Pierre seguía pensando que él era distinto, que no se podía quedar en esa categoría, que aquello era un compás de espera (un compás de espera en el que entraban miles de personas con la dentadura completa y todo el cabello, y salían del Club Inglés de Moscú desdentados y calvos), y que muy pronto empezaría a actuar. .. En este enfoque de la vida, su amigo Andréi y él eran contrarios hasta la extrañeza. Pierre siempre habría querido hacer algo; consideraba que la vida sin un fin razonable, sin lucha y sin actividad, no era vida. Nunca había sabido hacer lo que hubiera deseado, y simplemente vivía sin hacer mal alguno a nadie y complaciendo a muchos. Por el contrario, el príncipe Andréi desde muy joven consideraba que su vida estaba acabada, y decía que sus únicos deseos y objetivos consistían en llegar a vivir el resto de sus días sin causar mal a nadie y sin estorbar a sus más íntimos. Y en lugar de ello, sin saber por qué, se entregaba con tesón en cada asunto, atrayendo a los demás a la actividad en cuestión.
Pasado un año, Pierre se convirtió en un auténtico moscovita. Se acostumbró a vivir en Moscú, donde comenzó a hallar calma y cordialidad, como si fuese un viejo traje usado del que nunca hay una razón para desprenderse, por muy gastado que esté. Por muy extraña que le resultase la casa de su esposa, por muy desagradable que fuera la constante cercanía de Hélène, quizá era esa misma irritación hacia ella la que todavía le contenía y apoyaba. Cuando a finales de abril Hélène marchó a Wilno, adonde se trasladaba la corte, Pierre se sintió horriblemente apenado y, sobre todo, confundido. Se sumió, con una diferencia de siete años de edad y experiencia, prácticamente en aquel mismo estado en que se hallaba en San Petersburgo.
En su fuero interno, se elevó con la fuerza de antaño la consciencia del amor hacia el bien y la justicia, el orden y la felicidad. Adaptando su propia vida ajena a esa percepción, se quedó perplejo ante la inconsistencia de la vida, tratando de cerrar los ojos ante toda la difusa confusión que se le mostraba, mas no pudo. «¿Qué era lo que se estaba fraguando en el mundo? —pensaba constantemente, urdiendo en su interior un ideal de justicia, orden, felicidad y racionalidad—. Odio y desprecio a esa mujer, estoy atado a ella por siempre como un presidario, con una cadena de la que cuelga el peso del honor y el nombre. Estoy atado a ella y ella está atada a mí. Su amante Borís la repudiará para casarse con una mujer estúpida y aburrida, y después echará a perder todos los buenos sentimientos para ponerse al mismo nivel que su esposa; ella es rica, y él es pobre. El viejo Bolkonski ama a su hija y por ello la atormenta; ella ama el bien y por eso es desgraciada, como las piedras. Speranski era una persona sensata y capaz: le destierran a Siberia. El zar era amigo de Napoleón, y ahora nos ordena maldecirle. Los masones hacen juramento al amor y la misericordia, pero no pagan las cuotas para los pobres y enfrentan a Astrea contra los buscadores del Maná. Se pegan por conseguir el delantal de la logia escocesa. Y yo no comprendo todo este embrollo, veo que el nudo está muy enredado y enmarañado, y no sé cómo desliarlo; es más, solo sé que no se debe deshacer.»
En este estado, a Pierre le gustaba sobremanera comprar periódicos y leer las noticias de la crónica política. «Lord Pitt habla del pan sin pensar en él. ¿Para qué habla Bonaparte de la amistad? Todos mienten sin saber por qué. Pero tengo que meterme en algún sitio», pensaba Pierre. Experimentaba la desgracia de muchas personas, especialmente los rusos, que tienen la capacidad de ver y creer en la posibilidad del bien y la verdad, y de advertir con demasiada claridad la mentira y el mal de la vida. Por eso, se desprendió de la salvación intelectual de esa tortura: los asuntos y el trabajo. A sus ojos, el trabajo, en cualquiera de sus ámbitos, se unía al mal y al engaño. Si trataba de comportarse como un filántropo y veterano liberal, la mentira y el mal pronto le apartaban de sus intenciones. Al mismo tiempo, una profesión, una ocupación, era algo necesario para Pierre, como son doblemente necesarios para cada hombre. Por una parte, a decir verdad, la persona que utiliza los bienes de la sociedad, debe él mismo trabajar para devolver a la sociedad lo que ha obtenido de ella. Por otra, la especialidad personal es necesaria, porque quien no esté activo observará toda la confusión de la vida y enloquecerá o morirá al contemplarla. Como la cobertura bajo el fuego enemigo, tal y como contaba a Pierre el príncipe Andréi: había quien hacía cestitas de mimbre, quien construía, quien ponía vallas a las casas, quien reparaba las botas. Era demasiado horrible estar bajo las balas para no hacer nada. Era demasiado horrible estar bajo la vida para no hacer nada.
Y Pierre necesitaba hacer algo. Y lo hizo. Manteniendo vivo únicamente de la masonería el misticismo, leía y leía libros de autores místicos. Descansaba de la lectura y las ideas entregándose a la charlatanería en los salones y en el club. Después de comer y hacia la noche, bebía bastante. Para Pierre, la necesidad de beber vino residía de nuevo en la coincidencia de dos motivos antagónicos que confluían en uno. Beber vino comenzó a ser para él una necesidad física cada vez más acuciante. Sin darse cuenta, se bebía de un trago los vasos de Halitaux Margot (su vino preferido) y se sentía bien, a pesar de que los médicos le habían advertido que, debido a su corpulencia, el alcohol le era perjudicial. Al mismo tiempo, solamente cuando se bebía un par de botellas percibía que el terrible y complicado nudo de la vida no era tan pavoroso. Ya fuera charlando, atendiendo a conversaciones, o leyendo después de comer y cenar, ese nudo en cualquiera de sus aspectos centelleaba incesantemente en su imaginación. Y se decía a sí mismo: «No es nada. Lo desharé. Tengo preparada una explicación, pero ahora no tengo tiempo; después pensaré en ello. Está todo claro». Y ese después no llegaba nunca. Y Pierre temía más que nunca a la soledad.
Se salvaba de la vida con el vino, la compañía y la lectura. A veces pensaba en lo que le contaba el príncipe Andréi de los soldados, afanosamente ocupados bajo las balas, y toda la gente le parecía ser como esos soldados poniéndose a cubierto de la vida: había quien lo hacía a través de la ambición, quien con el juego, quien escribiendo leyes, quien con las mujeres, quien con juguetes como los caballos y la caza. «Lo importante es no
verla
, no ver esa horrible vida», pensaba Pierre.
Así era Pierre en el secreto de su alma, de cuyos sentimientos no hablaba a nadie, y de los que nadie sospechaba. Pero para todos los demás, en particular para la sociedad moscovita, desde las viejas hasta los niños, Pierre era recibido como el amigo al que se espera desde largo tiempo y para el que siempre hay un sitio reservado. Para ellos, Pierre era el más simpático, bueno, inteligente, alegre y generoso de todos los hombres extravagantes; un señor ruso a la antigua, desenvuelto y cordial. Su monedero siempre estaba vacío porque lo abría a todo el mundo. Si no hubiera sido por las buenas personas que aprovechando su posición financiera, se dirigían a él sonriendo como a un niño, poniéndolo a su cargo en cuanto a las finanzas se refiere, hacía tiempo que se hubiera convertido en un indigente. Donaciones, cuadros de poco valor, estatuas, sociedades benéficas, colegios, iglesias, libros... no negaba nada. Y si no hubiera sido por dos amigos a los que había prestado mucho dinero y que se ocupaban de él, lo habría regalado todo. En el club no había comidas ni veladas que no contasen con su presencia. Todos le rodeaban y enredaban con discusiones, charlas y chistes en cuanto ocupaba su sitio en el diván tras beberse dos botellas de Margot. Donde había una riña, reconciliaba a las partes con una sonrisa bondadosa y un chiste oportuno. Acudía a todos los bailes, y si faltaban caballeros, se ofrecía como pareja de baile. Divertía e inquietaba a las viejecitas, y con las señoritas jóvenes se mostraba sabiamente amable. No había nadie que contara las historias con tanta gracia y que escribiera mejor los álbumes. En los concursos de pies forzados con V. L. Pushkin y P. I. Kutúzov, componía sus versos antes que ellos y resultaban siempre más divertidos. «Es una maravilla. No tiene sexo», comentaban sobre él las damas jóvenes. Las logias masonas resultaban aburridas e indolentes cuando Pierre no acudía a ellas. Solamente en la más secreta profundidad de su alma, Pierre se decía a sí mismo, dando explicación a su desenfrenada vida, que no se había convertido en lo que era porque la naturaleza le hubiese arrastrado a ello, sino porque estaba desgraciadamente enamorado de Natasha y reprimía ese amor.
Pierre llevó una vida muy animada en Moscú en el invierno de 1810 a 1811. Al igual que en San Petersburgo, conocía a todo el mundo y frecuentaba los más diversos salones de la sociedad moscovita, divirtiéndose en todos ellos. Visitaba a los ancianos y a las ancianas, quienes le tenían en alta estima. En los bailes de la alta sociedad, se forjó una opinión de personaje estrafalario, muy inteligente y distraído, pero divertido. Junto con sus antiguos camaradas, salía de parranda y excursión por Moscú con músicos cíngaros y demás francachela. Entre sus amigos se contaban Dólojov, con el que de nuevo había reanudado su amistad, y su cuñado Anatole Kuraguin.
A
principios del invierno, el príncipe Nikolai Andréevich y su hija llegaron de nuevo a Moscú. Por su pasado, por su inteligencia y originalidad, y sobre todo a causa del debilitamiento de su entusiasmo por el reinado del zar Alejandro I, de la hostil influencia francesa y de las corrientes de opinión patrióticas que imperaban en aquel momento en Moscú, el príncipe Nikolai Andréevich enseguida se convirtió en objeto de respeto y fidelidad por parte de los moscovitas y en el centro de la oposición de Moscú al gobierno.
El anciano príncipe había envejecido mucho en ese año, se podía ver tanto en su aspecto como en las tristes señales de la vejez: la somnolencia intempestiva, el olvido de acontecimientos recientes y la buena memoria para los lejanos, y principalmente, en esa infantil vanidad con la que asumía el papel de jefe de la oposición y con la que recibía las ovaciones de los moscovitas. Pero a pesar de todo, cuando el anciano, especialmente por las tardes, aparecía a la hora de tomar el té con sus pieles y su empolvada peluca y comenzaba —incitado por alguien— a relatar entrecortadamente el pasado, o de manera aún más intermitente a contar sus drásticas opiniones sobre el presente, uno no podía dejar de admirarse por una mente, memoria y exposiciones tan lúcidas.
Para los visitantes, toda su antigua mansión con sus enormes espejos de entrepaño y muebles de estilo prerrevolucionario, los lacayos empolvados y el mismo anciano enérgico que su dulce hija y la linda señorita francesa veneraban, constituían un espectáculo majestuoso y agradable. Pero quienes la visitaban no pensaban que además de las dos o tres horas durante las que veían a los dueños, existieran otras veintiuna en las que transcurría su misteriosa vida íntima doméstica. Y esa vida doméstica se había tornado tan dura para la princesa María, que ya no se ocultaba a sí misma el peso de su situación, y rogaba a Dios que la ayudara. Si su padre la hubiera obligado a hacer reverencias todas las noches, si la hubiera pegado, forzado a arrastrar haces de leña e ir a por agua, no hubiera pensado que su situación era difícil. Pero aquel afectuoso torturador, el más cruel de todos, pues por amarla se martirizaba a sí mismo y a su hija, intencionadamente y con la astucia de la maldad sabía ponerla en la tesitura de elegir entre dos opciones insoportables.
Él era consciente de que la principal preocupación de su hija consistía en que su hermano Andréi recibiese el consentimiento para contraer matrimonio. Además, la fecha de su llegada se aproximaba, por lo que dirigía todos sus ataques a ese espinoso punto con la perspicacia propia del amor-odio. Cuando en un primer instante le vino a la cabeza la idea o burla de que si Andréi se casaba, él se casaría con Bourienne y se dio cuenta de lo dolorosamente que golpearía a la princesa María, la idea le agradó. Y en los últimos tiempos —así le parecía a la princesa María— mostraba con especial obstinación su cariño por mademoiselle Bourienne, manifestando a su hija su descontento de esta manera. Un día, la princesa María vio en Moscú (le pareció que su padre obraba así en su presencia a propósito) cómo el viejo príncipe besaba la mano de mademoiselle Bourienne. La princesa María montó en cólera y salió de la habitación. Al cabo de unos minutos, la señorita Bourienne entró en su habitación y propuso que fueran juntas a ver al anciano príncipe. Al ver a mademoiselle Bourienne, la princesa contuvo sus lágrimas, se puso en pie de un salto, y sin recordar ella misma con qué palabras, le espetó a la francesa que saliese de su habitación. Al día siguiente, Lavrushka, el lacayo, que no había servido el café a tiempo a la francesa, fue llamado aparte y se le exigió que fuera deportado a Siberia. Cuántas veces en este tipo de situaciones la princesa María recordaba las palabras de Andréi sobre a quién hacían mal los derechos de la servidumbre. El príncipe dijo delante de ella que él no podía exigir el respeto de las personas hacia su amiga Amélie Evguénevna si su hija se permitía perder los estribos delante de ella. La princesa María pidió perdón a Amélie Evguénevna para salvar a Lavrushka del destierro. Ya no existía el consuelo anterior del monasterio y la peregrinación. No tenía amigas. Julie, con la que había mantenido correspondencia durante cinco años, le resultó completamente extraña cuando la princesa se reunió con ella. En ese tiempo, Julie, que tras la muerte de sus hermanos se había convertido en uno de los mejores partidos de Moscú, se encontraba en pleno apogeo del disfrute de los placeres mundanos. Aparecía siempre rodeada de jóvenes que la conocían de mucho tiempo atrás y que, según pensaba ella, finalmente habían apreciado sus cualidades. Julie se hallaba en ese período en que las señoritas de la alta sociedad sienten que envejecen y que les ha llegado la última posibilidad de casarse; ahora o nunca.
Los jueves, la princesa María recordaba con una sonrisa triste que ya no tenía a quien escribir, pues Julie —cuya presencia no le causaba ninguna alegría— estaba en Moscú y se veían cada semana. Recordaba cómo un viejo emigrado renunció a casarse con la dama con la que pasaba las tardes porque «¿dónde iba entonces a pasar las tardes?». La sociedad mundana no existía para la princesa María; de todos era sabido que su padre no le permitía frecuentarla, por lo que no la invitaban. Ella decía que no podía dejar solo a su enfermo padre y todos admiraban su amor y su entrega a él. Muchos enviaban casamenteros para sus hijos, ya que Julie y ella eran en ese momento los mejores partidos de Moscú. Pero desde que se instalaron en Moscú, el príncipe Nikolai Andréevich se burló y trató como un trapo a todos los jóvenes que les visitaban, de tal manera que ya nadie se presentaba en su casa.