Pierre quería despedirse, pero Anna Pávlovna no se lo permitió y le obligó a acercarse en su compañía desde el aislado rincón en el que habían mantenido su conversación hasta donde se encontraban los invitados que estaban reunidos en tres grupos, de los cuales dos era evidente que estaban formados a la ligera con
gentes de menor relevancia mientras que uno, reunido alrededor de la mesa de té, constituía el centro, y en este estaban agrupados los personajes de mayor rango y más relevantes. Ahí se encontraban las condecoraciones, los galones y los comisionados. En el primer grupo Pierre encontró una mayoría de personas mayores, entre los que había un hombre desconocido para él que se hacía escuchar por encima de los otros. Pierre les era a todos conocido y fue recibido como si le hubieran visto el día anterior. Anna Pávlovna presentó a Pierre y al desconocido, nombrándole con un apellido extranjero y susurrándole a Pierre: «Es un hombre de amplios y profundos conocimientos».
La conversación trataba de la carta de dimisión como comandante en jefe de Kámenski que se acababa de recibir en San Petersburgo.
—Kámenski se ha vuelto completamente loco —se decía allí—, Bennigsen y Buchsgevden están afilando los cuchillos, se pelean, solo Dios controla el ejército y esto es lo que le escribe al emperador: «Yo soy viejo para el ejército, no veo nada, apenas si puedo montar a caballo, pero no por pereza como otros, no puedo buscar un lugar en los mapas y no conozco el terreno. Me atrevo a ofrecer a la más mínima consideración parte de la documentación epistolar, que consiste en seis hojas que debería haber recibido el mismo día, cosa que no puedo tolerar y por la cual me atrevo a solicitar para mi persona un cambio de puesto». Y es el comandante en jefe.
—Pero ¿a quién se podía haber nombrado? —interrumpía Anna Pávlovna como si se defendiera de las acusaciones que se le hacían—. ¿Dónde están nuestros hombres? —Hablaba como si la falta de hombres fuera también uno de los fastidios dirigidos contra María Fédorovna—. ¿Y Kutúzov? —dijo ella y su sonrisa aniquiló para siempre a Kutúzov—. Ya ha mostrado muy bien como es. ¿Prozorovski? En nuestro país no hay hombres. ¿Quién es el culpable de esto?
—Aquel al que Dios quiere aniquilar es privado de juicio —dijo el hombre que poseía profundos conocimientos—. Hay muchas razones por las que en nuestro país no hay hombres, dijo él—. Algunos son demasiado jóvenes, otros carecen de posición, a otros no les ha dado tiempo a conseguir el favor del emperador, y sin embargo en el exterior han alistado a las mejores fuerzas revolucionarias.
—Así que usted dice —continuaba Anna Pávlovna— que las fuerzas revolucionarias deben triunfar sobre nosotros, defensores del viejo orden.
—Que Dios me libre de pensar eso —respondió el sabio—, pero sería muy probable que el significado de Bonaparte, aún velado para nosotros, sea más claro para la posteridad. Puede ser que haya sido llamado para aniquilar los reinos que no sigan los preceptos divinos y para mostrarnos claramente cuán vano es este gran mundo. —Y el hombre de profundos conocimientos comenzó a relatar las profecías de Jung Stilling sobre el significado del número apocalíptico cuatro mil cuatrocientos cuarenta y cuatro y que en el Apocalipsis se anuncia precisamente el advenimiento de Napoleón y que él es el Anticristo.
—Yo no he necesitado de libros para llegar a esa conclusión —replicó Anna Pávlovna—, desde el principio percibí que no era un ser humano y en mi libre pensamiento dudaba de si no contradiría a las enseñanzas cristianas el maldecirle, pero ahora siento que mis plegarias y maldiciones de todo corazón se han fundido con las maldiciones que ahora se ha ordenado leer en las iglesias; sí, es el Anticristo, creo en ello y cada vez que pienso en que esa horrible criatura ha tenido el atrevimiento de proponer a nuestro emperador establecer con él una alianza y cartearse como hermanos... Solo le pido a Dios que si no le es dado a Alejandro, como a un san Jorge, aplastar la cabeza de esta serpiente, que por lo menos nunca nos humille reconociéndolo como a un igual. Yo, al menos, sé que no lo resistiría.
Y con estas palabras, saludando con la cabeza, Anna Pávlovna se trasladó al otro grupo, compuesto predominantemente de diplomáticos en el que Pierre reconoció a Mortemart, ya entonces vestido con un uniforme de la guardia real rusa, a Hippolyte que hacía poco había vuelto de Viena, y a Borís, el mismo que tanto le gustara por su sincera explicación en casa de su padre en Moscú. Borís, durante su servicio en el ejército, gracias a las gestiones de Anna Mijáilovna y a su propio agradable y templado temperamento, había tenido tiempo de situarse en el más cómodo puesto. Servía junto al príncipe Volkonski y entonces había sido enviado al ejército del que acababa de volver como correo. Carecía ya de aspecto infantil y por eso parecía aún más agradable y tranquilo. Era evidente que se había adaptado completamente a esa subordinación no escrita que tanto le gustaba, por la que un alférez podía estar por encima de un general. Y en ese momento en la velada de Anna Pávlovna, entre personas importantes y de alto rango, a pesar de su baja graduación y de su juventud, se comportaba de un modo extraordinariamente correcto y adecuado. Pierre le saludó con alegría y se puso a escuchar la conversación general. La conversación trataba de las últimas noticias recibidas de Viena y del gabinete de Viena que nos había negado su ayuda y sobre el que se derramaban los reproches.
—Viena considera que las bases del tratado propuesto son hasta tal punto imposibles que no sería posible llegar a alcanzarlo ni a través de los éxitos más brillantes y duda de los medios a través de los que podremos alcanzar estos éxitos. Esta es la auténtica opinión del gabinete vienes —decía el encargado de negocios sueco, que dominaba el círculo diplomático—. La duda halaga —dijo con una amplia sonrisa.
—Es necesario diferenciar al gabinete vienés del emperador austríaco —dijo Mortemart—. El emperador nunca habría podido pensar así, eso es solamente lo que dice el gabinete.
—Ah, mi querido vizconde —dijo Anna Pávlovna considerando que era necesario que interviniera—. Europa no será nunca nuestra sincera aliada. El rey de Prusia solo ha sido nuestro aliado temporalmente. Tiende una mano a Rusia pero con la otra escribe su famosa carta a Bonaparte en la que le pregunta si se encuentra satisfecho con el recibimiento que se le ha dado en el palacio de Potsdam. No, la razón se niega a comprender tal cosa, es algo increíble.
«Todo sigue igual que hace dos años», pensó Pierre en el mismo instante en el que quiso dar su opinión a Anna Pávlovna sobre ese asunto, aunque el hecho de que el tono y el sentido de la conversación fueran exactamente los mismos que antes, le retuvieron. Riéndose interiormente se volvió hacia Borís, deseando intercambiar sonrisas con alguien, pero Borís, como si no entendiera su mirada, no le devolvió la sonrisa. Él escuchaba con atención como un buen estudiante la conversación de los mayores.
Tan pronto como se pronunciaron las palabras «rey de Prusia», Hippolyte comenzó a fruncir el ceño y a agitarse, preparándose para decir algo y deteniéndose.
—Sin embargo es un aliado —dijo alguien.
—¿El rey de Prusia? —preguntó Hippolyte y se echó a reír.
—Aquí hay un joven que ha visto con sus propios ojos los restos del ejército austríaco, os puede decir que no queda nada de él —dijo Anna Pávlovna señalando a Borís. Borís, hacia el que se volvieron los ojos, confirmó tranquilamente las palabras de Anna Pávlovna e incluso mantuvo la atención general durante unos instantes, al contar lo que había visto en la fortaleza de Glogau, donde había sido enviado.
La conversación se detuvo un instante. Anna Pávlovna ya comenzaba a decir algo cuando Hippolyte la interrumpió y se excusó. Anna Pávlovna le cedió la palabra, pero él se excusó de nuevo y riéndose guardó silencio.
—La espada de Federico el Grande —comenzó a decir Anna Pávlovna, pero de nuevo Hippolyte le interrumpió con las palabras «el rey de Prusia» y se excusó de nuevo. Anna Pávlovna se volvió hacia él con decisión, pidiéndole que continuara. Hippolyte se echó a reír.
—No, nada, solo quería decir... —se echó a reír, repitiendo la broma que había escuchado en Viena y que había estado preparándose toda la tarde para decir—, quiero decir que guerreamos en vano.
Pierre frunció el ceño: el estúpido rostro de Hippolyte le recordaba dolorosamente a Hélène. Alguien se rió. Borís se sonrió cuidadosamente, de tal modo que su sonrisa podía ser tomada como burla o como aprobación de la broma, según fuera recibida esta.
—¡Oh, qué malicioso es este príncipe Hippolyte! —dijo Anna Pávlovna amenazándolo con su amarillo dedo, y se alejó hacia el grupo principal, llevándose consigo a Pierre, que no permitía que se apartara de su lado. Borís les siguió. Pierre hacía mucho tiempo que no acudía a una velada de sociedad, y le resultaba interesante ver qué iba a suceder a continuación. Si se había enterado de muchas cosas interesantes en esos dos grupos, acercándose al tercero, el central y advirtiendo la animación con la que conversaban tuvo la esperanza de escuchar ahí las cosas más importantes e interesantes.
—Dicen que a Gardenberg le han dado la tabaquera incrustada de diamantes y sin embargo al conde N. Ánnenski la banda de primer grado —decía uno.
—Perdone, pero la tabaquera con el retrato del emperador es un premio y no una distinción —decía otro.
—El emperador lo ve de otro modo —le interrumpió severamente otro—. Hay ejemplos en el pasado, puedo nombrarles el caso del conde Schwarzenberg en Viena.
—Pero, conde, eso es imposible —le contradijo otro.
—Sí, es un hecho —intervino Anna Pávlovna con tristeza, tomando asiento, y todos de pronto se pusieron a hablar acaloradamente. Pierre en ese instante tuvo una de esas sensaciones equívocas en las que parece que se está dormido y que todos los que te rodean son parte de un sueño y en cuanto abras los ojos no van a estar ahí, y en el que se puede comprobar si es un sueño o la realidad haciendo algo inhabitual como golpear a alguien o gritar salvajemente. Él probó a gritar y su grito que comenzó roncamente le obligó a despertarse. Convirtió el grito en tos y sin llamar la atención se levantó, y deseando transmitir a alguien su estado alegre y burlón miró en derredor a la animada reunión. «O bien son todos ellos monstruos o el monstruo lo soy yo, pero somos ajenos», pensaba él. El joven Drubetskoi estaba sentado adecuada y respetuosamente algo por detrás del comisionado, y casi inapreciablemente se sonreía cuidadosamente de sus bromas. Pierre recordó vivamente su discusión en esa misma sala dos años antes y se gustó a sí mismo. Recordó también a Andréi que se encontraba allí, su amistad y sus veladas tras la cena. «Gracias a Dios que está vivo. Iré a casa y le escribiré.»
Y sin que lo advirtieran salió en silencio de la habitación. Y en el coche durante todo el trayecto se iba sonriendo en silencio de su vida feliz y plena de interés.
E
N
el año 1807 Pierre emprendió finalmente su viaje al campo, con una finalidad muy bien definida: el beneficio de sus veinte mil campesinos. Este objetivo se subdividía en tres partes: 1) la manumisión, 2) la mejora de su bienestar físico con la construcción de asilos y hospitales, y 3) su bienestar moral con la construcción de escuelas y la mejora del clero. Pero tan pronto como llegó al campo, viendo las cosas sobre el terreno y hablando con los administradores, se dio cuenta de que esa misión resultaba imposible. Y era imposible principalmente por la falta de medios.
A pesar de la riqueza del conde Bezújov todas las posesiones estaban hipotecadas y por eso era imposible liberar a todos los campesinos como era su intención. Pagar esa deuda era imposible dado que no solamente gastaba los 600.000 rublos de ingresos que tenía sino que además todos los años resultaba imprescindible pedir dinero prestado. Entonces se sentía mucho menos rico que cuando recibía su asignación de 10.000 rublos del difunto conde. En líneas generales se hacía confusamente el siguiente presupuesto:
Pagaba al Consejo 80.000 por todas sus posesiones. El sueldo de los administradores de todas sus posesiones ascendía a 32.000. Al príncipe Vasili le había dado 200.000. Había una enorme cantidad de pequeñas deudas. El mantenimiento de la casa de Moscú y de las princesas 30.000. La de las afueras de Moscú 17.000. Las pensiones 16.000. Obras de caridad y peticiones 10.000. La condesa 160.000. Los intereses de las deudas 73.000. La construcción de una iglesia que había comenzado 115.000. La otra mitad, inmensa, que constituía 300.000 rublos, se gastaba sin saber muy bien en qué. Como en la casa de Moscú y en todas sus posesiones halló ancianos con grandes familias que llevaban viviendo veinte años a cuenta de su padre y que se mantenían a su servicio durante toda su vida. Era imposible cambiar esta situación. Queriendo disminuir las caballerizas de Moscú vio a un anciano que estaba empleado como cochero, que ya había estado en Turetchin con el difunto conde.
—¿Tengo muchos caballos, para qué los necesito? —decía Pierre suponiendo que el cochero estaría de acuerdo con sus planes de simplicidad. Pero el cochero decía respetuosamente: «Como ordene» y «¿Puedo marcharme?». Y en su rostro se reflejaba enfado y un mordaz reproche hacia el conde Bezújov, inmaduro, ilegítimo, que no sabía conservar su dignidad, apreciar a la gente y mantener el honor de la casa. Lo mismo sucedía con el jardinero, con las princesas y con el mayordomo. Pierre fruncía el ceño, se mordía las uñas y decía: «Está bien, lo pensaré». Y todo: las caballerizas, el jardín, el invernadero y las princesas, seguían como antes y todo, independientemente del deseo del conde, continuaba a la antigua usanza, costándole a Pierre la mitad de sus ingresos. Antes aún temían que él cambiara las cosas, pero después le conocieron y se esforzaron solo en mostrar enfado y su disposición para la infelicidad en la que él les iba a sumir y sabían que él lo dejaría todo como estaba.
Habiendo llegado a sus principales posesiones de Orlov con el proyecto preparado y aprobado en la logia y por el Benefactor (así llamaban al gran maestro de la logia) de la manumisión de los campesinos y la mejora de sus condiciones físicas y morales, Pierre convocó, además de al administrador principal, a todos los administradores de sus fincas, y les leyó su proyecto. Desarrolló en un largo y docto discurso sus ideas. Les decía que se iban a tomar medidas inmediatas para la liberación de los campesinos de la esclavitud de la servidumbre, que desde ese momento no se debía sobrecargar de trabajo a los campesinos, que no se debía mandar a trabajar a las mujeres con niños pequeños, que se debía prestar ayuda a los campesinos y que los castigos debían consistir en amonestaciones y no ser físicos y que en cada finca debía haber hospitales, asilos, escuelas, etc. Algunos de los administradores (los había incluso analfabetos) escuchaban asustados deduciendo del contenido del discurso que el joven conde no estaba contento con su «guardar y esconder el pan», otros tras el primer susto encontraron divertido el sisear del habla de Pierre y las palabras que escuchaban, nuevas para ellos, otros encontraban simplemente placer en escuchar lo que decía el señor, otros, los más inteligentes entre los que se encontraba el administrador general, comprendieron por ese discurso que se podía hacer caso omiso del señor.