Guerra y paz (56 page)

Read Guerra y paz Online

Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
8.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Una lección de geografía —dijo él para sí, pero lo suficientemente alto para que se le escuchara.

Przebyszewski, con respetuosa pero digna cortesía, colocaba la mano detrás de la oreja para oír mejor, con aspecto de un hombre que tiene toda la atención absorbida. Dójturov, de baja estatura, estaba sentado en frente de Weirother con aspecto atento, concienzudo y humilde, abstrayéndose visiblemente de la incomodidad de la situación, aprendiendo concienzudamente la disposición y los sitios desconocidos para él en el mapa extendido. Le pidió unas cuantas veces a Weirother que repitiera palabras que no había entendido bien y Weirother satisfizo su deseo.

Cuando la lectura, que duró más de una hora, se dio por finalizada, Langeron, deteniendo de nuevo la tabaquera y sin mirar a Weirother, le hizo unas cuantas observaciones, pero era evidente que la intención de estas observaciones era únicamente dar la sensación al general Weirother, tan seguro de sí mismo, como un profesor de escuela, leyéndoles la disposición, que no trataba con tontos sino con personas que podían darle a él clases de asuntos de guerra. Cuando la monótona voz de Weirother calló, Kutúzov abrió los ojos, como el molinero que se despierta cuando se detiene el ruido soporífero de la rueda del molino, escuchó lo que decía Langeron y rápidamente dejó caer de nuevo la cabeza, como si dijera: «Ah, todavía seguís con esas tonterías...».

Intentando ofender con el mayor sarcasmo a Weirother y a su amor propio de autor del plan de guerra, Langeron demostraba que Bonaparte podía pasar fácilmente a atacar en lugar de ser atacado y a consecuencia de ello toda esa disposición resultaba del todo inútil.

—Si pudiera atacarnos lo habría hecho hoy.

—Entonces usted debe pensar que él no tiene fuerzas —dijo Langeron.

—Como mucho tiene cuarenta mil soldados —respondió Weirother con sonrisa de doctor al cual una curandera quiere mostrar un remedio.

—En tal caso, él está buscando su derrota al esperar nuestro ataque —dijo Langeron con tono irónico y una sonrisa, mirando de nuevo, en busca de apoyo a Milodarowicz, que era el más cercano.

Pero en ese momento en lo que menos pensaba Milodarowicz era en el tema de discusión de los generales.

—Por Dios —dijo él—, que eso lo veremos mañana en el campo de batalla.

Weirother se sonrió de nuevo con esa sonrisa que quería decir que le resultaba ridículo y extraño encontrarse con objeciones y tener que demostrar eso de lo que no solo él estaba totalmente seguro, sino de lo que también estaban convencidos Sus Majestades los emperadores.

—El enemigo ha apagado los fuegos y se escucha un rumor continuado en su campamento —dijo él—. ¿Qué quiere decir esto? O se aleja y eso es lo único que debemos temer o cambia de posición. —Sonrió—. Pero incluso si ocupara la posición de Turace solo conseguiría librarnos de muchos problemas y los planes seguirían como hasta ahora, hasta en sus más mínimos detalles.

Kutúzov se despertó, carraspeó roncamente y miró a los generales.

—¡Señores! La disposición para mañana, es decir para hoy, dado que ya es la una de la madrugada, no se puede cambiar —dijo él—. La han escuchado, y todos nosotros cumpliremos con nuestra obligación. Y antes de la batalla no hay nada más importante —calló— que dormir bien.

Hizo intención de levantarse. Los generales hicieron una reverencia y se alejaron.

XII

E
RAN
las dos de la mañana cuando a Rostov, que había sido mandado por Bagratión al cuartel general, por fin le dieron por escrito la disposición para que se la entregara al príncipe Bagratión, y en compañía de otros húsares se dirigió a Pozorytz al trote, al flanco derecho del ejército ruso.

La víspera Rostov no había dormido, encontrándose en la fila del flanco de la vanguardia, y ese día por la mañana había sido llamado por orden de Bagratión y de nuevo no había logrado dormir, así que dormitó todo el rato mientras se escribía la disposición y se enfadaba cuando le despertaban diciendo que estaba listo para ponerse en marcha. En el instante en que se sentó en el caballo se despabiló completamente.

La noche era oscura y nublada, la luna que casi estaba llena tan pronto se cubría como aparecía de nuevo, dejándole ver la caballería y la infantería que se encontraba por todos lados y que visiblemente se estaba preparando. Se encontró con algunos ayudantes de campo y jefes superiores que le tomaban por otra persona y le preguntaban si llevaba noticias u órdenes. Él respondía lo que sabía y les preguntaba lo que ellos sabían, sobre todo acerca del emperador, con el que, a cada instante, soñaba encontrarse.

Después de avanzar unas cuantas verstas y deseando ahorrarse el rodeo, se desvió del camino y siguió a pie por entre las hogueras. Se acercó a alguien para preguntarle el camino.

Los soldados estaban de guardia y una gran muchedumbre estaba sentada o de pie al lado de una hoguera que ardía intensamente.

—Anda, hermano, es igual, qué más da si un austríaco se va a quedar con mis propiedades —decía un soldado arrojando con fuerza una silla pintada a las llamas de la hoguera.

—No, hermano, espera, déjame que yo luzca en ella —dijo el otro soldado evitando que la silla cayera al fuego y, en una significativa pose, apoyándose de lado y sentándose sobre ella—. Bueno, hermano, ¿qué opinas ahora de mí?

—Muchachos, ¿por dónde se llega a la tercera división? —preguntó Rostov. (No se guiaba por el nombre de los sitios sino por el nombre de las divisiones, ya que el ejército se extendía por toda su ruta.)

Los soldados le dijeron lo que sabían. Un joven soldado, tras una evidente lucha con la indecisión, le preguntó:

—¿Es cierto, Excelencia, que mañana habrá una batalla?

—Es cierto, es cierto. ¿Y cómo podría no ser? El propio zar nos comandará —dijo alegremente Rostov, pero la noticia no causó una gran alegría. Los soldados callaron. Rostov, habiéndose alejado unos pasos, se detuvo a escuchar lo que hablaban.

—¿Qué, no les bastaba con los generales? —dijo un soldado.

—Así es, hermano mío, cómo anduvimos por las montañas con Suvórov —comenzó a decir una ronca voz de anciano—, nos acercamos al abismo y por abajo pululaban los mismos franceses, así que cogimos los fusiles, te sientas en tu culo y ¡hala!, a bajar así deslizándote derechito hacia ellos y a darles duro. Cómo le machacamos entonces. Y era el mismo Bonaparte.

—Dicen que entonces era aún más malvado —dijo otra voz—. ¿Y dónde lo meterán cuando lo capturen?

—Ni que en Rusia hubiera poco sitio —advirtió otro.

—¡Vaya! Ya están enganchando los carros, pronto partiremos.

El soldado que estaba sentado en la silla se levantó y la arrojó a la hoguera.

—Así nadie se quedará con ella. Deja que se vaya el teniente y me llevaré todo lo que hay en su barraca.

Rostov se montó en el caballo y siguió adelante. Habiendo avanzado unas dos verstas entre una densa masa donde se reunían y ya comenzaban a moverse los ejércitos, en medio de un destacamento de infantería al que llegó, un oficial alemán guía de una columna se le acercó y le preguntó respetuosamente si sabía alemán, y habiendo recibido una respuesta afirmativa le pidió que hiciera de intérprete entre él y el comandante del batallón, con el que tenía una cuestión que tratar. El comandante del batallón se echó a reír cuando Rostov y el austríaco se acercaron a él y en ese mismo instante, sin escuchar a Rostov, se dirigió al austríaco, comenzó a gritarle con todas sus fuerzas unas palabras, que se veía que le gustaban mucho y que ya había repetido muchas veces: «
Nicht verstehen
[30]
alemán, no comprendo vuestro idioma de salchicheros, alemán». Rostov le transmitió las palabras del oficial alemán, pero el comandante del batallón, riéndose, le repitió al alemán todavía unas cuantas veces más su frase favorita y finalmente le dijo a Rostov que la orden que le transmitía el guía de columna ya hacía tiempo que la conocía y ya había sido cumplida. El comandante del batallón también preguntó sobre las novedades y Rostov le contó la noticia que había oído sobre que el propio zar iba a comandar el ejército.

—Mira por dónde —dijo el comandante del batallón—. ¿No es cierto que son unos cerdos? —le dijo a Rostov—. De verdad que lo son. Así es, señor húsar, unos verdaderos cerdos.

«Qué equivocados están todos», pensó Rostov.

Rostov siguió adelante. En lugar de ir por las filas de los ejércitos ya acercándose a la avanzadilla, siguió adelante y salió por la línea de fuego. Eso ya se encontraba más cerca. Habiendo cabalgado desde muy lejos, dejó descansar a su caballo y se puso a pensar en su tema favorito: el emperador y la posibilidad de conocerle más de cerca. «De pronto caminando en la oscuridad él estaría ahí y diría: “¡Ve a ver quién hay ahí!”. Iría a dondequiera que fuese, a averiguar y le llevaría el informe. Y él diría...»

—¡Quién va, habla o te mato! —escuchó de pronto el grito del centinela.

Rostov se estremeció y se asustó.

—San Jorge, Olmütz, timón —repitió él maquinalmente la consigna del día. «Qué triste sería pensar que ellos no se equivocan.» Miró alrededor de él y fijó particularmente la mirada en el lado izquierdo donde estaba el enemigo y hacia donde se quería dirigir, pero no se podía distinguir nada y eso lo hacía más terrible.

La luna se ocultó tras las nubes.

«¿Dónde estoy? ¿Ya he llegado a la línea de fuego?», pensó Rostov. Se le había hecho terrible, quiso preguntar al húsar, pero le dio vergüenza. Habían estado a punto de matarle. Y si no le mataban hoy le matarían mañana. «Oh, es horrible. Solamente quería dormir, lo deseaba terriblemente.» Y él, con esfuerzo, abrió los ojos.

La luna salió de entre las nubes. En la zona izquierda se veía una cuesta a medio iluminar, y en frente un negro montecillo que parecía tan empinado como una pared. En el montecillo había una mancha blanca que Rostov no se podía explicar de ninguna manera: ¿era un claro del bosque iluminado por la luna, o restos de nieve, o una casa blanca? Incluso le pareció que alguien se movía por esa mancha blanca. Pero la luna se volvió a ocultar. «Si alguien me dispara desde allí me matará. He venido en vano —pensó Rostov—. Me matarán, que el diablo me lleve, si no hoy, entonces mañana, es igual, solo quiero dormirme y ver en sueños al emperador. Esa mancha debe ser nieve,
une tache
,
une tache
[31]
—pensó Rostov—. Pero aquí no hay ninguna “tasha”. Natasha, hermana, ojos negros. Na... tashka... ¡Lo que se sorprenderá cuando le diga que he visto al emperador! Natashka... tómate la tashka.
Nicht verstehen
, alemán, sí.» Y él levantó la cabeza que había dejado caer hasta las crines del caballo. «¿En qué estaba pensando? No quiero olvidarlo. Me matarán mañana, no, no es eso, después. Sí, atacar a la
tache
, atacar, atacar. ¿A quién atacan? A los húsares. Nos matarán a todos. Los húsares y los bigotes. Por la calle Tverskaia pasaba ese húsar con bigotes y todavía me acuerdo de él, delante de la casa de Gúrev... El viejo Gúrev. ¿Es posible que yo llegue a viejo? Malo, malo, viejo, viejo, viejecillo. Pero si me matan joven es igual. No dejaré de amar al zar por eso. Pero todo esto son naderías. Lo más importante ahora es que el emperador está aquí. Cuando me miró quiso decir algo, pero no se atrevió... No, fui yo el que no se atrevió. Qué pena que me vayan a matar. Le hubiera dicho todo. Esos soldados no dijeron nada, solo quemaron la silla. Y es verdad que es igual que me maten. Pero esto son naderías, lo principal es no olvidar que estaba pensando en algo importante. Sí. Sí, atacar a la
tache
.

Sí, sí, sí. Está bien.» Y él tenía la cabeza totalmente reclinada sobre el cuello del caballo. De pronto le pareció que le disparaban.

—¿Quién? ¿Quién? ¿Quién ataca? ¿Sablazos? ¿Quién? —dijo despertándose.

Rostov, en el preciso momento en que abrió los ojos, vio delante de él una brillante luz roja y escuchó los gritos prolongados de miles de voces que en el primer momento le pareció que se encontraban a diez pasos de él en la zona del enemigo.

—Debe ser que está fanfarroneando —dijeron los soldados señalando a la izquierda. Lejos, mucho más lejos de lo que le había parecido a Rostov en el primer instante, vio en el mismo sitio en el que le había parecido ver algo blanco unos fuegos dispuestos en línea y escuchó unos lejanos gritos prolongados, probablemente de las voces de miles de franceses.

—¿Crees que es eso? —dijo Rostov tratando de tranquilizarse dirigiéndose al húsar.

—Sí, se alegran de algo, Su Excelencia.

Los fuegos y los gritos duraban desde las cuatro.

«¿Qué puede ser eso —pensaba Rostov—, nos atacan ellos, nos asustan o están convencidos de que ya han vencido a alguien. ¡Qué extraño! Bueno, que se queden con Dios. ¿Qué es lo que me decía el zar? Sí, sí. Sí, atacar a la
tache

—Su Excelencia, aquí están los generales —dijo el húsar.

Rostov se despertó y vio delante suyo a Bagratión. Bagratión con el príncipe Dolgorúkov y unos ayudantes que también habían ido a ver los extraños fuegos encendidos y los gritos del ejército enemigo y Rostov se encontró con ellos en la avanzadilla y le dio el papel al jefe.

—Crea, príncipe —decía Dolgorúkov—, que esto no es más que un ardid, se retira y ha ordenado a la retaguardia encender unos fuegos y hacer ruido para engañarnos.

«Y a ellos qué les importa —pensaba Rostov, cayéndose de sueño—, da igual.»

—Qué puede ser eso —dijo el príncipe Bagratión—, ahora lo sabremos. —Y el príncipe Bagratión ordenó que enviaran un escuadrón de cosacos a revisar la zona que se encontraba mucho más a la derecha de los fuegos—. Si el ruido y los fuegos se han dejado solo en la retaguardia, ese sitio de la derecha, donde mando a los cosacos, ya no debe estar ocupado.

Después de diez minutos de espera, durante los cuales siguieron los gritos y los fuegos en el lado del enemigo, en el silencio de la noche se escucharon, desde esa zona de la derecha hacia donde se habían dirigido los cosacos, unos cuantos disparos de fusil, y el escuadrón de cosacos, a los que se había ordenado retroceder si el enemigo abría fuego contra ellos, salió al trote desde la montaña.

—Vaya —dijo el príncipe Bagratión al escuchar los disparos—, no, es evidente que no todos se han ido, príncipe. Hasta mañana por la mañana. Mañana lo sabremos todo —dijo el príncipe Bagratión y siguió adelante hacia la casa que ocupaba.

Other books

The Hurlyburly's Husband by Jean Teulé
Blueback by Tim Winton
Lydia Trent by Abigail Blanchart
Into My Arms by Lia Riley
The End of All Things by John Scalzi
The Death of the Wave by Adamson, G. L.
Method 15 33 by Shannon Kirk
Diabolus by Hill, Travis