En cuanto al dinero, Anatole se comportaba exactamente del mismo modo. Instintivamente, estaba convencido con toda su alma de que no podía vivir de otra manera que no fuera como él vivía; es decir, con cerca de veinte mil rublos al año, lo cual era una de las condiciones naturales de su vida, como el agua para un pato. Aunque no muy a menudo —el príncipe Vasili pensaba lo mismo y comprendía que no había nada de qué discutir—, su padre se quejaba y reprochaba su conducta. Pero tragándose sus palabras, acababa dándole dinero y se obligaba a hacer gestiones ante el zar. Además, Anatole estaba persuadido de que era inevitable vivir con menos de veinte mil rublos al año, pues sentía que no tenía bajas pasiones. No era jugador, no despilfarraba con las mujeres (estas le habían malacostumbrado de tal modo, que no comprendía cómo era posible pagarlas por hacer lo que tanto deseaban), no era ambicioso (más de cien veces había irritado a su padre por arruinar su carrera, burlándose de todos los honores). No era tacaño (o eso pensaba) y no ahorraba; derrochaba el dinero en todas partes y estaba lleno de deudas.
¿Cómo podía no tener a su servicio dos ayudantes de cámara? Si ganar premios en las carreras era de su ocurrencia, ¿cómo podía no poseer un caballo de carreras? ¿Cómo no tener un carruaje, cuentas en el sastre, en la perfumería, en el abastecedor de charreteras y etcétera, de mil rublos cada una al año? Él no podía ni ponerse a pensar en ello ni llevar el uniforme gastado. Y sobre todo, ¿cómo podía no descorchar una botella con sus amigos y no invitarles a comer o a cenar? Parecía no hacer con esto mal a nadie. No podía dejar de enviar un ramo de flores y una pulsera a las mujeres hermosas en agradecimiento a su atención, tras despedirse de ellas. Entre los juerguistas, entre los «hombres magdalena», existe el oscuro sentimiento de su inocencia, basado también, como en las mujeres magdalena, en la esperanza del perdón. «A ella se le perdonará todo, porque ha amado mucho. Y a él se le perdonará todo, porque se ha divertido mucho sin hacer mal a nadie.» Así piensan —o más bien, sienten en lo más profundo de su alma— los juerguistas, y Anatole, a pesar de su incapacidad para entender las cosas, lo sentía más que ningún otro porque era un juerguista totalmente sincero que lo sacrificaba todo por la alegría bondadosa. No era como otros parranderos, ni siquiera como Vaska Denísov, para quienes las puertas de la vanidad y de la alta sociedad, de la riqueza y de la felicidad del matrimonio estaban cerradas, y por ello exageraban sus orgías. No era de los que como Dólojov, recordaban siempre las ganancias y las pérdidas; no quería saber nada con sinceridad, excepto satisfacer sus gustos, de los que los principales eran las mujeres y el jolgorio. Por todo ello, creía firmemente que eran los demás los que deberían preocuparse de él y colocarle en buenos puestos, y que siempre debiera disponer de dinero. Todo había sucedido en realidad así, como suele ocurrir en la vida. En los últimos tiempos en San Petersburgo y Gatchin, Anatole se había endeudado tanto que sus acreedores comenzaron a importunarle, a pesar de su especial tolerancia con él. Mientras tanto, los disuadía con su cara bonita, sacando pecho, sonriendo y diciendo: «Dios mío, ¿qué voy a hacer?». Pero ahora empezaban a echársele encima. Fue a ver a su padre y, sonriendo, dijo: «Papá, tengo que acabar con todo esto. No me dejan tranquilo».
Después fue a visitar a su hermana.
—¿Qué significa esto? ¡Déjame dinero!
Su padre ululó y por la tarde pensó:
—Ve a Moscú. Escribiré y te darán un puesto. Puedes vivir en la casa de Pierre, no te costará nada.
Anatole marchó y empezó a vivir alegremente en Moscú y a reunirse con Dólojov, junto con el que introdujo un cierto tipo de donjuanismo masónico.
Al principio, Pierre recibió a Anatole de mala gana por los recuerdos que en él despertaba el aspecto físico de Anatole, pero después se acostumbró a su presencia. De vez en cuando le acompañaba a sus orgías con los músicos cíngaros, le prestaba dinero e incluso le cogió aprecio. Era imposible no querer a aquel hombre cuando se le conocía de cerca. Ninguna baja pasión habitaba en él; no era codicioso, ni soberbio, ni ambicioso, ni envidioso, y menos aún sentía odio por alguien. Nunca hablaba ni pensaba mal de nadie. «Para no aburrirme mientras tanto», era la idea con la que expresaba lo único que necesitaba.
Sus compañías en Moscú eran distintas a las de Dólojov. El principal círculo de amistades de Anatole radicaba en la sociedad que se reunía en los bailes y entre las actrices francesas, particularmente mademoiselle Georges.
Se movía en sociedad, asistía a los bailes y participaba vestido de caballero en las fiestas de disfraces que entonces organizaba la alta sociedad. Frecuentaba incluso las funciones teatrales caseras, pero los planes del príncipe Vasili de casarle con una rica heredera estaban lejos de materializarse. Los momentos más agradables para Anatole en Moscú tenían lugar cuando tras asistir a un baile o incluso despedirse de la compañía de mademoiselle Georges —de la que era un amigo muy allegado—, se iba a casa de Talmá, a la de Dólojov, a la propia, o con los gitanos. Tras quitarse el uniforme se ponía manos a la obra: beber, cantar o rodear con sus brazos a una gitana o una actriz. En este caso, los bailes y la sociedad actuaban en él como una excitación restrictiva ante el desenfreno nocturno. Sus fuerzas y su aguante en el transcurso de esas noches insomnes y ebrias asombraban a todos sus camaradas. Después de una noche semejante podía acudir al día siguiente a una comida de sociedad tan fresco y apuesto como siempre.
En sus relaciones con Dólojov, por parte de Anatole existía una ingenua y pura amistad en la medida en que él era capaz de experimentar ese sentimiento. Por parte de Dólojov, la amistad era interesada. Mantenía a su lado al licencioso Anatole Kuraguin y le dirigía según sus necesidades.
Dólojov necesitaba de Anatole su buen nombre, la nobleza de sus contactos y su reputación para moverse en sociedad y hacer frente a sus cuentas en el juego, ya que había comenzado a jugar de nuevo. Pero lo que más le hacía falta de él era predisponerle a su favor y dirigirle a su antojo. El mismo proceso en sí de dirigir una voluntad ajena suponía para Dólojov un placer, una costumbre y una necesidad. Solo durante sus infrecuentes arrebatos de crueldad y escándalos se olvidaba Dólojov de sí mismo, pues siempre se mostraba como el más frío y calculador de los hombres, que gustaba sobre todo de despreciar a la gente y obligarles a actuar al dictado de su voluntad. Así había dirigido a Rostov y ahora dirigía a Anatole, aparte de otros muchos. A veces se entretenía con ello incluso sin motivo aparente, como si únicamente estuviera cogiéndole el tranquillo.
Natasha había causado una honda impresión en Kuraguin. Ni él mismo sabía por qué le había hecho la corte.
Aunque había sido invitado, no acudió a casa de la tía de los Rostov. En primer lugar, porque no la conocía; segundo, porque el anciano conde, siempre poco natural respecto a las muchachas, consideraba indecoroso invitar a un juerguista tan célebre; tercero, porque no era del agrado de Anatole visitar una casa donde hubiera señoritas. Durante el baile, Anatole permaneció en casa, pero en el estrecho círculo del hogar se sentía incómodo.
Anatole no pensaba, porque no podía imaginarse qué habría de resultar de su galanteo con Natasha.
Al tercer día después del encuentro en el teatro, fue a comer a casa de su hermana, que había llegado de San Petersburgo recientemente.
—Estoy enamorado. Voy a enloquecer de amor —le dijo a su hermana—. Es encantadora. Pero no se dejan ver en ningún sitio. ¿Qué pasaría si les hago una visita? Me casaría con ella ahora mismo, ¿eh? No, tienes que organizármelo de algún modo. Invítales a comer o, no sé, organiza una velada.
Hélène escuchaba a su hermano alegremente y con aire de burla, incomodándole. Le encantaba sinceramente ver a los enamorados y seguir el proceso de enamoramiento.
—¡Has caído! —dijo ella—. No, no les llamaré; son muy aburridos.
—¡¿Aburridos?! —contestó horrorizado Anatole—. Ella es un encanto: es una diosa.
A Anatole le gustaba esa expresión. Durante la comida permaneció en silencio, suspirando. Hélène se reía de él. Cuando Pierre hubo salido del salón (Hélène sabía que él no aprobaría una cosa así), le comunicó a su hermano que estaba preparada para compadecerse de él y que al día siguiente mademoiselle Georges declamaría en su casa, que habría una velada y que invitaría a los Rostov.
—Tan solo ten presente que no debes hacer travesuras de las tuyas. La invito bajo mi responsabilidad y, según dicen, ya está prometida —dijo Hélène, deseando que su hermano hiciese precisamente alguna travesura.
—¡Eres la mejor de las mujeres! —gritó Anatole, besando a su hermana en el cuello y en los hombros—. ¡Qué pies! ¿Los has visto? Es un encanto.
—Encantadora, encantadora —dijo Hélène, a quien Natasha le había gustado sinceramente y deseaba de veras que pasara un buen rato.
Al día siguiente, los caballos grises de Hélène llevaron su carreta hasta la casa de los Rostov. Con aspecto lozano por el frío y con una sonrisa resplandeciente que asomaba entre sus pieles de marta, entró presurosa y animada en el salón.
—No, querido conde. Lo suyo no tiene parangón. ¿Cómo se puede vivir en Moscú y no salir a ningún sitio? No, no se lo permitiré. Hoy por la tarde mademoiselle Georges declamará en mi casa, y si no trae consigo a sus dos bellas jóvenes, que son mucho mejores que mademoiselle Georges, no querré saber nada más de usted. A las nueve en punto, no falten.
Al quedarse a solas con Natasha, tuvo tiempo de decirle:
—Ayer mi hermano estuvo comiendo en mi casa. Me moría de la risa. Apenas comió nada y suspiraba por usted, querida mía. Está loco, loco de amor por usted.
Natasha se ruborizó. «¿Por qué me cuenta todo esto? —pensó—. ¿Qué tengo yo que ver con alguien que suspira por mí si ya tengo a mi prometido?»
Pero Hélène, pareciendo adivinar las dudas de Natasha, añadió:
—No deje de venir. Distráigase. No debe vivir como una monja solo porque ame ya a alguien, encanto mío (así era como llamaba a Natasha). Incluso en el caso de que ya esté prometida, estoy segura de que su novio preferiría que se dejara ver en sociedad durante su ausencia antes que morir de aburrimiento.
«¿Qué significa esto? Sabe que estoy prometida, pero me habla del amor de Anatole... Ha hablado de ello con su marido, con Pierre, y se habrán reído. Y ella, una señora tan agradable, evidentemente me quiere con todo su corazón.» (Natasha no se confundía en este punto: a Hélène le gustaba de veras.) «Ellos lo sabrán mejor que yo —pensó Natasha—. ¿Quién puede prohibir a alguien que se enamore? ¿Por qué no he de divertirme?»
E
L
iluminado salón de la mansión de los Bezújov estaba repleto de gente. Anatole permanecía junto a la puerta, sin duda esperando la llegada de Natasha. Cuando esta se produjo, enseguida se le acercó y no se apartó de ella durante toda la tarde. Nada más verle, esa misma desagradable sensación de temor y de ausencia de barreras la invadió de nuevo. Mademoiselle Georges lucía un chal de color rojo sobre uno de sus hombros y estaba de pie en medio del salón. Miró severa y sombríamente a su público y comenzó a recitar el monólogo de Fedra, en el que ya alzando la voz, ya susurrando, levantaba su cabeza con solemnidad. Todos susurraban: «¡Admirable!, ¡divino!, ¡maravilloso!».
Pero Natasha no acertaba a comprender ni oír nada. No veía nada hermoso, excepto las magníficas manos de mademoiselle Georges, las cuales, no obstante, eran demasiado regordetas. Estaba sentada casi al final y Anatole se encontraba detrás de ella. Asustada, esperaba algo. A veces sus ojos se encontraban con los de Pierre, que estaban severamente fijos en ella y que siempre se apartaban cada vez que tropezaban con su mirada. Después del primer monólogo, todos los presentes se levantaron y rodearon a mademoiselle Georges, expresándole su admiración.
—¡Qué bella es! —dijo Natasha, por decir alguna cosa.
—No me lo parece, cuando la miro a usted —dijo Anatole—. Ahora ha engordado. ¿Ha visto su retrato?
—No, no lo he visto.
—¿Desearía verlo? Está en aquella habitación.
—¡Ah, sí! Véanlo —dijo Hélène al pasar junto a ellos—. Anatole, enséñaselo a la condesa.
Se levantaron y entraron en la galería de cuadros contigua. Anatole cogió el candelabro de bronce de tres velas e iluminó el retrato. De pie junto a Natasha, sosteniendo en alto el candelabro con una mano, Anatole inclinaba la cabeza y miraba a su cara. Natasha deseaba contemplar el retrato, pero le daba vergüenza fingir: el retrato no le interesaba en absoluto. Bajó la mirada y luego miró a Anatole. «No veo nada. No tengo nada que ver en el retrato», parecían decir sus ojos. Él, sin bajar el candelabro, rodeó a Natasha con su brazo izquierdo y le dio un beso en la mejilla. Ella, sintiendo miedo, se quitó de encima su brazo. Deseaba decir alguna cosa y que estaba ofendida, pero no podía y no sabía cómo. Estaba a punto de llorar y, ruborizada y temblando, salió apresuradamente de la sala.
—Una palabra, solo una, por amor de Dios —decía Anatole, saliendo tras ella.
Natasha se detuvo. Tan necesario le era que él dijera esa palabra que hubiese explicado lo sucedido.
—Natalie, una palabra. Solo una palabra —no cesaba de repetir. Pero en ese instante se oyeron unos pasos, y Pierre e Iliá Andréevich, acompañados de una dama, entraron también en la galería.
En el transcurso de la velada, Anatole Kuraguin tuvo tiempo de decirle a Natasha que la amaba, pero que era un hombre desgraciado porque no podía acudir a su casa de visita (no dijo el motivo, y Natasha no se lo preguntó). Le suplicó que visitara a su hermana, para así poder verla al menos de vez en cuando. Natasha le miró asustada y no respondió nada. Ni siquiera ella misma comprendía qué era lo que le estaba pasando.
—Mañana, mañana se lo diré.
Después de aquella tarde, Natasha no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Ya hacia la madrugada, decidió que nunca había amado al príncipe Andréi, sino solamente a Anatole y así se lo diría a todos: a su padre, a Sonia y al príncipe Andréi.
Su actividad psicológica interna, que contrahacía las causas razonables al amparo de los hechos consumados, le condujo a pensar: «¡Si después de esto he podido al despedirme responder con una sonrisa a su sonrisa; si he podido admitir que desde el primer instante le he amado siempre solo por ser caballeroso y magnífico, y que nunca he querido al príncipe Andréi!». Pero un cierto temor la envolvió al pensar cómo podría decir lo que pensaba. Al día siguiente por la tarde recibió a través de una doncella una apasionada carta de Anatole, en la que le pedía que contestase a la pregunta de si le amaba o no, si debía morir o vivir, y si deseaba confiar en él. En caso afirmativo, la esperaría al día siguiente por la tarde junto a la puerta del servicio y se la llevaría para casarse canónicamente en secreto con ella. Si no, entonces no podría seguir viviendo.