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24 de agosto, Beausset, el chambelán del emperador de los franceses, y el coronel Fabvier llegaron, el primero de París y el segundo de Madrid, al cuartel general de Napoleón en su parada en Borodinó. Después de ponerse el uniforme de chambelán, el señor Beausset ordenó que le trajeran la caja con el retrato que le había traído al emperador y entró en la casa que este ocupaba. Era la casa del distrito de Mozháisk, del hacendado I. G. Dúrov. El emperador Napoleón había pasado la noche en lo que había sido el despacho de Dúrov, donde en las ventanas aún había platos con enormes espigas de trigo y un jarrón y en el que estaba colgado el retrato del padre de Dúrov en un marco dorado. En la sala de recepciones, que había sido sala de estar, ya se agolpaban los cortesanos. El señor Beausset, recién llegado, respondió en tono de broma a las preguntas que le hacían acerca de las damas de París. El coronel Fabvier les contó los asuntos de España y preguntó sobre el curso de la campaña moscovita. Alguno, riéndose, narraban las rarezas de Moscú, un general contaba en susurros, junto a la ventana, que la campaña era demasiado larga, que la línea era demasiado extensa, que en las tropas había mucho desorden, los convoyes eran enormes y tres días antes en Gsatska muchos mariscales habían expuesto a Napoleón la necesidad de detenerse y pasar el invierno en Smolensk, pero que al parecer la suerte había decidido otra cosa. El emperador había dicho, como anticipándose: «Si mañana hace mal tiempo, escucharé vuestro consejo y me quedaré en Smolensk, pero si hace bueno, seguiré adelante; el tiempo fue excelente y aquí estamos, a las puertas de Moscú». «Dios sabe, Dios sabe, qué saldrá de todo esto», decían los generales, que lo veían todo muy negro. Pero en ese momento se acercó a Fabvier un conocido suyo y le contó, como si fuera una alegre broma, un suceso acaecido la víspera, con los carros de un mando de la vanguardia del ejército.
El emperador había ordenado unas cuantas veces que no se llevaran cosas superfluas en los carruajes y el día anterior había tropezado con un precioso coche, completamente lleno de los efectos personales del general Jouber. Era un precioso coche polaco, que el general llevaba a Wilno. «E imagínate, querido, que el emperador ha ordenado prender fuego al coche, con todos los trastos... Había que ver la cara del pobre general... Fue muy cómico, querido.»
Mientras tanto el emperador Napoleón estaba terminando con su higiene matutina, calzaba zapatos y medias cortas, que le cubrían las gruesas pantorrillas y estaba sin camisa, con el grueso estómago al aire, sobre el que le colgaban unos pechos como de mujer cubiertos de pelo. Un ayuda de cámara rociaba con colonia su grueso cuerpo y el otro frotaba con un cepillo la espalda de Su Majestad. Los cortos cabellos estaban mojados y enmarañados en la frente. Napoleón resopló y dijo: «Más fuerte».
—Decidle al señor Beausset y también a Fabvier, que me esperen.
Los dos ayudas de cámara vistieron con rapidez a Su Majestad y él salió alegre, animado, con paso rápido y firme. El señor Beausset se apresuró con la ayuda de otros a desenvolver el paquete que traía. Era un retrato del hijo del emperador, el rey de Roma (palabras que tanto gustan de repetir acerca del hijo de Napoleón y que tanto se le atribuyen, seguramente por la precisa razón de que no tienen ningún sentido), pintado por Gerar. Había que colocarlo sobre las sillas (las mismas sobre las que se habían montado a caballito los hijos de Dúrov) para que el emperador lo viera al entrar.
Pero el emperador se vistió con tal inesperada rapidez, que los cortesanos temieron que no les fuera a dar tiempo. Napoleón estaba del mejor humor. Al entrar se dio cuenta de lo que estaban haciendo, pero no quiso privarles del placer de darle una sorpresa. Hizo como si no lo viera y se dirigió a Fabvier, le llamó aparte y se puso a preguntarle sobre los detalles de la batalla de Salamanca. Napoleón escuchó en silencio, frunciendo el ceño, lo que le contaba Fabvier acerca de la valentía y la fidelidad de sus tropas, que luchaban en el otro extremo de Europa y que tenían un solo pensamiento: ser dignos de su emperador, y un solo miedo: no complacerle. El resultado de la batalla había sido lamentable. «No podía ser de otro modo sin mi presencia —pensó él—. Da igual. Lo solucionaré desde Moscú.»
—Hasta pronto —le dijo a Fabvier y llamó a Beausset.
Beausset hizo una de esas profundas reverencias francesas, que solo sabían hacer los antiguos sirvientes de los Borbones, se acercó y le entregó un sobre. Napoleón estaba de buen humor porque al parecer los rusos iban a aceptar la batalla y estaba contento como un niño que hubiera esperado durante mucho tiempo la ocasión de echar una carta, y sin preguntar si la carta gana o no, ya está contento porque piensa que ganará y porque ha llegado el momento de echar la carta. Además, el campo de batalla estaba a orillas del río de Moscú. Moscú, con sus innumerables iglesias, a la que Napoleón sabía que llegaría. Lo sabía. Napoleón se dirigió alegre a Beausset y le tiró de la oreja.
—Se ha dado prisa. Me alegra mucho. Bueno, ¿qué es lo que dice París?
—París se lamenta de su ausencia —respondió Beausset, como era preciso. Pero eso ya era bien sabido por Napoleón y no merecía la pena hablar de ello.
—Lamento mucho haberle hecho venir tan lejos.
—No esperaba menos, señor, que encontrarle a las puertas de Moscú —dijo Beausset.
Napoleón sonrió y extendió la mano. Uno de sus ayudantes de campo más importantes acudió con una tabaquera dorada y se la presentó. Napoleón cogió un pellizco de polvo y aspiró.
—Ha tenido suerte, ya que le gusta viajar —dijo Napoleón bromeando—, dentro de tres días verá Moscú.
Beausset hizo una reverencia para agradecer la atención.
—¡Oh! ¿Qué es eso? —dijo Napoleón, al darse cuenta de que todos los cortesanos miraban a un vistoso retrato del rey de Roma, que recordaba al niño de Murillo y al Cristo de Rafael y levemente al rostro del niño que había sido retratado. Napoleón quería seguir conversando con Beausset y alardear frente a él de su campaña y su conquista de Moscú, la ciudad asiática de las innumerables iglesias. Pero no era posible, todos esperaban el efecto de la sorpresa. Napoleón tuvo que volverse hacia el retrato y con su aptitud italiana para cambiar la expresión a voluntad, se acercó a él y adoptó un semblante pensativo y tierno. Sentía que lo que dijera e hiciera entonces, sería historia. Sintió que lo mejor que podía hacer, él con su grandeza, el gran emperador, el gran ejército, las pirámides, Moscú con sus estepas; lo mejor que podía hacer era demostrar, en contraposición con la grandeza, la más sencilla ternura paterna. Sus ojos se enturbiaron, se apartó un poco, miró a una silla que inmediatamente fue colocada debajo de él y se sentó en ella frente al retrato. Ante un gesto suyo todos salieron de puntillas dejándole solo a él y a su emoción de gran hombre. Después de estar un rato sentado tocando con la mano, sin él mismo saber por qué, la rugosidad del resalte, se levantó, llamó al servicio y fue a desayunar. Durante el desayuno, como de costumbre, estuvo recibiendo visitas y dando órdenes.
Después del desayuno fue a pasear a caballo e invitó a ir con él a Fabvier y a Beausset, al que gustaba viajar.
—Su Majestad, es usted demasiado bueno —dijo Beausset, que quería dormir y que no sabía y temía montar a caballo.
Napoleón fue al campo de Borodinó.
Las tropas rusas eran visibles al otro lado del río y en el reducto de la aldea de Shevardinó. Napoleón no tenía que dar ninguna orden. Las tropas rusas estaban dispuestas sin ninguna cautela, a campo abierto, trabajando en las fortificaciones y esperando la batalla. Ese día ya era tarde para comenzar la batalla. Además todavía no estaban reunidas todas las tropas y la orden de que se aproximaran ya hacía tiempo que se había dado. No había nada que emprender ni que ordenar. La cuestión sobre cómo atacar a los rusos, si desde el frente, si por el flanco o con una maniobra envolvente, todavía no se había resuelto y no podía resolverse en la mente de Napoleón, porque no tenían noticias fiables sobre la posición de los rusos y sus fuerzas, y por lo tanto no había nada que ordenar ni que emprender esa tarde, aunque todos esperaban órdenes. Muchos dieron su opinión, cosa que Napoleón había solicitado. El tiempo era estupendo y la disposición de ánimo de Napoleón, buena. Miró al reducto de Shevardinó y dijo:
—Será fácil tomar ese reducto.
—Solo tiene que ordenarlo, señor —dijo el mariscal Davout, y Napoleón, mirando a Beausset y viendo entusiasmo en su mirada, ordenó al instante atacar el reducto y bajó del caballo para poder admirar el espectáculo con mayor tranquilidad.
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reducto de Shevardinó fue atacado el día 24 por la tarde y hubo unos 10.000 muertos y heridos por ambas partes. Cuando comenzó a anochecer un paje le dio un caballo a Napoleón, otro sujetó las riendas y él fue al paso a cenar a casa de Dúrov.
El 24 fue la batalla en el reducto de Shevardinó, el 25 no se cruzó ni un solo disparo ni por una ni por otra parte, el 26 fue el día de la batalla de Borodinó, que los historiadores denominan como un grandioso suceso, la gran batalla de Moscú, cuyo aniversario se festeja ahora y en agradecimiento por la cual se celebraron rogativas tanto en el ejército ruso como en el francés, dando gracias a Dios por haber acabado con tantos soldados. La misma sobre la que escribió Kutúzov al emperador, diciendo que había ganado y la que Napoleón dijo a sus tropas y a su pueblo que había ganado, la batalla sobre la que hasta el día de hoy continúan las discusiones relativas a quién realizó los mejores y más
geniales
(esta es una palabra que les gusta especialmente) movimientos. Para nosotros, los descendientes del suceso, este se nos antoja tan triste como un único asesinato, solo que mucho más interesante dado que fueron 80.000 asesinatos los que se perpetraron en un único día en un único lugar, más interesante por ser un suceso en el que no vemos razón alguna para agradecer ni para reprochar a Dios, como por cada acontecimiento inevitable, como la primavera, el verano y el invierno. Este suceso parece un fenómeno inevitable, que no pudo producirse por la voluntad de particulares, como Kutúzov y Napoleón y en el cual su voluntad tuvo tan poco que ver como la voluntad de cada soldado. Un suceso que los jefes militares no solamente no provocaron, sino que ni siquiera previeron, ni dirigieron, ni comprendieron. Las acciones de estos genios fueron, como siempre sucede en la guerra, tan irracionales como la acción de ese soldado que dispara a otro, que le es desconocido y extraño, a quemarropa.
No nos detendríamos en el análisis de las acciones de los jefes militares si no estuviera arraigada la convicción sobre su genialidad.
Las acciones de Napoleón y Kutúzov en Borodinó fueron involuntarias e irracionales. Para empezar, ¿por qué tuvo lugar la batalla de Borodinó? No tenía sentido ni para los rusos ni para los franceses. El resultado inmediato de esa matanza fue y debía haber sido, para los rusos, la aproximación a la pérdida de Moscú, cosa que temían más que nada en el mundo, y para los franceses, la aproximación a la pérdida de todo el ejército, cosa que temían más que nada en el mundo. Si los jefes militares se hubieran guiado por causas razonables, parecía que debía haber quedado claro para Napoleón que después de recorrer dos mil verstas y arriesgándose a perder la cuarta parte de su ejército, al plantar batalla se precipitaba a una segura derrota. Igual de claro tenía que haber resultado para Kutúzov el hecho de que al aceptar la batalla seguramente perdería Moscú. Era matemáticamente claro, igual de claro que si al jugar a las damas con una pieza de menos, cambio, seguramente perderé y por ello no debo cambiar. Cuando el contrario tiene dieciséis piezas y yo catorce, soy solamente un octavo más débil que él, pero cuando hayamos cambiado trece piezas, él será tres veces más fuerte que yo. Esto parecía estar claro, pero ni Napoleón ni Kutúzov lo vieron y se dio la batalla.
Hasta la batalla de Borodinó nuestras fuerzas eran, con respecto a las de los franceses, de 5 a 6, pero después de la batalla quedaron con una proporción de 1 a 2, es decir, hasta la batalla éramos 103.000 a 130.000 y después de la batalla 50.000 a 100.000. Y se entregó Moscú. El propio Napoleón demostró aún menos genialidad, perdiendo parte de su ejército y extendiendo aún más su línea.
Si dicen que con la toma de Moscú, pensaba, al igual que con la toma de Viena, que finalizaría la campaña, hay muchas pruebas de lo contrario. Los propios historiadores de Napoleón dicen que desde Gsatska, él deseaba seguir el consejo de volver atrás y sabía del peligro de su posición tan extendida; además, sabía que la toma de Moscú no significaría el final de la campaña. Desde Smolensk se había dado cuenta de en qué situación le dejaban las ciudades rusas y él mismo le había dicho a Tuchkóv en Smolensk, que si la toma de Moscú no decidía la suerte de la campaña, la toma de la capital por el enemigo, supondría una irreparable desgracia para los rusos. Lo había dicho con su trivialidad de pensamiento, como si fuera una muchacha, que una vez perdida la inocencia ya no la pudiese recuperar.
Plantando y aceptando la batalla de Borodinó, Kutúzov y Napoleón actuaron involuntaria e irracionalmente. Y los historiadores, ya a la luz de los hechos, presentan intrincadas demostraciones de la previsión y la genialidad de los jefes militares, que de todos los instrumentos involuntarios de los acontecimientos mundiales, eran los más esclavos y los más involuntarios.
Los antiguos nos han dejado modelos de poemas heroicos en los que los dioses regían los actos de los héroes, decidían su destino, lloraban por ellos, intercedían por ellos y hemos perpetuado durante mucho tiempo esa forma de poesía, aunque ya hace mucho tiempo que nadie cree en los héroes. Los antiguos también nos han dejado modelos de historias heroicas, donde los Rómulos, Ciros, Césares, Scevolas, Marías, etcétera, constituyen todo el interés de la historia y todavía no podemos acostumbrarnos al hecho de que este tipo de historia no tiene sentido para nuestra época.
T
RAS
la partida del emperador de Moscú, cuando ese primer entusiasmo pasó, la vida moscovita volvió a su antiguo orden habitual, y el curso de esa vida era tan común, que resultaba difícil recordar esos días pasados de arrebato y era difícil de creer que Rusia se encontrara verdaderamente en peligro y que los miembros del club inglés son además hijos de la patria, dispuestos a hacer cualquier sacrificio por ella. Lo único que recordaba al anterior entusiasmo y patriotismo generalizado durante la estancia en Moscú del emperador era la exigencia de sacrificar hombres y dinero, que tan pronto como fue llevada a cabo tomó forma de ley. Los ancianos, lanzando quejidos, organizaban la entrega de los combatientes y los reclutas y la reparación de las brechas que esos donativos hacían en sus propiedades. El peligro que suponía el enemigo, y el sentimiento patriótico y la pena por los muertos y heridos, y los donativos y el miedo por la aproximación del enemigo, todo, en la ordinaria vida social, perdía su significado serio y amenazador y adoptaba, en las mesas de Boston o en los grupos de damas que picaban las hilas con sus blancas manitas, un carácter insignificante y era con frecuencia objeto de discusiones, bromas o vanidades.