Read Guía del autoestopista galáctico Online
Authors: Douglas Adams
Tranquilamente acomodado encima de la toalla en el bolso de Ford Prefect, el Subeta Sensomático empezó a parpadear con mayor rapidez. A kilómetros por encima de la superficie del planeta, los enormes algos amarillos comenzaron a desplegarse. En Jodrell Bank alguien decidió que ya era hora de tomar una buena y relajante taza de té.
—¿Llevas una toalla encima? —le preguntó de pronto Ford a Arthur.
Arthur, que hacía esfuerzos por terminar la tercera jarra de cerveza, levantó la vista hacia Ford.
—¡Cómo! Pues no… ¿debería llevar una?
Había renunciado a sorprenderse, parecía que ya no tenía sentido.
Ford chasqueó la lengua, irritado.
—Bebe —le apremió.
En aquel momento, un estrépito sordo y retumbante de algo que se hacía pedazos en el exterior se oyó entre el suave murmullo de la taberna, el sonido del tocadiscos de monedas y el ruido que el hombre que estaba al lado de Ford hacía al hipar sobre el whisky al que finalmente le habían invitado.
Arthur se atragantó con la cerveza y se puso en pie de un salto.
—¿Qué ha sido eso? —gritó.
—No te preocupes —le dijo Ford—, todavía no han empezado.
—Gracias a Dios —dijo Arthur, tranquilizándose.
—Probablemente sólo se trata de que están derribando tu casa —le informó Ford, terminando su última jarra de cerveza.
—¡Qué! —gritó Arthur.
De pronto se quebró el hechizo de Ford. Arthur lanzó alrededor una mirada furiosa y corrió a la ventana.
—¡Dios mío, la están tirando! ¡Están derribando mi casa! ¿Qué demonios estoy haciendo en la taberna, Ford?
—A estas alturas ya no importa —sentenció Ford—. Deja que se diviertan.
—¿Que se diviertan? —gritó Arthur—. ¡Que se diviertan!
Se retiró de la ventana y rápidamente comprobó que hablaban de lo mismo.
—¡Maldita sea su diversión! —aulló, y salió corriendo de la taberna agitando con furia una jarra de cerveza medio vacía. Aquel día no hizo ningún amigo en la taberna.
—¡Deteneos, vándalos! ¡Demoledores de casas! —gritó Arthur—. ¡Parad ya, visigodos enloquecidos!
Ford tuvo que ir tras él. Se volvió rápidamente hacia el tabernero y le pidió cuatro paquetes de cacahuetes.
—Ahí tiene, señor —le dijo el tabernero, arrojando los paquetes encima del mostrador—. Son veinticinco peniques, si es tan amable.
Ford era muy amable; le dio al tabernero otro billete de cinco libras y le dijo que se quedara con el cambio. El tabernero lo observó y luego miró a Ford. Tuvo un estremecimiento súbito: por un instante experimentó una sensación que no entendió, porque nadie en la Tierra la había experimentado antes. En momentos de tensión grande, todos los organismos vivos emiten una minúscula señal subliminal. Tal señal se limita a comunicar la sensación exacta y casi patética de la distancia a que dicho ser se encuentra de su lugar de nacimiento. En la Tierra siempre es imposible estar a más de veinticuatro mil kilómetros del lugar de nacimiento de uno, cosa que no representa mucha distancia, de manera que dichas señales son demasiado pequeñas para que puedan captarse. En aquel momento, Ford Prefect se encontraba bajo una tensión grande, y había nacido a seiscientos años luz, en las proximidades de Betelgeuse.
El tabernero se tambaleó un poco, sacudido por una pasmosa e incomprensible sensación de lejanía. No conocía su significado, pero miró a Ford Prefect con una nueva impresión de respeto, casi con un temor reverente.
—¿Lo dice en serio, señor? —preguntó con un murmullo apagado que tuvo el efecto de silenciar la taberna—. ¿Cree usted que se va a acabar el mundo?
—Sí —contestó Ford.
—Pero… ¿esta tarde?
Ford se había recobrado. Se sentía de lo más frívolo.
—Sí —dijo alegremente—; en menos de dos minutos, según mis cálculos.
El tabernero no daba crédito a aquella conversación, y tampoco a la sensación que acababa de experimentar.
—Entonces, ¿no hay nada que podamos hacer? —preguntó.
—No, nada —le contestó Ford guardándose los cacahuetes en el bolsillo.
En el silencio del bar alguien empezó a reírse con roncas carcajadas de lo estúpido que se había vuelto todo el mundo.
El hombre que se sentaba al lado de Ford ya estaba como una cuba. Levantó la vista hacia Ford, haciendo vísales con los ojos.
—Yo creía —dijo— que cuando se acercara el fin del mundo, tendríamos que tumbarnos, ponernos una bolsa de papel en la cabeza o algo parecido.
—Si le apetece, sí —le dijo Ford.
—Eso es lo que nos decían en el ejército —informó el hombre. Y sus ojos iniciaron el largo viaje hacia su vaso de whisky.
—¿Nos ayudaría eso? —preguntó el tabernero.
—No —respondió Ford, sonriéndole amistosamente, y añadió—: Discúlpeme, tengo que marcharme.
Se despidió saludando con la mano.
La taberna permaneció silenciosa un momento más y luego, de manera bastante molesta, volvió a reírse el hombre de la ronca carcajada. La muchacha que había arrastrado con él a la taberna había llegado a odiarle profundamente durante la última hora, y para ella habría sido probablemente una gran satisfacción saber que dentro de un minuto y medio su acompañante se convertiría súbitamente en un soplo de hidrógeno, ozono y monóxido de carbono. Sin embargo, cuando llegara ese momento, ella estaría demasiado ocupada evaporándose para darse cuenta.
El tabernero carraspeó. Se oyó decir:
—Pidan la última consumición, por favor.
Las enormes máquinas amarillas alzaron a descender en picado, aumentando la velocidad.
Ford sabía que ya estaban allí. Ésa no era la forma en que deseaba salir.
Arthur corría por el sendero y estaba muy cerca de su casa. No se dio cuenta del frío que hacía, de repente, no reparó en el viento, no se percató del súbito e irracional chaparrón. No observó nada aparte de los
bulldozers
oruga que trepaban por el montón de escombros que había sido su casa.
—¡Bárbaros! —gritó—. ¡Demandaré al ayuntamiento y le sacaré hasta el último céntimo! ¡Haré que os ahorquen, que os ahoguen y que os descuarticen! ¡Y que os flagelen! ¡Y que os sumerjan en agua hirviente… hasta… hasta… hasta que no podáis más!
Ford corría muy deprisa detrás de él. Muy, muy deprisa.
—¡Y luego lo volveré a hacer! —gritó Arthur—. ¡Y cuando haya terminado, recogeré todos vuestros pedacitos y
saltaré
encima de ellos!
Arthur no se dio cuenta de que los hombres salían corriendo de los
bulldozers
; no observó que mister Prosser miraba inquieto al cielo. Lo que veía mister Prosser era que unas cosas enormes y amarillas pasaban estridentemente entre las nubes. Unas cosas amarillas, increíblemente enormes.
—¡Y seguiré saltando sobre ellos —dijo Arthur— hasta que se me levanten ampollas o imagine algo aún más desagradable, y luego…!
Arthur tropezó y cayó de bruces, rodó y acabó tendido de espaldas. Por fin comprendió que pasaba algo. Su dedo índice se disparó hacia lo alto.
—¿Qué demonios es eso? —gritó.
Fuera lo que fuese, cruzó el espacio a toda velocidad con su monstruoso color amarillo, rompiendo el cielo con un estruendo que paralizaba el ánimo, y se remontó en la lejanía dejando que el aire abierto se cerrara a su paso con un estampido que sepultaba las orejas en lo más profundo del cráneo.
Lo siguió otro que hizo exactamente lo mismo, sólo que con más ruido.
Es difícil decir exactamente lo que estaba haciendo en aquellos momentos la gente en la superficie del planeta, porque realmente no lo sabían ellos mismos. Nada tenía mucho sentido: entraban corriendo en las casas, salían aprisa de los edificios, gritaban silenciosamente contra el ruido. En todo el mundo, las calles de las ciudades reventaban de gente y los coches chocaban unos contra otros mientras el ruido caía sobre ellos y luego retumbaba como la marejada por montañas y valles, desiertos y océanos, pareciendo aplastar todo lo que tocaba.
Sólo un hombre quedó en pie contemplando el cielo; permanecía firme, con una expresión de tremenda tristeza en los ojos y tapones de goma en los oídos. Sabía exactamente lo que pasaba, y lo sabía desde que su Subeta Sensomático empezó a parpadear en plena noche junto a su almohada y le despertó sobresaltado. Era lo que había estado esperando durante todos aquellos años, pero cuando se sentó solo y a oscuras en su pequeña habitación a descifrar la señal, le invadió un frío que le estrujó el corazón. Pensó que de todas las razas de la galaxia que podían haber venido a saludar cordialmente al planeta Tierra, tenían que ser precisamente los vogones.
Pero sabía lo que tenía que hacer. Cuando la nave vogona pasó rechinando por el cielo, él abrió su bolso. Tiró un ejemplar de
Joseph y el maravilloso abrigo de los sueños en tecnicolor
, tiró un ejemplar de
Godspell
: no los necesitaría en el sitio a donde se dirigía. Todo estaba listo, tenía todo preparado.
Sabía dónde estaba su toalla.
Un silencio súbito sacudió la Tierra. Era peor que el ruido. Nada sucedió durante un rato.
Las enormes naves pendían ingrávidas en el espacio, por encima de todas las naciones de la Tierra. Permanecían inmóviles, enormes, pesadas, firmes en el cielo: una blasfemia contra la naturaleza. Mucha gente quedó inmediatamente conmocionada mientras trataban de abarcar todo lo que se ofrecía ante su vista. Las naves colgaban en el aire casi de la misma forma en que los ladrillos no lo harían.
Y nada sucedió, todavía.
Entonces hubo un susurro ligero, un murmullo dilatado y súbito que resonó en el espacio abierto. Todos los aparatos de alta fidelidad del mundo, todas las radios, todas las televisiones, todos los magnetófonos de
cassette
, todos los altavoces de frecuencias bajas, todos los altavoces de frecuencias altas, todos los receptores de alcance medio del mundo quedaron conectados sin más ceremonia.
Todas las latas, todos los cubos de basura, todas las ventanas, todos los coches, todas las copas de vino, todas las láminas de metal oxidado quedaron activados como una perfecta caja de resonancia.
Antes de que la Tierra desapareciera, se la invitaba a conocer lo último en cuanto a reproducción del sonido, el circuito megafónico más grande que jamás se construyera. Pero no había ningún concierto, ni música, ni fanfarria; sólo un simple mensaje.
—
Habitantes de la Tierra, atención, por favor
—dijo una voz, y era prodigioso. Un maravilloso y perfecto sonido cuadrafónico con tan bajos niveles de distorsión que podría hacer llorar al más pintado.
—
Habla Prostetnic Vogon Jeltz, de la junta de Planificación del Hiperespacio Galáctico
—siguió anunciando la voz—.
Como sin duda sabéis, los planes para el desarrollo de las regiones remotas de la Galaxia exigen la construcción de una ruta directa hiperespacial a través de vuestro sistema estelar, y, lamentablemente, vuestro planeta es uno de los previstos para su demolición. El proceso durará algo menos de dos de vuestros minutos terrestres. Gracias.
El amplificador de potencia se apagó.
La incomprensión y el terror se apoderaron de los expectantes moradores de la Tierra. El terror avanzó lentamente entre las apiñadas multitudes, como si fueran limaduras de hierro en una tabla y entre ellas se moviera un imán. Volvió a surgir el pánico y la desesperación por escapar, pero no había sitio a dónde huir.
Al observarlo, los vogones volvieron a conectar el amplificador de potencia. Y la voz dijo:
—
El fingir sorpresa no tiene sentido. Todos los planos y las órdenes de demolición han estado expuestos en vuestro departamento de planificación local, en Alfa Centauro, durante cincuenta de vuestros años terrestres, de modo que habéis tenido tiempo suficiente para presentar cualquier queja formal, y ya es demasiado tarde para armar alboroto
.
El amplificador de potencia volvió a quedar en silencio y su eco vagó por toda la Tierra. Las enormes naves giraron lentamente en el cielo con moderada potencia. En el costado inferior de cada una se abrió una escotilla: un cuadrado negro y vacío.
Para entonces, alguien había manipulado en alguna parte un radiotransmisor, localizado una longitud de onda y emitido un mensaje de contestación a las naves vogonas, para implorar por el planeta. Nadie oyó jamás lo que decía, sólo se escuchó la respuesta. El amplificador de potencia volvió a funcionar. La voz parecía irritada. Dijo:
—
¿Qué queréis decir con que nunca habéis estado en Alfa Centauro? ¡Por amor de Dios, humanidad! ¿Sabéis que sólo está a cuatro años-luz? Lo siento, pero si no os tomáis la molestia de interesaros en los asuntos locales, es cosa vuestra. ¡Activad los rayos de demolición!
De las escotillas manó luz.
—
No sé
—dijo la voz por el amplificador de potencia—
, es un planeta indolente y molesto; no le tengo ninguna simpatía.
Se apagó la voz.
Hubo un espantoso y horrible silencio.
Hubo un espantoso y horrible ruido.
Hubo un espantoso y horrible silencio.
La Flota Constructora Vogona se deslizó a través del negro vacío estrellado.
Muy lejos, en el lado contrario de la espiral de la galaxia, a quinientos años-luz de la estrella Sol, Zaphod Beeblebrox, presidente del Gobierno Galáctico Imperial, iba a toda velocidad por los mares de Damogran, mientras su lancha delta movida por iones parpadeaba y destellaba bajo el sol del planeta.
Damogran el cálido; Damogran el remoto; Damogran el casi desconocido.
Damogran, hogar secreto del Corazón de Oro.
La lancha cruzaba las aguas con rapidez. Pasaría algún tiempo antes de que alcanzara su destino, porque Damogran es un planeta de incómoda configuración. Sólo consiste en islas desérticas de tamaño mediano y grande, separadas por brazos de mar de gran belleza, pero monótonamente anchos.
La lancha siguió a toda velocidad.
Por su incomodidad topográfica Damogran siempre ha sido un planeta desierto. Debido a eso, el Gobierno Imperial Galáctico eligió Damogran para el proyecto del Corazón de Oro, porque era un planeta desierto y el proyecto del Corazón de Oro era muy secreto.
La lancha se deslizaba con un zumbido por el mar que dividía las islas principales del único archipiélago de tamaño utilizable de todo el planeta. Zaphod Beeblebrox había salido del diminuto puerto espacial de la Isla de Pascua (el nombre era una coincidencia que carecía enteramente de sentido; en lengua galáctica, pascua significa piso pequeño y de color castaño claro) y se dirigía a la isla del Corazón de Oro, que por otra coincidencia sin sentido se llamaba Francia.