Guerra y paz (58 page)

Read Guerra y paz Online

Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
8.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

Así comenzó la batalla para la primera, segunda y tercera columnas, que habían bajado a la llanura. La cuarta columna con Kutúzov al frente se encontraba en la loma de Pratzen. En la llanura, donde había comenzado la acción, todavía había una espesa niebla, más arriba había aclarado, pero nada podía verse de lo que estaba sucediendo abajo. ¿Estaban todas las tropas del enemigo a diez verstas de nosotros como habíamos supuesto o estaba aquí en medio de la niebla? Nadie lo supo hasta las nueve.

XIII

E
RAN
las nueve de la mañana. Un completo mar de niebla se extendía abajo, pero en la altura de la aldea de Szlapanitz en la que se encontraba Napoleón, rodeado de sus mariscales, había aclarado completamente. Sobre él se elevaba el claro cielo azul y la enorme esfera del sol navegaba como una roja bola hueca sobre la superficie del lechoso mar de niebla. Ni todo el ejército francés, ni el propio Napoleón con su Estado Mayor se hallaban ya en la otra orilla del río o en las aldeas de Sokolnitz y Szlapanitz, en las que debíamos tomar posiciones y lanzar el ataque, sino en esta orilla, tan cercana a nuestras tropas, que Napoleón podía a simple vista distinguir un soldado de caballería de uno de infantería. Napoleón se encontraba un poco adelantado a sus mariscales sobre ese mismo caballo gris y con el mismo sombrero y capote con el que el día anterior había visitado los puestos de la avanzadilla. El mismo rostro inmóvil, indiferente y majestuoso estaba ahora iluminado por el brillante resplandor de la mañana. Observó durante largo rato las colinas, que era como si emergieran del mar de niebla y sobre las cuales, en la lejanía, se movía el ejército ruso y escuchaba el ruido de los disparos en la cañada. Sus conjeturas parecían ser ciertas.

Una parte de las tropas rusas ya había bajado a la cañada, los estanques y los lagos, una parte desocupaba las alturas de Pratzen que él tenía la intención de atacar y que consideraba que eran posiciones clave. Veía esa isla, en medio de la niebla, que formaban las dos colinas y la aldea de Pratzen que se encontraba en la sima que se formaba entre ellas, veía cómo se movían las relucientes bayonetas rusas avanzando por este desfiladero y por ambos lados de la aldea y todas siguiendo una única dirección hacia la cañada desaparecían en el mar de niebla. Según las noticias que había recibido por la noche, por el ruido de las ruedas y de los pasos que se escuchaban por la noche en los puestos de la avanzadilla, por el desordenado movimiento de las columnas rusas, según todas las conjeturas veía claramente que los aliados le creían lejos, que las columnas que se movían cerca de Pratzen constituían el centro del ejército ruso y que el centro ya se había debilitado lo suficiente para atacarlo con éxito. Pero aún no ordenaba lanzarse al ataque.

Aquel era para él el día solemne de su coronación. Antes del alba había dormido unas cuantas horas y fuerte, alegre y descansado con esa feliz disposición de ánimo con la que todo nos parece posible y todo se consigue, montó a caballo y se dirigió al campo. Estaba inmóvil, mirando a las colinas que se iban haciendo visibles entre la niebla y en su hermoso rostro de veintiocho años había el mismo matiz de felicidad segura de sí misma y bien merecida que aparece en el rostro de un feliz y enamorado muchacho de dieciséis años. Los mariscales estaban algo alejados de él y no se atrevían a distraer su atención. Miraba bien a las colinas de Pratzen, bien al sol que emergía de la niebla. Cuando el sol hubo salido completamente de la niebla y comenzó a brillar con un deslumbrante resplandor sobre los campos y la niebla (como si él solo estuviera esperando a esto para empezar la acción), quitándose el guante hizo un gesto con su hermosa y blanca mano a los mariscales. Ellos se acercaron a él y dio orden de comenzar la batalla. Los mariscales, en compañía de los ayudantes de campo, galoparon en diversas direcciones y tras unos instantes el grueso de las fuerzas del ejército francés se movía con presteza hacia las colinas de Pratzen, que las tropas rusas evacuaban progresivamente descendiendo hacia la izquierda en la cañada donde cada vez se intensificaba más el infructuoso tiroteo.

Kutúzov entró a caballo en Pratzen al frente de la cuarta columna, la que debía ocupar el puesto de la columna de Przebyszewski y Langeron que ya habían descendido. Saludó a los miembros del primer regimiento y dio orden de avanzar, mostrando así que tenía la intención de conducir él mismo esa columna. Al entrar en la aldea de Pratzen se detuvo considerando lo que iba a ser el campo de batalla.

El príncipe Andréi se encontraba al lado del comandante en jefe, entre un montón de personas de su séquito. El príncipe Andréi había reflexionado y sufrido tanto durante esa noche que él mismo se sorprendía de su tranquilidad a pesar de que no había pegado ojo. Esa mañana sentía que las capacidades de su alma no excedían los límites de la observación y la actividad física (podía verlo todo, notar, acordarse de todo sin entrar en reflexiones, podía hacer todo, pero no le parecía suficiente) y por eso se sentía especialmente preparado para lo que puede hacer un hombre. Se encontraba al lado de Kutúzov y miraba atentamente a lo que sucedía delante y alrededor suyo.

Eran las nueve de la mañana, el aire era frío, seco y cortante aunque no había viento. La niebla que se había formado por la noche había dejado en las colinas solamente escarcha que se había transformado en rocío pero en la cañada aún se extendía un mar lechoso. No podía verse nada en el lado izquierdo de la cañada donde descendían nuestras tropas y desde donde llegaba el ruido de los disparos. Sobre las colinas se elevaba el claro cielo y a la derecha emergía el enorme disco solar sobre la niebla. El sol parecía un esférico flotador rojo que balanceándose flotaba sobre la superficie del mar de bruma. Adelante a lo lejos en esa orilla del mar de niebla se veían emerger colinas boscosas, en las que debía encontrarse el ejército enemigo. A la derecha se veía a la guardia sumergirse en los dominios de la niebla con el retumbar de pasos y ruedas y el brillo de las bayonetas; a la izquierda la misma masa de caballería, infantería y artillería se acercaban y desaparecían en el mar de niebla. Próximas a él el príncipe Andréi veía todas esas figuras conocidas y poco interesantes de Kozlovski, Nesvitski y otros. Adelante, sobre un caballo no muy alto, se divisaba la espalda encorvada de Kutúzov.

Kutúzov le parecía aquel día al príncipe Andréi una persona completamente diferente de la que había conocido en su buena época. No había en él esa oculta seguridad y la anciana tranquilidad del silencioso desprecio hacia la gente y la fe en sí mismo que el príncipe Andréi apreciaba de él. Ese día el comandante en jefe parecía extenuado, aburrido e irritado.

—Diga de una vez que formen columnas en el batallón y que envuelvan la aldea —dijo con enojo a un general subalterno—. ¿Cómo es que no comprende, Su Excelencia, muy señor mío, que no se puede hacer desfilar así al ejército por una calle de un pueblo cuando se marcha contra el enemigo?

—Planeaba hacerles formar delante del pueblo, Su Excelencia —respondió el general. Kutúzov se echó a reír con cólera.

—¡Muy buena idea eso de formar a la vista del enemigo, muy buena idea!

—Su Excelencia, según la disposición, debemos avanzar aún tres verstas hasta las filas enemigas.

—La disposición... —gritó colérico Kutúzov—. ¿Y quién le ha dicho eso? Haga el favor de hacer lo que le mando.

—¡A sus órdenes!

—Bueno, querido —le susurró al príncipe Andréi Nesvitski, que seguía en su sitio con un aspecto simpático seguro y procaz—, parece que el viejo está de muy mal humor.

Hasta Kutúzov se acercó un oficial austríaco con un penacho verde y uniforme blanco y le preguntó en nombre del emperador si la cuarta columna había entrado en acción.

Kutúzov, sin responderle, frunció el ceño, se volvió y su mirada tropezó involuntariamente con la del príncipe Andréi que se encontraba a su lado. Al reparar en Bolkonski, la expresión de rabia y mordacidad de la mirada de Kutúzov se suavizó, como si reconociera que su ayudante de campo no tenía culpa alguna de lo que sucedía. Y sin responder al ayudante de campo austríaco, se volvió a Bolkonski:

—Vaya a enterarse, querido, de si han dispuesto ya a los tiradores —dijo él—. ¡Qué hacen! ¡Qué hacen! —dijo para sí, aún sin responder al austríaco.

Efectivamente habían olvidado situar tiradores delante de las columnas y el príncipe Andréi ordenó al mando más cercano de parte del comandante en jefe que enmendara el descuido.

La niebla ya se había dispersado completamente. Eran las diez de la mañana, ya habían pasado más de cuatro horas desde que Napoleón, a quien nosotros creíamos a diez verstas de nuestras tropas, pero que se encontraba con todo su ejército allí, en ese mar de niebla que se extendía a nuestro alrededor, hubiera dado a los mariscales orden de atacar. El tiroteo en el flanco izquierdo en la cañada se había hecho más intenso, frecuente y audible y los caballos que montaban Kutúzov y su séquito levantaban las orejas al escucharlo. Y el comandante en jefe, decrépito y sin fuerzas, con su grueso cuerpo abandonado sobre la silla de montar y con las abultadas mejillas descolgadas, montaba en silencio, con la cabeza abandonada hacia delante y aún no daba la orden de avanzar a la cuarta columna, que él comandaba.

En ese momento, a las diez, a la espalda de Kutúzov se oyó a lo lejos el sonido de las salutaciones de los regimientos y comenzó a acercarse por la prolongada línea de las columnas rusas. Era evidente que aquel a quien saludaban avanzaba con rapidez. Cuando gritaron los soldados del regimiento que comandaba él, se hizo a una lado y miró. Parecía como si galopase por el camino de Pratzen todo un escuadrón de jinetes de variados colores. Dos de ellos cabalgaban juntos delante de los demás. Uno vestía un uniforme negro con un penacho blanco montando un caballo alazán, el otro llevaba un uniforme blanco y montaba un caballo negro. Eran los dos emperadores con su séquito. Kutúzov, con la afectación del veterano que se encuentra en el frente, ordenó formar y saludar al emperador. Toda su figura y sus modales cambiaron repentinamente. Adoptó el aire de un subalterno que no discurre. Él, actuando con una afectada elegancia y respeto, que era evidente que sorprendía desagradablemente al emperador Alejandro, se acercó, saludó e informó.

La impresión desagradable pasó solo como una pequeña nube en un claro cielo por el juvenil y feliz rostro del emperador. Estaba un poco más delgado esos días tras la indisposición, que en el campo de Olmütz donde le vio Bolkonski por primera vez en el extranjero; pero en sus hermosos ojos grises había la misma fascinadora mezcla de majestuosidad y dulzura y en los finos labios la misma expresividad y sobre todo el aire de inocente y bondadosa juventud.

En la revista de Olmütz resultaba más majestuoso, ahora parecía más alegre y enérgico. Estaba algo sofocado después de galopar esas tres verstas y deteniendo el caballo respiró hondo y miró a los rostros de los miembros de su séquito, tan jóvenes y animados como el suyo. Allí se encontraban también el mono bonito de Czartoryski, y la original figura de Novosíltsev y el príncipe Volkonski y Stróganov, todos ellos jóvenes apuestos, elegantes y ricamente vestidos montados en hermosos caballos bien cuidados y de refresco aunque ligeramente sudados. El emperador Francisco, un joven rubicundo de rostro alargado, mantenía la cabeza y el cuerpo erguidos, montando un potro negro extraordinariamente hermoso y tenía un aire apuesto y tranquilo. Miraba en silencio a su alrededor manteniendo la cabeza alta. Preguntó algo con aspecto significativo a uno de sus ayudantes de campo con uniforme blanco. «Seguramente le está preguntando a qué hora salieron», pensó el príncipe Andréi con una sonrisa que no pudo contener, observando con curiosidad a su viejo conocido. En el séquito del emperador había una representación de jóvenes oficiales rusos y austríacos, del ejército y de la guardia. Entre ellos, cubiertos con gualdrapas bordadas iban guiados por los palafreneros, los caballos de refresco de los zares, de una excepcional hermosura.

Como si a través de una ventana abierta hubiera entrado de pronto un fresco viento campestre a una habitación llena de un aire viciado, así fue como la juventud, energía y seguridad en la victoria de esta brillante juventud en cabalgata irrumpió en el lugar. Así al menos le pareció al príncipe Andréi mirándoles. Parecía haber tal vigoroso ímpetu en esa brillante pléyade, que parecía que nadie podía resistirse frente a ellos. Dándole la espalda a Kutúzov el emperador Alejandro miró el campo de batalla, deteniéndose en particular en el lugar en el que se escuchaban los disparos de los fusiles y en francés, con una sonrisa y con lástima, le dijo algo a uno de los que le rodeaban. El príncipe Andréi estaba seguro a pesar de no haber escuchado las palabras, de que el emperador expresaba su lástima porque a causa de su posición, le era imposible estar allí en la línea de fuego donde se decidía la suerte de la batalla hacia donde un íntimo sentimiento le arrastraba.

—¿Por qué razón no comienza, Mijaíl Lariónovich? —le dijo el emperador Alejandro a Kutúzov con una cariñosa sonrisa y mirando al mismo tiempo cortésmente al emperador Francisco.

—Estoy esperando, Su Excelencia, —respondió Kutúzov inclinándose respetuosamente.

—Pero no estamos en Tsaritsyn Lug, donde no se comienza el desfile hasta que todo el regimiento ha llegado —dijo con un leve reproche, mirando de nuevo cortésmente a los ojos del emperador Francisco como si le invitara si ya no a tomar parte, sí a escuchar lo que él decía; pero el emperador Francisco que continuaba mirando en derredor meneó la cabeza.

—Por eso es por lo que no empiezo, señor —dijo Kutúzov cuyo rostro se estremeció y por el que pasó una sombra de enfado—, por eso es por lo que no empiezo, señor —dijo él con un tono cortante y sonoro—, porque no estamos ni en un desfile ni en Tsaritsyn Lug.

En todos los rostros del séquito del zar, que por un momento se miraron los unos a los otros, se reflejó una queja y un reproche. «Por muy viejo que sea no debería, de ninguna manera hablar así», decían esos rostros.

El zar miró fija, cariñosa y atentamente a los ojos de Kutúzov esperando que dijera algo más.

—Pero si Su Excelencia lo ordena —dijo Kutúzov cambiando de nuevo al anterior tono inexpresivo, del general obediente que no discurre.

Espoleó al caballo y dio la orden de atacar.

El ejército comenzó a organizarse y dos batallones del regimiento de Nóvgorod y del batallón de Apsheron avanzaron por delante del emperador.

Other books

Braving the Elements by K. F. Breene
Recipe for Love by Darlene Panzera
Cat Tales by Alma Alexander
The Empty Chair by Jeffery Deaver
Daughter of Regals by Stephen R. Donaldson
The Sweet Dove Died by Barbara Pym