuevo empezaron a tocar «Que retumbe el trueno», y todos gritaron «Hurra». Bagratión gritó con la misma voz con la que gritaba en el campo de Schengraben. La entusiasta voz de Nikolai se escuchó sobre el coro de las trescientas voces. Poco le faltó para echarse a llorar. Se bebió la copa de un trago y la arrojó al suelo. Muchos siguieron su ejemplo. Acababan de acallarse las voces y los criados recogían la rota cristalería del suelo, todos comenzaban a sentarse, sonriéndose de sus gritos y se cruzaban palabras entre extremos distantes de la mesa, cuando el conde Iliá Andréevich se levantó de nuevo y propuso un brindis a la salud del héroe, el príncipe Bagratión, y sus ojos se humedecieron aún más. De nuevo gritaron «hurra» y junto con la música se escuchó el coro que entonaba la cantata de Pável Ivánovich Kutúzov:
Inútiles son todos los obstáculos para los rusos,
la valentía es garantía de victoria,
tenemos con nosotros a Bagratión,
todos nuestros enemigos se arrodillarán...
En cuanto la canción terminó siguieron más y más brindis, ante los que el conde Iliá Andréevich derramó más y más lágrimas, se rompió más cristalería y se oyeron más gritos. Bebieron a la salud de Bekleshov, Naryshkin, Uvárov, Dolgorúkov, Apraxin, Valúev, a la salud de los decanos, a la salud del gerente, a la salud de todos los miembros del club.
Pierre estaba sentado en frente de Dólojov y Nikolai Rostov y Nikolai no podía evitar reírse interiormente del extraño personaje que era ese joven adinerado. Pierre, cuando no comía, entornaba los ojos y fruncía el ceño, miraba al primer rostro con el que su mirada tropezaba y con aspecto de absoluto distraimiento se hurgaba la nariz. Antes tampoco había tenido aspecto de joven sagaz pero al menos se encontraba alegre, ahora ese mismo rostro expresaba apatía y cansancio. A ojos de Rostov parecía un idiota.
En el instante en que Rostov le miraba sorprendido por su aspecto embotado, Pierre razonaba sobre la batalla de Austerlitz, decía que había estado mal comandada y que hubiera sido necesario atacar el flanco derecho. Rostov, que estaba hablando con su vecino, dijo en ese momento: «Nadie ha visto mejor que yo la batalla de Austerlitz en toda su extensión».
—Dígame —dijo de pronto Pierre dirigiéndose a él—, por qué razón cuando nuestro centro fue quebrado, no pudieron colocarlo entre dos fuegos.
—Porque no había nadie para dar las órdenes —respondió por Rostov Dólojov—. Tú serías bueno para la guerra —añadió él.
Rostov y Dólojov se echaron a reír. Pierre les dio la espalda apresuradamente.
Cuando bebieron a la salud del emperador, estaba tan embebido en sus pensamientos que no se levantó, y su vecino de mesa le dio un codazo. Él se levantó y se bebió la copa, mirando en derredor. Aguardó a que todos se sentaran y él también se sentó, miró a Dólojov y enrojeció. Después de los brindis oficiales, Dólojov propuso a Rostov un brindis por las mujeres hermosas, y con rostro grave, pero con una sonrisa en las comisuras de los labios, se volvió a Pierre. Pierre bebió distraídamente, sin mirar a Dólojov. El criado que repartía la cantata de Kutúzov, colocó una hojita junto a Pierre como invitado de mayor importancia. Él quiso cogerla, pero Dólojov se la arrebató de la mano y comenzó a leerla. Pierre inclinó sobre la mesa todo su grueso cuerpo:
—Démela. Es una descortesía —gritó él.
—Está bien, conde —le susurró su vecino a Bezújov, que sabía que Dólojov era un pendenciero. Dólojov miró a Pierre con sorpresa con unos ojos completamente distintos, luminosos, alegres, crueles y con una sonrisa como si dijera: «Esto es lo que me gusta».
—No se lo doy —dijo con claridad.
Pierre comenzó a resoplar como si tuviera un nudo en la garganta.
—Usted... usted... ¡Canalla!... Le reto a duelo —exclamó él y ni su vecino de mesa ni Nesvitski pudieron contenerle. Se levantó y salió de detrás de la mesa. Allí mismo en el club, Rostov, que aceptó ser el padrino de Dólojov, acordó con Nesvitski, padrino de Bezújov, la condiciones del duelo. Pierre se marchó a casa pero Nikolai y Dólojov se quedaron en el club hasta muy entrada la noche, escuchando cantar a los cíngaros.
—Él se encuentra en desventaja —le dijo Dólojov a Rostov—. Tiene unas rentas de trescientos mil rublos que perder y en cualquier caso el escándalo le perjudicará, y yo solo me juego a la linda viudita. Hasta mañana en Sokólnik. Me dice mi olfato que le voy a matar.
A
L
día siguiente en Sokólnik Pierre estaba igual de distraído, disgustado, con el ceño fruncido, mirando a su alrededor a la nieve derretida, a los árboles desnudos y a los padrinos, que medían los pasos con preocupación. Tenía aspecto de estar preocupado por cosas que en absoluto tenían que ver con lo que estaba haciendo en ese momento. Y realmente desde por la mañana había desplegado sus mapas y había distribuido los ejércitos para una nueva batalla de Austerlitz en la que Napoleón fuera derrotado. No solamente no se despidió de su mujer ni de ningún otro, sino que como acostumbraba se dejó arrastrar por las ocupaciones intelectuales, intentando olvidarse del presente, acordándose solamente de vez en cuando que ese día iba a disparar con una pistola de verdad contra un pendenciero y que no sabía disparar. La llegada de Nesvitski le hizo recordar muy vivamente lo que le esperaba y este intentó, repitiéndole lo que había sucedido el día anterior, mostrarle que no tenía razón y lo más importante, que era una inconsciencia retar a un tirador como Dólojov y concederle el primer disparo.