—Ya hace rato que partí de allí, parece que va bien —gritó Rostov deteniendo el caballo.
—Y nosotros, hermano, hemos caído en la primera línea —dijo con una sonrisa indeterminada Borís, cuyo rostro tenía un tono encarnado.
—¿Y qué tal ha ido? —preguntó Rostov.
—Los hemos rechazado —gritó alguien.
Rostov, alegre, siguió adelante al galope.
Al sobrepasar a la guardia escuchó por delante suyo descargas en el lugar en el que se encontraba nuestra retaguardia y donde no podía estar el enemigo. «¿Qué puede ser eso? —pensó Rostov—. Eso no es el enemigo. No puede ser. Ellos —pensó él refiriéndose en general a los mandos—, saben lo que hacen.» Sin embargo tuvo que convencerse a sí mismo para acercarse a las tropas en las que se escuchaban y veían las descargas que aún continuaban.
—¿Qué sucede? ¿Qué sucede? —preguntaba Rostov poniéndose a la altura de los grupos de soldados rusos y austríacos que corrían en un mixto tropel cortándole el camino.
—¿Qué sucede? ¿Qué sucede? —le respondían en ruso, en alemán y en búlgaro el tropel de corredores, sin entender, lo mismo que él, lo que sucedía.
—Han disparado sobre los austríacos —gritó uno—. Pero que se los lleve el diablo, son unos traidores.
—Ve a verlo tú mismo. ¿Los han abatido? Que se vayan al diablo.
Los insultos y los gritos se acallaron los unos a los otros. A Rostov le habían ordenado buscar a Kutúzov en la aldea de Pratzen y aún desde el flanco derecho le habían indicado las colinas de Pratzen y las iglesias alemanas. Ahora se encontraba delante de ellas sin creer lo que veían sus ojos, mirando los cañones franceses y las tropas en torno de la aldea.
Siendo informado por un oficial de que las colinas de Pratzen habían sido tomadas por los franceses, cuyas baterías podía ver a simple vista, Rostov trató de alejarse galopando de los que huían y entrar en el camino de retirada. Habiendo entrado en el camino principal de retirada o de carrera del ejército ruso vio un cuadro de desorden y confusión aún mayor. Carros y carretas de todo tipo, soldados rusos y austríacos de todos los cuerpos, heridos y muertos, toda esa mezcolanza hormigueaba bajo el siniestro sonido de las balas que volaban en el claro y soleado mediodía desde las baterías francesas, emplazadas en las colinas de Pratzen.
—¿Dónde está el emperador? ¿Dónde está Kutúzov? —preguntaba Rostov a todos y de ninguno recibía respuesta.
—¡Eh, hermano! Ya hace tiempo que todos se han largado —le dijo a Rostov un soldado riéndose por alguna razón. Otro, que evidentemente era ordenanza o maestrante de una persona importante, le aclaró a Rostov que hacía una hora que había pasado como alma que lleva el diablo un coche por ese camino llevando al emperador, que se encontraba gravemente herido.
—No puede ser —dijo Rostov—, seguro que es algún otro.
—Yo mismo le he visto, Excelencia —dijo el ordenanza con una sonrisa de seguridad—. Ya es hora de que conozca bien al emperador, le he visto muchas veces en San Petersburgo, igual que le estoy viendo a usted. Iba en el coche, pálido como la muerte e Iliá Iványch iba sentado en el pescante. Cómo corrían los cuatro caballos negros, al pasar por nuestro lado. Ya es hora de que conozca los caballos del zar y a su cochero Iliá Iványch y que sepa que el cochero Iliá no lleva a otro que no sea el emperador.
Sumido en la desesperación y destrozado por la confirmación del expresivo ordenanza, Rostov siguió adelante intentando hallar a alguno de los mandos y sobre todo a Kutúzov. Las noticias que le había dado el ordenanza tenían cierto fundamento. Ciertamente habían visto cómo el cochero del zar, Iliá, llevaba a toda prisa a alguien muy pálido en el coche, pero no era el emperador sino el mariscal de la corte, el conde Tolstói, que había acudido, igual que los demás, a admirarse de la victoria sobre Bonaparte.
—El comandante en jefe ha muerto —dijo un soldado ante la pregunta de Rostov—. No, ese es otro, como se llama... Kutúzov está en esa dirección en la aldea. —El soldado señaló hacia la aldea de Gostieradek y Rostov galopó en esa dirección por la que se veían en la distancia una torre y una iglesia. ¿Qué prisa tenía? ¿Qué podía decirles ahora al emperador o a Kutúzov?
—No vaya por ahí directo a la aldea, Excelencia —le gritó un soldado—. Por ahí le matarán.
—Eh, pero ¿qué dices? —dijo otro—. ¿Por dónde va a ir? Por ahí está más cerca.
Rostov reflexionó un instante y se echó al galope precisamente por la dirección por la que llegaba antes y con mayor peligro. «Bah, ahora que más da», pensaba él. Atravesó la extensión en la que había más muertos, soldados que habían caído cuando huían de Pratzen. Los franceses aún no ocupaban ese sitio y los rusos que estaban vivos o heridos ya lo habían abandonado. En el campo, como montones sobre tierra bien labrada, yacían grupos de diez y quince hombres muertos y heridos. Los heridos se arrastraban de dos en dos o de tres en tres y los desagradables y en ocasiones, como le parecía a Rostov, fingidos gemidos y gritos que emitían se acrecentaban cuando se les acercaba, como si quisieran que él se apiadara de ellos. Unos le rogaban que les ayudara, le pedían agua, otros gritaban y maldecían, otros gemían y agonizaban. Rostov advirtió que algunos soldados que no estaban heridos les quitaban las botas a los muertos (las botas son lo más valioso que hay para un soldado) y se alejaban corriendo del terrible campo. Rostov no se detuvo, no solamente no prestó su ayuda, sino que ni tan siquiera miró a los caídos, los que mirándole de reojo seguían con la mirada su caballo. Tenía bastante con temer por sí mismo, no por su vida, sino por su hombría, que le era muy necesaria y que sabía que no resistiría la vista de esos desgraciados. No tenía miedo, pero un instinto oculto, como le sucede a todo el mundo en una guerra, le obligaba a ser no solamente insensible e indiferente hacia ese sufrimiento sino que incluso ese instinto le ocultaba todo lo de alrededor, de tal modo que hacia la muerte y el sufrimiento de esos miles de personas experimentaba un interés menor que por el dolor de muelas de un amigo en tiempo de paz.
Los franceses, que habían cesado de disparar sobre ese campo cubierto de muertos y heridos, porque ya no había nadie vivo en él, al ver al ayudante de campo que cabalgaba por él, probablemente por broma o pasatiempo dirigieron hacia él los cañones y le lanzaron unas cuantas balas. El sentimiento producido por esos horribles sonidos sibilantes y los muertos a su alrededor se fundieron en Rostov en una sensación de espanto y de lástima por sí mismo. Se acordó de la última carta de su madre. «Qué sentiría ella —pensó él—, si me viera ahora, en este campo, con los cañones dirigidos hacia mí.» No le alcanzó ni una bala. Llegó felizmente a Gostieradek. Allí había tropas rusas, que aunque estaban confusas guardaban un gran orden, ya no llegaban allí los proyectiles franceses y el sonido de las descargas parecía lejano. Allí ya todos veían claro y comentaban que la batalla se había perdido.
«La batalla se ha perdido, pero por lo menos yo estoy vivo y sano —pensó Rostov—. Gracias a Dios. Solo me queda cumplir con el encargo.» A quien fuese que se dirigiera nadie podía decirle ni dónde se encontraba el emperador ni dónde estaba Kutúzov, pero le recomendaron dirigirse a la izquierda fuera de la aldea, pues habían visto allí a alguien del alto mando. Recorrió aún tres verstas y pasando al lado de las últimas tropas rusas, a la izquierda, cerca de un huerto atravesado por una acequia, Rostov vio a dos jinetes que se encontraban al lado de la misma. Uno con un penacho blanco en el sombrero parecía un general y por alguna razón le resultaba a Rostov conocido, el otro, un jinete desconocido, montando un precioso caballo alazán se acercó a la acequia, espoleó el caballo y soltando las riendas saltó con facilidad por encima de la acequia. Solo un poco de tierra removida por los cascos traseros del caballo cayó al fondo. Haciendo virar bruscamente al caballo y saltando de nuevo sobre la acequia se dirigió respetuosamente al jinete del penacho blanco evidentemente intentando convencerle de que hiciera lo mismo. El jinete, cuyo porte le resultaba familiar a Rostov y que por alguna razón atraía involuntariamente toda su atención, hizo un gesto negativo con la cabeza y la mano y por este gesto Rostov reconoció al momento a su ídolo, su adorado emperador. Pero ese no podía ser él, solo en medio de ese campo vacío. Pero en ese instante Alejandro volvió la cabeza y Rostov reconoció los amados rasgos que tan vivamente se habían grabado en su memoria. El emperador estaba pálido, sus mejillas caídas, y los ojos hundidos, pero a Rostov le pareció que había un mayor encanto y dulzura en sus rasgos. Rostov se sintió feliz al saber que el rumor sobre la herida del emperador era falso. Era feliz porque podía verle y porque podía e incluso debía dirigirse directamente a él y hablarle, lo que constituía la más elevada meta de sus deseos. Pero como un muchacho enamorado que se queda pasmado y tembloroso sin atreverse a expresar sus sueños y mirando asustado a su alrededor buscando ayuda o la posibilidad de una demora o de una huida, cuando llega el ansiado momento y se encuentra a solas ante su amada, así Rostov en ese momento, en el que había alcanzado aquello que deseaba más que cualquier otra cosa en la vida, no se atrevía ni sabía cómo acercarse al emperador, y se imaginaba mil razones por las que eso resultaba inadecuado, embarazoso e imposible.
«¡Cómo! Es como si aprovechara la ocasión de que se encuentra solo y triste. Puede ser que le resulte desagradable y duro mostrarse ante un desconocido en estos momentos de tristeza, y además qué le puedo decir ahora, cuando solo con verle se me para el corazón y se me seca la boca.» Rostov había olvidado los innumerables discursos que, desde el momento en que empezó a sentir esa pasión por el emperador, pensaba decirle en la soledad de la noche de su vida en el campamento. Pero la mayor parte de esos discursos tenían lugar en otras circunstancias, en su mayoría servían para momentos de victoria, de festejo y sobre todo en su lecho de muerte, a causa de alguna herida, en el momento en el que el emperador le agradecía su heroica actuación y él, muriéndose, le confesaba su amor demostrado en la batalla: «Además, qué le voy preguntar al emperador de sus órdenes para el flanco derecho cuando he llegado hasta tan lejos que hasta la noche no alcanzaré a regresar. No, decididamente, no debo acercarme a él. Puede resultar inoportuno. Antes morir mil veces que recibir una mala mirada suya o causarle mala impresión». Y con tristeza, casi con desesperación en el corazón, Rostov se alejó a pie sin dejar de mirarle. Rostov no reparó en que más importante que todas sus suposiciones había una que él no había contemplado. El emperador estaba agotado, enfermo, triste y solo. Sencillamente necesitaba ayuda bien para cruzar la acequia que no se atrevía a saltar con su caballo o para enviar a buscar su coche y a sus ayudantes.
Mientras Rostov hacía todas estas reflexiones y se alejaba con tristeza del emperador, el conde alemán de Liefland Toll, el mismo que había transmitido la disposición la víspera de la batalla, pasó por casualidad por ese preciso lugar, y sin hacer ninguna reflexión se acercó directamente al emperador, ofreciéndole sus servicios y le ayudó a cruzar a pie sobre la acequia, hizo pasar a su caballo, y cuando el emperador se sentó agotado bajo un manzano, se quedó a su lado. Rostov vio desde la distancia, con envidia y arrepentimiento, cómo Toll hablaba con el emperador larga y ardorosamente y cómo el emperador que evidentemente se había echado a llorar se tapaba los ojos con las manos y estrechaba la mano de Toll. «Yo podría estar en su lugar», pensó para sí Rostov y cabalgó más lejos con una total desesperación sin saber él mismo adonde se dirigía y por qué. Esa desesperación era aún mayor porque sentía que su propia debilidad era la causa de su dolor. Él habría podido, no solo habría sino debía haber podido acercarse al emperador. Y esa hubiera sido la única ocasión de mostrar al emperador su lealtad. Y no lo había aprovechado... «¡Qué es lo que he hecho!», pensó él. Y haciendo virar al caballo galopó al lugar donde había visto al emperador. Pero ya no había nadie allí. Solo vio carros y carrozas...
Por un postillón supo que el Estado Mayor de Kutúzov se encontraba cerca en la aldea hacia donde se dirigían los carros. Rostov fue con ellos. Delante de él iba un palafrenero conduciendo unos caballos. Tras el palafrenero iba un carro y tras ella iba un anciano probablemente cocinero, con las piernas curvadas.
—Tito, eh, Tito —decía el palafrenero.
—Qué —respondía distraídamente el cocinero.
—Vete a trillar un ratito.
—¡Idiota!
Aún pasó un cierto tiempo de silencioso avance y se repitió la misma broma.
A
las cinco de la tarde la batalla estaba perdida en todos los puntos. Przebyszewski y su cuerpo del ejército ya habían entregado las armas. El regimiento de Perm que estaba rodeado por todas partes por el enemigo, habiendo perdido, entre muertos, heridos y prisioneros a cinco miembros del Estado Mayor, 39 oficiales y 1.684 soldados y habiéndoles sido arrebatados seis cañones, se encontraba completamente aniquilado. El resto de las tropas de Langeron y Dójturov, mezcladas, se apretaban cerca de los estanques en los pantanos y las orillas de Augest. Sin embargo a las seis en este punto era donde aún se escuchaba el intenso cañoneo casi únicamente de los franceses, que habían colocado numerosas baterías en las laderas de las colinas de Pratzen con la única intención de causarles el máximo daño disparando sin fallar el tiro sobre la nutrida masa de rusos que se apretaba en los estanques, en una extensión de algo más de cuatro verstas cuadradas. Los rusos respondían poco: la mayor parte de sus cañones se había apresurado en avanzar, atascándose en los pantanos y hundiéndose en el quebradizo hielo. En la retaguardia Dójturov reunía al batallón, disparando y resistiendo contra los ataques de la caballería francesa tan firme y oportunamente que esos ataques pronto cesaron, tanto más cuando el día declinaba y comenzaba a anochecer y resultaba más y más evidente que no se podía ganar la batalla. Pero todo el horror del día no estuvo ni en las colinas de Pratzen, sembradas de muertos y heridos sin recoger, ni en la columna de Przebyszewski, donde con lágrimas de rabia en los ojos, rodeado de sus muertos y heridos rindieron armas por orden de los franceses, ni en los corazones de la gente, que no contaban con más de la mitad de sus compañeros, e incluso ni en el corazón del emperador, humillado, atormentado por el arrepentimiento, la compasión y el dolor físico, solo con su maestrante, detenido sin ayuda, con un ardor interno en el cuerpo y con la impresión de ver la muerte y el sufrimiento que no le abandonaba y sin fuerzas para ir más lejos, parado en la aldea de Urzitz, tumbado en una isba campesina sobre la paja, esperando en vano el consuelo físico a su sufrimiento, puesto que no pudieron conseguirle unas gotas de vino y estas le fueron negadas por los cortesanos del emperador Francisco, que se encontraba en la misma situación. Allí no estuvo todo el horror del día. Todo el horror del día se manifestó en la estrecha presa de Augest, en la que durante tantos años se había sentado pacíficamente el anciano alemán, pescando con su nieto, que remangándose las mangas de la camisa rozaba en la regadera los plateados y temblorosos peces, en esa presa por la que durante tanto tiempo se acercaban pacíficamente los moravos sobre sus carretas de dos caballos cargadas de trigo, con sus gorros de pelo y chalecos azules y cubiertos de harina, con sus carros blancos, se alejaban por esa misma presa, que bullía ahora hasta tal punto con cañones y soldados que no había sitio en una rueda, o apretado bajo la panza de un caballo, por donde no se colara un soldado y no había ni un solo rostro en el que no estuviera impreso un humillante olvido de todos los sentimientos humanos y de las normas y la conciencia de un único sentimiento: el egoísta instinto de conservación. En esta presa acaeció el horror. Detrás, en la entrada de la presa se escuchó la voz de un oficial, que gritaba con tanta decisión y autoridad que todos los que se encontraban cerca de él le prestaron atención involuntariamente. El oficial se encontraba de pie sobre el hielo del lago y gritaba que los soldados debían pasar por el hielo con los cañones, que el hielo aguantaba. Realmente el hielo soportaba su peso.